jueves, 26 de julio de 2018

Corrupción, democracia y ciudadanía en el mes de la Patria del Perú

Amigos:

Con mi felicitación por FIESTAS PATRIAS les comparto este actual artículo de un amigo y colega de la UCSJ

Felices fiestas patrias

JAB


Corrupción, democracia y ciudadanía en el mes de la Patria

Marco Jiménez, docente de Filosofía UCSJ

En la segunda mitad de siglo XIX de la historia del Perú, durante el gobierno de Mariano Ignacio Prado Ochoa se repetía con temor –por evitar ser arrestado– el refrán popular: "Este jabón lava pero nunca sacará la mancha". Podría decirse que esta frase sintetiza, emblemáticamente, la actitud tolerante de las autoridades gubernamentales peruanas respecto –no al tema– sino a los actos reales, cotidianos, innumerables y hasta soberanos de corrupción en nuestro país, sea en la capital como en las provincias.

Esta tolerancia indebida –que ha eclipsado valores y virtudes fundamentales– con el tiempo ha llevado a que la corrupción exija asimismo carta de ciudadanía, es decir, a la creación de ciertos medios legales que hagan posible su libre tránsito y a la adquisición de pseudoderechos sin deberes, validando, de este modo, su democratización. Y esto es así porque ha llegado, en esta época, a su mayoría de edad, y desea autonomía, no leyes que la restrinja. En eso es autoritaria. Pero esta es la máscara de la corrupción porque su verdadero rostro es el de una enfermedad moral y mortífera para la vida democrática, que se clona como una célula cancerígena, nacida para fortificarse colectivamente hasta llegar a destruir un tipo de vida saludable: la fundada en los principios ciudadanos y democráticos de un Estado.

Cuando un gobierno es corrupto, aunque en su constitución y demás documentos e instituciones oficiales se profese democrática y a favor del bien común, en la práctica funda la corruptocracia. Y esta no puede darse si no es en gobiernos formalmente constituidos, es como un buen parásito –tal como la taenia solium–: puede vivir por décadas en el organismo estatal y social, pues de ella se sirve para asegurar su calidad de vida: recurre a la legalidad, a la tecnología y a la publicidad formal para sus fines absolutamente perversos.

La corruptocracia es un tipo de gobierno nunca obsoleto, que tiene, sin duda, sus actores, mejor dicho, sus ciudadanos, cuya condición no se adquiere dentro de un sistema democrático, sino del mero lugar y ambiente en donde se vive, no hay edad para eso, ni profesión, ni oficio específico; basta haberse iniciado en cierto grupo de prácticas delictivas, calculadas, criminales y hasta cleptómanas. Y esto hace que los rostros de la corrupción (la enfermedad) tengan las más diversas formas y nombres: clientelismo, malversación de fondos, conflicto de interés, engaños demagógicos, abuso de poder, evasión de impuestos, lavado de dinero, difamación, trata de personas, narcotráfico, impunidad, etcétera. Y como toda enfermedad, la corrupción no respeta personas, y con ello tipos de gobiernos, partidos o agrupaciones políticas, económicas, culturales o religiosas; tampoco sociedades desarrolladas, en desarrollo, o menos, subdesarrolladas; ni ideologías capitalistas o comunistas; entre países ricos o pobres. Sin embargo, como ocurre con hombres, animales y plantas, la corrupción ataca a los gobiernos más vulnerables a nivel político, es decir, a los de menor fortaleza institucional, jurídica y, por supuesto, ética.

Una democracia infectada por la corrupción representa, por tanto, una forma de gobierno y una ciudadanía con anorexia ética. Todo lo cual me permite definir la corrupción como la incapacidad moral y reflexiva de perseverar en el bien y de resistir al mal. Efectivamente, cualquiera sea el tipo y expresiones de la corrupción, en cualquiera de las prácticas humanas, profesionales o no, religiosas o no, ciudadanas o no: se trata esencialmentede un fenómeno moral y de naturaleza antropológica, que revela asimismo la crisis de un tipo de racionalidad, la ética.

El problema ético de la corrupción en una sociedad democrática es que gatilla un régimen de desmoralización de la institucionalidad y de la legalidad en sus autoridades, creando una ciudadanía desconfiada sino asimismo corrupta. Porque quién es finalmente una autoridad política o civil, sino un ciudadano, y con frecuencia, un profesional, es decir, un abogado, un ingeniero, educador, arquitecto, empresario, entre otros. Y quién es un profesional del derecho, de la ingeniería, la educación, la arquitectura, de la administración empresarial, sino una persona humana; en este sentido no siempre su mejor ejemplar ni mejor ejemplo. Se trata, por tanto, del contexto de las malas prácticas profesionales en la vida ciudadana en sus diversas formas, protagonizadas por individuos maleables que representan e institucionalizan el mal de su codicia.

Lo dicho conduce a extrañarnos por lo sano y lo bueno ¿qué es de la honestidad ética e intelectual, de la pureza de las intenciones en el ejercicio profesional, hoy que se sabe de que existen cosas puras que dañan, como el agua embotellada, qué de la transparencia, pero sobre todo de la bondad de las pequeñas acciones en las prácticas no puras: en carreras creadas para el momento y con ciertos fines, que producen con su formación ciudadanos superficiales e indiferentes para cooperar en el bienestar de la ciudad y del Estado, en la salud, la economía, el medio ambiente y la erradicación de la pobreza? Salvándose –con dificultad­– algunas excepciones que puedan reconocerse, sabemos –como lucidamente declara Junot Díaz, el Premio Pulitzer de Literatura–, que "la universidad como institución ha dejado atrás los valores de la educación para sustituirlos por un modelo de negocios"[1]. Y este es el caso de más del ochenta por ciento de las universidades en el Perú, que han excluido –si no reducido y caricaturizado, en forma y fondo– las humanidades en sus planes de estudio, centrando la formación profesional en habilidades técnicas y operativas sin claros para asignaturas que reflexionen sobre la ética, la responsabilidad social corporativa, la ciudadanía, entre otros temas de central importancia social, económica y política.

En este contexto, "cada joven –añade Díaz– es un objetivo ambulante sobre el que las corporaciones se lanzan despiadadamente a fin de asegurarse que no les quede un solo momento libre. Para cada instante de ocio hay un artilugio de consumo al que son adictos. Los jóvenes son consumidores a quienes no se deja en paz un solo instante. ¿Cómo van a desarrollar la capacidad necesaria para disfrutar del arte con la tranquilidad que exige la contemplación estética cuando los están bombardeando con productos edulcorados de bajísimo valor nutritivo, entretenimiento basura?"[2].

Está claro que los agentes de moralidad no sólo deben ser las personas, las familias, sino las instituciones estatales como privadas, y hay suficientes razones para hacerlo, como urgentes acciones a realizar. Sin embargo, la reflexión ética tiene, en nuestro entorno, escasa tribuna académica y popular, y su significado se ha reducido a un conjunto de normas relativas o establecidas por el derecho. Para la vida ciudadana y democrática, ello no basta. Sostengo que importa recuperar en la ética el concepto de vida buena, que no excluye lo anterior. Aspirar a una sana bondad y dicha de la vida es fundamental en nuestra época. Si las instancias gubernamentales se propusieran eso, el mínimo legal se comprometería más con lo moral.

Y es que la corrupción daña a la persona humana, la devalúa reificándola hasta hacerla objeto de venta, manipulación y consumo. En consecuencia, la misma perversidad destruye a las instituciones convirtiendo el mal en instancia organizada, sistémica. Y eso, inexorablemente, produce desamparo moral, desconfianza gubernamental terminando en el miedo colectivo y la astenia social, que lo permite todo por el agotamiento de las fuerzas y la desesperanza. En una sociedad así, aún tiene relevante sentido preguntarse por la vida buena, por la felicidad de las naciones. En uno de sus audaces estudios, Eduard Punset, ha demostrado que una de las causas de la infelicidad en las sociedades complejas occidentales, es el ejercicio abyecto del poder político. Esta información es vital: si el poder corrupto en lo económico ya provoca un índice significativo de infelicidad, es mucho mayor en lo que respecta a las libertades políticas comparándose con el impacto emocional producido por una enfermedad grave o un divorcio[3].

Urge, por tanto, una alfabetización ética para la vida democrática y ciudadana. Urge recuperar –en nuestro país– esa básica bondad natural, como lo reconocía una ciudadana planetaria como Teresa de Calcuta: "Todos somos capaces de hacer el bien y hacer el mal. No hemos nacido como personas malvadas. Todo el mundo tiene en sí algo bueno. Unos esconden el bien, otros no le hacen caso, pero la bondad está en todos"[4]. No es pues, responsable ni democrático ocultar el bien, y si alguien es indiferente es que ya ha sido víctima de la corruptocracia o se ha sumado a ella en un tiempo en que se ha empezado a escribir sobre el cansancio de los buenos en la plenitud de los malos...



[1] El País Semanal, Entrevista a Junot Díaz, recuperado de https://elpais.com/elpais/2013/04/29/eps/1367237169_171617.html

[2] Id.

[3]  Cf. Punset, Eduard, El viaje a la felicidad, Barcelona, Ediciones Destino, 2011, p. 161.

[4] Cervera Barranco, Pablo (Comp.), 366 textos de Madre Teresa de Calcuta, Buenos Aires, San Pablo, 2014, p. 131.


 

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