lunes, 12 de julio de 2010

¡DEL SIGLO DE ORO, AL BALÓN DE ORO!

La rendición de Breda o Las lanzas es un óleo sobre lienzo, pintado entre 1634 y 1635 por Diego Rodríguez de Silva y Velázquez y que se conserva en el Museo del Prado de Madrid desde 1819. Los Países Bajos (liderados por su noble más importante, Guillermo de Orange) estaban inmersos en la guerra de los ochenta años o guerra de Flandes, en la que luchaban por independizarse de España. En 1590, con Mauricio de Nassau-Orange (cuarto hijo de Guillermo) como estatúder de las Provincias Unidas de los Países Bajos, la ciudad de Breda fue tomada por los holandeses. La Tregua de los doce años mantuvo el país en calma entre 1609 y 1621. Cuando el rey de España Felipe IV subió al trono en 1621, la tregua expiró y la guerra comenzó de nuevo. La intención de Felipe IV era recuperar esa plaza tan importante desde la cual se podría maniobrar para otras conquistas. Felipe IV nombró como jefe supremo de la expedición a Breda al mejor estratega a su servicio conocido en aquella época, al aristócrata genovés Ambrosio de Spínola, que se puso al mando de 40.000 hombres más un buen número de generales españoles, como el marqués de Leganés y don Carlos Coloma, militares muy famosos. La ciudad de Breda estaba defendida por Justino de Nassau, de la casa de Orange. El cerco y sitio a la ciudad fue una lección de estrategia military, tanto que algunos generales de otras naciones fueron allí como «agregado militar», para conocer y observar la táctica del gran Spinola. Lo principal era impedir que hasta el sitio llegaran refuerzos de víveres y municiones. Para ello se realizaron una serie de acciones secundarias; una de las que más éxito tuvo fue el anegar los terrenos inmediatos e impedir así el paso a la posible ayuda. Las crónicas de la época cuentan que la defensa de Breda llegó a ser heroica, pero la guarnición tuvo que rendirse y levantar la bandera. Justino de Nassau capituló el día 5 de junio de 1625. Fue una capitulación honrosa que el ejército español reconoció como tal, admirando en su enemigo la valentía de los asediados. Por estas razones permitió que la guarnición saliera formada en orden militar, con sus banderas al frente. Los generales españoles dieron la orden de que los vencidos fueran rigurosamente respetados y tratados con dignidad. Las crónicas cuentan también el momento en que el general español Spinola esperaba fuera de las fortificaciones al general holandés Nassau. La entrevista fue un acto de cortesía, el enemigo fue tratado con caballerosidad, sin humillación. Este es el momento histórico que eligió Velázquez para pintar su cuadro. Varios periodistas han recreado este hito histórico para su crónica sobre la victoria de España sobre Holanda.

El próximo curso escolar, los textos de historia no serán como los de antes. A Viriato, Guzmán el Bueno, El Cid Campeador, El Gran Capitán, Don Juan de Austria, Colón, Elcano, Pizarro, Cortés, Daoíz y Velarde, junto a Agustina de Aragón (para que no se quejen las damas) valen 11, habrá que colocar los 11 del 11-7-2010. Ignacio Aréchaga, todo un maestro del periodismo, nos lo cuenta en Fútbol y cantares de gesta. Aceprensa. 12/07/10

El triunfo del fútbol español en el Mundial de Sudáfrica ha acabado con la teoría de desaparición de los grandes relatos en la sociedad actual, por lo menos en la española. Por mucho que se hable del desencanto de la postmodernidad, un solo gol ha sido el detonante para que saltara la espita de un entusiasmo reprimido. De repente, vuelve el lenguaje de héroes, hazañas y epopeyas. En este mundo de ideologías moribundas y tradiciones fallidas, la vida vuelve a tener sentido y propósito.
Ya se sabe que el léxico de los cronistas deportivos tiende a la hipérbole y a la exuberancia. Pero en este caso hasta los editoriales de la prensa más seria desprenden no solo la natural alegría, sino el entusiasmo y la solemnidad de las grandes ocasiones que vieron los siglos.
“Acaba el mes que cambió nuestras vidas”, escribe el cronista de El Mundo, mientras que para el del Marca se trata de “la noche más feliz de nuestras vidas”. El de El País asegura que este éxito es “la epopeya que le faltaba al deporte español, que vive en la gloria tras una catarata de bienaventuranzas”. Ya seamos “reyes del mundo” (Marca) o simplemente “campeones del mundo”, todos coinciden en que nuestras esperanzas han sido colmadas, después de tantas frustraciones futbolísticas, debidas a las parcas del deporte.
Pero es que, además, nunca un triunfo fue tan oportuno para curar la melancolía nacional. Antes del Mundial de Sudáfrica éramos los campeones europeos del desempleo, con una solvencia que nos incluía en el poco glorioso grupo de los PIGS, mientras las agencias de raiting ninguneaban nuestra deuda pública. Ahora, incluso en lo económico el triunfo futbolístico va a ser un estímulo más poderoso que cualquier paquete de apoyo del gobierno. Tendremos que seguir apretándonos el cinturón, pero al menos será un cinturón con los colores nacionales y la leyenda “somos campeones”.
El editorial de El País menciona que “unas acreditadísimas siglas económicas aseguran que el vencedor puede sumar hasta un 0,25% al PIB por el entusiasmo que el triunfo genere entre los consumidores”. La industria textil ya debe de haber notado el tirón, por lo menos las fábricas que ha vendido miles de metros de bandera nacional (esperemos que no la hayan hecho los chinos).



Conmoción afectiva
Sumida en la crisis económica y en las tensiones identitarias, “a España –afirma el editorial de El Mundo– le urgía reforzar su autoestima y poder airear sin prejuicios los símbolos nacionales, tanto tiempo guardados en el armario”. Y del armario pasaron a las ventanas, a las camisetas y a las pancartas. De pronto la bandera se convirtió en símbolo común, y la selección en el ejemplo de la unidad y del juego en equipo que el país necesita.
No hace falta ponerse lírico como el cronista del El Mundo: España “espera a los héroes que llegan de ultramar con las velas inflamadas por un viento distinto; velas rojas que cargan el viento del éxito...” Ni Colón ni Hernán Cortes a la vuelta de América se encontraron con este clima emocional. Pero da la impresión de que en un mes nos hemos sacudido el pesimismo histórico sobre nuestras realizaciones, y hasta los complejos de la Leyenda Negra. Y en este sentido se advierte una especial satisfacción por haber vencido precisamente a Holanda, por este triunfo en una “segunda Breda”, como escribe Raúl del Pozo en El Mundo. Así, millones de españoles, dice este columnista, se han visto “arrebatados por una conmoción afectiva, por el hecho de sentirse integrados en una nación capaz de hazañas”.
Como necesario contrapunto cabría recordar a Jorge Manrique: “Ved de cuán poco valor / son las cosas tras que andamos / y corremos, / que en este mundo traidor,/ aun primero que muramos / las perdemos”. Quizá las perdamos en un próximo campeonato, pero siempre nos quedará la fama, tan apreciada también por Manrique, y el mérito de haber inscrito el nombre de España como octavo ganador del Mundial. No es el G-8, pero sin duda es mucho más emocionante.
El entusiasmo actual nos debe ayudar a mantener el reconocimiento internacional de la marca España, obtenido ahora a través del fútbol y que habría que prolongar por el buen hacer en otros campos. Pues basta recordar el caso de Argentina, gran creadora de mitos en momentos de exaltación, que pasó de proclamarse campeona del mundo en 1978 al corralito y al impago de la deuda en 2001.



Contagio del lenguaje religioso
Pero resulta raro hablar ahora del carácter pasajero de triunfos y derrotas –esos “dos impostores”, que decía Kipling–, cuando aquí todo el mundo ha desempolvado la eternidad: “De aquí a la eternidad” (El Mundo), “Un gol de Iniesta para la eternidad” (El País), “España se hace eterna” (ABC)...
Y es que se advierte un inesperado contagio del lenguaje religioso en esta España que suponíamos ya laica y secularizada. Puestos a encomiar las gestas y los triunfos de nuestros futbolistas, hasta un periódico como El País, que a diario da lecciones de laicismo, recurre a comparaciones religiosas: “Una oda a la alegría, la que despierta en el vencedor esta misa pagana que es el fútbol”; “un gol de reclinatorio”; “desde ayer el fútbol también está en el paraíso”; “el éxtasis de la victoria”... Por favor, un respeto a la separación constitucional entre el estadio y el altar. Hay aquí materia para que el gobierno ponga orden con la anunciada Ley de Libertad Religiosa.
Y no solo religión, también superstición. Porque, entre bromas y veras, hasta la prensa más solemne ha sacado las fotos del pulpo adivino, como nuevo oráculo de Delfos que nos vaticinaba un destino victorioso.
Pero, además, el triunfo de España no es una recuperación de la visión tradicional de nuestro fútbol, a base de coraje e individualismo. No. Le Monde puede seguir amarrado al tópico de “la furia española”, pero ahora estamos en otra galaxia, en el fútbol de una España modernizada y técnica, que exhibe eficacia e innovación. “Esplendor en la hierba”, como titula el editorial de El País. Se trata –dice– de una “construcción de belleza, acierto, atlético blindaje ante el adversario y resolución para la victoria...”. Y luego dirán que la economía española carece de competitividad. ¿Qué fue de la maquinaria de precisión alemana? ¿Qué de la cuenta naranja holandesa?
Si de aquí no sale un gran relato que vertebre a la España moderna, es que los rapsodas están prejubilados

 

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