domingo, 25 de julio de 2021

SERMÓN PATRIÓTICO DE 1947. P. RUBÉN VARGAS UGARTE

Oración Patriótica pronunciada en la Catedral de Lima el 28 de julio de 1947, al conmemorarse el 126 aniversario de la Independencia del Perú[1]

El gran historiador Rubén Vargas Ugarte, guiado del magisterio de Herrera, Huerta y Tovar, recuerda los deberes (respeto a la ley y a la autoridad y el anhelo de contribuir al bienestar de los demás). Fomentar las virtudes cívicas. Lograr la unión.  

Señor Presidente de la república[2]

Emmo. Señor Cardenal Arzobispo Primado[3]

Excmo. Sr. Nuncio de Su Santidad[4]

Excmos. Señores Obispos

Señores Embajadores

Representantes de los Poderes del Estado

No vengo a halagar vuestros oídos con vanas frases de pomposa retó9rica ni menos a prodigar elogios o engarzar fútiles guirnaldas de patriótico regocijo con motivo de esta celebridad, no; creería faltar al respeto debido a esta cátedra, ennoblecida por la elocuente palabra de un Herrera, de un Huerta, de un Tovar y de otros preclaros sacerdotes para quienes el aniversario patrio fue, sin duda, una fecha digna de ser exaltada, pero ante todo la ocasión de volver los ojos al presente y preguntarse con franqueza y lealtad, ante el Dios que nos concediera la dicha de sr libres, si hemos respondido cumplidamente al beneficio y nos hemos hecho dignos de la grandeza de esta dádiva.

En la hora solemne en que el Jefe de esta católica nación va a tributar a Dios el debido homenaje de su reconocimiento y el Pontífice que felizmente rige esta venerada Iglesia va a rendir gracias en nombre de su pueblo al Señor de los Ejércitos, es necesario y conveniente que nos recojamos un poco, que demos vida a la reflexión y, entrando dentro de nosotros mismos, pesemos en la balanza de una conciencia justa y ante el Tribunal de la verdad Suprema, los quilates de nuestro patriotismo y lo acendrado de nuestro afecto para con la patria.

Porque, amados oyentes, no es posible dar oídos a esa falaz y vocinglera sirena que sólo nos habla de derechos del hombre y olvida que por encima de esos legítimos derechos y como ineludible vínculo de toda criatura tenemos aquí en la tierra sacrosantos deberes que cumplir. Uno de esos deberes es precisamente el amor a la patria, al suelo en que nacimos, a la tierra en que yacen nuestros antepasados y nos sustenta con sus frutos y nos regala con la blandura de su temperie.

Deber es, como dice León XIII, impuesto por la naturaleza, amar a la sociedad en que nacimos y este amor en todo buen ciudadano deber ser tal que lo haga pronto a ofrendar la misma vida por la Patria. Ahora bien, hoy más que nunca es preciso hacer hincapié en este concepto, porque son muchas las causas que tienen a oscurecerlo en nuestra mente y debilitarlo en nuestra voluntad, haciéndole creer al hombre que o no existen lazos que nos vinculen a aquellos con quienes vivimos o que éstos no son de tal naturaleza que puedan razonablemente exigir de nosotros algún sacrificio. El egoísmo ese cierto helado que paraliza hasta en su raíz todo sentimiento generoso y la insaciable sed de bienestar material que rebaja los ideales de la felicidad humana son los dos mayores enemigos del patriotismo, porque éste como toda virtud moral se nutre de la caridad y no puede haber caridad allí donde el yo se erige a sí mismo en soberano y se fija como meta de la vida el placer.

Por eso juzgo que nada hay tan necesario como recordar esos deberes y todos, gobernantes y gobernados, poderosos y humildes, en este día en que celebramos la aurora de nuestra vida como nación independiente, los debemos traer la memoria, para excitarnos a su cumplimiento, como el mejor homenaje que podemos rendir a nuestra madre común.

Esos deberes los podemos reducir a dos: el respeto a la ley y a la autoridad que vela sobre ella y el anhelo de contribuir en la medida que nos corresponda al bienestar de los demás. No me detendré en probar, porque demasiado lo sabemos, que el respeto a la ley y a la autoridad que podemos llamar su encarnación es el nervio y fundamento de toda sociedad, pero no es menos cierto que nada hay tan difícil en la práctica como someterse a ella, sobre todo cuanto en la orden del superior hay algo que contraría nuestras miras privadas o no dice bien con nuestro modo de pensar. Pero ¿quién no ve que sería imposible la convivencia si en lugar de atender al bien general se hubiese de tener en cuenta sólo los intereses y pareceres de cada individuo en particular? No, el sometimiento a la ley por imperfecta que ella sea, como lo es De ordinario la obra del hombre, es tan necesario en la vida social que de él no pueden derivarse sino ventajas para la colectividad, en tanto que su desprecio no puede menos de acarrear la ruina de todo el edificio del Estado. Sin embargo, una larga y triste experiencia contradice esta verdad entre nosotros y todavía es el caso de repetir lo que dijera en otro tiempo la autorizada palabra de D. Bartolomé herrera: que el principio de obediencia pereció en las luchas de la emancipación: tan frecuente se hizo en la república al conculcarlo.

Más aún, si acaso nos doblegamos ante la ley, ello no se hizo por conciencia como querría san Pablo que lo hiciesen los cristianos sino a lo sumo por temor de caer bajo la amenaza de la sanción

Pero, ¿irán tras ese ideal los que cegados por la pasión política tienen por adversarios a los que no adoptan su mismo modo de pensar? ¿los que juzgan erradamente que el dominio del Estado es sólo patrimonio de una facción? ¿cómo decir que aman a la patria los que sólo atiende al logro de sus miras privadas y en el disfrute de los bienes que, pródigo nos brinda nuestro suelo, hacen uso de su exclusivismo irritante e injusto? ¿Cuál es la patria que aman los que desatienden a sus hermanos y nada hacen por mejorar la condición de los desvalidos?

¿Y de la autoridad no podemos decir hoy las palabras dichas por otro ilustre sacerdote desde esta misma cátedra? Lamentábase D. Juan Ambrosio Huerta al ver que en el Perú todos se creían con derecho a hacerla objeto de sus críticas y darle lecciones de buen gobierno, empleando para ello muchas veces una lengua maldiciente, como si para dar un consejo saludable a los que manda fuera necesario ultrajarlos. Oh y cuán grave daño infirió esta conducta a la sociedad y cuán funesto ejemplo se dio a la multitud incapaz por sí misma de pensar. ¡Y no se paró mientes en que cuando se combate o se prestigia a la autoridad por los mismos filos se hiere a todo el cuerpo social y se irroga una ofensa a todos sus miembros que de ella dependen como de su cabeza!

Por eso el Apóstol gravemente nos previene que el que resiste a la autoridad legítima resiste a un mandato de Dios, quien, como Dominador del Orbe, no puede dejar sin castigo un delito que amenaza de muerte a la misma sociedad. A ello se agrega que achaque antiguo ha sido culpar a las autoridades o las leyes de nuestras desgracias, pero basta un poco de buen sentido y avivar un tanto la memoria para comprender que no está allí la raíz del mal sino en nosotros mismos, porque no son los gobernantes ni las leyes los que hacen buenos y felices a los hombres, sino al contrario los buenos y virtuosos ciudadanos son los que dan sabias leyes y eligen autoridades dignas del poder.

Inculquemos el respeto a la ley, la obediencia a la autoridad, en una palabra, fomentemos las virtudes cívicas en nuestro pueblo y habrá desaparecido de entre nosotros una de las causas que retrasan nuestro desenvolvimiento como nación.

Pero no es esto solo, el hombre en sociedad no vive aislado de los demás y así como participa y disfruta de los bienes que la vida social lleva consigo, así también le corre la obligación de contribuir en la medida de sus fuerzas al bienestar común. Nada más funesto que ese egoísmo que sólo atiende al interés particular y ahora se oculta bajo el disfraz de una fría indiferencia, ahora llega con increíble descaro hasta la violación del derecho de los demás. Vicio es éste que así se hallará nen los de arriba como en los de abajo, olvidando los primeros que Dios los destina a ser la providencia del pobre y los segundos que el trabajo dignifica y es ley impuesta a todos hombres.

¿Y podrán los que de él se hallan contaminados hablar de patriotismo? ¿Es que acaso el amor a la patria se identifica con su propio interés?

Lejos, muy lejos de nosotros esa mezquina y rastrera concepción de la vida que no se propone otro blanco que la satisfacción de nuestros caprichos y tiende a hacer de la sociedad un violento entrevero de encontradas pasiones. O diré con Mons. D´Hulst: lamentemos la suerte de la nación condenada a escoger entre esas dos formas del egoísmo: la de los satisfechos que todo lo quieren para sí y la de los descontentos que sólo espían la ocasión echarse sobre su presa. Como en el sueño de Faraón los débiles devorarán a los fueres para ser devorados as su vez por otros en un turno inacabable y violento.

Pavoroso es el cuadro que a nuestra vista se presenta, pero es la consecuencia del olvido de los deberes que nos impone la justica social. No en vano quiso Jesucristo que la sociedad por él fundada se asentase sobre esas dos piedras sillares: la justica y la caridad: sin ellas no hay convivencia humana posible y se convierte en un mito el nombre de patria. Porque amar a la patria es servirla en todos y cada uno de sus hijos: des cooperar al bien común; es dar algo de si en beneficio de los demás; es, en una palabra, sentir la emoción ajena como si fuera propia y vivir en la práctica ajustando sus actos a ese ideal de fraternidad que nos legó Cristo y hace de todos los hombres y mucho más de los nacidos bajo un mismo cielo, miembros de una sola y única familia.

No, amados oyentes, la patria de la cual hemos recibido señalados beneficios y nos los dispensa continuamente, espera de nosotros algo más que vítores y aplausos; espera que todos cumplan con los deberes que Dios mismo nos exige para con ella y que hemos resumidos en el respeto y obediencia a la autoridad y a la ley y en una verdad y eficaz cooperación al bienestar de los demás. Ningún día más dichoso para el Perú, aunque aquél en que cada uno, desde el pastor indígena que guarda su ganado en las punas hasta el hombre de negocios que planea una gran empresa mercantil, llegue a persuadirse de estos deberes y se disponga a cumplirlos esforzadamente.

Entonces si que nuestra patria será firme y feliz por la unión y la inevitable diversidad de pareceres que da origen a los partidos políticos no convertirá a estos en instrumentos forjadores del odio y de la división. Meditemos en los deberes que nos impone el patriotismo y, echando un velo sobre los yerros y extravíos en que hayamos podido incurrir en el pasado, aunemos nuestros esfuerzos para hacer del Perú, una nación unida, virtuosa y fuerte. Sin reservas y con generosidad, hombre con hombro, sin más distinción que la señalada por la jerarquía social, apliquémonos a esta tarea a fin de que todos puedan gozar dl inefable placer de haber contribuido a la grandeza de la patria.

Oh, Señor, que riges los destinos de los pueblos y desde tu eternidad fijaste el día en que había de lucir para nosotros el sol de la libertad, mira esta nación que hoy eleva sus ojos hasta tu trono para agradecerte tus beneficios y por boca de sus Prelados y Sacerdotes te canta desde todos los ámbitos de su suelo el himno de la gratitud. Escucha nuestros votos y, al derramar tus bendiciones sobre nosotros, sean ellas prenda de una era de paz sobre la tierra y de gloria para tu nombre en los cielos. Así sea



[1] Publicada en revista Renovabis, Lima, julio-agosto 1947, pp.79-80[2] José Luis Bustamante y Rivero[3] Juan Gualberto Guevara  [4] Luis Arrigoni

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