sábado, 12 de septiembre de 2009

Lucho Castañeda cambió la revolución por la fe

«Pensé que iba a morir en el mar y acudí a Dios»

Radical y partidario de la violencia, sus ideas se transformaron después de salvarse de morir ahogado.

12 Septiembre 09 - Pablo J. Ginés http://www.caminocatolico.org/web/index.php?option=com_content&task=view&id=494&Itemid=43

LOS PEÑASCALES (MADRID)-Luis Castañeda «Lucho», originario de Lima, Perú, se crió en una familia católica, fue monaguillo y recibió la Confirmación. Con 17 años, en aquel emblemático 1968, leyó «Hacia una moral sin dogmas», de José Ingeniero, un clásico en la izquierda sudamericana. «Ese libro cuestionó mis creencias», recuerda. «A esa edad mi profesora de ciencias sociales, que era comunista, me recomendaba bibliografía marxista, y yo dejé de ir a misa. La Iglesia me parecía imperialista, opresora, enemiga del pueblo... Luego, en la Universidad, conocí comunistas. Eran todos “pitucos”, que es como llamamos allí a los pijos, niños de familias burguesas. Yo era de Vanguardia Revolucionaria, una especie de secta radical de izquierda. El Che nos parecía blando. Yo militaba 24 horas al día y en dos años creamos 80 células en diversas fábricas. En una de ellas conocí a Margarita. La vi tan sana, tan ingenua, tan distinta, que me enamoré de ella».
Margarita era de familia sencilla y católica, iba a misa cada domingo y participaba en un sindicato para mejorar las condiciones obreras. «El partido le encargó a una chica que me adoctrinase», recuerda Margarita. «Me invitó a su casa. Era una “pituca” de familia rica, que ni siquiera daba las gracias a sus criadas. Pensé: “¿Esta dice que lucha por la igualdad y no saluda ni a sus asistentas?”. Yo nunca me creí el discurso comunista».
Lucho y Margarita se casaron y tuvieron cuatro hijos. Lucho ganaba más dinero pero era más radical. «Si para lograr el comunismo debían morir ocho millones de peruanos, ya me parecía bien; y mandar a los curas a campos de trabajo, como Pol Pot», recuerda.
En verano de 1989, nadando en el mar de forma temeraria en un día con oleaje, una corriente lo arrastró mar adentro. «Casi no podía ver la costa, ya estaba cansado de nadar, y toda mi vida pasó ante mis ojos, como una película. Pensé que iba a morir. Recordé la tristeza por la muerte de mi padre a los ocho años. Flotando en las olas, con delfines a mi alrededor, el mar tan inmenso, dije: “Dios, en nombre de Cristo, ayúdame. Ahora puedo ver lo pequeño que soy. Sálvame, renuncio a  la política”». Y se tumbó flotando, a esperar. En 10 minutos llegó una barca que le llevó a tierra. «Había prometido arrodillarme al llegar, pero luego no me atreví».
Todo, menos el catolicismo
Lucho no se convirtió en ese momento, pero durante dos años buscó lo espiritual por todas partes: evangélicos, testigos de Jehová, «de todo, menos la Iglesia Católica». Un día, hablé con un sacerdote que me dijo: “Si buscas a Dios, es que Él te ha encontrado antes”. Me decidí entonces a ir al grupo de oración carismática de mi madre. Les dije: “Soy Lucho, el hijo de Carolina”. Y me dijeron: “qué alegría, llevamos años y años rezando por ti con tu madre”.  Me confesé y volví a la Iglesia».
La vida fue dura con la familia Castañeda después. Con los alborotos políticos de la época de Fujimori, Lucho, que tenía un cargo en un banco, se vio obligado a emigrar a España, donde desempeña, aún hoy, humildes labores de limpieza. «Pero no estoy enfadado con Dios, porque yo antes era orgulloso, me creía intelectual, pensaba que podía cambiar el mundo, y ahora confío más bien en Dios», explica.
Como muchos emigrantes, al llegar a España sintió la hostilidad de un entorno frío a la fe. «Necesitaba compartir mi fe. Yo vivía en Gavà, pero, deambulando sin rumbo en Barcelona, entré en la Parroquia de la Concepción, y, no sé por qué, dije al sacerdote: “Busco un grupo de oración”. Y me respondió: “Qué casualidad, hoy mismo empieza aquí un grupo nuevo, dentro de un rato”. Así conocí la Comunidad de Emmanuel, a la que pertenecemos».
Para Lucho, la Comunidad, pequeña en España pero con unos 7.000 miembros en todo el mundo, es un don importante. «Los hermanos te ayudan, no me da vergüenza compartir mis penas con ellos, rezamos unos por otros y nos apoyamos. No es compasión con el emigrante, sino amor de hermano», señala.

 

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