Acabo de toparme con el libro “El Cielo en palabras terrenas” de José María Cabodevilla (Paulinas, 1990, Madrid, 267) y no puedo por menos el testimoniar mi gratitud a este mago de la palabra que todo lo escribía bien. Estoy gozando con su lectura. ¿Cómo escribir un libro sobre un tema del cual apenas puede afirmarse nada? Se pregunta el autor. Y el razonamiento de Cabodevilla parece correcto: si existen tantos libros sobre Dios que demuestran que Dios es inefable, también puede darse un libro sobre el cielo demostrando que el cielo es indecible. El resultado: que ese cielo es indeciblemente fecundo y sugerente. Y nos lo describe con la maestría insuperable del afanoso investigador, del artesano de la dicción, del buscador para dar en la diana del corazón y elevar hacia el Amor con mayúscula en Dios y hacia el prójimo. En el parágrafo 9 escribe: “Meditando en el misterio de la encarnación, observó Bossuet que la liturgia de adviento se limita a proferir una sola palabra, esa palabra que es más bien lo contrario de una palabra, la expresión de nuestra impotencia y de nuestro estupor: “¡Oh!” Él, que era un orador brillante y más bien propenso a la verbosidad, anotó en su cuaderno: Toute l´éloquence du monde est dans cet Ô, et je ne sais plus qu´en dire”. Les comparto el texto publicado por ALFA Y OMEGA http://www.alfayomega.es/estatico/anteriores/alfayomega346/contraportada/contraportada.html como gratitud a este ilustrado y celoso sacerdote que cruzó el umbral celestial hace 9 años, un 17 de febrero del 2003. En el principio eran las palabras | | Hace muchos años que José María Cabodevilla, que acaba de morir, era un maestro. No en vano se había ganado el apelativo de Chesterton español. Este extracto de su libro Palabras son amores (BAC) lo demuestra: |
Podemos considerar el lenguaje como un mosaico infinito, pues infinitas son las combinaciones de sus piezas. Usted puede utilizar el lenguaje como una baraja y pasarse la tarde haciendo solitarios en espera de un buen póker: pato, apto, topa, pato; tampoco un full sería de despreciar: término, termino, terminó (mientras afuera, seguramente, llueve), y he aquí que por fin, finalmente, ¡oh dadivosa Fortuna!, hemos podido reunir una escalera de color: paso, peso, piso, poso, puso. Pues sí, ya ve, confieso que me gustan las palabras. Me gustan tanto y de la misma manera que a otros les gustan las cosas. Hay palabras capicúas: ojo, eje, anilina; las hay que pueden volverse del revés y significar otra cosa completamente distinta: risa y asir, rata y atar. O significan la misma cosa, pero en clave literaria: Arenys y Synera. O casi la misma cosa, pero en clave metafísica: Adán y Nada. Otras veces, las palabras vienen engarzadas, igual que cuando sacamos cerezas de un cesto: peto, petate, petardo, petunia, petulancia. Se dan asociaciones fonéticas y otras de carácter conceptual: peto y adarga, mano y pie, mano y guante, homóloga y homófona. Efectivamente, existen palabras homólogas y palabras homófonas. Cada una de ellas constituye un polo de imantación que atrae a todas sus afines: mano, manopla, manillar, manubrio, manípulo, manuscrito. Hay palabras que han proliferado enormemente, palabras arborescentes: arbolario, arboladura, arboriforme, arboricultura. Las hay que repican, y otras que retumban, otras reflejan y algunas refractan. Cada palabra tiene su color, su peso específico, su textura, densidad y punto de combustión. Se lo aseguro, no hay dos vocablos sinónimos, como no hay dos hojas de abedul iguales. Las palabras son imbatibles, igual que aquel unicornio que tenía la virtud de situarse siempre a espaldas del cazador. Las palabras son hermosas. Oiga esto: los castillos de ladrillos amarillos. ¿Cacofonía? Sólo son condenables las cacofonías indeliberadas, lo mismo que las metafísicas involuntarias. Me gustan las palabras. Por favor, no crea nunca a los fumadores que dicen abominar del tabaco, ni a los habitantes de la gran urbe que escribieron su menosprecio de corte y alabanza de aldea, ni a los vivos que confiesan anhelar la muerte. Las palabras siguen siendo valiosas. En el principio era, y sigue siendo, la palabra. Hermosamente escribió san Ignacio de Antioquia: «El Padre dice relación al Hijo como el silencio a la palabra». Tal afirmación no expresa en el favor del Padre ninguna prioridad, sino tan sólo un comentario de orden místico, ese vivir del Hijo en el seno del Padre, la palabra envuelta en el silencio y nutrida de silencio, palabra cargada de sentido e interioridad. El Padre no es anterior al Hijo. Tampoco la idea es anterior a la palabra. Esta vez con mayúscula: «En el principio era la Palabra». Palabra y pensamiento, cuerpo y alma, tanto monta, monta tanto; ¿quién podrá disociarlos? El hombre no tiene cuerpo, es cuerpo a la vez que alma. ¿Quién podrá separar la idea de la palabra? (¿Quién podrá llamar a la amapola de otra manera, con otro nombre? La palabra amapola, ¿no es casi una amapola? Palabrería suena igual que pajarería. La palabra paja, ¿no raspa igual la garganta que una brizna de paja? Decimos enjuto, y decimos una palabra que es austera y fuerte, toda ella músculo. La s es silbante, y, cuando decimos silbar, empezamos de hecho silbando). Cuerpo y alma, alma y cuerpo, el alma transparece en el cuerpo, el cuerpo se ahonda y adelgaza hasta llegar a hacerse alma. Lumen de lumine. Palabras y cosas, cosas y palabras, poseen la misma espiritual, carnal sustancia. (Los fonólogos han comprobado cómo el grupo ang produce una sensación de estrechamiento y congoja. Observemos qué real y adecuada resulta esta sensación en las palabras angosto, angustia, angina). El lenguaje, por supuesto, es un mecano para armar mil modelos, un depósito de ladrillos para construir casas y más casas. Pero es también un duplicado del mundo; un saco de semillas; un inmenso espejo; la espelunca de Platón; el arca de Noé y el agua alrededor; género masculino, femenino y neutro; un orbe simétrico; una piscifactoría al lado del río; un atlas a escala natural. Un atlas, efectivamente. Disponer del mapa de un territorio significa abarcar éste, comprenderlo, dominarlo, una cierta manera de poseerlo. Así, también los nombres de las cosas nos confieren sobre ellas cierto poder, pues en algún modo las hacen asequibles. Cuando el hombre primitivo fue poniendo nombres a los objetos que le rodeaban, los hacía suyos, entraba en posesión de ellos. En el principio era la palabra, aquella forma primera, la más incipiente, de incorporarse las cosas del mundo, de hacer familiares las cosas más extrañas.
José María Cabodevilla |