viernes, 15 de marzo de 2013

"EDUCAR, UN COMPROMISO COMPARTIDO” . FRANCISCO, EL PAPA DE LA EDUCACIÓN

FRANCISCO, EL PAPA DE LA EDUCACIÓN

Publicado por Guisella Azcona Avalos en 10:50
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Encontré un mensaje del 2007 cuando Jorge Mario Bergoglio aún era Arzobispo de Buenos Aires. Pues, bien, llegó la hora de conocer un poco más de nuestro nuevo Papa que, desde ya, da ejemplo de amor y humildad.


"EDUCAR, UN COMPROMISO COMPARTIDO"

 

Mensaje del Arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Mario Bergoglio, a las Comunidades Educativas, del 18 de abril de 2007

 

Queridos educadores:

 

La Pascua de Resurrección nos pone en situación de plenitud para reflexionar acerca de nuestra identidad, tarea y misión y nos ofrece la oportunidad para compartir las inquietudes y esperanzas que la tarea educativa despierta en todos nosotros. Educar, es un compromiso compartido.

 

La educación de los chicos y jóvenes constituye una realidad muy delicada en lo que hace a su constitución como sujetos libres y responsables, a su formación como personas. Hace a la afirmación de su dignidad, don inalienable que brota de nuestra misma realidad originaria como imagen de Dios. Y porque hace al verdadero desarrollo humano, es preocupación y tarea de la Iglesia, llamada a servir al hombre desde el corazón de Dios y en orden a un destino trascendente que ninguna condición histórica puede ni podrá ensombrecer.

 

I. CARÁCTER PASCUAL DE LA TAREA EDUCADORA

 

En toda la historia de la salvación se manifiesta esa insistencia misericordiosa de Dios en ofrecer su gracia a una humanidad que desde el comienzo experimentó la confusión respecto a la medida y calidad de su destino. Ya el libro del Génesis, al presentarnos de un modo poético las primeras pinceladas de este inmenso cuadro, sitúa el conflicto fundamental de la historia humana en la acogida o rechazo, por parte de Adán y Eva, de la filiación divina y su directas implicancias: vivir la propia humanidad como un don, al cual hay que responder con una tarea sobre sí mismos; y esto en un clima de diálogo y escucha de la Palabra de Dios que señala rumbos y advierte contra posibles o efectivos desvíos.

 

Semejante alternativa cruza la historia humana desde el vértice pascual que consuma la definitiva obediencia del hombre en la Cruz y su destino en la Resurrección, hasta cada uno de los momentos en que ponemos en juego nuestra libertad personal y colectiva. En toda la historia se va realizando el plan de salvación, la vida humana camina hacia su más plena perspectiva entre la oferta de la gracia y la seducción del pecado.

 La educación entraña la tarea de promover libertades responsables, que opten en esa encrucijada con sentido e inteligencia; personas que comprendan sin retaceos que su vida y la de su comunidad está en sus manos y que esa libertad es un don infinito sólo comparable a la inefable medida de su destino trascendente.

 Esto es lo que está en juego cuando ustedes van todos los días a sus colegios y encaran ahí sus tareas cotidianas. Nada más ni nada menos, aunque a veces el cansancio y las dificultades les instilen dudas y tentaciones, aunque por momentos el esfuerzo parezca insuficiente ante las colosales dificultades de todo orden que se interponen en el camino. Ante esas dudas y tentaciones, ante esas piedras, hay una voz que nos dice, una y otra vez, "no teman".

"No teman" porque hay una piedra que ha sido quitada de una vez y para siempre: la piedra que cerraba el sepulcro de Cristo confinando la fe y la esperanza de sus discípulos a un mero recuerdo nostálgico de lo que pudo haber sido y no fue. Esa piedra que pretendía desmentir el anuncio del Reino que tan categóricamente había constituido el eje y núcleo de la predicación del Maestro y reducir la novedad del Dios-con-nosotros a otro (fallido) buen intento más. Esa piedra que convertía la prioridad de la vida sobre la muerte, del hombre sobre el sábado, del amor sobre el egoísmo y de la palabra sobre la mera fuerza, en una irrisoria cantinela propia de débiles e ilusos. Esa piedra aniquiladora de esperanza ya ha sido quitada por el mismo Dios. La hizo pedazos de una vez para siempre.


"No teman", les dijo el ángel a las mujeres que fueron al sepulcro. Y esas dos palabras resonaron en lo hondo de la memoria, despertaron la voz amada que tantas veces las había instado a dejar de lado toda duda y temor; y también reavivó la esperanza que enseguida se tornó fe y alegría desbordante en el encuentro con el Resucitado que les ofrecía el don infinito de recordar todo para esperarlo todo. "No teman: yo estoy con ustedes siempre", habrá repetido más de una vez el Señor a su pequeño grupo de seguidores, y seguirá repitiéndoselo cuando ese pequeño grupo acepte el desafío de ser luz de los pueblos, primicia de un mundo nuevo. "No teman", nos dice hoy a quienes nos enfrentamos a una tarea que parece tan difícil, en un contexto que nos retacea certezas y ante una realidad social y cultural que parece condenar todas nuestras iniciativas a una especie de fracaso a priori, pues no es otra cosa el desaliento y la desconfianza.


"No teman". La tarea de ustedes, educadores cristianos, más allá de dónde se realice, participa de la novedad y la fuerza de la Resurrección de Cristo. Carácter pascual que no le quita nada de su autonomía como servicio al hombre y a la comunidad nacional y local, pero le aporta un sentido y una motivación trascendentes y una fuerza que no brota de ninguna consideración pragmática, sino de la fuente divina del llamado y la misión que hemos decidido asumir.
 

II. UN SERVICIO AL HOMBRE QUE PROMUEVE SU AUTÉNTICA DIGNIDAD
Ustedes son educadores; ser educador es comprometerse a trabajar en una de las formas más importantes de promoción de la persona humana y su dignidad. Y ser educador cristiano es hacerlo desde una concepción del ser humano que tiene algunas características que la distinguen de otras perspectivas.
Por supuesto que no se trata de dividir y confrontar. Al dedicar parte de su esfuerzo, personas e infraestructura a la educación, la Iglesia participa de una tarea que compete a la sociedad toda y debe ser garantizada por el Estado. Lo hace no para diferenciarse con mezquindad proselitista, para competir con otros grupos o con el mismo Estado por el "alma" y la "mente" de las personas, sino para aportar lo que considera un tesoro del que es depositaria para compartirlo, una luz que recibió para hacerla resplandecer en lo abierto. El único motivo por el cual tenemos algo que hacer en el campo de la educación es la esperanza en una humanidad nueva, según el designio divino; es la esperanza que brota de la sabiduría cristiana, que en Jesús Resucitado nos revela la estatura divina a la cual estamos llamados.
 Porque no olvidemos que el Misterio de Cristo "revela plenamente el hombre al mismo hombre", como decía Juan Pablo II en su primera encíclica. Hay una verdad sobre el hombre que no es propiedad ni patrimonio de la Iglesia, sino de la humanidad entera, pero que la Iglesia tiene como misión contribuir a revelar y promover. Éste es terreno propio de ustedes, educadores cristianos. ¿Cómo no llenarse de orgullo, es más, de emoción y reverencia, ante la delicada y fundamental tarea a la cual han sido llamados?
Para apoyarlos en esta especie de avanzada humanizadora en la cual están comprometidos, comparto con ustedes algunas reflexiones acerca de la concepción cristiana del hombre y su destino.

III. LA ANTROPOLOGÍA CRISTIANA: UNA ANTROPOLOGÍA DE LA TRASCENDENCIA
En el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año Benedicto XVI nos propuso volver a considerar el valor de la persona humana y su dignidad. Quisiera tomar una de las afirmaciones que allí se despliegan para sumarla a esta meditación eclesial.
El Papa habla de una dignidad trascendente, expresada en una suerte de "gramática" natural que se desprende del proyecto divino de la creación. Quizás ese carácter trascendente sea la nota más característica de toda concepción religiosa del hombre. La verdadera medida de lo que somos no se calcula solamente en relación con un orden dado por factores naturales, biológicos, ecológicos, hasta sociales; sino en el lazo misterioso que, sin liberarnos de nuestra solidaridad con la creación de la cual formamos parte, nos emparenta con el Creador para no ser simplemente "parte" del mundo sino "culminación" del mismo. La Creación "se trasciende" en el hombre, imagen y semejanza de Dios. Porque el hombre no es sólo Adán; es ante todo Cristo, en quien fueron creadas todas la cosas, primero en el designio divino.
Y fíjense que esto da lugar, en el cristianismo, a una concepción bastante peculiar de lo que es "trascendencia". ¡Una trascendencia que no está "afuera" del mundo! Situarnos plenamente en nuestra dimensión trascendente no tiene nada que ver con separarnos de las cosas creadas, con "elevarnos" por sobre este mundo. Consiste en reconocer y vivir la verdadera "profundidad" de lo creado. El misterio de la Encarnación es el que marca la línea divisoria entre la trascendencia cristiana y cualquier forma de espiritualismo o trascendentalismo gnóstico.
En ese sentido, lo contrario a una concepción trascendente del hombre no sería sólo una visión "inmanente" del mismo, sino una "intrascendente". Esto puede parecer un juego de palabras. Porque "intrascendente" significa, en el lenguaje común y corriente, algo sin importancia, fugaz, que "no nos deja nada", algo de lo cual podríamos prescindir sin perdernos nada. Pero no nos confundamos: ese "juego de palabras" no es él mismo intrascendente. Revela una verdad esencial. Cuando el hombre pierde su fundamento divino, su vida y toda su existencia empieza a desdibujarse, a diluirse, a volverse "intrascendente". Cae por tierra aquello que lo hace único, imprescindible. Pierde su fundamento todo lo que hace de su dignidad algo inviolable. Y a partir de ahí, un hombre vuelto "intrascendente" pasa a ser una pieza más en cualquier rompecabezas, un peón más en el ajedrez, un insumo más en todo tipo de cadena de producción, un número más. Nada trascendente, sólo uno más de muchos elementos todos ellos intrascendentes, todos ellos in-significantes en sí mismos. Todos ellos intercambiables.
Este modo intrascendente de concebir a las personas lo hemos visto y lo vemos todos los días. Niños que viven, se enferman y mueren en las calles y a nadie le importa. Un "cabecita" más o menos, o peor aún, un "pibe chorro" menos (como pude escuchar horrorizado de labios de un "comunicador" en la televisión), ¿qué importancia tiene? Una chica secuestrada de su casa y esclavizada ignominiosamente en los circuitos de prostitución que impunemente proliferan en nuestro país, ¿por qué habría de quitarnos el sueño? Es sólo una más... Un niño al cual no se le permite nacer, una madre a la cual nadie da una mano para que pueda hacerse cargo de la vida que brota de ella, un padre al que la amargura de no poder brindar a sus hijos lo que a ellos les correspondería lo lleva a la desesperación o a la indiferencia... ¿qué importancia tiene todo esto si no afecta a los números y estadísticas con que nos consolamos y tranquilizamos?
e nos invita, entonces, a replantear el modo en que somos parte de la "naturaleza" sin reducirnos a ella. Pero hay más.


V. DIGNIDAD TRASCENDENTE: LA TRASCENDENCIA DEL AMOR
La dignidad trascendente de la persona también implica la trascendencia respecto del propio egoísmo, la apertura constitutiva hacia el otro.

La concepción cristiana de "persona humana" no tiene mucho que ver con la posmoderna entronización del individuo como único sujeto de la vida social. Algunos autores han denominado "individualismo competitivo" a la ideología que, luego de la "caída de las certezas de la modernidad", se ha adueñado de las sociedades occidentales. La vida social y sus instituciones tendrían como única finalidad la consecución de un campo lo más ilimitado posible para la libertad de los individuos.
Pero, como les decía en un mensaje anterior, la libertad no es un fin en sí mismo, un agujero negro detrás del cual no hay nada, sino que se ordena a la vida más plena de la persona, de todo el hombre y todos los hombres. Ahora bien: una vida más plena es una vida más feliz. Todo lo que podamos imaginar como parte de una "vida feliz" incluye a mis semejantes. No hay humanismo realista y verdadero si no incluye la afirmación plena del amor como vínculo entre los seres humanos; en las distintas formas en que ese vínculo se realiza: interpersonales, íntimas, sociales, políticas, intelectuales, etc.
Esta afirmación podría parecer obvia. ¡Pero no lo es! La relación primordial del hombre con su semejante ha sido formulada de otras maneras en la historia del pensamiento y de la política. Recordemos algunas definiciones: "el hombre es lobo para hombre"; "antes de toda regulación estatal la sociedad es una guerra de todos contra todos"; "el lucro es el motor principal de toda actividad humana…" Desde algunas de esas perspectivas, el hombre (el individuo humano) es libre sobre todo para adueñarse de los bienes de la tierra y así satisfacer sus deseos. Como cae de maduro, considerará al otro (que también quiere esos bienes) como un límite para su libertad. Ya conocemos la máxima: "tu libertad termina donde empieza la de los demás". Es decir: "si los demás no estuvieran, vos serías más libre"… Es la exaltación del individuo "contra" los demás; la herencia de Caín: si es de él, no es mío; si es mío no puede ser de él.
Esta definición "negativa" de la libertad termina siendo la única posible si partimos del absolutismo del individuo; pero no lo es si consideramos que todo ser humano está esencialmente referido a su semejante y a su comunidad. En efecto: si es verdad que la palabra, uno de los rasgos principales distintivos de la persona, no nace exclusivamente en nuestro interior sino que se amasa en las palabras que me han sido transmitidas y me han convertido en lo que soy (la "lengua materna", lengua y madre); si es verdad que no hay humanidad sin historia y sin comunidad (porque nadie "se hizo solo", como les gusta farfullar a las ideologías de la depredación y la competencia); si nuestro hablar siempre es respuesta a una voz que nos habló primero (y, en última instancia, a la Voz que nos puso en el ser), ¿qué otro sentido puede tener la libertad que no sea abrirme la posibilidad de "ser con otros"? ¿Para qué quiero ser libre si no tengo ni un perro que me ladre? ¿Para qué quiero construir un mundo si en él voy a estar solo en una cárcel de lujo? La libertad, desde este punto de vista, no "termina", sino que "empieza" donde empieza la de los demás. Como todo bien espiritual, es mayor cuanto más compartida sea.
Pero vivir esta libertad "positiva" implica también, como se señala más arriba, una completa "revolución" de características imprevisibles, otra forma de entender la persona y la sociedad. Una forma que no se centre en objetos a poseer, sino en personas a quienes promover y amar.
Porque suceden ciertas cosas que deberían provocarnos alarma: por ejemplo ¿qué clase de locura es aquélla por la cual un adulto puede llegar a denunciar a la Justicia a un niño de cinco años porque le sacó un juguete a su hijo en el jardín, como efectivamente pasó entre nosotros hace un par de años? Ni más ni menos que la locura en que estamos sumergidos todos, en mayor o menor medida: la locura de juzgar toda nuestra vida, personal y social, por los objetos que poseemos o no poseemos. La lógica según la cual un hombre vale lo que tiene o lo que puede llegar a tener. La lógica de lo que me puede dar (siempre hablando materialmente) o, si queremos ser más crueles, lo que le puedo arrebatar. La lógica basada en la idea de que la vida humana, personal y social, no se rige por la condición de persona de cada uno de nosotros, por nuestra dignidad y a través de nuestra responsabilidad (nuestra capacidad de responder a la palabra que nos convoca), sino por relaciones centradas en objetos inertes. Es decir, ¡la intrascendencia de la persona respecto a la mera pulsión de apoderarse de cosas! Fíjense cómo, por otro camino, llegamos a la misma idea con que empezó esta reflexión.
 
Esta antropología de la intrascendencia encuentra su excusa y su caldo de cultivo en la hiperinflación que en las últimas décadas ha tenido el concepto de "Mercado". Insistencia (en muchos casos, prácticamente absolutización) que desde una perspectiva cristiana no se ha dudado en denominar idolatría.
Aclaremos un poco las cosas. No estamos demonizando el Mercado como una cierta forma de organizar nuestros intercambios y pensar el mundo de la economía. Pero el problema es que la idea de "Mercado", casi en su origen, no alude a otra cosa que a muchísima gente comprando y vendiendo. Todo lo que no sea comprar o vender, no forma parte de él. El problema radica en que no todo se compra ni todo se vende. Algunas cosas, porque "no tienen precio", por ejemplo, los bienes que llamamos "espirituales": el amor, la alegría, la compasión, la verdad, la paciencia, el coraje, etc.; pero otras, simplemente porque el que debería comprarlas para su utilidad y necesidad no puede hacerlo, porque no tiene dinero, capacidad, salud, etc.

 Esto aporta toda una nueva serie de problemas, a los cuales no es la primera vez que me refiero: como por ejemplo para "ser alguien" (es decir, para "existir" en el mundo como Mercado) hay que "tener" cosas, si yo no puedo tenerlas "por las buenas" (es decir, por poseer algo que el Mercado considere valioso para ofrecer), no me quedará otra que aceptar que "no existo", que no hay para mí ningún lugar, ni siquiera el último... o intentar tenerlas "por las malas". Y como el mundo de la economía no se rige tanto por las necesidades reales sino por lo que es más rentable (aunque sea superfluo), habrá muchísimos que "no tienen" pero querrán "seguir siendo". De modo que los que "sí tienen" deberán redoblar sus cuidados y multiplicar sus rejas a fin de que aquellos que fueron expulsados no traten de entrar por las ventanas…las de la sociedad... y también las de sus casas. ¿Historia conocida? Exclusión por un lado, autoreclusión por el otro, son las consecuencias de la lógica interna del reduccionismo economicista. ¿Aceptaremos que estos son "los tristes laureles que supimos conseguir"? ¿O nos decidiremos a sacudirnos el lastre de intrascendencia e individualismo que se nos ha ido acumulando, para imaginar y poner en práctica otra antropología?
¿Cuál será la clave para esta otra antropología? Conciencia de ciudadanos, dirán algunos. Solidaridad. Conciencia de pueblo. ¿Por qué no reconducirla hacia su fuente, aunque parezca débil o romántica, y llamarla amor? Porque ésa, verdaderamente, es una de las claves de la dignidad trascendente de la persona.

VI. DIGNIDAD TRASCENDENTE DE LOS HIJOS DE DIOS

Llegamos así a la dimensión última de la trascendencia humana. No basta con reconocer y vivir una nueva conciencia ecológica que supere toda reducción determinista a lo natural-biológico, y una nueva conciencia humanística y solidaria que se oponga a la bruma del egoísmo individualista y economicista. Las mujeres y hombres que vivimos en la tierra soñamos con un mundo nuevo que en su plenitud probablemente no veremos con nuestros ojos, pero lo queremos, lo buscamos, lo soñamos. Un escritor latinoamericano decía que tenemos dos ojos: uno de carne y otro de vidrio. Con el de carne miramos lo que vemos, con el de vidrio miramos lo que soñamos. Pobre una mujer o un hombre, pobre un pueblo, que clausura la posibilidad de soñar, que se cierra a las utopías. Por ello, es parte de la dignidad trascendente del hombre su apertura a la esperanza.

 Hace algunos años les decía que la esperanza no es un "consuelo espiritual", una distracción de las tareas serias que requieren nuestra atención, sino una dinámica que nos hace libres de todo determinismo y de todo obstáculo para construir un mundo de libertad, para liberar a esta historia de las consabidas cadenas de egoísmo, inercia e injusticia en las cuales tiende a caer con tanta facilidad. Es una determinación de apertura al futuro. Nos dice que siempre hay un futuro posible. Nos permite descubrir que las derrotas de hoy no son completas ni definitivas, liberándonos así del desaliento; y que los éxitos que podemos obtener tampoco lo son, salvándonos de la esclerosis y el conformismo. Nos revela nuestra condición de seres no terminados, siempre abiertos a algo más, en camino. Y nos agrega la conciencia creyente, la certeza de un Dios que se mete en nuestra vida y nos auxilia en ese camino.
Esta conciencia de trascendencia como apertura es imprescindible para ustedes, queridos educadores. Sabemos que educar es apostar al futuro. Y el futuro es regido por la esperanza.
Pero la antropología cristiana no se queda ahí. Esa apertura no es, para el creyente, solamente una especie de indeterminación difusa respecto de los fines y sentidos de la historia personal y colectiva. Porque también es posible y sumamente peligroso superar el desánimo y el conformismo... para caer en una especie de relativismo que pierde toda capacidad de evaluar, preferir y optar. No se trata sólo de construir sin garantías ni raíces memoriosas. Se trata de poder fundar esa construcción en un sentido que no quede librado al azar de las inspiraciones momentáneas o de los resultados, a la suerte de las coincidencias o, finalmente, a la voz que logra gritar más fuerte e imponerse sobre las demás.
La trascendencia que nos revela la fe nos dice además, que esta historia tiene un sentido y un término. La acción de Dios que comenzó con una Creación en cuya cima está la creatura que podía responderle como imagen y semejanza suya, con la cual él entabla una relación de amor y que alcanzó su punto maduro con la Encarnación del Hijo, tiene que culminar en una plena realización de esa comunión de un modo universal. Todo lo creado debe ingresar en esa comunión definitiva con Dios iniciada en Cristo Resucitado. Es decir: caminamos hacia un término que es cumplimiento, acabamiento positivo de la obra amorosa de Dios. Un término que no es resultado inmediato o directo de la acción humana, sino que es una acción salvadora de Dios, el broche final de la obra de arte que él mismo inició y en la cual quiso asociarnos como colaboradores libres; y el último sentido de nuestra existencia se resuelve en el encuentro personal y comunitario con el Dios-Amor, más allá incluso de la muerte.
Los cristianos creemos que no todo es lo mismo. No vamos a cualquier lado. No estamos solos en el universo. Y esto, que a primera vista puede parecer tan "espiritual", puede también ser absolutamente decisivo y dar lugar a un vuelco radical en nuestra forma de vivir, en los proyectos que imaginamos y tratamos de desarrollar, en los sentidos y valores que sostenemos y transmitimos.

 

Es verdad que no todos comparten nuestras creencias acerca del sentido teológico de la historia humana. Pero eso no tiene por qué cambiar un milímetro el significado que aporta a nuestra acción. Aún cuando muchos hermanos nuestros no profesen nuestro Credo, sigue siendo fundamental que nosotros sí lo hagamos. Fundamental para nosotros y también para ellos, aunque no puedan verlo, en la condición de que por ese camino, estaremos colaborando en la llegada del Reino para todos, aun para los que no han podido reconocerlo en los signos eclesiales.

 

La certeza en la acción escatológica de Dios que instaurará su Reino en el fin de los tiempos tiene un efecto directo sobre nuestra forma de vivir y de actuar en medio de la sociedad. Nos prohíbe cualquier tipo de conformismo, nos quita excusas para las medias tintas, deja sin justificación toda componenda o "agachada". Sabemos que hay un Juicio, y ese Juicio es el triunfo de la justicia, el amor, la fraternidad y la dignidad de cada uno de los seres humanos, empezando por los más pequeños y humillados; entonces no tenemos forma de hacernos los distraídos. Sabemos de qué lado tenemos que estar entre las alternativas que se nos plantean, entre cumplir las leyes o esquivarlas con viveza criolla, entre decir la verdad o manipularla para nuestra conveniencia, entre dar respuesta al necesitado que encontramos en la vida o cerrarle la puerta en la cara, entre buscar y ocupar el lugar que nos corresponde en la lucha por la justicia y el bien común según la posibilidades y competencias de cada uno o "borrarnos olímpicamente" construyéndonos nuestra propia burbuja, entre una y otra opción en cada encrucijada cotidiana, sabemos de qué lado tenemos que estar. Y esto, en los tiempos que corren, no es poca cosa.

 

VII. UNA NUEVA HUMANIDAD QUE PUEDE EMPEZAR EN CADA ESCUELA

 

Profesar una creencia y sostener una determinada manera de ver a la persona y de querer ser seres humanos no es una actitud con mucha prensa en estos tiempos de relativismo y caída de las certezas. A río revuelto ganancia de pescadores: cuanto menos certezas, más lugar para que nos convenzan de que lo único sólido y cierto es lo que los eslóganes del consumo y la imagen nos proponen.

 

Pero lo último que debemos hacer es atrincherarnos defensivamente y lamentarnos amargamente por el estado del mundo. No nos es lícito convertirnos en unos desconfiadores a priori (que no es lo mismo que tener pensamiento crítico, sino su versión obtusa) y felicitarnos entre nosotros, en nuestro mundillo clausurado, por nuestra claridad doctrinal y nuestra insobornable defensa de las verdades... defensas que sólo terminan sirviendo para nuestra propia satisfacción. Se trata de otra cosa: de hacer aportes positivos. Se trata de anunciar, de empezar a vivir en plenitud de otra manera, convirtiéndonos en testigos y constructores de otra forma de ser humanos, lo cual no va a darse, convenzámonos, con miradas hoscas y temples de criticones. Se trata de implementar nuestra vocación más profunda no enterrando el denario, sino de salir convencido no sólo de que las cosas se pueden cambiar sino que hay que cambiarlas y que las podemos cambiar.

 

Jonás es una figura de la Biblia que nos puede inspirar en tiempos de cambio e incertidumbre; es un personaje que puede estar espejando actitudes de nosotros, en muchos casos educadores con experiencia acumulada, con estilos y formas aquilatadas de proceder. Él vivía tranquilo y ordenado, con ideas muy claras sobre el bien y el mal, sobre cómo actúa Dios y qué es lo que quiere en cada momento; sobre quiénes son fieles a la alianza y quiénes no. Tanto orden lo llevó a encuadrar con demasiada rigidez los lugares donde había que desplegar su misión de profetizar. Jonás tenía la receta y las condiciones para ser un buen profeta y continuar la tradición profética en la línea de "lo que siempre se había hecho".

 

De pronto, Dios desbarató su orden irrumpiendo en su vida como un torrente, quitándole todo tipo de seguridades y comodidades para enviarlo a la gran ciudad a proclamar lo que Él mismo le dirá. Era una invitación a asomarse más allá del borde de sus límites, ir a la periferia. Lo envía a Nínive, «la gran ciudad», símbolo de todos los separados, alejados y perdidos. Jonás experimentó que se le confiaba la misión de recordar a toda aquella gente, tan perdida, que los brazos de Dios estaban abiertos y esperando que volvieran para curarlos con su perdón y alimentarlos con su ternura. Pero esto casi no entraba en todo lo que Jonás podía comprender, y se escapó. Dios lo mandaba a Nínive, y él se marchó en dirección contraria, a Tarsis, para el lado de España.

 

Las huidas nunca son buenas. El apuro nos hace no estar demasiado atentos y todo puede volverse un obstáculo. Embarcado hacia Tarsis se produce una tempestad y los marineros lo tiran al agua porque confiesa que él tiene la culpa. Estando en el agua un pez se lo traga. Jonás, que siempre había sido tan claro, tan cumplidor y ordenado, no había tenido en cuenta que el Dios de la alianza no se retracta de lo que juró, y es machaconamente insistidor cuando se trata del bien de sus hijos. Por eso, cuando a nosotros se nos acaba la paciencia, Él comienza a esperar haciendo resonar muy suavemente su palabra entrañable de Padre.

 

Lo mismo que Jonás, podemos escuchar una llamada persistente que vuelve a invitarnos a correr la aventura de Nínive, a aceptar el riesgo de protagonizar una nueva educación, fruto del encuentro con Dios que siempre es novedad y que nos empuja a romper, partir y desplazarnos para ir más allá de lo conocido, hacia las periferias y las fronteras, allí donde está la humanidad más herida y donde los chicos y chicas, por debajo de la apariencia de la superficialidad y conformismo, siguen buscando la repuesta a la pregunta por el sentido de la vida. En la ayuda para que nuestros hermanos encuentren una respuesta también nosotros encontraremos renovadamente el sentido de toda nuestra acción y el gozo de nuestra vocación, el lugar de toda nuestra oración y el valor de toda nuestra entrega.

 

Permítanme terminar mi mensaje, como otros años, con algunas propuestas que junto a otras que a Ustedes se les ocurran, puede que ayuden a llevar adelante estos deseos y propósitos. Lo haré en forma de preguntas:

 

* ¿Por qué no intentamos vivir y transmitir la prioridad de los valores no cuantificables: la amistad (¡tan cara, esta vez en el mejor sentido de la palabra, a nuestros adolescentes!), la capacidad de festejar y disfrutar simplemente de los buenos momentos (¡aunque unas cuantas hormigas cuchicheen contra el violín de la cigarra!), la sinceridad, ésa que produce paz y confianza y la confianza que alienta la sinceridad? Fácil decirlo, tan poético como suena... pero sumamente exigente vivirlo, ya que implica arrancarnos de mucho tiempo de eficientismo y materialismo enquistado en nuestras más arraigadas creencias...arrancamos del sometimiento y adoración al dios "gestión exitosa".

 

* ¿Por qué no inventamos nuevas formas de encuentro entre nosotros, sin segundas intenciones? ¿Por qué no buscamos la forma de que el espacio del que disponemos en nuestros colegios pueda multiplicar sus potencialidades, imaginando formas de recibir colaboración e ideas de muchos, haciendo de nuestras casas lugares de inclusión y encuentro de las familias, los jóvenes, las personas mayores y los niños? No será fácil: exige tener en cuenta y resolver multitud de cuestiones prácticas. Pero tener que resolverlas es eso: resolverlas, no renunciar a tratar de hacerlo.

nos y personas de buena voluntad que han soñado con una humanidad distinta, sin pretender una exhaustiva correspondencia con alguna norma preestablecida, cualquiera fuera? Sabemos que ese tipo de figuras tienen una fuerza enorme como símbolos de la utopía y la esperanza, más que como modelos para seguir a la letra. ¿Por qué no alegrarnos de que la humanidad haya dado hijos suyos que permitieron mantener la cabeza en alto a generaciones enteras? Recordar y celebrar, según el estilo, la cultura y la historia de cada comunidad, a mujeres y hombres que han brillado no por sus millones o por las luces "truchas" con que los han iluminado, sino por la fuerza misma de su virtud y su alegría, por la calidad desbordante de su dignidad trascendente... Claro, venimos de una historia de desconfianzas, exclusiones, sospechas mutuas, descalificaciones... ¿No será ya hora de darnos cuenta de que lo peor que nos puede pasar no es despertar sueños y esperanzas que luego podrán ser maduradas y sostenidas, sino quedarnos en una chatura mortal en la cual nada tiene relevancia, nada tiene trascendencia; quedarnos en la cultura de la pavada?

 * Por último, ¿por qué no ponernos a buscar la forma de que cada persona recupere y ya no pierda aquello que le es más propio, aquello que es el signo por excelencia de su espíritu, aquello que arraiga en su ser mundano pero lo trasciende hasta el punto de ubicarlo en posición de dialogar con su Creador? No hace falta aclararlo demasiado: me refiero al don de la palabra. Don que exige muchas cosas de nuestra parte: responsabilidad, creatividad, coherencia... Exigencias que no nos eximen de animarnos a tomar la palabra y sobre todo, queridos educadores, de darla. Tomar y dar la palabra generando el espacio para que esa palabra, en labios de nuestros chicos y jóvenes, crezca, se fortalezca, eche raíces, se eleve. Acogiendo esa palabra, que a veces podrá ser molesta, cuestionadora, quizás alguna vez hasta hiriente, pero también creativa, purificadora, nueva...
Palabra humana que adquiere tal relevancia cuando se hace diálogo con el mismo Dios, que nos hace grandes en nuestra pequeñez, que nos hace libres frente a cualquier poder porque nos torna habitual el trato con Él que es quien más puede, que desarrolla en nosotros una sensibilidad especial a la vez que ensancha horizontes, que nos deslumbra y enamora. Esa posibilidad entrañable de orar, es un derecho que cada chico y cada joven está en condiciones de ejercer. Y entonces, ¿si oramos? ¿si enseñamos a orar a nuestros chicos y jóvenes?
Ensayemos estos y otros intentos. Veremos que una nueva humanidad se irá manifestando, más allá de los reduccionismos que achicaron el tamaño de nuestra esperanza. No basta con constatar lo que falta, lo que se perdió: es preciso que aprendamos a construir lo que la cultura no da por sí misma, que nos animemos a encarnarlo, aunque sea a tientas y sin plenas seguridades. Eso es lo que debe poder encontrase en nuestras escuelas católicas ¿Pedimos milagros? ¿Y por qué no?

 


En la Pascua del Señor de 2007

 Card. Jorge Mario Bergoglio SJ, Arzobispo de Buenos Aires
 

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