sábado, 9 de octubre de 2010

Bicentenario de la independencia de Hispanoamérica. Huérfanos de madre patria

Bicentenario de la independencia de Hispanoamérica http://www.alfayomega.es/Revista/2010/706/01_enportada1.html

Huérfanos de madre patria

El bicentenario de la independencia de Hispanoamérica es la ocasión para escribir la historia de un desencuentro: el de la España que echa de menos a América, y el de la América que extraña a la madre patria. En medio, como vínculo inquebrantable, la fe transmitida por la Iglesia. Después de doscientos años de distancia, surge la pregunta: ¿qué habría ocurrido si hubiéramos seguido juntos?

 

 

¿Es de verdad la independencia de las colonias españolas en América la negación de la conquista y de las motivaciones surgidas tras el Descubrimiento? Doscientos años después de la independencia de las primeras naciones americanas, con el Nuevo Continente amenazado por una deriva populista que aspira a reescribir la Historia, la cuestión de la independencia hispanoamericana requiere sus matices. Don Emilio Martínez Albesa, profesor de Ciencias Históricas en la Facultad de Teología del Pontificio Ateneo Regina Apostolorum, de Roma, y organizador del Congreso La Iglesia católica ante la independencia de la América española, defiende que «las naciones que iniciaban la lucha por la independencia en 1810 venían formándose desde muy atrás. Por ello, la decisión de independencia política debe encuadrarse dentro de un más amplio proceso emancipador. Es por tanto preciso leer la emancipación hispanoamericana desde la clave de la justicia integradora más que desde la del autogobierno libertario, para comprenderla en profundidad. Podríamos multiplicar los ejemplos con las reiteradas referencias al despotismo español, es decir, a la ausencia de libertad, como causa legitimadora del alzamiento por la independencia. Los patriotas hispanoamericanos, al menos en su mayoría, no se sintieron rebeldes, sino que presentaron su revolución dentro del marco de la justicia natural y también del derecho institucional hispánico. Los criollos buscan reaccionar contra lo que consideran un trato injusto que, contrariando el derecho natural, histórico e institucional, les mantiene extranjeros en su propia patria».
De hecho, tal como afirma don José Antonio Ullate, autor del libro Españoles que no pudieron serlo, «la inmensa mayoría de los americanos eran y se sentían españoles, fueran criollos, indios, mestizos o mulatos. Se piense lo que se piense de la ruptura de la unidad hispánica, fue un hecho trágico y así fue percibido por todos». A ambos lados del Atlántico existía una única España «con una sola comunidad política, y todos -continúa Ullate- perseguían uno solo y el mismo bien común temporal. Cuando, por razones que resultan mucho más complejas que lo que se suele admitir, comienza la desmembración, España deja de existir como comunidad política y subsiste como realidad cultural o como se quiera. Insisto en que lo que se dinamita es una comunidad política y, en tal sentido, los españoles americanos y peninsulares dejan de tener ese marco natural para la búsqueda del bien común. Es una orfandad sentida por muchos a un lado y al otro del Atlántico».
Al final fueron muy pocos los que salieron ganando con la independencia, y más bien hubo que lamentarse ante las pérdidas sufridas tanto aquí como allí. «Quienes salieron ganando fueron -afirma José Antonio Ullate- Inglaterra, que se aseguró un mercado cautivo desde entonces; la masonería, que adquirió proporciones endémicas a raíz de la independencia; y las oligarquías económicas deseosas de traficar con Inglaterra. Todo el resto salió perdiendo. Los mismos partidarios de la independencia no podían dejar de admitir la postración moral que en todo el continente siguió a la secesión. En particular, los más perjudicados fueron los indígenas. En países como Argentina prácticamente desaparecieron; y en otros, como en Méjico, un indio, Benito Juárez, les sometió a vejaciones desconocidas antes, llegando incluso a prohibir el uso de los idiomas nativos. Pero también aquí, en la Península ibérica, salimos gravemente heridos por una falta de identidad política que arrastramos desde entonces».

La nación, en peligro

 

En la conmemoración del bicentenario del inicio de la independencia de las naciones hispanoamericanas, no puede en modo alguno olvidarse el papel de la Iglesia católica. Frente a los intentos populistas actuales que, sin duda, tratarán de dar a las celebraciones un tinte libertario que lleve consigo una toma de distancia con respecto a una Iglesia presuntamente retrógrada y aliada de los absolutismos, es necesario dejar claro cuál ha sido la contribución de la Iglesia en la construcción de América, no sólo tras el Descubrimiento y primera evangelización, sino también después de los procesos independentistas.
Para ello, basta escuchar las voces de un obispo contrario a la revolución y de uno de los clérigos protagonistas de la independencia de México. «La nación española ha sido nuestra madre, nuestra nutriz y nuestra maestra; a ella debemos nuestra creencia, nuestra civilización, y aun los progresos en las artes»: así escribía el obispo fray Antonio Sánchez Matas, en 1821. Y el cura Miguel Hidalgo afirmaba diez años antes: «No hubiéramos desenvainado la espada si no nos constase que la nación iba a perecer irremediablemente, y nosotros a ser viles esclavos de nuestros mortales enemigos, perdiendo para siempre nuestra religión, nuestra ley, nuestra libertad, nuestras costumbres, y cuanto tenemos de más sagrado y más precioso que custodiar».
No todo es blanco ni negro en la independencia de las naciones hispanoamericanas. Don José Ignacio Saranyana, miembro del Comité Pontificio de Ciencias históricas y profesor de la Universidad de Navarra, afirma que la guerra de independencia fue básicamente una guerra civil entre criollos y españoles: «Es verdad que bastantes obispos y superiores religiosos fueron realistas y defendían los vínculos con España, pero también los hubo de la otra parte. En cualquier caso, todos los que combatieron en la independencia americana fueron católicos». De este modo, «hubo un clero insurgente que tomó las armas. Algunos de estos sacerdotes han sido exaltados por la posteridad, como los mexicanos Miguel Hidalgo y José María Morelos. Pero la contribución del clero a la insurgencia se concretó más bien por otras vías, apoyando con homilías, proclamas y discursos  patrióticos a los sublevados contra el dominio español». Más adelante, una vez producida la independencia, «la Iglesia colaboró en la construcción de las nuevas patrias que nacían de la emancipación. Hubo muchos eclesiásticos en las Cortes constituyentes de las nuevas naciones. Sólo más tarde, a partir de los embates del liberalismo radical, se produjo una ruptura entre los nacientes regímenes y la jerarquía eclesiástica. La situación de enfrentamiento también se resolvió con los años».
Para don Emilio Martínez Albesa, la guerra de independencia «planteaba unas cuestiones morales nada fáciles de discernir. La independencia en principio es un asunto político, y a ella, en sí misma, no ofrecía una respuesta la doctrina de la Iglesia. Pero, en las circunstancias históricas de entonces, variables de un lugar a otro de un enorme continente y cambiantes a lo largo de casi dos decenios, hubo seis cuestiones morales con las que ese tema político tuvo de hacer cuentas: el juramento de fidelidad al rey Fernando VII, el derecho de autodeterminación de los pueblos, el deber de contribuir al bien común de la monarquía hispánica de ambos lados del Atlántico, el derecho a la participación política de los ciudadanos, la legitimidad de la opción por la guerra, y los deberes y derechos durante la guerra misma. Todos estos temas, si bien con la terminología de entonces, se debatieron y afrontaron en aquella coyuntura histórica». Por ello no se puede afirmar con rotundidad que la Iglesia apoyara abiertamente a cualquiera de los dos bandos.
Otra cuestión a discernir es la del papel del Vaticano en el conflicto. El profesor José Ignacio Saranyana destaca que «la Santa Sede, implicada en las guerras napoleónicas, se abstuvo, al principio, de intervenir. Derrotado Napoleón, la Santa Sede tuvo dos intervenciones desafortunadas: un Breve de Pío VII, de 1816; y otro de León XII, de 1824, éste último por la presión de la Cancillería de Madrid.  En ambos casos, se pedía la vuelta a la situación primitiva y la obediencia al rey de España. Hay que entender ambos documentos en el contexto político del momento: el Congreso de Viena había impuesto la Restauración, es decir, que todo volviera a la situación anterior. Los dos Breves produjeron bastantes escrúpulos entre los criollos, muchos de ellos católicos fervorosos. En este punto fue decisiva la intervención de algunos teólogos americanos que ayudaban a resolver este problema, probando  que los dos Breves no obligaban en conciencia. Para ello echaron mano de algunos presupuestos jansenistas y regalistas».
Desde el primer momento, las nuevas Repúblicas americanas buscaron el entendimiento con Roma, por dos motivos: por estrategia política, y porque deseaban que se cubriesen las muchas vacantes episcopales. «Alcanzaron tanto una cosa como otra muy tempranamente -afirma don José Ignacio Saranyana-, con el Papa Gregorio XVI, que designó obispos residenciales a partir de 1831 (con gran enfado de España) y empezó a reconocer los nuevos Estados, desde 1835». Y don Emilio Martínez Albesa concluye que «la llegada al solio pontificio de Gregorio XVI, en febrero de 1831, abrirá una última y definitiva etapa de opción americanista. Se trató de un americanismo por razones del bien espiritual de los fieles. Supuso regresar al nombramiento de obispos propietarios y, además, desde 1835, iniciar el reconocimiento oficial de los Gobiernos independientes».

Una herencia noble y rescatable

 

Ni se enfrentaron dos Iglesias ni se trató de una guerra de religión, ni fueron clérigos los principales protagonistas, pero sí es cierto que la fe jugó un papel decisivo para los combatientes de ambos bandos. La independencia no fue un conflicto religioso, pero quienes la protagonizaron tenían una dimensión religiosa que no podían esconder. No en vano, con motivo del bicentenario de la independencia de México, monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de Las Casas, ha declarado que, «sin el ingrediente religioso, el movimiento independentista o no se hubiera producido o habría tomado otro rumbo. El proceso de independencia fue un movimiento político y social con profunda raigambre religiosa católica que, dentro del dramatismo de los hechos y sus excesos, es una herencia noble y rescatable que debemos agradecer».
De esta misma herencia hablaba Juan Pablo II en su discurso a los obispos del CELAM, en Santo Domingo, en 1984: «La antigua evangelización, la que hicieron aquellos esforzados españoles en condiciones heroicas y precarias, no estuvo al servicio de la Corona, sino al servicio de Nuestro Señor. No los movía la leyenda de El Dorado o intereses personales, sino la urgente llamada a evangelizar a unos hermanos que aún no conocían a Jesucristo».
Doscientos años después del comienzo de la independencia de la América española, sólo cabe hacer suposiciones acerca de lo que habría resultado si la independencia no se hubiese producido, pero de lo que no cabe duda es de que, a la luz de la Historia, ni España ni América habrían llegado a ser lo que son sin la fe de aquellos esforzados españoles.

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo

El decisivo papel de la masonería

«El principal responsable de todo fue Sebastián Francisco de Miranda»: así de claro se expresa el sacerdote don Manuel Guerra, experto en sectas y buen conocedor de la masonería. Nacido en Caracas, hijo de padres españoles, Sebastián Francisco de Miranda combatió en la guerra de la independencia de Estados Unidos junto a Washington y allí conoció a Lafayette. Más tarde, en Londres, se entrevistó con el Primer Ministro inglés, tratando de conseguir ayuda económica para su proyecto de Independencia de América, y así recibe fondos de las logias masónicas londinenses. «Fundó en Londres una logia -afirma don Manuel Guerra-, en la que descuellan los que posteriormente serían los libertadores de América: Simón Bolívar, José San Martín y Bernardo O’Higgins. Más tarde, en Cádiz funda otra logia a la que pertenecen otros revolucionarios, como Manuel Belgrano, creador de la bandera de Argentina, y Andrés Bello. El sueño de Sebastián Francisco de Miranda era fundar un imperio que fuera desde el Missisipi a la Patagonia. El propio Bernardo O’Higgins es el fundador de la logia Lautaro en Cádiz, que influyó en la independencia de Chile y Perú; en las logias de Madrid se gestó la independencia de Filipinas; masones fueron los promotores de las primeras revueltas de independencia en México. Y está probado que los británicos fomentaron la creación de logias masónicas como un arma contra España. Todos ellos querían la independencia de América pero, como eran masones, también eran anticatólicos. Querían liberarse de las autoridades españolas y de la Iglesia, invocando los principios de la hermandad universal masónica».

 

 

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