DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE PERÚ EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»
Sala del Consistorio
Lunes 18 de mayo de 2009
Queridos Hermanos en el Episcopado:
1. Con el corazón lleno de la alegría pascual, don del Señor Resucitado, y como Sucesor de Pedro, os expreso mi cordial bienvenida, a la vez que “en mi acción de gracias a Dios os tengo siempre presentes” (1 Co 1,4). Agradezco a Monseñor Héctor Miguel Cabrejos Vidarte, Arzobispo de Trujillo y Presidente de la Conferencia Episcopal Peruana, las deferentes palabras que me ha dirigido en nombre de todos. En ellas reconozco la caridad y dedicación con que apacentáis vuestras Iglesias particulares.
2. La visita ad limina apostolorum es una ocasión significativa para fortalecer los lazos de comunión con el Romano Pontífice y entre vosotros mismos, sabiendo que en vuestros desvelos pastorales ha de estar siempre presente la unidad de toda la Iglesia, para que vuestras comunidades, como piedras vivas, contribuyan a la edificación de todo el Pueblo de Dios (cf. 1 Pe 2,4-5). En efecto, “los Obispos, como legítimos sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio episcopal, han de ser siempre conscientes de que están unidos entre sí y mostrar su solicitud por todas las Iglesias” (Christus Dominus, 6). La experiencia nos dice, sin embargo, que esta unidad nunca se ve definitivamente lograda y que se debe construir y perfeccionar incesantemente, sin rendirse ante las dificultades objetivas y subjetivas, con el propósito de mostrar el verdadero rostro de la Iglesia católica, una y única.
También hoy, como a lo largo de toda la historia de la Iglesia, es imprescindible cultivar el espíritu de comunión, valorando las cualidades de cada uno de los hermanos que la divina Providencia ha querido poner a nuestro lado. De esta manera, los distintos miembros del Cuerpo de Cristo logran ayudarse mutuamente para llevar a cabo el quehacer cotidiano (cf. 1 Co 12, 24-26; Flp 2,1-4; Ga 6,2-3). Por eso, es preciso que los Obispos sientan la constante necesidad de mantener vivo y traducir concretamente en la práctica el afecto colegial, puesto que es “una ayuda inapreciable para leer con atención los signos de los tiempos y discernir con claridad lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Pastores gregis, 73).
3. La unidad auténtica en la Iglesia es siempre fuente inagotable de espíritu evangelizador. En este sentido, sé que estáis acogiendo, en vuestros programas pastorales, el impulso misionero promovido por la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida, y especialmente la “Misión continental”, con vistas a que cada fiel aspire a la santidad tratando personalmente con el Señor Jesús, amándolo con perseverancia y conformando la propia vida con los criterios evangélicos, de modo que se creen comunidades eclesiales de intensa vida cristiana. Ciertamente, una Iglesia en misión relativiza sus problemas internos y mira con esperanza e ilusión al porvenir. Se trata de relanzar el espíritu misionero, no por temor al futuro, sino porque la Iglesia es una realidad dinámica y el verdadero discípulo de Jesucristo goza transmitiendo gratuitamente a otros su divina Palabra y compartiendo con ellos el amor que brota de su costado abierto en la cruz (cf. Mt 10,8; Jn 13,34-35; 19,33-34; 1 Co 9,16). En efecto, cuando la belleza y la verdad de Cristo conquistan nuestros corazones, experimentamos la alegría de ser sus discípulos y asumimos de modo convencido la misión de proclamar su mensaje redentor. A este respecto, os exhorto a convocar a todas las fuerzas vivas de vuestras Diócesis, para que caminen desde Cristo irradiando siempre la luz de su rostro, en particular a los hermanos que, tal vez por sentirse poco valorados o no suficientemente atendidos en sus necesidades espirituales y materiales, buscan en otras experiencias religiosas respuestas a sus inquietudes.
4. Vosotros mismos, queridos Hermanos en el Episcopado, siguiendo el preclaro ejemplo de Santo Toribio de Mogrovejo y de tantos otros Santos Pastores, estáis llamados igualmente a vivir como audaces discípulos y misioneros del Señor. La asidua visita pastoral a las comunidades eclesiales —también a las más alejadas y humildes—, la oración prolongada, la esmerada preparación de la predicación, vuestra paterna atención a los sacerdotes, a las familias, a los jóvenes, a los catequistas y demás agentes de pastoral, son la mejor forma de sembrar en todos el ardiente deseo de ser mensajeros de la Buena Noticia de la salvación, abriéndoos al mismo tiempo las puertas del corazón de aquellos que os rodean, sobre todo de los enfermos y los más necesitados.
5. La Iglesia en vuestra Nación ha contado desde sus inicios con la benéfica presencia de abnegados miembros de la Vida Consagrada. Es de gran importancia que sigáis acompañando y animando fraternalmente a los religiosos y religiosas presentes en vuestras Iglesias particulares, para que, viviendo con fidelidad los consejos evangélicos según el propio carisma, continúen dando un vigoroso testimonio de amor a Dios, de adhesión inquebrantable al Magisterio de la Iglesia y de colaboración solícita con los planes pastorales diocesanos.
6. Pienso ahora, sobre todo, en los peruanos que carecen de trabajo y de adecuadas prestaciones educativas y sanitarias, o en los que viven en los suburbios de las grandes ciudades y en zonas recónditas. Pienso, asimismo, en aquellos que han caído en manos de la drogadicción o la violencia. No podemos desentendernos de estos hermanos nuestros más débiles y queridos por Dios, teniendo siempre presente que la caridad de Cristo nos apremia (cf. 2 Co 5,14; Rom 12,9; 13,8; 15,1-3).
7. Al concluir este entrañable encuentro, pido al Señor Jesús que os ilumine en vuestro servicio pastoral al Pueblo de Dios. A veces os asaltará el desaliento, pero aquella palabra de Cristo a san Pablo os debe confortar en el ejercicio de vuestra responsabilidad: “Te basta mi gracia. La fuerza se realiza en la debilidad” (2 Co 12,9).
Con esta viva esperanza, os ruego que transmitáis mi afectuoso saludo a los Obispos eméritos, a los sacerdotes, diáconos y seminaristas, a las comunidades religiosas y a los fieles del Perú.
Que María Santísima, Nuestra Señora de la Evangelización, os proteja siempre con su amor de Madre. A la vez que invoco su intercesión, y la de todos los santos y santas venerados especialmente entre vosotros, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.
SALUDO DEL EPISCOPADO PERUANO
AL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON MOTIVO DE LA VISITA “AD LIMINA APOSTOLORUM”
18 DE MAYO DEL 2009
Beatísimo Padre:
Con filial devoción le saludamos los Obispos del Perú, herederos de medio milenio de evangelización, que convirtió a nuestros pueblos en discípulos de Nuestro Señor Jesucristo y tejió la idiosincrasia de nuestra Nación en el encuentro de una rica cultura con la fuerza transformadora del Mensaje Evangélico.
Son evidentes los frutos de esa primera evangelización que hizo florecer la Santidad en el Perú y modeló santos como Santa Rosa de Lima, San Martín de Porres, San Juan Macías, Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo, San Francisco Solano y la Beata Sor Ana de los Ángeles Monteagudo.
Es innegable también que esta rica herencia espiritual constituye un gran desafío en el día de hoy, un desafío que interpela la manera en que estamos evangelizando y cómo estamos alimentando la vivencia cristiana. Este desafío, al que hemos sido reiteradamente convocados, lo debemos asumir con decisión, valentía y creatividad, para lograr con esta nueva evangelización una Iglesia en misión permanente.
Santidad: traemos en este saludo el corazón de nuestro pueblo católico que le ama como a Vicario de Cristo y Sucesor de Pedro, y recogemos la admiración de todos los fieles peruanos que ven en su Magisterio una guía segura y clara en medio de tantas voces que los quieren alejar del resplandor de la Verdad y de la luz de Nuestro Señor Jesucristo.
Le manifestamos nuestra fidelidad a su persona y nuestra plena adhesión a su Magisterio Petrino en su misión de confirmar en la fe a todos los fieles de la Iglesia Universal.
Sabemos que siempre tenemos que recomenzar desde Cristo, partiendo de un encuentro personal con el Señor Jesús, quien es el único que da un horizonte nuevo y una orientación decisiva a nuestra vida y a la vida de los demás. “La fe en Jesucristo es nuestro gozo, seguirlo es una gracia y trasmitir este tesoro a los demás es un encargo que el Señor al llamarnos y elegirnos nos ha confiado” (DA 18)
Por eso, queremos caminar al lado de nuestros hermanos los hombres, en esta época de tantos desafíos culturales, ético-morales, sociales y pastorales, para infundir en ellos esperanza, consuelo y ser guía segura con la luz y la fuerza del Evangelio. Estamos llamados a ser hombres de la misericordia y de la compasión de Cristo, cercanos a nuestros fieles y servidores de todos, particularmente de los que sufren grandes necesidades.
Nuestros fieles sienten necesidad de que nosotros sus pastores tengamos una profunda experiencia de Dios, de que nos configuremos con el corazón de Cristo, Buen Pastor, que seamos dóciles al Espíritu Santo, a la Palabra de Dios y que nos nutramos siempre de la Eucaristía y de la oración.
En esta tarea nos anima y nos impulsa la claridad, la valentía y la firmeza de sus enseñanzas; y cómo no tener presente en este momento su discurso inaugural en Aparecida, el cual, como estrella de la mañana, mostró y abrió un nuevo amanecer en la fe de América Latina y el Caribe.
Por eso, con marcada preocupación pastoral, Aparecida asumió el compromiso de una Gran Misión en todo el Continente, que exige profundizar y enriquecer todas las razones y motivaciones que permitan convertir a cada creyente en un discípulo misionero. En este compromiso está inmersa la Conferencia Episcopal Peruana, que lanzó la Misión Continental en el Perú el 30 de agosto del 2008, en la festividad de Santa Rosa de Lima.
Sabemos, Santo Padre, que acompaña con atenta y paternal expectativa la semilla de la Misión Continental que se sembró en Aparecida y que espera verla crecer como un árbol frondoso a cuya sombra se cobije la fe de nuestros pueblos, especialmente del Perú.
La Iglesia ante la situación del país
El Perú comparte en gran medida los problemas y los retos que se viven en América Latina y el Caribe.
Una gran interpelación sigue siendo la inmensa pobreza de nuestra población. Según datos recientes, algo más del 40% de los peruanos vive en situación de pobreza, el 14% en condiciones de pobreza extrema y en las zonas rurales del país por encima del 80%.
Pero no estamos solamente ante una coyuntura, se trata de un asunto estructural. Nuestra sociedad es, desde hace mucho tiempo, profundamente desigual. Por esa razón, el crecimiento económico que ha tenido el país en los últimos años, de lo que nos alegramos, apenas ha beneficiado a los más pobres, y ha resaltado, más bien, el abandono en que se encuentran amplias franjas de nuestra población, con las inevitables consecuencias de un peligroso malestar social.
Como decía el Siervo de Dios, Juan Pablo II, a los Obispos peruanos: «Vosotros y vuestros sacerdotes conocéis sin duda la tragedia del hombre concreto de vuestros campos y ciudades, amenazado a diario en su misma subsistencia, agobiado por la miseria, el hambre, la enfermedad, el desempleo, ese hombre desventurado que tantas veces más que vivir sobrevive en situaciones infrahumanas». Y el Santo Padre concluía diciendo «en ellas no está presente la justicia ni la dignidad mínima que los derechos humanos reclaman».
No sin conexión con el punto anterior nos preocupa lo que Aparecida menciona como una nota de nuestra época: «una crisis de sentido » (DA 37), que amenaza especialmente a los jóvenes, a pesar de la generosidad y la entrega de muchos de ellos. En el pasado la transmisión de la fe era algo habitual, hoy debemos encontrar nuevos caminos para hacerlo. Hay grandes esfuerzos que se hacen en esta línea, pero es mucho lo que tenemos por delante todavía.
La Iglesia debería ser más central en la vida cotidiana de los peruanos como lo era años atrás. También en este campo hay intentos pastorales interesantes, pero se requiere ir a las causas profundas de esa situación. No se pueden retroceder las agujas del reloj, se puede en cambio, buscar nuevas pistas, en fidelidad a la enseñanza de la Iglesia, y para una apropiada comunicación del Evangelio.
En los últimos años hemos tenido un crecimiento vocacional, especialmente para el clero diocesano, que es muy alentador. Pero tenemos mucho por hacer en cuanto a la formación espiritual, pastoral y teológica de los futuros sacerdotes. A la vez, debemos tener una gran preocupación por la formación del laicado. Los laicos están llamados a una insubstituible tarea de construcción de una sociedad justa y humana. En este contexto no podemos dejar de reconocer la meritoria tarea de la vida consagrada en la labor evangelizadora del Perú.
Un problema, del que tenemos una conciencia creciente, es el cuidado del medio ambiente. La defensa de la naturaleza, don de Dios, y la amenaza de la escasez de los recursos naturales se están convirtiendo en una prioridad. Entre otras cosas por su incidencia en la crisis alimentaria que «pone en peligro la satisfacción de las necesidades básicas del ser humano ».
Otra consecuencia del mal uso de los recursos naturales es la contaminación ambiental que produce la explotación minera sin consideración por las poblaciones aledañas, que en su gran mayoría pertenecen al mundo indígena y rural. Quienes mas sufren y los marcará para el resto de sus vidas, son los niños, cuya pobreza es denunciada en el mismo mensaje que acabamos de citar (n.5). Casos semejantes se dan, y no menos graves, en otros tipos de explotaciones en nuestra Amazonía.
Una Iglesia Samaritana
Aparecida nos recordó lo que da sentido a la tarea evangelizadora, como lo hemos mencionado anteriormente: « Conocer a Jesucristo por la fe es nuestro gozo; seguirlo es una gracia, y transmitir este tesoro a los demás es un encargo que el Señor, al llamarnos y elegirnos, nos ha confiado. Con los ojos iluminados por la luz de Jesucristo resucitado podemos y queremos contemplar al mundo, a la historia, a nuestros pueblos de América Latina y de El Caribe, y a cada una de sus personas » (DA 18).
Somos una comunidad que en la celebración de la Eucaristía hace memoria del amor de Dios que se revela en la muerte y en la resurrección de Jesús y que agradece haber sido llamada a dar testimonio de ese amor. En esa línea, Aparecida nos convocó a vivir, como Iglesia, una «caridad samaritana » (DA 491), capaz de acercarse al necesitado cualquiera que este sea. Una Iglesia que no se repliegue y que salga al encuentro de esas personas, hijas e hijos de Dios.
Ante la situación que se presenta en el Perú no podemos olvidar lo que Su Santidad nos dijo en Aparecida: la Iglesia debe ser « abogada de la justicia y defensora de los pobres » (DI 4). Es un compromiso que deriva de la evangelización, ya que ésta “ha ido siempre unida a la promoción humana y a la auténtica liberación cristiana”, puesto que: “Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios”. La Iglesia debe responder a esto no solo con palabras sino con el compromiso concreto y el estilo de vida austero de todos sus miembros.
La mesa de la vida
A través de nuestros compromisos concretos queremos que la Iglesia en el Perú sea signo de comunión, esperanza y vida. Defensora de la familia, “patrimonio de la humanidad que constituye uno de los tesoros más importantes de los pueblos latinoamericanos y caribeños. Ella ha sido y es escuela de la fe, palestra de valores humanos y cívicos, hogar en que la vida humana nace y se acoge generosa y responsablemente. La familia es insustituible para la serenidad personal y para la educación de sus hijos”. (DA 114)
Queremos también una Iglesia que desarrolle en nuestras comunidades un proceso de iniciación en la vida cristiana, que comience por el kerygma, guiado por la Palabra de Dios, que conduzca a un encuentro personal cada vez mayor con Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre, experimentado como plenitud de la humanidad y que lleve a la conversión, al seguimiento en una comunidad eclesial y a una maduración de fe en la práctica de los sacramentos, el servicio y la misión. (DA 289)
Nuestro trabajo evangelizador será fecundo si lo hacemos con el estilo adecuado, con las actitudes del Divino Maestro, teniendo siempre a la Eucaristía como fuente y cumbre de toda nuestra vida y de toda actividad misionera. (DA 363). Esta actividad misionera tiene como objetivo ayudar a los miembros de la Iglesia a encontrarse siempre con Cristo, y así reconocer, acoger, interiorizar y desarrollar la experiencia y los valores que constituyen la propia identidad y misión cristiana en el mundo. (DA 279).
Santidad: haciendo eco del alma y del corazón de todos los Obispos del Perú, aquí presentes, quiero agradecerle la paternal bondad con la que nos ha recibido y la benevolente solicitud para escuchar la exposición de la realidad y de los proyectos pastorales de nuestras Iglesias particulares. Que Dios lo bendiga por la preocupación que tiene por la Iglesia de Dios en el Perú.
Reconocemos con alegría que la Iglesia y la sociedad contemporánea encuentran en Usted la voz clara y auténtica del Maestro, la valentía del Pastor y la ternura del Padre, como lo atestiguan los diferentes momentos de la historia que vivimos. Por eso, Santidad, le expresamos una vez más nuestra total adhesión y fidelidad a su Magisterio Petrino puesto al servicio de la Iglesia, del hombre, especialmente de la familia, y en defensa de la dignidad humana.
Durante estos días, en los encuentros con las Congregaciones y Consejos Pontificios de la Santa Sede, se nos presentan una serie de urgencias que reclaman nuestra atención pastoral y a las que tendremos que dedicarnos a nuestro regreso al Perú. Urge también tener mayor colaboración interna de parte de las Diócesis más favorecidas hacia los Vicariatos Apostólicos más necesitados.
Santo Padre: estamos muy atentos a cualquier indicación que juzgue oportuno proponernos en este momento de encuentro que esperamos sea tan gozoso de su parte como lo es de la nuestra.
Finalmente, no podemos dejar de agradecer su presencia paterna y solidaria a través del Cardenal Tarsicio Bertone en el terremoto del 2007, que estremeció el sur del Perú, y gracias por convocarnos al Año del sacerdocio, ocasión brillante para reflexionar sobre nuestro sacerdocio a la luz del Sacerdocio de Cristo y de nuestro compromiso evangelizador.
Beatísimo Padre: imploramos su Bendición Apostólica, extendida a todos los fieles de nuestro querido Perú.
Filialmente
+ Mons. Miguel Cabrejos Vidarte, OFM
Arzobispo Metropolitano de Trujillo
Presidente de la Conferencia Episcopal Peruana