sábado, 11 de marzo de 2017

TESTAMENTO FILOSÓFICO ESPERANZADO Y SIMPÁTICO DE JEAN GUITTON

Acabo de "descubrir" este libro de Jean Guitton, Mi testamento filosófico, (Encuentro, Madrid 1998, 207 pp.) no me he resistido al encanto de "devorármelo" en lectura rápida.  

El original se publicó en 1997, poco antes de la muerte del autor, y sigue reeditándose en varios idiomas. Al inicio, Guitton se encuentra moribundo cuando recibe la visita de un personaje misterioso con quien dialoga sobre su propia vida e itinerario intelectual. Desde su lecho de muerte, pasando por su entierro hasta su juicio celestial, Guitton conversa con filósofos (Sócrates, Pascal, Bergson. Blondel), Papas (Pablo VI), artistas (El Greco), literatos (Dante), historiadores, santos y políticos (Senghor, De Gaulle. Miterrand) que ha conocido personalmente, o sobre quienes ha trabajado durante su vida. 

 

Tal como reza en su presentación: «La noche de mi muerte ocurrieron cosas extrañas en mi apartamento parisino...». Un Jean Guitton casi centenario imagina en Mi testamento filosófico su muerte, su entierro y su juicio. En su lecho de muerte dialoga con Pascal sobre las razones para creer en Dios, con Bergson sobre las razones para ser cristiano y con Pablo VI sobre las razones de ser católico. Durante su entierro conversa sobre el arte con el Greco, sobre el mal con de Gaulle, sobre el amor y la poesía con Dante y sobre la filosofía con Sócrates. En su juicio intervienen santa Teresa de Lisieux y François Mitterrand... Una obra de deliciosa lectura, en la que uno de los filósofos católicos más importantes del siglo XX renueva las cuestiones esenciales sobre el sentido de la vida y nos regala un testimonio lleno de sabiduría y humildad.

De modo espontáneo, ingenioso -a través de chispeantes preguntas, respuestas y otros comentarios- nos comparte sus razones para creer en Dios, para ser cristiano y católico, aportándonos su visión del arte, del problema del mal, el alma, el hombre, las relaciones fe y razón, etc. Destaca en particular el sentido común y el realismo filosófico del autor.

 

Me ha cautivado el diálogo con el hoy Beato Pablo VI en el que destaca como valor más importante de la identidad católica la obediencia.

 

Os comparto la web de José Javier Ruiz Serradilla, sus dos textos, y añado el delicioso final "Donde soy juzgado" pp.206-207

 

Cristo se quedó pensativo, la cabeza inclinada. San Pedro no decía nada. Todos los santos rezaban

Entonces Jesús me preguntó:

-Jean, ¿tiene algo que añadir?

Le respondí:

-Me encuentro ante vos. Jesús, mi Creador, mi Salvador y mi Juez.

Mientras decía estas palabras, intentaba sacar un papel de mi bolsillo. Por fin lo conseguí, pero estaba demasiado emocionado y el papel cayó a tierra. Al instante Teresa saltó, no sin antes lanzar una mirada a Cristo, que había movido imperceptiblemente la cabeza. Todo ello en menos de un minuto. Teresa recogió el papel. Yo estaba muy cansado. Le dije a Teresa, con voz neutra:

-         Lea esto usted misma. Es de Ruysbroek[1] el Admirable. Así es cómo me hubiera gustado vivir y morir:

Teresa leyó entonces: "Cuando el hombre considera en el fondo de sí mismo con ojos quemados por el amor la inmensidad de Dios…Cuando el hombre después, mirándose a sí mismo, cuenta sus atentados contra el inmenso y fiel Señor…no conoce un desprecio suficientemente profundo para satisfacerse…Cae en un estupor extraño, el estupor de no poder menospreciarse con la suficiente profundidad…Se resigna entonces a la voluntad de Dios…y, en la abnegación íntima, encuentra la paz verdadera…la que nada turbará…Nuestros pecados mismos se han convertido para nosotros en fuente de humildad y de amor…estar inmerso en la humildad es estar inmerso en Dios, ya que Dios es el fondo del abismo…La humildad obtiene las cosas que son demasiado altas para ser enseñadas; alcanza y posee lo que la palabra no alcanza".

Tras leer esto, Teresa se retiró a un lado. Entonces dije:

-         He vivido. Amén.

Cristo se levantó. El tribunal hizo lo mismo, menos Teresa, que cayó de rodillas, alzando las manos hacia la Madre de Dios, que acababa de entrar con Montini a su lado. El Papa cerró los ojos. La Virgen hizo a Teresa un singo imperceptible. Cristo levantó la mano derecha con ese gesto augusto que Miguel Ángel, profeta, le había visto y que atestiguó, cuando pintó el "Juicio final" de la Capilla Sixtina. La luz de Dios disecaba mi ser. La mirada de Cristo penetraba en mi corazón. Toda grandeza se había derretido como una montaña de cera. Cristo bendijo a su Padre. Y luego abrió la boca y pronunció el fallo".

 

https://sites.google.com/site/zudensachenselbstjavier/librosfilosofia/librosinteresantesfilosofia/mitestamentofilosoficojeanguitton

La mejor recensión de este libro es, a mi juicio, adjuntar un par de textos del libro mismo para animarse a leerlo. Un libro que invita a pensar, pero con ese pensamiento que no es ajeno a la vida, sino que brota de la vida misma y que intenta comprenderla. Un libro sugerente por lúcido y lúcido en tanto que invita a adentrarse en las grandes cuestiones. Merece la pena.


Contenidos

1.      DE CÓMO BLAISE PASCAL VINO A MI LECHO DE ENFERMO A PREGUNTARME SOBRE MIS RAZONES PARA CREER EN DIOS

2.      CÓMO DE GAULLE Y YO MEDITAMOS SOBRE EL MAL Y OTROS CUANTOS TEMAS


DE CÓMO BLAISE PASCAL VINO A MI LECHO DE ENFERMO A PREGUNTARME SOBRE MIS RAZONES PARA CREER EN DIOS

 

 

https://sites.google.com/site/zudensachenselbstjavier/_/rsrc/1279636151629/librosfilosofia/librosinteresantesfilosofia/mitestamentofilosoficojeanguitton/pascal.jpg?height=294&width=320

(…)

Hubo una pausa. La conversación me había cansado. Cerré los ojos. Sin embargo, el cansancio me había calmado. Mi médico siempre me recomendó el agotamiento. Llamaba a eso la agota- terapia. Agotarme sin parar y estar acostado la mitad del tiempo: es el secreto de mi longevidad. Rousseau quiso hacer una filosofía de la medicina. Spinoza también lo quiso. ¿Qué habrían escrito? Volví a abrir los ojos. Pascal me preguntó:

—Guitton, ¿por qué cree en Dios?

—Usted es el gran Pascal. Me darían vergüenza mis pequeñas respuestas. Usted que ve a Dios, ya no tiene necesidad de creer. Entonces, ¿por qué esa pregunta?

—La hago para usted, no para mí. Aún necesita usted responderla.

— ¿Cómo sabe usted que lo necesito?

—Lo vi en Dios.

— ¡Habló usted bien del hombre al llamarlo quimera incomprensible! Yo, que hablo con usted, no llego a encontrar esto absolutamente anormal. Y al segundo siguiente pienso en el más allá, en Dios, y tengo dudas, me hacen falta pruebas. ¿No bastaría mi vida, si supiese verla, para convencerme y para persuadirme?

—Esta noche no tengo que responder yo. Le toca a usted explicar. Guitton, ¿por qué cree en Dios?

—Ya le he dicho que no me gusta responder así. No es mi estilo. Prefiero lo borroso, lo difuminado, el sfumato. A mi edad no me voy a poner a fabricar definiciones, demostraciones, silogismos. Lo que me ha dado el éxito, en este bajo mundo, sobre todo en estos últimos años, es...

—Guitton, se trata de vuestra salvación. ¿Por qué cree usted en Dios?

Solté un largo suspiro. Había que responder a ese diablo de hombre.

— ¿Por qué?... ¡Porque me cuesta creer en él!

—A ver si le entiendo. ¿Dice usted que cree en Dios porque le cuesta creer en él?

—Sí. Y a esto añadiré, Pascal: si no me costase creer en él, pienso que no creería en él.

—Es curioso.

—Pero, sin embargo, es así.

—Supongo, Guitton, que ésta no es su única razón.

—No, pero sí es una de ellas. Si Dios fuese fácil, estaría al alcance de la mano. No sería trascendente y no sería Dios. Pero si Dios es Dios, hay una desproporción entre él y nosotros. No es de extrañar que, para verlo, tengamos que ponernos de puntillas sobre la punta del espíritu.

—Pero, ¿en qué sentido le cuesta creer?

—Me gustaría poder deducir su existencia a partir de mí. Compruebo que es imposible. En este sentido, me duele. Pero si creyese así, no creería en él, y el Dios al que me adheriría no sería Dios. Así, pues, no poder creer de esa manera me ayuda a creer.

—Pero, ¿si pudiese deducir Dios?

—Estaría a mi nivel y no sería Dios.

—Sí, pero todo esto es negativo. ¿Cómo le ayudan estas dificultades a creer realmente en Dios que es Dios?

—Porque de esta manera, Pascal, creo en el Absoluto. Luego, si no creo en un Absoluto que no es Dios, creo forzosamente en un Absoluto que es Dios.

—Para mí, está claro. Es muy original

—Tampoco lo es tanto. Descartes escribió en las Reglas para la dirección del espíritu: «Dudo, luego Dios existe». Dubito, ergo Deus est. Le he dicho lo mismo, a mi manera.

—Estoy sorprendido de que Descartes pudiese decir algo tan bueno. Si usted lo dice debe ser seguramente cierto. Lo que significa que no es tan inútil e incierto como lo escribí. ¿Podría explicarlo un poco más? ¿Qué quiere decir con esas palabras de «Dios que no sería Dios» y de «Dios que sería Dios»?

—Aquí está todo. Pasemos a responder. Le propongo hacer la distinción entre dos palabras que uno confunde con frecuencia: Absoluto y Dios.

— ¿Cómo? ¿Al Absoluto no se le puede llamar Dios?

—Sí, Claro que sí.

— ¿Y Dios no puede ser llamado Absoluto?

—Sí, claro que sí.

—Entonces, ¿por qué hacer la distinción?

—Estas dos palabras designan una realidad idéntica; y evocan dos ideas diferentes. El término de Absoluto es para nuestro pensamiento el Origen radical, el Principio fundamental del ser y del espíritu, el absolutamente Primero, Aquel que permanece eternamente, perdurable y sin el Ser cuya vida llevan todas las cosas. Nada más, aunque no sea poco. Sin embargo, la idea de Dios es aún más rica. Incluye todo lo dicho sobre el Absoluto, y algo más.

— ¿Qué más?

—Cuando uno pronuncia esa palabra enorme, «Dios», uno piensa en el Absoluto como en Alguien. Este Absoluto es un Ser que piensa, quiere, ama. Dios es alguien a quien se puede rezar.

—La idea de Dios es, pues, la de un Absoluto que es al mismo tiempo Personal.

—Exacto, Pascal. Dios en sentido amplio, es el Absoluto. En sentido estricto, Dios es más que el Absoluto, es Dios.

—Pero ¿puede uno concebir un Absoluto que no sea Dios?

— ¡Muchos han pensado en ello! La pregunta es justamente saber si el Absoluto es Dios o no. Déjeme contarle lo que pien­so en el fondo. Demostrar la existencia del Absoluto no me interesa nada, ya que, según creo, casi todo el mundo admite la existencia del Absoluto. En este sentido, todo el mundo cree en Dios en sentido amplio.

— ¿Por qué?

—Es un hecho. Ya hablaremos de ello, si quiere. Pero le repito, Pascal, que, en mi opinión, la existencia del Absoluto no es el gran problema. Al estar realmente fuera de duda la existencia del Absoluto, la cuestión verdadera es saber si Dios, en sentido estricto, existe o no.

—Guitton, resumiendo: Dios en sentido amplio está admitido por todos. Lo que se nos plantea es Dios en sentido estricto.

—Perfecto.

—Admitámoslo, a ver qué pasa. Pero volveremos sobre ello. La elección no está, pues, según usted, entre creer en Dios y ser ateo, sino entre dos creencias: la una en un Absoluto no Personal; la otra en un Absoluto Personal.

—Es exactamente eso: entre, por una parte, el Absoluto Personal y Trascendente y, por otra parte, el Absoluto no Personal y no Trascendente. En términos técnicos, se trata de escoger entre el teísmo y el panteísmo. Reflexionar sobre ello me ha llevado toda la vida, así, por ejemplo, cuando comparé, en mis tesis, las relaciones del tiempo y de la eternidad en Plotino y san Agustín, o el concepto de desarrollo en Hegel y Newman. Dos ideas de Dios, dos ideas del hombre, dos ideas de las relaciones entre la eternidad y el tiempo, es decir, dos ideas sobre el destino.

—Explique mejor los términos de esa elección. ¿Qué entiende usted por panteísmo?

—Deseoso de agruparlo todo en la unidad de una sola representación, el panteísmo encierra en sus redes todo lo que es, todo lo que puede ser, y reúne esta inmensa masa, esta infinidad de «puede ser», en el único concepto de totalidad. El Gran Todo. Para comprender mejor cómo ese Gran Todo puede ser una unidad inteligible, imagina una Sustancia única o un Sujeto único, donde todo se agruparía, se comunicaría y, en definitiva, se fundiría. La Totalidad infinita, al no dejar nada fuera de ella, se apoya en sí misma, basada en su propia Sustancia.

— ¿Y nosotros en todo esto?

—Un engranaje insignificante en sí mismo, divino por su fondo y por su esencia. Podríamos ser el Absoluto, pero no lo sabemos. Mientras no lo sepamos, existimos. Cuando lo sepamos, no existiremos y no habrá más que él.

— ¿Y qué es el teísmo, Guitton?

—Es la otra concepción. Dios no es la totalidad ni la sustan­cia de la totalidad ni el sujeto de la totalidad. No se define en relación a la totalidad. Además, esta totalidad no es divina, no tiene derecho a la mayúscula. Dios es trascendente, personal, libre, creador. Creó libremente, sin que nada lo forzara a hacerlo. Nada se parece más a Dios que los seres personales. De una materia sublime, pero real, Dios conoce, Dios quiere, Dios habla, Dios ama.

— ¿Este Dios teísta no es una imaginación antropomórfica?

— ¿Y el hombre no es una realidad teomórfica?

—Hacemos a Dios a nuestra imagen.

—Y Dios nos hace a la suya. Un cierto antropomorfismo, Pascal, está basado en la realidad del teomorfismo. Un cierto antropomorfismo. No uno cualquiera.

— ¿Se trata, pues, según usted, Guitton, de escoger entre estas dos ideas del Absoluto?

—Sí, y también entre dos ideas del hombre y de su salvación. Cómo escoger es en mi opinión el único problema importante. Hude, uno de mis discípulos, ahondó en la cuestión en un libro, Prolégoménes, donde todo es excelente, menos el título, que es absurdo.

—Pero, ¿es de esta manera como suelen plantear el problema nuestros filósofos?

—Creo que es así cómo hay que plantearlo, si queremos estar a la altura del mundo presente.

—Tiene usted razón, Guitton. Poner en primer plano la elec­ción entre teísmo y ateísmo es un punto de vista demasiado occidental. Semejante elección pone frente a frente sobre todo al occidental cristiano y al occidental no cristiano.

—Es evidente. El ateo es un teísta que ha dejado de creer en Dios e imagina no creer ya más en el Absoluto. Si quisiera reflexionar, comprendería que dejando de creer en Dios se ha puesto automáticamente a creer en una de las formas del Absoluto no Personal. En este sentido, no es ateo en sentido amplio, ya que no es ateo de Dios en ese mismo sentido amplio, es decir, ateo del Absoluto. No es más que ateo en sentido estricto, es decir, ateo de Dios en ese mismo sentido estricto.

—Pero es ateo de todas maneras.

—Sí, pero no más que otros. Yo también soy ateo y usted también es ateo. Es usted ateo del Dios de los estoicos, del Dios de

Giordano Bruno y del Dios de Pomponazzi como yo lo soy del Dios de Spinoza, del Dios de Hegel, del Dios de Taine y de Renán.

—Hay que resignarse. Siempre se es ateo de algún Dios.

—Y también incrédulo de alguien. Pero siempre se es dema­siado piadoso y entonces uno no se da cuenta. Lo que más les falta a nuestros cristianos, Pascal, es ser ateos. Yo soy ateo del Dios de Nietzsche, del Dios de Marx, del Dios de Freud. Un ateo jubiloso, un ateo impío.

—El Devenir, la Historia, el Inconsciente, son también Absolutos.

—Y la propia Nada es también un Absoluto. Aquí donde me ve, Pascal, soy un ateo de remate de la Nada. Y Bergson era como yo.

—Habría que decirles a los sacerdotes de París que predicaran sobre este tema.

—Si les dijésemos a los buenos cristianos que son ateos, ya no tendrían tanto miedo de decir que creen en Dios.

—Se sentirían bien orgullosos. ¡Imagínese, ateos como las grandes mentes!

—Me gusta Voltaire. Además, él lo tomó todo de sus Provinciales y le dio las gracias con un buen puntapié. A pesar de ello, sigue siendo mi modelo de escritura —y hasta de pensamiento—. Vea, soy volteriano hasta la médula.

—Pero es usted ateo de los Dioses de Voltaire.

—Naturalmente.

—Guitton, ha distinguido usted el Absoluto que es Dios del Absoluto que no es Dios. Éste ha sido su primer paso. ¿Cuál será el segundo?

—Éste, Pascal: afirmo que todo el mundo admite el Absoluto.

— ¿Es seguro?

—Esto se demuestra por una inducción perfecta. Coja una tras otra las diversas escuelas de pensadores que podemos considerar ateos y vea cómo admiten el Absoluto. Los materialistas conciben la materia como un Absoluto no engendrado e imperecedero o como un Devenir eterno o como una Muerte inmortal o también como una Vida universal o una Naturaleza infinita, pero siempre como un principio primero, radical e irreductible en ninguna otra cosa: el Absoluto. En cuanto a los idealistas, reducen la materia a ser nada más que un correlato del espíritu y, entonces, para ellos el Espíritu o el Yo o la Razón son como el Absoluto.

—Para terminar, Guitton, ¿qué piensa usted de los escépticos?

—Ellos dudan entre varias ideas del Absoluto. Eso demuestra que no dudan sobre el Absoluto mismo.

— ¿Hay otro tipo de candidatos al ateísmo?

—No, Pascal.

—Entonces la inducción es perfecta. Pero me queda una preocupación acerca del escéptico. ¿Y si dudara realmente del

¿Absoluto en vez de simplemente vacilar entre varias ideas del Absoluto?

—En tal caso, Pascal, admitiría por añadidura la hipótesis de que sólo pueden subsistir la ilusión del ser y la nada. Esto sería el nihilismo.

—Pero, en este último caso, Guitton, ya no habría Absoluto.

—Al contrario. La nada llevaría inmediatamente una mayúscula y estaríamos en presencia de una metafísica nihilista donde el Absoluto estaría concebido como Nada. Una Nada que no sería nada y que no sería probablemente lo que entendemos simplemente por esa palabra.

—Y, por consiguiente, todo el mundo admite el Absoluto. Pero, perdóneme, querido Guitton, tengo otra duda. ¿Y los que no quieren Absoluto? ¿Qué pasa con ellos?

—Hay que distinguir. O bien se han rebelado contra el Absoluto y, por tanto, no lo admiten como real, sin por ello querer amarlo u obedecerlo (primer caso); o bien se imaginan que su rechazo podría impedir ser al Absoluto, y en este caso imaginan su voluntad como un Absoluto que sería la Voluntad con mayúscula. Con lo cual admiten también como real un Absoluto: la Voluntad (segundo caso); o bien (tercer caso) quieren simplemente que no haya Absoluto, pero, entonces, o es un deseo ineficaz y estamos de nuevo en el primer caso, o es más que eso y volvemos al segundo caso.

—Bien. Ahora estoy de acuerdo con usted, todo el mundo admite el Absoluto. Era su segunda parte. Pero, ¿tenemos razón en admitir ese Absoluto que todos admitimos? Ésta será la tercera parte.

—Lo será, Pascal, si Dios me concede más vida

—Esperemos, y más sabiendo que después tendrá que volver a poner los pies en la tierra y demostrar que todo esto nos conduce a creer en Dios. Pero dígame, pues, por qué tendríamos razón en admitir ese Absoluto que todos admitimos.

—Gustoso. Todos lo admitimos. Así, pues, si estuviésemos todos cometiendo un error al admitirlo, estaríamos todos equivocados.

—Bien lo sé, Guitton, ¿pero es algo imposible tener un con­sentimiento universal erróneo?

—Espere. Pregunta usted si tenemos razón en admitir todos el Absoluto. Pero, para tener razón, aún haría falta tener una razón que funcione. ¿Sería éste aún el caso si no lo admitiésemos? Pascal, sin la idea de la verdad, ¿qué es la razón?

—Un pez fuera del agua, Guitton, un pez fuera del agua. Y veo cómo va a sacarle partido a esta idea. Ya que sin la acción profunda y oculta de esta idea del Absoluto, ¿qué sería de la idea de la verdad?

—Más débil, mi querido Pascal, que los relojes de bolsillo en las pinturas de Salvador Dalí, incapaces de servir de norma al avance del espíritu. Pero hay que reflexionar un poco para estar convencido.

—Entonces, Guitton, si resumo bien su pensamiento, sin la idea de Absoluto no hay idea-fuerza de verdad, y sin idea-fuerza de verdad, no hay razón que tenga de manera alguna una idea del Absoluto y funcione gracias a ella. Pero, ¿no podría esa idea del Absoluto no ser más que una estructura de nuestra razón? En este caso, ¿lo real y el Absoluto no serían incognoscibles?

—Ilusión. Cuando pensamos así, Pascal, dejamos de lado una cierta idea del Absoluto, que se convierte en efecto en incognoscible y hasta en absurda, y no es más que para plantear inmediatamente otra.

—Es exacto. En este caso, Guitton, lo que llamamos nuestra razón llevaría inmediatamente una mayúscula y vendría a ser para nosotros el Absoluto.

—Eso es. Basta con reflexionar sobre nuestro propio pensa­miento para darnos cuenta. Pero, ¿cómo hacérselo comprender a aquel que no reflexiona?

—En resumen, Guitton: o bien tenemos razón en admitir el absoluto; o bien estamos equivocados al admitirlo, pero aun en este segundo caso tendríamos también razón al admitirlo. Tenemos, pues, en todos los casos, razón al admitirlo.

—Es exactamente eso.

—¿Pero si a pesar de todo estuviésemos completamente equivocados al admitirlo?

—En ese caso, volveríamos a la metafísica nihilista y entonces tendríamos otra vez y siempre razón al admitirlo.

—Guitton, ¡es usted diabólico!

—¿Anda? ¿Usted también me dice eso?

—¿Le extraña?

—Oh no... Ya nada me asombra.

Y nos callamos.

Pascal prosiguió:

—¿Me permite usted resumir toda su declaración?

—Por favor.

—En un primer momento define usted los términos de Absoluto y de Dios. En un segundo momento establece que, de hecho, todos admitimos el Absoluto. En un tercer momento demuestra usted que todos tenemos razón en admitirlo, lo que también quiere decir que necesariamente hay en cierta manera un Absoluto. Todo esto está muy claro. Pero si todo el mundo puede admitir ya con razón la existencia del Absoluto, no todo el mundo admite la existencia de un Absoluto que sea Dios. ¿Cómo va usted ahora a pasar a la existencia de Dios?

—Será en un cuarto momento. Se trata de escoger entre el Absoluto no Dios y el Absoluto Dios. Sin embargo, cuando observo el mundo, me parece ver unas características de contingencia: por ejemplo, las grandes constantes físicas universales. ¿Por qué esos números y no otros? Encuentro más verosímil que un mundo como éste sea el resultado de una elección, y no el resultado de un desarrollo necesario.

—Le dirán que es el azar.

—Todas estas «decisiones» concurren a hacer posible la existencia de la vida y de la vida personal. Bastaría con una variación mínima, por ejemplo, de la constante de gravedad, y la vida no existiría. ¿Por qué esto es así? Me parece racional pensar simplemente que la materia está ordenada en función de la vida que ha de llegar.

—Le responderán que ese ordenamiento de la materia es fruto del azar, como la vida.

—Personalmente, no creo para nada en ello. El concepto de azar conlleva la idea de no-coordinación de diversas causas. Sin embargo, el mundo viviente manifiesta sin duda alguna una coordinación entre evoluciones y hechos que la posición del azar obligaría a creer independientes. Mire, por ejemplo, los instintos de los animales, sobre todo los de los que son más mecánicos, como los insectos. Vea el ejemplo del sphex que da Bergson en La evolución creadora, y que inyecta un líquido paralizante exactamente en tres centros nerviosos del grillo donde pondrá sus huevos, y sin haberlo visto anteriormente. Esto significa que, de una manera u otra, la anatomía de la especie parasitada estaría codificada con gran precisión en los genes del insecto parasitario. ¿Cómo hace usted para no ver la coordinación ahí?

—Le dirán a usted, Guitton, que es otra vez y siempre el azar.

—Pues toda la naturaleza es así. Los instintos de los pájaros migradores, la estructura de la corteza cerebral, el código genético... Todo esto es asombroso. Si usted gana una vez la lotería dirán: es el azar. Gana usted dos o tres veces: dirán que tiene una suerte increíble. Si usted gana todos los domingos, nadie le creerá, está usted haciendo trampa y terminará usted en prisión.

—¿Cómo explica usted que haya gente que continúe creyendo en ello?

—No tengo ni idea. Pregúnteselo a ellos.

—Es a usted a quien se lo pregunto, Guitton.

—Yo diría que son como los antiguos galos. Tienen miedo de que el cielo les caiga sobre la cabeza.

—Quiere usted decir: que Dios entre en sus vidas.

—Supongo que, para ellos, será más o menos lo mismo.

—Ahí está el problema, en efecto.

—Estos mismos hechos excluyen, según creo, la idea de que el mundo sale de Dios por una evolución necesaria y fatal, como si el Absoluto fuese una planta que crece y se espiga, o una definición que desplegaría sus teorías. El carácter contingente y coordinado del mundo implica en su origen una libertad organizadora y una creación a partir de la nada, ex nihilo.

(…)

GUITTON, JEAN. Mi testamento filosófico.

Encuentro. Madrid, 2009, pp. 26-35.


 

CÓMO DE GAULLE Y YO MEDITAMOS SOBRE EL MAL Y OTROS CUANTOS TEMAS

 

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(…)

 

Subí volando a la tribuna. El general me esperaba.

— ¿Corteja usted a las mujeres bellas?

—En absoluto, mi general. Fui a ver a Janissar, mi antiguo alumno.

— ¿Cómo está?

—Envejece mal.

—Vine para hacerle una pregunta y nos hemos desviado. Guitton, ¿y el mal?

—Es la prueba más fuerte de la existencia de Dios.

—Paradoja. Sea. Explique.

—Un día, Leibniz se prendó de una viuda guapa, joven, rica. La pidió en matrimonio. La dama le pidió tiempo para refle­xionar. Eso permitió reflexionar también a Leibniz y no se casó con ella. Pero, a veces, la echaba de menos, soltaba una lágri­ma. Tres años después, se la volvió a encontrar, ya casada; charló con el marido, comprendió. Se libró de una buena. Ya no lloró más.

— ¿Moraleja?

—Espere el final de la historia.

— ¿El mal no existe? ¿Ha leído usted Cándido?

— ¿Qué quiere que le diga? Espere el final de la historia. Todo está en función del más allá.

—El problema, Guitton, es que la gente no quiere creer en Dios a causa del mal; y que no creen en el más allá porque a causa del mal no creen en Dios.

—Es razonar como un tambor.

—Yo no digo que razonen bien. Le digo cómo razonan.

—Por una vez, mi general, es usted el intelectual. Sea prácti­co. Pensamos en el mal cuando estamos mal. Luego el problema del mal se plantea siempre mal. Para ser racional, hay que tornar distancias. Pero cuando uno puede tomarlas, todo va bien y ya no pensamos en el mal. De ahí que, en la práctica, o pensamos mal en el mal, o no pensamos nada en él.

—Buen argumento. ¿Qué hacer?                              V

—No pensar en ello cuando estamos mal y pensar en ello cuando no estamos mal.

—Lógico. ¿Lo que nos permite esperar el final de la historia?

—Exactamente.

—Pero entonces no pensamos, esperamos.

—Nada de eso. Pensamos mientras esperamos. El proble­ma del mal debe plantearse con el del destino. No por sepa­rado.

—Dice usted eso porque es católico, no piensa usted de manera autónoma.

— ¡Mi general, usted también no! Usted sabe bien que soy católico porque soy librepensador.

—Le estaba pinchando. Continúe.

—Entonces, una de dos. O es el más allá o es la nada.

—De acuerdo.

—Y si es la nada para el hombre, de nuevo una de dos sobre Dios. O hay un dios, o no lo hay.

—Le sigo. Y le adelanto. Si es el más allá para el hombre, entonces de nuevo una de dos sobre Dios. O existe o no existe. En resumidas cuentas, cuatro combinaciones posibles. Dios y el más allá, Dios sin el más allá, el más allá sin Dios, ni Dios ni el más allá. Hacen realmente cuatro.

—Sócrates no tuvo mi suerte. Sus interlocutores eran buena gente, pero nulos. Sólo sabían decir: «Sí, Sócrates», «Bravo, Sócrates», «Tienes razón, Sócrates», menos Calícrates, que se enfurruñaba y no abría el pico. El pobre viejo Sócrates estaba obligado a hacerlo todo. Por eso uno se aburre con Platón.

—Tendría que haber vivido en el siglo XX. Hoy día, cuando uno aburre al público, se muere de hambre. Se necesita cambio e interactividad.

—En su época pasaba lo mismo, pero tenía esclavos para ali­mentarle y admiradores dispuestos a aburrirse.

—Volvamos al mal. Vamos, Guitton.

—Caso nº 1. El más allá sin Dios: se admite al mismo tiempo el ateísmo y la supervivencia de la individualidad personal.

—Es bastante original. ¿Conoce usted a muchos ateos de ese tipo?

—Depende de lo que entienda usted por ateo, mi general. Primero, están aquellos que no creen en un Dios personal. Pero en conjunto no creen tampoco en el más allá.

—Se puede decir, Guitton, que a ninguno le concierne real­mente el caso nº 1.

—Es lo que me parece, mi general. Después, están aquellos que admiten un Absoluto impersonal y que podemos llamar ateos, en el sentido de que no creen en un Dios personal. Pero éstos no admiten la supervivencia de la persona. Más bien ima­ginan en nosotros mismos una parte impersonal de nuestro ser que podría fundirse después de la muerte en el Absoluto imper­sonal.

—Mientras tanto, creen de todas maneras en la transmigración de las almas.

—No es creer en el más allá. Si usted renaciera en una balle­na, mi general, no estaría usted en el más allá, que yo sepa.

—Es incontestable. Con lo cual, tampoco se sienten concerni­dos por el caso nº 1. Vamos a encontrárnoslos en uno de los otros tres. Conclusión: el caso n2 1 está vacío y es puramente teórico. Inútil detenerse en él. Pasemos al nº 2.

—Como usted guste, mi general. Caso nº 2. Ni Dios, ni el más allá. Si esto es así, ¿de qué quejarse? Y, sobre todo, ¿a quién que­jarse? No hay nadie a quien quejarse. Las cosas no tienen ni inten­ción, ni sentido, ni lenguaje. No son en sí mismas ni buenas ni malas, son lo que son y nada más. ¿Dónde está el mal?

— ¿Si el león me devora?

— ¿Por qué quería usted que le devorase? Si no está contento, mi general, mátelo o enjáulelo. ¿Dónde está el mal?

—Luego, no hay problema filosófico del mal en el caso nº 2, sino un problema técnico de seguridad o de analgesia.

—Exactamente. El caso nº 1 carecía de sentido. En el caso nº 2 aparece el mal, pero no el problema del mal.

—Sin embargo, se sufre también la ausencia de sentido.

—Fabrique, pues, sentido con la ausencia de sentido, Nietzsche llama a eso heroísmo. A lo mejor se vuelve usted un superhombre...

— ¿Y si le busco otro sentido?

—Es que considera usted que se puede encontrar.

— ¿Y qué significa eso?

—Que está usted en los dos últimos casos.

—Convincente. Guitton, esto empieza a ser interesante. ¡Ade­lante!

—Caso n2 3, mi general. Dios sin el más allá. Esta vez tiene* usted a alguien a quien quejarse. ¿Qué bien que no tuviese le pediría usted?

—La felicidad antes de morir.

—Sea usted más preciso. La felicidad antes que la nada. ¿Qué le parece?

—Es una idiotez.

—Estoy realmente de acuerdo con usted, mi general. En esta hipótesis, cuanto más feliz es uno, más desgraciado es, menos en el caso de las avestruces y los amnésicos.

—Entonces, Guitton, ¿qué hacemos?

—Mi general, puede escoger: o Dios es malo y uno se rebela. O Dios es bueno y maximizará nuestra felicidad mientras espera­mos la nada.

— ¿A esto lo llama usted bueno?

—No, mi general. Luego uno se rebela en todos los casos.

—No se lo he hecho decir yo.

—Pero uno se rebela forzosamente al admitir la verdad de las dos hipótesis que definen el caso n2 3 (Dios existe, el más allá no).

—Por definición.

—Sin embargo, mi general, me he dado cuenta de que, cuan­do uno se rebela así, se hace llamar ateo.

—Diantre, Guitton, a pesar de todo es verdad. Pero razona­mos como campanas...

—Pues sí, mi general. Vuelta al caso nº 2. Y uno no se rebe­la más.

—Otra vez atrapados. Espere. Supongamos que uno se diga agnóstico.

—Si así lo quiere, mi general. Veamos lo que nos da.

—Yo lo veo muy bien. Uno se abandona a una revuelta hipo­tética contra Dios, si existe. Es como si uno fuese a manifestarse bajo las ventanas del castillo, por si acaso hubiese un rey dentro.

—Ante este tipo de manifestación, mi general, usted habría conservado el poder. Pero bueno, admitámoslo. En su manifesta­ción, ¿qué le pediría al rey, si éste existiera? ¿Hacernos felices antes de la nada?

'' —Supongo. ¿Pero qué significa eso, Guitton?

—La ablación de la memoria.

—O entonces, Guitton, ¿le pedimos no pensar en ser felices?

—Dicho de otra manera, la ablación de la conciencia.

— ¿Y si le pidiésemos ser felices antes del más allá?

—Pero si no hay más allá (hipótesis 2 del presente caso nº 3).

—Lo había olvidado. Estamos en lo mismo. ¿Qué pasa ahora?

—Supongo, mi general, que le pedimos a Dios el más allá, para ser felices antes del más allá.

—No hay otra solución. De acuerdo, pero ya que estamos, le pedimos también la felicidad en el más allá. ¿Conclusión?

—Conclusión, mi general, en el caso nº 3, tenemos el mal, pero no el problema del mal.

— ¿Y por consiguiente?

—Caso n° 4. Dios y el más allá. Vayamos a ello. En este caso, tiene usted el mal, ¿verdad?

—Sin duda alguna, Guitton.

—Y también tiene el problema del mal.

—Me parece.

—Mi general, ¿en qué consiste precisamente?

—En esto, Guitton: nos preguntamos por qué Dios nos deja ser desgraciados con tanta frecuencia antes del más allá.

—Es exactamente eso.

—Entonces, Guitton, el problema del mal no es una objeción a la existencia de Dios. Sería más bien una consecuencia.

—Es lo que me mato a decirle. Si niega ya sea el mal ya sea el problema del mal, niega usted a Dios.

— ¡No me diga! Es inaudito. ¿Pero resuelve usted el problema del mal?

—No le digo que lo resuelva. Le digo que lo planteo.

—Pero si plantea la existencia de Dios, resuelve usted el pro­blema.

—Nada de eso. Si planteo la existencia de Dios, planteo al mismo tiempo el problema del mal. Pero no estoy seguro de Dios a priori, mientras que estoy seguro de mi problema del mal.

—De manera que, al plantearlo, plantea la existencia de Dios y del más allá. Guitton, es usted diabólico.

—Ya me lo han dicho otros, mi general, y si supiera quién, se sentiría halagado.

— ¿Ah?... No, pero... espere. Dicho de otra manera, al plantear simplemente un problema, resolveríamos otro.

—Perfectamente.

—Quien pierde gana.

—Bienaventurados los pobres de espíritu.

—Pero, después de todo, ¿cómo sabe usted si el problema se plantea?

—Fue usted el que me dijo que se planteaba.

— ¡Pues habría que demostrármelo!

—No me lo pedía usted antes, mi general.

—Tenía que haberme avisado usted. No veía hacia dónde iba.

— ¡Bueno! Mire el sufrimiento de los niños pequeños, o el genocidio. E inmediatamente surge la pregunta.

— ¿Pero ¿cómo quiere usted obtener la respuesta a tal pregunta?

—Es sencillo. Pregúntese quién puede responderla. ¿Existe en este mundo un solo hombre, en tanto que simplemente hombre, que posea la respuesta?

—Improbable.

—Y, sin embargo, hace usted la pregunta. Entonces, ¿a quién se la hace?

—A Dios.

—Es evidente.

(…)

GUITTON, JEAN.  Mi testamento filosófico.

Encuentro. Madrid, 2009, pp. 94-99.

 



[1]  Beato místico y erudito flamenco (1293-1381).

 

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