martes, 13 de abril de 2010

MADRE IGLESIA

Ante el irracional y desorbitado ataque contra el Papa, la Iglesia, les propongo 5 razones de nuestro amor a la Iglesia, en el lúcido y bello texto de José Luis Martín Descalzo Razones para el amor. Ediciones Sígueme. Salamanca. 2007, pp 752-756

 

Creo que no puedo escribir  sobre las cosas que amo sin hablar también sobre la Iglesia, sobre mi querida Iglesia. Comprendo que, al hacerlo, no estoy muy a la moda, porque hoy lo que priva es hablar de  ella, cuando menos, con despego (¡y tantas veces con ferocidad!), incluso entre los creyentes.

Dicen que el signo de los tiempos es gritar: «Cristo, sí; Iglesia, no»; pero a mí eso me parece tan invero­símil como decir «quiero al alma de mi madre, pero a mi madre no». Y lamento no entender a quienes la insultan o desprecian «en nombre del Evangelio» o a quienes parecen sentirse avergonzados de su historia y piensan que sólo ahora o en el futuro vamos a construir la «verdadera y fiel Iglesia». No sé, pienso que tal vez cuando ya esté en el cielo sentiré compasión hacia eso en lo que aquí abajo convertíamos entre todos a la Iglesia, pero mientras esté en la tierra ya tengo bastante trabajo con quererla como para en­contrar también tiempo para ver sus fallos.

 

Y voy a ver si explico un poco las razones por las que la quie­ro. Para ser un poco sistemático, voy a reducirlas a cinco funda­mentales.

1.La primera es que ella salió del costado de Cristo. ¿Cómo podría no amar yo aquello por lo que Jesús murió? ¿Y cómo no podría yo amar a Cristo sin amar, al mismo tiempo, aquellas cosas por las que él dio su vida? La Iglesia -buena, mala, mediocre, santa o pecadora, o todo eso junto-fue y sigue siendo la esposa de Cristo. ¿Puedo amar al esposo despreciándola?

Pero-alguien me dirá-¿cómo puedes amar a alguien que ha traicionado tantas veces al evangelio, a alguien que tiene tan poco que ver con lo que Cristo soñó que fuera? ¿Es que no sientes al menos nostalgia de aquellos tiempos en los que -como decía san Ireneo- la santidad de Cristo estaba todavía caliente» y en la que la fe ardía con  toda viveza en el alma de los creyentes.

Pero ¿es que hubiera justificado un menor amor la nostalgia de mi madre joven  que yo podía sentir cuando mi madre era vieja? ¿Hubiera yo podido devaluar sus pies cansados y su corazón fatigado?

 A veces oigo en algunos pulpitos o tribunas periodísticas  demagogias que no tienen ni siquiera el merito de ser nuevas que, por ejemplo, hablan de que la Iglesia prostituida. Y recuerdo aquel disparatado texto que Saint-Cyran  escribía a san Vicente de Paúl y que es –como ciertas críticas de hoy- un monumento al orgullo:

 «Sí, yo lo reconozco: Dios me ha dado grandes luces. Él me ha hecho comprender que ya no hay Iglesia. Dios me ha hecho comprender que hace cinco o seis siglos que ya no existe Iglesia. Antes de esto la Iglesia era un gran rio que  llevaba sus aguas transparentes, pero en el presente  parece ser Iglesia que  ya no es más que cieno. La Iglesia era su esposa, pero actualmente es una adultera y una prostituta. Por eso la ha repudiado y quiere que la sustituya otra que le sea más fiel. 

Me  quedo, claro, con san Vicente de Paul,  que, en lugar de soñar pasadas o futuras utopías, se dedicó a construir su santidad, y con ella, la de la Iglesia. un rio de cieno hay que purificarlo, no limitarse a condenarlo. Sobre todo cuando nadie puede presentar ese supuesto libelo de repudio que Cristo habría dado a su  esposa.

2. La segunda razón por la que amo a la   Iglesia es porque ella y solo ella  me ha dado a Cristo y cuanto sé de él. A través de esa larga cadena de creyentes muchas veces  mediocres me ha llegado el recuerdo de Jesús y su evangelio. Sí, claro, a veces lo ha ensuciado al transmitirlo, pero todo lo que de él sabemos nos llegó a través de ellas. Ella no es Cristo, ya lo sé. Él es el absoluto, el fin; ella, sólo el  medio. Incluso es cierto que cuando digo «creo en la Iglesia» lo que estoy diciendo es que creo en Cristo, que sigue estando en ella; lo mismo que cuando afirmo que bebo un vaso de vino, lo que realmente bebo es el vino, no el vaso. Pero ¿cómo podría beber el vino si no tuviera vaso? El canal no es el agua que transporta, pero ¡qué importante es el canal que me la trae!

El centro final de mi amor es Cristo, pero «ella es la cámara del tesoro, donde los apóstoles han depositado la verdad, que es Cristo», como decía san Ireneo. Ella es «la sala donde el Padre de familia celebra los desposorios de su Hijo», como escribía san Cipriano. Ella es verdaderamente -ahora es el río de san Agustín quien se desborda- «la casa de oración adornada de visibles edifi­cios, el templo donde habita tu gloria, la sede inconmutable de la verdad, el santuario de la eterna caridad, el arca que nos salva del diluvio y nos conduce al puerto de la salvación, la querida y única esposa que Cristo conquistó con su sangre y en cuyo seno renace­mos para tu gloria, con cuya leche nos amamantamos, cuyo pan de vida nos fortalece, la fuente de la misericordia con la que nos sus­tentamos». ¿Cómo podría no amar yo a quién me transmite todos los legados de Cristo: la eucaristía, su palabra, la comunidad de mis hermanos, la luz de la esperanza?

3. Pero su historia es triste, está llena de sangres derramadas, de intolerancias impuestas, de legalismos empequeñecedores, de maridajes con los poderes de este mundo, de jerarcas mediocres y vendidos... Sí, sí, es cierto. Pero también está llena de santos. Y ésta es la tercera razón de mi amor. Siempre que yo me monto en un tren sé que la historia del ferrocarril está llena de accidentes. Pero no por eso dejo de usarlo para desplazarme. «La Iglesia -decía Bernanos- es como una com­pañía de transportes que, desde hace dos mil años, traslada a los hombres desde la tierra al cielo. En dos mil años ha tenido horas de retraso.. Pero hay que decir que gracias a sus santos la compañía no ha quebrado». Es cierto, los santos son la Iglesia, son lo que jus­tifica su existencia, son lo que no nos hace perder la confianza en ella.

Ya sé que la historia de la Iglesia no ha sido un idilio. Pero, a fin de cuentas, a la hora de medir a la Iglesia a mí me pesan mucho más los sacramentos que las cruzadas, los santos que los Estados pontificios, la gracia que el Derecho canónico. ¿Estoy con ello diciendo que amo a la Iglesia invisible y no a la visible? No, desde luego. Pienso que tenía razón Bernanos al escribir que «la Iglesia visible es lo que nosotros podemos ver de la invisible» y que como nosotros tenemos enfermos los ojos sólo vemos las zonas enfermas de la Iglesia. Nos resulta más cómodo. Si viéramos a los santos, tendríamos obligación de ser como ellos. Nos resulta más rentable «tranquilizarnos» viendo sólo sus zonas oscuras, con lo que sentimos, al mismo tiempo, el placer de criti­carlas y la tranquilidad de saber que todos son tan mediocres como nosotros. Si nosotros no fuésemos tan humanos, veríamos más los elementos divinos de la Iglesia, que no vemos porque no somos ni dignos de verlos.

4. Voy a atreverme a decir más: yo amo con mayor intensidad a la Iglesia precisamente «porque» es imperfecta. No es que me gus­ten sus imperfecciones, es que pienso que sin ellas hace tiempo me habrían tenido que expulsar a mí de ella. A fin de cuentas, la Iglesia es mediocre porque está formada de gente como nosotros, como tú y como yo. Y esto es lo que, en definitiva, nos permite seguir dentro de ella.

Bernanos lo decía con exacta ironía:

«Oh, si el mundo fuera la obra maestra de un arquitecto obse­sionado por la simetría o de un profesor de lógica, de un Dios deís­ta, la santidad sería el primer privilegio de los que mandan; cada grado de la jerarquía correspondería a un grado superior de santi­dad, hasta llegar al más santo de todos, el Santo Padre, por supues­to. ¡Vamos! ¿Y os gustaría una Iglesia así? ¿Os sentiríais a gusto en ella? Dejadme que me ría. Lejos de sentirnos a gusto, os quedaríais en esta congregación de superhombres dándole vueltas entre las manos a vuestra boina. Por fortuna, la Iglesia es una casa de familia donde exis­te el desorden que hay en todas las casas familiares, siempre hay sillas a las que le falta una pata, las mesas están manchadas de tinta, los tarros de confites se vacían misteriosamente en las alacenas, todos lo conocemos bien, por experiencia».

Sí, por fortuna en la Iglesia imperan las divinas extravagancias del Espíritu, que sopla donde quiere. Y gracias a ello nosotros podemos agradecerle a Dios cada noche que aún no nos hayan echado de esa casa de la que todos somos indignos. Tendremos, claro, que luchar por mejorarla. Pero sabiendo bien que siempre ha sido mediocre, que siempre será mediocre, como en las casas siem­pre hay polvo por muy cuidadosa que sea su dueña. No se sabe por dónde, pero el polvo entra siempre. Y uno limpia el polvo en lugar de pasarse la vida enfadándose con él.

En rigor, todas esas críticas que proyectamos contra la Iglesia deberíamos volcarlas contra cada uno de nosotros mismos. Lo voy a decir en latín con las preciosas palabras de san Ambrosio: «Non in se, sed in nobis vulneratur Ecclesia. Caveamus igitur, ne lapsus noster vulnus Ecclesie fíat» (no en ella misma, sino en nosotros, es herida la Iglesia. Tengamos, pues, cuidado, no sea que nuestros fallos se conviertan en heridas de la Iglesia).

5. La quinta y más cordial de mis razones es que la Iglesia es -literalmente- mi madre. Ella me engendró, ella me sigue ama­mantando. Y me gustaría ser como san Atanasio, que «se asía a la Iglesia como un árbol se agarra al suelo». Y poder decir, como Orígenes, que «la Iglesia ha arrebatado mi corazón; ella es mi patria espiritual, ella es mi madre y mis hermanos». ¿Cómo enton­ces sentirme avergonzado por sus arrugas cuando sé que le fueron naciendo de tanto darnos y darnos a luz a nosotros?

Por todo ello espero encontrarme siempre en ella como en un hogar caliente. Y deseo -con la gracia de Dios- morir en ella, como soñaba y consiguió santa Teresa. Y ése será mi mayor orgullo en la hora final.

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Aguchita

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