jueves, 1 de diciembre de 2022

LIMA, LA SEVILLA DEL PERÚ, Y EL TORERO BELMONTE

LIMA, LA SEVILLA DEL PERÚ

 

Gracias a mi amigo Pablo Hernanz que me lo envía desde España, puedo compartirles este significativo texto sobre Lima en una de las mejores biografías escritas en castellano, la de Manuel CHAVES NOGALES sobre Juan Belmonte Matador de Toros: Su vida y sus hazañas: 44 (LIBROS DEL ASTEROIDE) (Madrid 2013)

 

Juan Belmonte García (Sevilla, 14 de abril de 1892-Utrera, 8 de abril de 1962), llamado el Pasmo de Triana, fue un matador de toros español, probablemente el más popular de la historia y considerado por muchos como el «fundador del toreo moderno».

La temporada de 1917 está considerada como la más brillante de su vida profesional. A finales de ese mismo año se presenta en Perú, donde permanecerá un año y conocerá a su futura esposa Julia Cossío. El 26 de febrero de 1920 sufrió una cornada durante un tentadero en la dehesa de Padierno (Salamanca), propiedad de Argimiro Pérez Tabernero. Durante su convalecencia fue retratado por Venancio Gombau en su estudio de la calle Prior de la capital charra. En 1922 anuncia su primera retirada en Lima. Reaparece en los ruedos en 1924.

En invierno de 1924 se contrató en Lima (Perú) siete tardes (toreó ocho) por la cifra de 500.000 pesetas. En 1925 el empresario Eduardo Pagés le firmó una jugosa exclusiva: 25.000 pesetas de la época por corrida, además de otros porcentajes según acudiesen los públicos a las plazas. 

Se convirtió en ganadero y continuó toreando hasta el inicio de la guerra civil española (1936).

Pero lo que acabó de forjar el mito belmontino fue la biografía que le dedicó el periodista sevillano Manuel Chaves Nogales, titulada Juan Belmonte, matador de toros, su vida y sus hazañas y publicada por entregas en la revista Estampa, a partir de junio de 1935; Chaves Nogales redactó la obra en forma de autobiografía a partir de las numerosas conversaciones que mantuvo con el diestro.

Vamos con el texto sobre Lima:

"Lima era como Sevilla. Me maravillaba haber ido tan lejos para encontrarme como en mi propio barrio. A veces me encontraba en la calle con tipos tan familiares y cartas tan conocidas, que me entraban deseos de saludarles. ¡¡Adiós, hombre!!  le daban a uno ganas de decir cada vez que se cruzaba con uno de aquellos tipos, tan nuestros, que lo mismo podían ser de la alameda de Acho que de la Alameda de Hércules.

La influencia norteamericana era todavía muy débil en la capital del Perú, que seguía siendo, ante todo y sobre todo, una ciudad andaluza llena de recuerdos coloniales y supervivencias españolas. La plaza de toros, construida dos siglos antes por un virrey español para procurar rentas con que sostener los asilos de pordioseros, tenía un gran sabor colonial. Españolas, es decir, andaluzas eran las casas, de una o dos plantas a lo sumo, con patios floridos y ventanas enrejadas. Y español era, sobre todo, el ambiente en que nos movíamos.

Los limeños acogieron a los toreros españoles con una gran simpatía. La gente se interesaba por nosotros y nos tomaba cariño. Por dondequiera que íbamos nos obsequiaban y festejaban con la misma liberalidad y gentileza que en Andalucía. Todo estaba pagado. Había en Lima una mulatona gorda, a la que sus pupilas llamaban "Mamá Josefina" que tenía una ternura casi maternal por los toreros españoles. Mi cuadrilla se pasaba la vida en casa de Mamá Josefina, comiendo, bebiendo y divirtiéndose sin gastar un céntimo. Pocos americanistas profesionales habrán contribuido tanto como Mamá Josefina a estrechar los lazos de España con América.

En la plaza de toros nos encontrábamos con un público entusiasta que nos ovacionaba constantemente. En Lima había buenos aficionados. Las corridas de toros, que se remontan allí a la época de los conquistadores, tienen un público inteligente y entusiasta, que sabía agradecernos el que fuésemos a torear de verdad y no a cobrar caras unas exhibiciones sin riesgo y sin arte. Poco antes había estado en Lima Rodolfo Gaona, que había hecho una temporada brillantísima y la afición a los toros estaba en un período de resurgimiento. La gente distinguida de Lima no se perdía una corrida. Había en la plaza unas localidades llamadas "cuartos" que eran, como los aposentos de los antiguos teatros españoles, una especie de palco cerrado, con una ventanita abierta sobre el muro de la barrera, a la altura de la cabeza de los lidiadores. Estos, en los descansos de la lidia, charlaban con los espectadores de los "cuartos", estableciéndose así una comunicación estrecha y cordialísima entre el torero y el público. Las corridas de toros estaban, como digo, de moda y a los "cuartos" iban las mujeres más elegantes de  Lima y las señoritas de la buena sociedad limeña. Allí conocí a mi mujer [Julia Cossío]" (pp.248-249).

"Fue aquella de Lima a una de mis mejores campañas taurinas. Todas las tardes salía a torear con un entusiasmo extraordinario. He creído siempre que el torero para entusiasmar de veras al público, tiene que empezar por estar él verdaderamente entusiasmado con su arte. No hay manera de transmitir emoción al espectador si uno mismo no la siente.

Y esa emoción que le hace a uno acercarse al toro con un nudo en la garganta tiene, a mi juicio, un origen y una condición tan inaprehensible como los del amor. Es más: he llegado a establecer una serie de identidades tan absolutas entre el amor y el arte, que si yo fuese un ensayista en vez de ser un torero, me atrevería a esbozar una teoría sexual del arte; por lo menos, del arte de torear. Se torea y se entusiasma a los públicos del mismo modo que se ama y se enamora, por virtud de una secreta fuente de energía espiritual que, a mi entender tiene allá, en lo hondo del ser, el mismo origen. Cuando este oculto venero está seco, es inútil esforzarse. La voluntad no puede nada. No se enamora uno a voluntad ni a voluntad torea.

En Lima yo me encontré en uno de los momentos de más exuberancia de mi vida. Toreé en nueve corridas, alternando en casi todas ellas con Fortuna, Chiquito de Begoña y Alcalareño. Fueron otros tantos triunfos. Un revistero de Lima escribió que yo salía a torear como si fuese a conquistar a una mujer. Y efectivamente, conquisté a una: a la mía" (pp.251-252)

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