domingo, 31 de julio de 2011

AMIGO ANDRÉS, 1000 DÍAS DESPUÉS

¡Sí, nos parece que fue ayer, cuando te fuiste como de puntillas, sin ningún ruido, como un atardecer! Y enseguida fuiste amaneciendo, iluminando con tu recuerdo los afanes nuestros de cada día. Anoche, en la iglesia de San Marcelo –bellísima y restaurada, creada en tiempo de Santo Toribio- nos reunimos los amigos de Andrés para hacer memoria de su tránsito a la gloria hace, ya, 3 años. Presidió Monseñor Lino Panizza, obispo de Carabayllo, fundador y Gran Canciller de la UCSS, pero, sobre todo, amigo de Andrés, al que podemos denominar también “cofundador” de nuestra alma máter. El P. Giovanni Pacossi, en su homilía, nos habló de cómo la vida de Andrés no se entiende sin su referencia a Cristo. Nos recordó como desde su infancia en que el Vicario de su parroquia, Don Gianni Calchinovatti, en Abbateerasso, le habló del Movimiento Comunión y Liberación, Andrés vio en Cristo, en la Iglesia, el acontecimiento gratuito que colmaría todo lo que su corazón anhelaba: verdad, justicia, sinceridad, solidaridad. Su pasión por construir el Movimiento no fue para organizar algo sino para dar su vida por Cristo, sin peros, sin dificultades. Su vida, como la multiplicación de los panes y los peces, fue un signo de la presencia de Cristo.

Amigo Andrés, magnífica nueva oportunidad para seguir  tus huellas que son las de Cristo, en su Iglesia.


Andrés Aziani  Testigo de la fe http://www.huellas-cl.com/2008S/09/fiebredevida.html

Fiebre de vida
Andrés nos ha dejado con tan sólo 55 años, 
el pasado 30 de julio en Lima. En 1976 Giussani lo envió de misión a Siena para dar vida a la primera comunidad de CL. Allí maduró su vocación, entrando a formar parte de los Memores Domini. En 1988 lo envió a Perú. Ardió de pasión por el hombre porque era un enamorado de Cristo y compartió, a imitación Suya, la necesidad de las personas que encontró en su camino. Dio testimonio, siempre y dondequiera que estuviese, de que Jesucristo es lo que llena el corazón humano y el sentido de la vida de todo hombre

Antonio Socci

Carmen Giussani, que conoció a Andrea en los tiempos de GS, pues vivían en el mismo pueblo, entre los recuerdos que se agolpan en su corazón, me cuenta un detalle: en esos años iban juntos casi todos los días a la caritativa y, regresando en bicicleta, Andrés cantaba en voz alta por las calles nubladas de Abbiategrasso. Es un rápido flashback de un Andrés Aziani de dieciocho años, sobre su tipo de persona. Una juventud enamorada de Jesús, una alegría gallarda («¡¡porque Cristo ya ha vencido!!», te decía riéndose y dándote una palmada en la espalda), un corazón que estallaba de gozo y pasión por el deseo de anunciar a todos la buena nueva que cambia el mundo. Hasta los confines de la tierra. 
No sólo en Siena, donde don Giussani lo envió en 1976, sino también en aquel pedazo de tierra que se abre sobre el Océano Pacífico, en la otra punta del mundo, donde a sus 55 años acaba de culminar su incansable entrega terrena (y donde ha dejado su cuerpo, consumado, literalmente, por Jesucristo), para celebrar su nacimiento al Cielo. 
«Es el primero de nosotros cuyo cuerpo descansa en tierra de misión», dice don Pino. También con esto muestra Andrés lo que Giussani tenía en el corazón aquel día de otoño de 1954, entrando en el Liceo Berchet: el mundo entero. Y yo creo que deseaba sólo esto: generar hombres así. 

De Abbiategrasso 
al querido Perú

En 1993, en un retiro de los Memores Domini, don Giussani leyó una carta que Andrés había escrito a Dado, entonces con él en Lima, que se preparaba para ir al encuentro de unos amigos al Cuzco, en los Andes. Andrés, firmando con su nombre de adopción en el Perú, escribía: «que alguien se enamore de lo mismo que nos ha enamorado a nosotros: es este el deseo apasionado que enardece el corazón. Pero, para que pueda ser así, nosotros tenemos que arder, arder literalmente de pasión por el hombre, para que Cristo lo alcance». Don Giussani leyó estas líneas y comentó conmovido: «¡Os reto a encontrar un testimonio igual! ¡En donde quieran!».
El joven de dieciocho años que cantaba por las calles de Abbiategrasso, el de veinte, estudiante de Filosofía, responsable de CL en la Universidad Estatal de Milán a primeros de los setenta, que a menudo acababa sufriendo la violencia tremenda de los extremistas, era también el joven de veintitrés años, con éskimo (la cazadora que entonces llevaban todos los chicos) y larga barba negra que en Siena, a partir de 1976, entusiasmó nuestros corazones de jóvenes inquietos. Andrés era reacio a cualquier gratificación, pero siempre el primero dispuesto a ordenar las sillas o limpiar letrinas, pegar carteles o adecentar chabolas. El primero en servir. Siempre dispuesto para decir: “¡Heme aquí!” con una energía que no entendías de dónde le venía (ya que comía sólo de vez en cuando), siempre con la sonrisa en los ojos, siendo una provocación para todos. También (si fuera el caso) corrigiendo decididamente.
Andrés es el mismo que en Lima, desde 1989, ya profesor, conocido también entre intelectuales y ministros, en un pueblo joven construía una capillita con Sebastiana y los otros niños, para que esa pobre gente sintiera que Jesús estaba ahí, a su lado, era cercano a ellos. El mismo que un día regresó a casa hecho jirones porque una banda de malhechores le había agredido en un barrio de mala fama, adonde había acudido para buscar a una joven que había desaparecido, y el que, en otra ocasión, invitaba al presidente del país, Toledo, a la misa en sufragio del padre Giussani.

Pasión misionera
«Su amor a Jesucristo –me escribe don Primo– había secado en él las fuentes del orgullo, porque ya nada era posesión suya». En efecto, cuando escucho el “himno a la caridad” de san Pablo, me doy cuenta de que yo lo he visto: lo he visto en Andrés. Conociendo su temperamento tan viril, pienso en cómo era capaz de humillarse (me vienen a la mente algunas humillaciones increíbles que solo él podía aguantar) para que quienes estuviéramos frente a él pudiéramos darnos cuenta de lo que es Cristo. 
De san Pablo tenía también la radicalidad, la pasión misionera. Por otra parte, su madre era de familia judía. El abuelo materno, Emanuele Samek Lodovici, hombre de gran valor, sufrió persecuciones: primero, bajo el fascismo, por ser católico militante del Partido Popular de Luigi Sturzo, luego por las leyes raciales, por ser judío. 
Con respecto a la pasión misionera, Andrés vivía con esa inteligencia aprendida desde joven en la caritativa, el instrumento con el cual don Giussani nos enseña a abrir de par en par el corazón al mundo entero y a compartir la necesidad y el dolor de los demás.
Cuando Tina, de Siena, fue con él a Perú, Andrés la llevó al punto más alto de Lima, desde donde se veía la inmensa extensión de aquella ciudad de 12 millones de personas: «Mira la ciudad –le dijo–. ¿Te das cuenta de las dimensiones que tiene? Realmente, no somos nada. ¿Qué es lo que hacemos nosotros?». 
Pero entonces, ¿cómo pudo Andrés dejar una huella tan fuerte en ese mismo lugar? Andrés simplemente compartió la vida de aquella gente, con la mirada puesta en lo que Dios hacía delante de sus ojos. Continuó diciendo a Tina aquel día: «Aquí sobran conquistadores; ya han tenido demasiados. Debes estudiar la historia, la geografía y la lengua del Perú, conocer a los santos de esta tierra y rezarles. Y amar a esta gente. Así podrás arrodillarte ante ellos como Dios se ha arrodillado delante de cada uno de ellos».

Sus estudiantes
A cualquier persona que conociera –desde el humilde taxista que trataba de convencer para que se apuntase a los cursos en horario de tarde-noche, hasta los intelectuales famosos–, la consideraba como un don que el Señor le ofrecía. Repetía siempre: «No debemos perder a nadie de los que el Señor nos ha confiado». Y así lo hacía. 
Todos los que lo conocían se daban cuenta de ello. Por ello, centenares de jóvenes en Lima, han escrito en un blog y colgado un sinfín de frases en el periódico mural de la Universidad Sedes Sapientiae, al enterarse de su muerte repentina: «¡¡Qué persona increíble!! », «Andrés Aziani no tenía comparación posible, era un hombre diferente a todos los que encontramos a menudo»; «nos ha enseñado a ser hombres». Escribe Janina: «Mi vida ha cambiado mucho desde que lo conocí». Erika habla del «signo más profundo que ha dejado este hombre extraordinario». Anthony: «me enseñaste a vivir la vida de un modo diferente. Agradezco a Dios haberte conocido». 
Iván: «era una persona feliz», «¡qué modo de amar la vida!... nos ha marcado para siempre». Lucila: «estaba feliz de entregarnos todo su conocimiento siempre con un gran respeto por cada uno de sus estudiantes». Fabiola: «se entregaba totalmente en cada lección, despertando el deseo de seguirle y de luchar por nuestra libertad, comenzando con no ser tan superficiales y con el deseo de vivir la vida en plenitud».
En Youtube han colgado un vídeo donde se ve una de sus arrolladoras clases (lo han titulado: “Homenaje a un gran profesor y amigo… ¡Eres verdaderamente grande!”); otro recuerda la última frase que pronunció Andrés, en su última clase: «“Y recuerden que el amor es más fuerte que la muerte”. ¡Te quiero mucho querido profesor!». 
Este maestro extraordinario, capaz de entusiasmar a los jóvenes por todo lo bello y lo verdadero, desde la filosofía hasta la música y el arte, siempre atento a la necesidad de cada uno, hasta hacerse cargo de un centenar de ellos, era capaz de educar, a veces con severidad, de enseñar a vivir como hombres.

No cumplidores, 
sino conmovidos

«No perder ni uno de los que el Padre nos ha dado». Ni siquiera los más lejanos. Ni a los amigos del pueblo, Abbiategrasso (uno me escribe conmovido que Andrés en estos 30 años, siempre le ha acompañado), ni los de Siena, donde todos somos hijos suyos porque por él empezó la comunidad. El pasado mayo, por el 25 aniversario de matrimonio de los dos primeros del CLU (Donatella e Marco), les escribió una carta estupenda donde nos recordaba la gran aventura del CLU que vivimos con él, que fue donde cobró forma nuestra vocación (en Siena, Andrés se graduó y entró en los Memores Domini) y esto nos ha marcado para siempre. 
Escribió: «Toda una historia, toda una vida, marcada por aquellas calles, por aquellos estrechos callejones, por aquellos repartos de volantes llenos de coraje, por aquel tenaz y testarudo deseo de decir: ¡sí! ¡Estamos aquí! ¡¡¡Sí!!! Estamos aquí, ¡estamos listos! Siempre como verdaderos soldados, que en los días del combate aprenden a ser más amigos, más misericordiosos, más nobles, y su mirada se abre, llega hasta los confines del mundo, genera hijos carnales y espirituales, hijos y discípulos, amigos, e incluso enemigos, pero siempre con grandeza, con trascendencia. No sólo cumplidores, sino conmovidos hasta las lágrimas. Porque, en el fondo, ¿qué hemos hecho? Qué mérito tenemos más que el de haber dicho que sí, y el de seguir diciéndolo hoy en cualquier circunstancia… Júbilo que traspasa todas las apariencias, todas nuestras tentaciones de reducir la potencia de Dios, Su fantasía, ¡lo que Él obra! También para mí esos años fueron decisivos. También para mí se decidió literalmente todo en esos años, en las cooperativas, en las pintadas con spray, en las discusiones exageradas y violentas con los extremistas, en el diálogo con todos. Pero lo mejor es la lucha y el coraje con el que cada uno, todos los días, debe retomar su vida para poder decir ¡sí! ¡Éste es el premio de la fidelidad! La paz, la alegría y el saber que, como escribía don Giussani, así “la vida no es inútil”. También esto, que la vida no sea inútil, es un don, una gracia. ¡Sí, querido amigo! ¡Todo es gracia! Su fidelidad es más fuerte que nuestras dudas. Entonces mañana podemos volver a empezar porque como solía decir Enzo y ahora dice a menudo Carrón: “¡Lo mejor está por venir!”».
Andrés lo escribía pocos días antes de ir al encuentro con la Belleza hecha carne, en su Reino, donde ahora puede ver el rostro del que fue el Amigo de su vida. Mientras tanto en la universidad sus alumnos han escrito carteles con sus frases más amadas, que se han quedado en el corazón de todos, como «¡Fiebre de vida!». Y uno ha escrito: «¡Andrés y Gius, juntos con Dios!».

 

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