lunes, 18 de octubre de 2010

P. G. Paccosi: "La victoria de Cristo y de su Iglesia es el sacrificio aceptado para edificar en el mundo el inicio del Reino"

Comunicación en el Congreso: "Nuevos mesianismos en América Latina, hoy"

Lima 12 de octubre de 2010

 

Sac. Giovanni Paccosi, responsable nacional de Comunión y Liberación en Perú

Quien les habla participa en el movimiento de Comunión y Liberación desde hace treinta años, los último diez de los cuales en Perú, más especificadamente en la Diócesis de Carabayllo, Lima Norte, en la que soy párroco y docente de teología en la Universidad Católica Sedes Sapientiae.

El contacto con la gente de la parroquia y con los jóvenes estudiantes, me pone continuamente delante del dilema de ver una fe auténtica, intensa y capaz de determinar, en ciertos momentos, elecciones difíciles y sacrificios reales, pero, en el mismo tiempo apartada cada vez más, de muchos aspectos de la vida, como el trabajo, el estudio, la política, la diversión, el uso del dinero, etc. La separación entre la fe y la vida se hace evidente, aunque no teorizada, y ni siquiera deseada[1].

Hace diez años, cuando llegué a Lima, las Misas de mi parroquia en los domingos estaban llenas de jóvenes, y para mí, que venía de Florencia, una de las ciudades más secularizadas de Europa, era un asombro. Sospechaba, y el tiempo me ha confirmado esta impresión, que este fenómeno en parte dependiese de que para los jóvenes la parroquia constituía, en la Lima norte de ese entonces, uno de los pocos momentos de agregación posibles. De hecho, cuando han empezado a nacer los varios centros comerciales, multicines, cuando han surgido cabinas Internet a cada esquina, las cosas han ido cambiando.

Es la postmodernidad que, como decía MonsStrotmann, destabiliza y relativiza las seguridades ideológicas (y en esto me parece ver un aspecto positivo, después de tantas falsas certezas de la modernidad), y también atrofia en una incertidumbre universal la fuerza del sentido religioso, del corazón en sentido bíblico, identificando en pequeños horizontes, en fragmentos de satisfacción, lo único que pueda dar valor a la vida, en una separación creciente entre lo que se afirma como teórico significado de la vida y la vida misma en la concreción del día a día. En las periferias urbanas, crisoles de la modernidad se asiste más que en otro lado a esta "pérdida del gusto de vivir"[2], renuncia a la lucha y al deseo de conocer, por una "mejor condición social",  o sea por la ilusión de poderse realizar estableciéndose en una clase social más adinerada.

Sale a flote una debilidad de la experiencia de la fe, que vivimos todos, y quisiera contar como, sobre todo en este último año, animado por el carisma de Comunión y Liberación a seguir el testimonio personal de Benedicto XVI, me parece haber encontrado algunas claves para leer la post-modernidad en que vivimos, e descubrir con fuerza una posibilidad de novedad que no suponga, como condición de partida, un cambio de la sociedad, que es, me parece, el fruto de la contribución de nosotros los cristianos.

Cito una frase de Benedicto XVI,  que podría ser el título de otro congreso, para continuar el trabajo tan interesante de estos días, del cual hay que agradecer profundamente a la Familia Paulina:

Los tiempos que estamos viviendo nos sitúan ante problemas grandes y complejos, y la cuestión social se ha convertido, al mismo tiempo, en cuestión antropológica. Se han derrumbado los paradigmas ideológicos que, en un pasado reciente, pretendían ser una respuesta «científica» a esta cuestión. La difusión de un confuso relativismo cultural y de un individualismo utilitarista y hedonista debilita la democracia y favorece el dominio de los poderes fuertes. (…) La contribución de los cristianos sólo es decisiva si la inteligencia de la fe se convierte en inteligencia de la realidad, clave de juicio y de transformación.

En los días cercanos a la Semana Santa se desató en todo el mundo la campaña mediática relativa al tema de la pedofilia de los sacerdotes, coincidiendo con la publicación de la Carta pastoral de Benedicto XVI a los católicos de Irlanda. Las acusaciones a menudo salían del cuadro y dentro de la Iglesia se respiraba un clima de vergüenza pero también de resistencia a las falsedades, un deseo de tomar partido en defensa de los centenares de millares de sacerdotes auténticos. También en Lima nos encontramos con los representantes de todos los movimientos para ver qué hacer. La Carta del Papa y sus gestos, en Malta, como en otras ocasiones siguieron otro camino.

No se preocupó de defender la Iglesia, sino de que se leyera esta circunstancia dolorosa como una llamada de Dios a conversión. La carta es un ejemplo extraordinario de esta actitud, que sin defenderse, se expone a los golpes, porque es cierta de una verdad más fuerte de las olas del mal, y  es cierta de que el mal que todos llevamos adentro sólo lo puede vencer Cristo.  Comentando este testimonio del Papa, Julián Carrón el día de Pascua escribía en el mayor periódico de Italia:

«El Papa, con su audacia que desarma, paradójicamente, no ha sucumbido a esta reducción de la justicia que la identifica con cualquier medida. Por una parte, ha reconocido sin vacilaciones el mal cometido por sacerdotes y religiosos, les ha exhortado a que asuman sus responsabilidades, ha condenado el modo erróneo de gestionar el caso por el miedo que algunos obispos han tenido al escándalo, ha expresado todo el desconcierto que sentía por los hechos y ha tomado las medidas necesarias para evitar que se repitan.Pero, por otra parte, Benedicto XVI es bien consciente de que esto no es suficiente para responder a las exigencias de justicia por el daño inflingido: «sé que nada puede borrar el mal que habéis sufrido. Vuestra confianza ha sido traicionada y violada vuestra dignidad». Así como tampoco el hecho de cumplir las condenas, o el arrepentimiento y la penitencia de los autores de los abusos nunca serán suficientes para reparar el daño causado a las víctimas y a ellos mismos.

El único modo de salvar –para considerarla y tomársela en serio– toda esta exigencia de justicia es reconocer la verdadera naturaleza de nuestra necesidad, de nuestro drama. «La exigencia de justicia es una petición que se identifica con el hombre, con la persona. Sin la perspectiva de un más allá, de una respuesta que está más allá de las modalidades existenciales experimentables, la justicia es imposible… Si fuera eliminada la hipótesis de un más allá, esa exigencia sería innaturalmente sofocada» (Luigi Giussani). ¿Y cómo la ha salvado el Papa? Acudiendo al único que la puede salvar. A Alguien que hace presente el más allá en el más acá: Cristo, el Misterio hecho carne. «Él mismo víctima de la injusticia y el pecado. Como vosotros, Él lleva aún las heridas de su sufrimiento injusto. Él comprende la profundidad de vuestro dolor y la persistencia de su efecto en vuestras vidas y vuestras relaciones con los demás, incluyendo vuestra relación con la Iglesia».Acudir a Cristo, por tanto, no es buscar un subterfugio para escapar de las exigencias de la justicia, sino el único modo para realizarla. El Papa acude a Cristo, evitando un escollo verdaderamente insidioso: el de separar a Cristo de la Iglesia porque ésta tendría demasiada porquería para poder comunicarlo. La tentación protestante siempre está al acecho. Hubiera sido muy fácil, pero a un precio demasiado alto: perder a Cristo. Porque, recuerda el Papa, «en la comunión de la Iglesia nos encontramos con la persona de Jesucristo». Por eso, consciente de la dificultad de las víctimas y de los culpables para «perdonar o reconciliarse con la Iglesia», se atreve a rezar para que, acercándose a Cristo y participando en la vida de la Iglesia, puedan «llegar a redescubrir el infinito amor de Cristo por cada uno de vosotros», el único capaz de sanar sus heridas y de reconstruir su vida».[3]

Esta postura es la que me ha hecho entender que la certeza de Cristo como único Mesías, no es fuente de una batalla para que seamos reconocidos, sino para ser verdaderos en entregar todo nuestro ser a la construcción de su reino en un ímpetu de conversión.

Como decía Mons Strotmann:

«Es el Mesías/Cristo que nos une definitivamente con el Dios amor y esta unión tiene como consecuencia, la de vivir desde esta fuente para con los demás. Este amor de Dios es siempre 'para siempre', lo que hace la diferencia con las esperanzas cortas, meramente intramundanas. (…)Como Iglesia se puede contestar ante los mesianismos solo con una identidad propia muy clara. Pero, no se contesta adecuadamente con la insistencia en la superioridad de la verdad propia, sino desde esta verdad con una autentica sensibilidad cristiana ante el déficit de humanidad en la experiencia de los afectados, reconociendo este déficit y señalando la debida solidaridad para su superación. La verdad de nuestra fe no se deja propugnar en forma consistente sino con el método del amor.»[4]

El testimonio que tenemos que dar es el amor como libertad de entrega que nace del descubrimiento de que en Él se encuentra la verdadera respuesta a la espera de todo hombre, y el corazón del hombre es nuestro aliado en todo tiempo y latitud. Como decía el Documento final de Aparecida: «Conocer a Jesucristo por la fe es nuestro gozo; seguirlo es una gracia, y transmitir este tesoro a los demás es un encargo que el Señor, al llamarnos y elegirnos, nos ha confiado.»[5]

El Papa, todavía Cardenal Ratzinger escribía hace años:

"Puede la fe seguir triunfando hoy en día?... Sí, porque corresponde a la naturaleza de hombre. En el hombre vive un anhelo y una nostalgia inextinguibles de lo infinito. Ninguna de las respuestas que ha buscado resulta suficiente. Tan solo el Dios que se hizo finito, al fin de rasgar nuestra finitud y conducirnos a la amplitud de su propia infinitud, puede salir al encuentro de las preguntas de nuestro ser. Por eso, también hoy en día la fe volverá a encontrar al hombre."[6]

Otro gran ejemplo de este testimonio del Pontífice que indica a la Iglesia el camino de la conversión, con una inteligencia de la fe que se vuelve inteligencia de la realidad ha sido el viaje al Reino Unido. Con una cierta trepidación yo esperaba lo que podía pasar, pero la misma prensa inglesa, celosa de su autonomía y laicidad ha reconocido la sorpresa recibida delante de Benedicto XVI. Escribía TheTelegraph: «Alguno ha podido sentirseofendido por estas palabras, dado el fracasodel Vaticano –ahora reconocido correctamentepor Benedicto XVI– a la hora de gestionarlos graves crímenes de una pequeña minoríadel clero. Pero sospechamos que han sido muchos más lo que han apartado sus reservas respecto a la Iglesia y se han confesado a sí mismos:"Tiene razón"».[7]

El Papa, en los discursos que ha hecho y en los encuentros que ha tenido en Escocia y en Inglaterra, no sólo ha defendido la verdadera naturaleza del hombre frente a cualquier reducción, sino que se ha dirigido a la persona sin reducción alguna, a lo que es más original de la persona, mucho más profundo que las costras culturales: el corazón; y lo ha hecho dando testimonio de la pasión que Cristo tiene hoy por el hombre. Ha afirmado:

«En las cuatro intensas y bellísimas jornadas transcurridas en esa noble tierra tuve la gran alegría de hablar al corazón de los habitantes del Reino Unido, y ellos han hablado al mío, especialmente con su presencia y con el testimonio de su fe. […] A los numerosos adolescentes y jóvenes, que me acogieron con alegría y entusiasmo, les propuse que no persigan objetivos limitados, contentándose con elecciones cómodas, sino de apuntar hacia algo más grande, es decir, la búsqueda de la verdadera felicidad que se encuentra sólo en Dios. […] He querido hablar al corazón de todos los habitantes del Reino Unido, sin excluir a nadie, de la verdadera realidad del hombre, de sus necesidades más profundas, de su destino último».[8]

El discurso que dio en Westminster, en el mismo lugar en que cinco siglos atrás fue condenado Tomás Moro, es un ejemplo impresionante de esta libertad con que el Papa propone la verdad de Cristo con amor y con la humildad de quien sabe de deber convertirse continuamente a +el, y guiar la Iglesia a hacer lo mismo, sin triunfalismos, ni miedos, porque la victoria es de Cristo, pero pide nuestra disponibilidad al testimonio.

Justo ayer, en la meditación delante de los padres del Sínodo de los Obispos de Oriente Medio, el Papa ha desarrollado unas reflexiones tan intensas sobre la teología de la historia, que creo marcarán profundamente los próximos días del Sínodo pero también, me atrevo a decir la vida de quien las medite con atención.  Las voy a citar sumariamente y adjuntar al texto de esta pequeña ponencia. [9]

El Papa lee la historia a partir del título de Theotokos atribuido a la Virgen, y hace de esto la clave para entender lo que está en juego en la historia del hombre:«Dios no permaneció en sí mismo: salió de sí mismo, se unió de tal forma, tan radicalmente con este hombre, Jesús, que este hombre Jesús es Dios, y su hablamos de Él, podemos siempre también hablar de Dios. No nació solamente un hombre que tenía que ver con Dios, sino que en Él nació Dios sobre la tierra. Dios salió de sí mismo. Pero podemos también decir lo contrario: Dios nos atrajo en sí mismo, de modo que ya no estamos fuera de Dios, sino que estamos en su intimidad, en la intimidad del mismo Dios.»

Refiriéndose más adelante a la elección de Juan XXIII de poner bajo la protección de la Theotokos al Concilio Vaticano II, nota como el Papa Pablo VI fue quien le atribuyó la advocación de Mater Ecclesiae. Se trata de lo mismo, dice Benedicto XVI, porque «Donde nace Cristo, comienza el movimiento de la recapitulación, comienza el momento de la llamada, de la construcción de su Cuerpo, de la santa Iglesia. La Madre de Theós, la Madre de Dios, es Madre de la Iglesia, porque es Madre de Aquel que vino para reunirnos a todos en su Cuerpo resucitado.»

La parte más sugestiva y la con que quiero cerrar estas notas es aquella en que Benedicto XVI afirma que hoy la victoria de Cristo sigue en la historia gracias al sí de todos aquellos que aceptan de sufrir por el amor, en el amor de Cristo, de los mártires de los primeros siglos y de todos los tiempos.«También hoy, en este momento, en el que Cristo, el único Hijo de Dios, debe nacer para el mundo con la caída de los dioses, con el dolor, el martirio de los testigos. Pensemos en las grandes potencias de la historia de hoy, pensemos en los capitales anónimos que esclavizan al hombre, que ya no son cosa del hombre, sino un poder anónimo al que sirven los hombres, por el que los hombres son atormentados e incluso asesinados. Son un poder destructivo, que amenaza al mundo. Y después el poder de las ideologías terroristas. Aparentemente en nombre de Dios se hace violencia, pero no es Dios: son divinidades falsas que deben ser desenmascaradas, que no son Dios. Y después la droga, este poder que como una bestia voraz extiende las manos sobre todos los lugares de la tierra y destruye: es una divinidad, pero una divinidad falsa, que debe caer. O también la forma de vivir propagada por la opinión pública: hoy se hace así, el matrimonio ya no cuenta, la castidad ya no es una virtud, etc. Estas ideologías que dominan que se imponen con fuerza, son divinidades. Y en el dolor de los santos, en el dolor de los creyentes, de la Madre Iglesia de la cual somos parte, deben caer estas divinidades, debe realizarse cuanto dicen las Cartas a los Colosenses y a los Efesios: las dominaciones, los poderes, caen y se convierten en súbditos del único Señor Jesucristo.

He aquí lo que me ha enseñado este año al seguimiento de Benedicto XVI: la victoria de Cristo y de su Iglesia no es la afirmación de su poder mundano, sino el sacrificio aceptado para edificar en el mundo el inicio del Reino, para hacer de la Iglesia el signo vivo para todos de que la esperanza es posible, y que el hombre está llamado a la vida plena y feliz.

 



[1] EDAP, Diagnóstico Programación pastoral Diócesis de Carabayllo, año 2000

[2] "El mayor peligro que puede temer la humanidad de hoy no es una catástrofe que le venga de fuera, una catástrofe cósmica, no es tampoco el hambre ni la peste; es, por lo contrario, esa enfermedad espiritual, la más terrible porque es la más directamente humana de las calamidades, que es la pérdida del gusto de vivir". (Teilhard de Chardin, El fenómeno humano, parte III, Taurus, Madrid, 1965, p. 279).

[3] Julián Carrón, Heridos volvemos a Cristo, en Huellas 4/2010

[4] Norberto Strotmann, Postmodernidad, Cultura e Identidad. La problemática de los mesianismos actuales, Lima 12 de octubre de 2010

[5] V CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO Y DEL CARIBE, Aparecida, 13-31 de mayo de 2007, Documento Conclusivo, n. 17

[6] Cfr. J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, Sígueme, Salamanca 2005, p. 121.

[7] The Telegraph, 17 de septiembre de 2010

[8] Benedicto XVI, Audiencia general, 22 de septiembre de 2010

[9] Queridos hermanos y hermanas, el 11 de octubre de 1962, hace treinta y ocho años, el papa Juan XXIII inauguraba el Concilio Vaticano II. Se celebraba entonces el 11 de octubre la fiesta de la Maternidad divina de María y, con este gesto, con esta fecha, el papa Juan quería confiar todo el Concilio a las manos maternales, al corazón maternal de Nuestra Señora. También nosotros comenzamos el 11 de octubre, también nosotros queremos confiar este Sínodo, con todos sus problemas, con todos sus desafíos, con todas sus esperanzas, al corazón maternal de Nuestra Señora, de la Madre de Dios. Pío XI, en 1930, había introducido esta fiesta, mil seiscientos años después del Concilio de Éfeso, el cual había legitimado, para María, el título de Theotókos, Dei Genitrix. Es esta gran palabra Dei Genitrix, Theotókos, el Concilio de Éfeso había resumido toda la doctrina de Cristo, de María, toda la doctrina de la redención. Y así vale la pena reflexionar un poco, un momento, sobre lo que habla el Concilio de Éfeso, de lo que habla este día. En realidad, Theotókos es un título audaz. Una mujer es Madre de Dios. Se podría decir: ¿cómo es posible? Dios es eterno, es el Creador. Nosotros somos criaturas, estamos en el tiempo: ¿cómo podrían una persona humana ser Madre de Dios, del Eterno, dado que nosotros estamos todos en el tiempo, somos todos criaturas? Por ello se entiende que había una fuerte oposición, en parte, contra esta palabra. Los nestorianos decían: se puede hablar de Christotókos, sí, pero de Theotókos no: Theós, Dios, está por encima de todos los acontecimientos de la historia. Pero el Concilio decidió esto, y precisamente así puso a la luz la aventura de Dios, la grandeza de cuanto hizo por nosotros. Dios no permaneció en sí mismo: salió de sí mismo, se unió de tal forma, tan radicalmente con este hombre, Jesús, que este hombre Jesús es Dios, y su hablamos de Él, podemos siempre también hablar de Dios. No nació solamente un hombre que tenía que ver con Dios, sino que en Él nació Dios sobre la tierra. Dios salió de sí mismo. Pero podemos también decir lo contrario: Dios nos atrajo en sí mismo, de modo que ya no estamos fuera de Dios, sino que estamos en su intimidad, en la intimidad del mismo Dios. La filosofía aristotélica, lo sabemos bien, nos dice que entre Dios y el hombre existe solo una relación no recíproca. El hombre se remite a Dios, pero Dios, el Eterno, es en sí, no cambia: no puede tener hoy esta y mañana otra relación. Está en sí, no tiene relación ad extra. Es una palabra muy lógica, pero es una palabra que nos hace desesperar: por tanto, Dios mismo no tiene relación conmigo. Con la encarnación, con la llegada de la Theotókos, esto ha cambiado radicalmente, porque Dios nos ha atraído en sí mismo y Dios en sí mismo es relación y nos hace participar de su relación interior. Así estamos en su ser Padre, Hijo y Espíritu Santo, estamos dentro de su ser en relación. Estamos en relación con Él y Él realmente ha creado relación con nosotros. En ese momento, Dios quería nacer de una mujer y ser siempre sí mismo: éste es el gran acontecimiento. Y así podemos entender la profundidad del acto del papa Juan, que confió la cumbre conciliar, sinodal, al misterio central, a la Madre de Dios que fue atraída por el Señor en Sí mismo, y así todos nosotros con Ella.

El Concilio comenzó con el icono de la Theotókos. Al final el papa Pablo VI reconoció a la propia Virgen el título Mater Ecclesiae. Y estos dos iconos, que inician y concluyen el Concilio, están intrínsecamente unidos, son, al final, un solo icono, Porque Cristo no nació como un individuo entre los demás. Nació para crearse un cuerpo: nació – como dice Juan en el capítulo 12 de su Evangelio – para atraer a todos hacia sí y en sí. Nació – como dicen las cartas a los Colosenses y a los Efesios – para recapitular todo el mundo, nació como primogénito de muchos hermanos, nació para reunir el cosmos en sí, de forma que Él es la cabeza de un gran Cuerpo. Donde nace Cristo, comienza el movimiento de la recapitulación, comienza el momento de la llamada, de la construcción de su Cuerpo, de la santa Iglesia. La Madre de Theós, la Madre de Dios, es Madre de la Iglesia, porque es Madre de Aquel que vino para reunirnos a todos en su Cuerpo resucitado. San Lucas nos da a entender esto en el paralelismo entre el primer capítulo de su Evangelio y en el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles, que repiten a dos niveles el mismo misterio. En el primer capítulo del Evangelio el Espíritu Santo viene sobre María y así da a luz y nos da al Hijo de Dios. En el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles María está en el centro de los discípulos de Jesús que rezan todos juntos, implorando la nube del Espíritu Santo. Y así de la Iglesia creyente, con María en el centro, nace la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. Este doble nacimiento es el único nacimiento del Christus totus, del Cristo que abraza al mundo y a todos nosotros. Nacimiento en Belén, nacimiento en el Cenáculo. Nacimiento de Jesús niño, nacimiento del Cuerpo de Cristo, de la Iglesia. Son dos acontecimientos o un único acontecimiento. Pero entre los dos están realmente la Cruz y la Resurrección. Y sólo a través de la Cruz pasa el camino hacia la totalidad del Cristo, hacia su Cuerpo resucitado, hacia la universalización de su ser en la unidad de la Iglesia. Y así, teniendo presente que sólo del grano caído en la tierra nace después la gran cosecha, del Señor atravesado en la Cruz viene la universalidad de sus discípulos reunidos en este Cuerpo suyo, muerto y resucitado. Teniendo en cuenta este nexo entre Theotókos y Mater Ecclesiae, nuestra mirada va hacia el último libro de la Sagrada Escritura, el Apocalipsis, donde, en el capítulo 12, aparece precisamente esta síntesis. La mujer vestida de sol, con doce estrellas sobre la cabeza y la luna bajo sus pies, da a luz. Y da a luz con un grito de dolor, da a luz con gran dolor. Aquí el misterio mariano es el misterio de Belén extendido al misterio cósmico. Cristo nace siempre de nuevo en todas las generaciones y así asume, recoge a la humanidad en sí mismo. Y este nacimiento cósmico se realiza en el grito de la Cruz, en el dolor de la Pasión. Y a este grito de la Cruz pertenece la sangre de los mártires. Así, en este momento, podemos mirar el segundo Salmo de esta Hora Media, el Salmo 81, donde se ve una parte de este proceso. Dios está entre los dioses – aún se consideraban en Israel como dioses. En este Salmo, en una gran concentración, en una visión profética, se ve la pérdida de poder de esos dioses. Los que parecían dioses no son dioses y pierden el carácter divino, caen a tierra. Dii estis et moriemini sicut nomine (cfr Sal 81, 6-7): la pérdida de poder, la caída de las divinidades.. Este proceso que se realiza en el largo camino de la fe de Israel, y que se resume aquí en una visión única, es un verdadero proceso de la historia de las religiones: la caída de los dioses. Y así la transformación del mundo, el conocimiento del verdadero Dios, la pérdida de poder de las fuerzas que dominan la tierra, es un proceso de dolor. En la historia de Israel vemos como esta liberación del politeísmo, este reconocimiento - "sólo el es Dios" - se realiza con muchos dolores, comenzando por el camino de Abraham, el exilio, los Macabeos, hasta Cristo. Y en la historia continua este proceso de pérdida de poder, del que habla el capítulo 12; habla de la caída de los ángeles, que no son ángeles, no son divinidades sobre la tierra. Y se realiza realmente, precisamente en el tiempo de la Iglesia naciente, donde vemos cómo con la sangre de los mártires pierden el poder las divinidades, comenzando por el emperador divino, de todas estas divinidades. Es la sangre de los mártires, el dolor, el grito de la Madre Iglesia que las hace caer y transforma así el mundo. Esta caída no es sólo el conocimiento de que éstas no son Dios; es el proceso de transformación del mundo, que cuesta la sangre, cuesta el sufrimiento de los testigos de Cristo. Y, si miramos bien, vemos que este proceso nunca ha terminado. Se realiza en los diversos periodos de la historia de formas siempre nuevas; también hoy, en este momento, en el que Cristo, el único Hijo de Dios, debe nacer para el mundo con la caída de los dioses, con el dolor, el martirio de los testigos. Pensemos en las grandes potencias de la historia de hoy, pensemos en los capitales anónimos que esclavizan al hombre, que ya no son cosa del hombre, sino un poder anónimo al que sirven los hombres, por el que los hombres son atormentados e incluso asesinados. Son un poder destructivo, que amenaza al mundo. Y después el poder de las ideologías terroristas. Aparentemente en nombre de Dios se hace violencia, pero no es Dios: son divinidades falsas que deben ser desenmascaradas, que no son Dios. Y después la droga, este poder que como una bestia voraz extiende las manos sobre todos los lugares de la tierra y destruye: es una divinidad, pero una divinidad falsa, que debe caer. O también la forma de vivir propagada por la opinión pública: hoy se hace así, el matrimonio ya no cuenta, la castidad ya no es una virtud, etc. Estas ideologías que dominan que se imponen con fuerza, son divinidades. Y en el dolor de los santos, en el dolor de los creyentes, de la Madre Iglesia de la cual somos parte, deben caer estas divinidades, debe realizarse cuanto dicen las Cartas a los Colosenses y a los Efesios: las dominaciones, los poderes, caen y se convierten en súbditos del único Señor Jesucristo. De esta lucha en la que estamos, de esta pérdida de poder de los dioses, de esta caída de los falsos dioses, que caen porque no son divinidades, sino poderes que destruyen el mundo, habla el Apocalipsis en el capítulo 12, también con una imagen misteriosa, para la cual, me parece, hay con todo distintas interpretaciones bellas. Se dice que el dragón pone un gran río de agua contra la mujer que huy para arrastrarla. Y parece inevitable que la mujer sea ahogada en este río. Pero la buena tierra absorbe este río y éste no puede hacer daño. Yo creo que el río es fácilmente interpretable: son estas corrientes que dominan a todos y que quieren hacer desaparecer la fe de la Iglesia, la cual ya no parece tener sitio ante la fuerza de estas corrientes que se imponen como la única racionalidad, como la única forma de vivir. Y la tierra que absorbe estas corrientes es la fe de los sencillos, que no se deja arrastrar por estos ríos y salva a la Madre y al Hijo. Por ello el Salmo dice – el primer salmo de la Hora Media – que la fe de los sencillos es la verdadera sabiduría (cfr Sal 118,130). Esta sabiduría verdadera de la fe sencilla, que no se deja devorar por las aguas, es la fuerza de la Iglesia. Y volvemos otra vez al misterio mariano. Y hay también una última palabra en el Salmo 81, "movebuntur omnia fundamenta terrae" (Sal 81,5), vacilan los fundamentos de la tierra. Lo vemos hoy, con los problemas climáticos, cómo son amenazados los fundamentos de la tierra, pero son amenazados por nuestro comportamiento. Vacilan los fundamentos externos porque vacilan los fundamentos interiores, los fundamentos morales y religiosos, la fe de la que sigue el modo recto de vivir. Y sabemos que la fe es el fundamento, y, en definitiva, los fundamentos de la tierra no pueden vacilar si permanece firme la fe, la verdadera sabiduría. Y también el Salmo dice: "Levántate, Señor, y juzga la tierra" (Sal 81,8). Así decimos también nosotros al Señor: "Levántate en este momento, toma la tierra entre tus manos, protege a tu Iglesia, protege a la humanidad, protege a la tierra". Y confiándonos de nuevo a la Madre de Dios, a María, y oremos: "Tu, la gran creyente, tu que has abierto la tierra al cielo, ayúdanos, abre hoy también las puertas, para que sea vencedora la verdad, la voluntad de Dios, que es el verdadero bien, la verdadera salvación del mundo". Amen.». Benedicto XVI, Meditación en la Apertura del Sinodo de los Obispos de Orientye Medio, Roma, 11 de octubre de 2010

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