Literatura
El hombre no es analítico, así, por naturaleza. Se vuelve analítico por oficio, pero de primeras recibe una impresión de totalidad. Eso lo explica muy bien Rothko, cuando justificaba
su expresionismo abstracto diciendo que los niños no empiezan sus barruntos sobre el papel
dibujando, sino pintando manchas de color. Porque lo primero que perciben de la realidad es
una fuerza totalizadora, algo integral que les sobreviene como una felicidad. Lo mismo ocurre
con la lectura. Del cuento que el padre les lee al pie de la cama, les queda una impresión de
maravilla. Los antiguos mapas de las ciudades también tenían esa voluntad de poner la mirada
en una perspectiva unificadora, en un ojo que todo lo podía abarcar, y «cuando se ve una ciudad
desde la altura nace el placer de ver el conjunto, de totalizar el más desmesurado de los textos
humanos» (Michel de Certeau).
Estas cosas las digo por hablar en parábolas sobre Dickens, del que abrimos este año el 200
aniversario de su nacimiento. La lectura de Dickens nos trae siempre un retrato global de la
familia humana y su necesidad de encontrarle sentido desde el bien y la verdad. Que la gente no
se compra, ni se trae, ni se la mide. Un libro que homenajea al inglés es Ilustrísimos señores,
que escribiera Juan Pablo I, cuando era todavía Patriarca de Venecia. Son una serie de cartas
a personajes de la Historia o de la ficción, para la revista El Mensajero de San Antonio. El cardenal Luciani recuerda la infancia de Dickens, que parece una ilustración más de sus historias:
«Por la noche, tenías que dormir en un desván; el domingo, para acompañar a papá, lo pasabas
con toda la familia en la cárcel, en la que tus ojos infantiles se abrían asombrados, conmovidos
y atentísimos, sobre decenas y decenas de casos que movían a compasión». Y el que iba a ser
Pontífice no desaprovecha la ocasión de traspasar la crítica a la estratificación inhumana de la
Inglaterra victoriana, el vandalismo industrial y el inicio del entusiasmo por las cosas superfluas,
al corazón del siglo XX: «El uso exagerado e insensato de cosas innecesarias ha comprometido
los bienes indispensables: el aire y el agua pura, el silencio, la paz interior, el reposo». Y termina
la carta: «Hoy el mundo es una pobre casa, ¡y tiene tanta necesidad de Dios!»
Hubo un lector agonizante que pidió a Dios que le concediera diez días más de vida para leer
las historias del Club Pickwick: una manera de decirle a Dios lo maravillosamente apetecible
que Dickens hizo la vida.
Javier Alonso Sandoica