La generosidad de Luz María
F. Javier García Aparicio
A mi madre, a las Comunidades Neocatecumenales y a las hermanitas de Belén,
que ayudaron a mi hermana a encontrar el camino
de vuelta a Casa.
Escucha, hija, mira: inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna; prendado está el rey de tu belleza.
Salmo 44
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I
Por qué escribo esto
Guárdame como a la niña de tus ojos; a la sombra de tus alas escóndeme
Salmo 17
Mi hermana Luz María murió cuando tenía 53 años, la edad que tenía mi madre cuando ella, con 25, entró en el monasterio. Extraña coincidencia en dos mujeres que van a entregar sus vidas sin vacilar, sin sospecha.
El que la llamáramos Chiqui le convenía a su forma de ser. La recuerdo en Salamanca con esas bufandas infinitas que se reliaba al cuello varias veces para no pisarlas, y esos jerséis que ella misma se hacía con motivos naíf, como su propio carácter, de colores sin mezcla y líneas sin ambages. Unas florecillas torpemente trazadas, la extraña sonrisa de Heidi y cosas así eran los motivos permanentes. Sus simpáticas trenzas, sus guantes de lana a juego con los siempre insólitos calcetines. Y, cómo no, sus chistes imposibles que hacían corros de risas; su amable empeño en todo lo que emprendía, sus macetitas siempre agradecidas, la forma compasiva en que te miraba cuando le hablabas. Con esos ojos verde extremeño.
Cuento esto, no para lo imposible de describirla en tan poco, sino para sonsacaros esa sonrisa que producía de todas todas su aspecto adorable, y haceros así cómplices del cariño que inevitablemente rezumarán estas palabras. Son torpes a la fuerza. Pero de una torpeza atrevida sabiendo que van dirigidas a vosotros, los que la conocisteis, y —casi se sigue— los que la quisisteis.
Las escribo, probablemente, a su pesar. Nada más lejos de su carácter el hacerse notar, el llamar la atención, el darse importancia. Era Chiqui, y su nombre le convenía. (Aunque, sea dicho, murió como Luz María). Sin embargo, apelo a su generosidad para dejaros el recuerdo de estos hechos transcendentales. Los considero su regalo póstumo a mi través. Paradójico regalo. Su muerte. Pero no: es la forma en que murió, es su empeño en que hasta su muerte fuera amable y sugerente para todos los que la compartimos. Y ahí quiero incluiros a vosotros todos, por medio de estas palabras. Que ella me asista desde el Cielo que la guarda («como a la niña de sus ojos»1).
1 Era el salmo que rezaba la puerta de la celda que ocupó muchos años en su primer monasterio: «Guárdame como a la niña de tus ojos». El verano después de su muerte volví a aquel monasterio en el que pasó veinte años, con la intención de recobrar emociones. Yo mismo había estado allí muchas veces. Aunque agnóstico, presentía algo insólito en aquel lugar cerca del desierto. Las celdas en las que vivían ellas entonces se habían convertido ahora en hospedería. Es por eso por lo que la casualidad me llevó a esta, la que fue suya durante mucho tiempo —me lo contaba la hermanita que se cercioró—. Una simple cama, una mesa, un lavabo, y un sencillo oratorio donde ella se reclinaría tantas veces, donde ella pediría por mí —su hermano perdido— tantas veces… ¡Me habían asignado por azar —aunque yo prefiero imaginar fuerzas más trascendentes— la celda de Luz María! Me conmovió, la verdad.
Viendo entonces, tras su muerte, el salmo que colgaba de aquella puerta: «Guárdame como a la niña de tus ojos» , pensé emocionado que, verdaderamente, ¡se había cumplido!
UNA ACLARACIÓN:
Tengo que decir que este es un relato escrito desde el asombro del recién llegado. No es propiamente un texto escrito desde la mirada de una religiosidad madura sino, más bien, desde la frontera, desde el umbral de una fe propia de un cristianito reciente que soy yo. Esto, que a algunos os parecerá un detrimento, permite, a mi parecer, un relato más abierto y comprensible para los que no sois creyentes. Sea como sea, todos coincidimos en el cariño hacia mi hermana, y este es el único presupuesto que necesita su lectura.2
2 Quizá tengas este librito entre las manos y, sin embargo, no conocieras a Luz María. La razón es que, finalmente, decidimos "abrir el círculo" de aquellos a los que va dirigido. No he querido, a pesar de todo, cambiar esta introducción por fidelidad al relato original, y también porque, de algún modo, creo que conocer su propósito inicial puede ayudar a entender mejor esta modesta crónica de hechos tan extraordinarios. Solo me atrevería a pedirte, si me lo permites, que no dejes que la luz de su testimonio
«quede bajo el celemín».
II
La kénosis
En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
Mateo 18, 2
Apenas dos semanas antes de morir, fuimos a verla al monasterio mi madre, mi hermana Pilar y yo. La habían traído del hospital. Ella quería estar allí, en su casa, decía, y los médicos accedieron.
«Cuando llegué al monasterio la primera vez», nos decía —la recuerdo sentada frente a nosotros, rodeada de cojines, junto a su madre, a la que parecía sostener sujetando dulcemente la mano, ya pálida, ya muy delgada por la enfermedad—, «la hermanita priora», siguió, «me dijo que no había ido allí para crecer, que había ido allí para empequeñecerme»… Tras la fragilidad que mostraba su cuerpo se presentía el coraje y la determinación de una mujer que sabía quién era… «Sé que voy a ir al Cielo», continuó,
«porque se lo he dado todo a Dios. Ya no tengo nada, mamá… Sigo siendo una calamidad, pero Dios me quiere»… Mi hermana estaba mirando a la muerte a la cara, sin miedo. Se dejaba caer a ojos cerrados sobre los brazos de Dios. «Llevo veintiocho años preparándome para la muerte, estoy lista, mamá… Bueno, tenéis que rezar por mí, pero… vamos… que voy a ir al Cielo»… Parecía como si estuviera organizando las cosas a Dios, por si tuviera alguna duda. Así era ella.
En pocas palabras, sin aspavientos, mi hermana había explicado el sentido más profundo de la espiritualidad contemplativa, la pobreza y la obediencia absolutas recogidas en un
«se lo he dado todo a Dios». Mi hermana representaba, en su sencillez, el desprendimiento total, la kénosis de la que hablan los místicos. «Yo le di de hecho / a mí sin dejar cosa», escribe San Juan de la Cruz. El vaciamiento de lo que eres, o mejor, de todo aquello que no te deja ser quien estás llamado a ser. «La curación está precisamente en morir —decía también Kierkegaard—, morir a todas las cosas terrenas». «Me he empequeñecido», nos dijo ella aquella mañana. Hacerse como niños, volver a la simplicidad del origen para encontrarse con Dios. Esa es la promesa que se realizaba en ella. Moría como había vivido. Se llama autenticidad.
Mi hermana había dejado de ser Chiqui. Bajo su frágil apariencia, bajo su conmovedora sencillez se revelaba ahora, en el momento de la verdad más palmaria, una gran mujer. Mi hermana ya no era Chiqui, era Luz María. Representaba ante la muerte, ante Dios, a toda su comunidad, a su familia monástica. Era la patencia encarnada de la autenticidad de una forma de vida.
La luz de noviembre a mediodía le caía de costado. Su palidez, su delgadez extrema aparecían ahora, en la atmósfera conmovedora que habían creado sus palabras, como una expresión de algo inusitado, transcendente, divino… Parecía una mujer transfigurada. Todos quedamos callados. Nada parecía que pudiera mejorar el silencio.
III
Sonreír a la muerte
Jesús le dijo: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?"
Juan 11, 25
Mi hermana murió un lunes; era el 30 de noviembre. El viernes anterior llegamos alarmados al hospital, desde Cáceres, mi madre, mi hermana Pilar, mi sobrino David y yo.
El colon la mataba y su hígado metastatizado la debilitaba e impedía la intervención que pudiera darle alguna esperanza. Colon e hígado parecían así confabulados en un acuerdo macabro. Pasamos, sin embargo, todo el día hablando, rezando y también, por extraño que parezca, riéndonos.
El hospital, todo el hospital —nos dijeron— murmuraba, hablaba con incredulidad de una monjita —por supuesto ella siempre llevaba puesta su cinta y su velo— de la planta segunda que llevaba semanas desahuciada y que, sin embargo, trataba a todo el mundo con una sonrisa, a todos hacía bromas y a todos consolaba. Unas monjas agustinas que cuidaban a uno de los suyos tuvieron también inquietud por conocer a esa hermanita extraordinaria… Igual quedaron impresionadas por su radiante cordialidad: «Nos ayuda mucho el testimonio de su hija», le dijeron a mi madre. La fiel confianza que transmitía en que no iba hacia un final sino hacia un tránsito, emocionaba también a aquellas mujeres consagradas. ¡Mi hermana daba testimonio —qué palabra tan apropiada— de una verdad que salvaba de la muerte!
A vosotros que la conocisteis no os extrañaría tampoco si os dijera que estuvo contándonos toda la mañana de aquel viernes que llegamos el mismo chiste absurdo…
«¡Sí, pero a mí se me pasa!, decía el borracho». Nos vio llegar tan asustados que se empeñaba en hacernos reír. A los que la conocisteis —sé que ahora sonreís recordándola
— seguro que no os extrañaría, pero es que… ¡se estaba muriendo!
Las enfermeras, las médicas internistas que la llevaban, el oncólogo… no podían creer que esa monjita —siempre digna con su cinta y su velo, eso sí— tan pálida, tan poquita cosa, con la horrible hiperdistensión de ese hígado indiferente, con ese colon que no la dejaba comer ni dormir, y a poco más de unos días para morir, no mostrara ni un sesgo de desánimo, ni le asomara un lamento, ni tan siquiera una leve sombra de desesperanza. Esto no puede ser. Y ella, dale, se reía con el oncólogo al que amenazaba con una piedrecita santa que guardaba bajo su almohada: «¡Como me hagas daño con esas agujas, te tiro con la piedra! ¡Cuidadito!». Qué horror de agujas. Qué trastornos para alguien que solo quería ya volver a casa, volver al Padre, como decía ella.
Como prueba de lo que digo os cuento algo sorprendente que, sin embargo, no comprendí en el momento. Estando en el entierro, junto al claustro mayor del monasterio, mientras echábamos la tierra en la tumba que se abría en el suelo del jardín de clausura
—esa es otra historia—, allí, todos apretujados y emocionados, de repente, una chica que
había a mi lado —yo no la conocía— me cogió la mano y la mantuvo apretada un buen rato… En aquel tumulto emocional no me sorprendió excesivamente, pero ¿quién era aquella mujer? Mi madre me lo explicó al día siguiente: ¡una de las médicas internistas que había tratado a Luz María!… Poco que decir. ¿Sabéis de algún caso de un médico que, sin conocer previamente a la paciente, haya ido a su entierro y se apriete afectuosamente con sus familiares?… Yo no.
Nunca nos habló de su colon irritable, una enfermedad que llevaba años incomodándola; nunca nos habló tampoco, en aquellos meses, de dolores o miedos… Solo muy al final empezaron a sedarla. Llevaba 28 años sin tomar apenas medicamentos —qué digo medicamentos, sin tomar un simple café— por lo que los analgésicos más suaves le daban suficiente alivio. Pudo así mantener su conciencia clara casi hasta el final.
El hospital, todo el hospital —nos dijeron— rumoreaba que había una mujer extraordinaria, una monjita al parecer, en la planta de oncología.
Tanto es así que ese pueblo entre religioso y supersticioso —como es natural en un lugar de marinos y pescadores— acabó en un pispás con ese cestito de rosarios hechos a mano que trajeron las hermanitas —«¡qué ocurrencia!», había pensado yo, «¡rosarios!»— y que pusieron («para el personal y el que lo quisiera») en el mostrador de enfermería… Un pispás es mucho tiempo. Cuenta mi madre, que yo no estaba en la habitación —mi hermana ya dormida por la sedación— que se presentó un… «esos de la cabra», dice ella,
«¡un legionario!, ¡eso!… Lleno de tatuajes por los brazos… Un mozarrón». Decía que había sido legionario y que era muy religioso. «Mire uzté, zeñora» —mi madre mal exagera el acento andaluz… Bueno, pues resulta que, no sabe dónde, había perdido el rosario de tela de las hermanitas, y estaba apuradísimo. «Yo es que zoy muy religiozo», decía, «zi pudiera tené otro rozario de zu hija», contaba mi madre. La hermanita que estaba allí se quitó el que llevaba en la muñeca y, sin más, se lo alcanzó. Y el mozote,
«gracia, mucha gracia, zeñora, hermana»; grande y ya cincuentón, emocionado, se cuadra golpeando los tacones, hace el saludo militar y se marcha. Mi madre se ríe cuando lo cuenta…
…Porque me queda todavía hablar de mi madre.
IV
Las últimas palabras de Luz María
Jesús le dijo: `Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso´.
Lucas 23, 43
La parte de este relato que me resulta más difícil es una parte esencial. En ella me gustaría mostraros, de la forma más respetuosa, sin intervenir en lo posible, un hecho extraordinario. Un hecho que, de por sí, justifica mi empeño en contar esta historia para vosotros, los que la conocisteis, los que la quisisteis. Es difícil, y no quiero traicionar con mis palabras el alma de aquel acontecimiento. Quisiera que estas fueran sencillas ventanas, cuya esencia consistiera en ser, precisamente, ese espacio vacío que nos permite asomarnos a su través. Lo mejor sería el silencio. A ella le gustaría. Porque mi hermana fue hija del silencio. Lo mejor sería presenciarlo y callarse. Dejarse hacer por el misterio de aquellos hechos… Pero muchos de vosotros no estuvisteis allí, y creo que la historia debe ser contada. El Cielo me asista.
La escena es conmovedora desde el principio. Las hermanitas, que habían venido del monasterio hasta el hospital, que habían cruzado el umbral de su clausura para despedirse de su hermana Luz María, que habían ido asomándose a sonreírle durante esa tarde, de dos en dos para no abrumarla, se fueron colando en la habitación. Me parece recordar que la ventana dejaba pasar todavía algo de luz, algo de esa luz respetuosa de las tardes de noviembre. Fueron entrando silenciosamente, como es natural en ellas. Toda mi preocupación era si cabríamos en esa estancia donde dos camas ocupaban casi todo el espacio. Allí estábamos mi madre, mi hermana Pilar, mi hermano Jorge y su mujer Cristina, mi sobrino David y el obispo que, en aquella habitación, parecía todavía más grande de lo que ya era. También se colaron las dos médicas internistas y una monjita, la hermana Pura, que acostumbraba a visitar a los enfermos. Amable el obispo que vino a celebrar la última misa de mi hermana, de la hermana Luz María. Creo que eran quizá veinte hermanitas. Y se fueron acomodando como en un amable milagro en aquellos pocos metros cuadrados. Esa es la escena: todos alrededor de la cama de mi hermana que, a ratos, nos sonreía. Se la veía cansada, muy cansada. Se estaba muriendo.
Creo que fue antes de que el obispo empezara la celebración a los pies de su cama, delante de una breve mesita, cuando mi hermana llamó la atención de la priora. Algo le susurró que solo ella sabe. Y luego, cerró los ojos. Mi hermana se moría, pero en un sublime acto de obediencia y de pobreza preguntó a su priora —estoy casi seguro— ¡si podía cerrar los ojos durante la eucaristía! ¡Pedía, casi, permiso para morirse!… Y luego, los cerró.
Entonces solo me emocionó. Luego, al repasarlo en mi memoria me recordó a algo que me había impresionado de ella, no importa que cuando ateo o cuando luego me convertí: si entrábamos en la capilla, siempre se inclinaba hasta tocar el suelo con la frente con un gesto de sumo respeto, como si Dios, el innombrable, el creador de todo lo que existe estuviera, cómo diría, estuviera realmente allí. Siempre lo entendí como un signo de autenticidad, como un signo de verdad. Si era que exponía para mí, para mí solo, el Santísimo, en la capillita de las antiguas cuadras, entonces hacía sus genuflexiones, y
cantaba. Cantaba para ese Dios que se dejaba exponer a nuestra mirada. Cantaba como se canta a Dios.
Lo que iba a pasar allí, en aquella pequeña habitación de aquel pequeño hospital de aquella pequeña ciudad, era para ella algo inmenso. Una hierofanía, un momento en que Dios iba a dejarse tocar, iba a abajarse para venir a salvarla de la muerte que la apremiaba, iba a presentarse en esa habitación hacinada para recoger a su hija amada…
«prendado está el rey de tu belleza»… Ella, muriéndose, pidió permiso para cerrar sus ojos agotados, y luego… los cerró.
Sin embargo, todavía teníamos que asistir el obispo, todas las hermanitas, mi madre y mi familia, la hermana Pura, las médicas, todos los que allí estábamos, a un acontecimiento extraordinario, un acontecimiento que removería en mí, desde entonces, la forma en que entiendo las cosas. No puedo decir más. Mi hermana mantenía los ojos cerrados. En realidad no sabíamos si todavía estaba allí con nosotros, si tan siquiera nos oía… Creo que fue en el momento de la homilía, porque me sorprendió, cuando el obispo, más bruscamente de lo que yo hubiera querido, se dirigió a mi hermana y le espetó: «¡Luz María!, ¿quieres decir algo?…» «¡Cómo se le ocurre! —pensé— ¡pobrecita!»… Entonces ella se removió, abrió los ojos un poco superada por la situación —siempre fue muy tímida, ya sabéis— y, sin mediar un instante, mientras colocaba su pelo —en un último acto de dignidad y de respeto— por debajo de la cinta que sujetaba su pálida frente dijo:
«Que Dios es bueno».
¡Que Dios es bueno, dijo! ¡Se estaba muriendo! ¡Un cáncer le rompía el hígado y bloqueaba mortalmente su colon, y ella decía ¡que Dios es bueno! ¡ Mi hermana daba gracias a Dios!… Y fueron, de hecho, sus últimas palabras. Sus últimas palabras no fueron de lamento, no fueron una queja, ni un deseo, ni una protesta, ni un grito… fueron palabras de agradecimiento: «Dios es bueno». En ellas se adormeció su alma en el camino de vuelta al Padre.
Y ese Dios bueno, intermediado por su amada madre, la Virgen, a la que cuántas veces habría rezado: «ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte», le dejó quedarse en paz, tranquila, «con la casa sosegada». Y así se durmió. Se quedó dormidita en brazos de Dios. Así me pareció.
La verdad, sería mejor callarse. A ella le hubiera gustado el silencio, el humilde silencio; como el del «susurro de una brisa suave», como «la voz del desierto» al que Dios la había llevado para hablarle al corazón. Ese silencio preñado donde, si estamos atentos, descubrimos el sentido de las cosas… Pero me ha tocado contar esto. Y quiero hacerlo a pesar de que sé que el intento de apresarlo con palabras es vano, casi contraproducente. Ante el misterio es mejor callarse, vaciarse para dejarse llenar. Como supo hacer ella.
Los que no estuvisteis allí, la mayoría de vosotros, imaginadla en aquella cama, rodeada de todos los suyos, ya tan delgada, azorada por los últimos empujones de una enfermedad que la agotaba; imaginadla abriendo los ojos, colocando su pelo bajo la cinta como última manifestación de su escrúpulo, de su respeto definitivo a la forma de vida que había elegido, y diciendo con esa mirada limpia, transparente y asombrada que tuvo siempre, «que Dios es bueno».
Allí, en aquella tarde que ya anochecía como en una reverencia, rodeada de todos los suyos, mi hermana nos dio su último regalo. Fue generosa hasta el final. Dios es bueno. No pasa nada. No tengáis miedo, que Dios es bueno.
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V
La generosidad de Luz María
Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Juan 15, 13
Me quedé atónito… ¿Qué había descubierto mi hermana en estos veintiocho años? ¿Qué magnífico secreto le permitió mirar a la muerte con un gesto de agradecimiento? ¿Cómo Dios la había vaciado de sí misma y la había llenado de este amor, de esta compasión y de esta paz? ¿Qué nos voceaba mi hermana desde el umbral de la muerte?
Yo creo que Luz María fue generosa también para morir. A mí me parece que murió, también un poco, para salvarnos. Para salvarme. Que nos ayudó a creyentes y descreídos a entender eso de la cruz, eso del dolor, eso de la muerte. De algún modo, esa niña tímida y apocada, Chiqui, se había ido vaciando, despojando de sí para convertirse en una mujer nueva, en Luz María, una hermanita capaz de sonreír a la muerte, capaz de dar gracias en ese momento en que lo entregamos todo.
Ya no volvió a abrir los ojos. Pero no murió, ante el asombro de los médicos: «¿¡Cómo aguanta todavía esta mujer!?», se les oyó decir todo aquel domingo que siguió. No podía morirse: estaba esperando a mi hermano Nacho y a Marta que venían, en un viaje demencial de veinticuatro horas, desde China. Dejaban allí, además, como testimonio de absoluta confianza, a sus seis hijos. La mayor tenía 11 años. Los dejaban en China.
Temprano en la tarde del sábado, yo entraba y salía nervioso del cuarto, como si cambiar de sitio fuera a modificar las cosas. Ella me reñía amablemente mientras me cogía la mano y me miraba con dulzura: «¿Dónde estabas?»… «Hablaba con Nacho; viene con Marta. Que les esperes»… «¡Vaya cosas que le digo!», pensaba yo sobre mis palabras… Solo que yo sabía también que a ella eso de los milagros le parecía de lo más natural…
«¡Claro!», dijo como dándolo por hecho, y se sonrió. Recuerdo como si fuera ahora su delgada y cálida mano en la mía, y sus ojos, cansados pero risueños y consoladores, sobre los míos. «No pasa nada, todo está bien», me decían…
Llegaron a las dos o las tres de la madrugada del lunes. Los recogí en la calle. Si hacía frío, no lo sé. Nos colamos en el hospital y recorrimos tristes pasillos, apenas iluminados, con una íntima urgencia, hasta que al fin llegamos a la habitación… Recuerdo que Nacho se arrodilló ante ella y lloró. Lloró todo su dolor, lloró su agradecimiento. Y Marta le habló, y le pidió… Habló al alma entera, al alma viva y generosa de mi hermana. Y sé que ella los escuchaba y los consolaba en lo profundo. Era el día de san Tadeo Liu, santo y mártir de China. Quien tenga oídos para oír, que oiga.3
3 San Tadeo Liu (1773-1823), presbítero y mártir de China. Casualmente, en la ciudad de la que venían, se conserva una reliquia suya.
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VI
Tres mujeres y una cruz (1)
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena.
Juan 19, 25
A mis ojos, estos acontecimientos que os relato revelaron la determinación y la fortaleza
—ellas dirían que prestadas— de tres grandes mujeres. Ya vengo hablando de una de ellas, mi hermana. La otra mujer fuerte de esta historia demostró también un coraje y una lucidez extraordinarias. Y, aunque ella no querría aparecer en este relato, la menciono porque su saber entender y hacer, la fuerza de su íntimo convencimiento fueron transcendentales en la forma en que pudimos vivir estos acontecimientos. Y además porque como madre, como priora, trae al sentido de esta narración algo que resulta fundamental para entenderla: la patencia de esa unidad amorosa que constituía esta comunidad de hermanitas contemplativas; una intimidad en la que, por otra parte, también nosotros nos sentimos abrigados.
El domingo habíamos aparecido alarmados en el hospital por la supuesta inminencia de la muerte de Luz María. Recuerdo el apresurado recorrido desde la casa en la que dormíamos, apenas unos cientos de metros que me parecieron interminables, como los pasillos excesivos de aquel hospital antiguo. No me sentía preparado. El pulso en las sienes. Todo parecía más rápido de lo que mi alma podía acompasar. Recuerdo llevar aquella agitación a la habitación de mi hermana. Y recuerdo que, de repente, se transformó en calma. Fue como un golpe de luz, un golpe hondo y amable, que transfiguró todos mis sentimientos…
La escena era sobrecogedora. La luz entraba por la ventana sin apartar los ligeros visillos; entraba generosa desde aquel cielo del sur, en aquella luminosa mañana de domingo. Todos hicimos corro alrededor de la cama de mi hermana. A su lado estaba la hermanita priora, sentada junto a ella, reclinada sobre ella con una biblia abierta en la mano. Le leía dulcemente, casi en un susurro, versículos que hablaban de esperanzas y promesas, de encuentro con el Padre, de vida eterna… Mientras, acariciaba su frente con los dedos, como si con ese gesto quisiera acompasar el amable sentido de aquellas palabras que habría elegido cuidadosamente para ayudar a mi hermana al definitivo desprendimiento.4
La escena me pareció luminosa —me atrevería a decir que a todos nos pareció así— pero no por la luz que venía de fuera, sino por esa otra más intensa que irradiaba la belleza de aquellas dos almas entrelazadas: la de una madre que consolaba y la de una hija que adormecida escuchaba —estoy seguro— mientras se desprendía de lo poco que todavía le quedaba.
4 Era la Oración de Jesús del evangelio de S. Juan. La transponía amablemente para hacerla oración de mi hermana Luz María.
Viendo allí a la hermanita priora, mientras leía aquellas sagradas palabras al alma abierta de par en par de mi hermana, todos nos sentimos aliviados. Yo pensé, tengo que decirlo, que también querría una muerte así, querría morir como moría mi hermana. Acariciada por la voz de su madre, por la palabra de Dios; segura de su destino, mecida por el sentido profundo de lo que había sido su vida…. Eso sentí, me cuesta decirlo: una especie de consoladora envidia.
El relato de esta escena —elegida entre otras— quiere ser también una expresión de nuestro profundo agradecimiento. Esta hermanita —tan poco cosa, en apariencia— gestionó, sostenida por una serenidad y una fuerza que parecían transcenderle, toda la enfermedad y los últimos momentos de la vida de mi hermana, la conmoción de su familia monástica y el dolor de su familia natural. Sabia y amorosamente, supo entrecruzar tan delicados hilos para urdir la trama que, sin duda, le había dictado el Cielo. Queda en nuestro corazón.
VII
Tres mujeres y una cruz (2)
Un gran señal apareció en el cielo, una mujer vestida de sol con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas. Está encinta y grita
con los dolores de dar a luz
Apocalipsis 12, 1
La tercera mujer fuerte de esta historia es, sin duda, mi madre. Durante todos estos acontecimientos, desde el momento en que mi hermana nos contó, sin suavizarlo, que se moría, mi madre mantuvo una serenidad que nos impresionó a todos. Iba a decir que nos sorprendió a todos, pero esto no sería realmente cierto. Esta mujer, de aspecto distraído, nos tenía acostumbrados a su lucidez y firmeza en las situaciones difíciles.
Yo, que vivo con ella, doy fe de que esta serenidad extraordinaria que mostró en público, la mantuvo también en la intimidad. Estuve especialmente atento durante este tiempo temiendo que se derrumbara. Nada de esto. No lo hizo durante la enfermedad de Luz María, no lo hizo cuando su muerte, ni tampoco después en el tiempo de duelo. Guardó la calma y, no solo eso, supo también, sabiamente, mantenerse en un segundo plano –– como lo hizo su venerada Virgen María—, aceptar con humilde obediencia el gobierno de los acontecimientos por parte de las hermanitas.
La situación no era al uso. Mi hermana era monja contemplativa. No podíamos bajar a estar con ella, a acompañarla en sus últimas semanas de vida, sencillamente porque vivía en clausura. Había sido su elección. Y ningún asomo de rebeldía por nuestra parte, ningún amago de querer imponer nuestro derecho de parentesco podía ni debía cambiar esto.
Mi madre se mantuvo serena durante la terrible enfermedad de su hija. En muy pocas ocasiones la vi, ya en casa, echar unas lágrimas o hacer pucheros. Enseguida se recomponía. Como si una fuerza misteriosa le susurrara palabras de consuelo. Su hija se iba al Cielo. Así lo vivía ella de verdad, con el convencimiento sin fisuras de que era la voluntad de Dios. Igual mantuvo la calma en el hospital. Igual después de su muerte para asombro de extraños.
Recuerdo una situación, ante la visita a casa de unos familiares, los días inmediatamente siguientes. Muy amablemente vinieron a darnos el pésame. Pero enseguida se les notó cierto desconcierto. No encontraron en mi madre el desconsuelo que, naturalmente, cabía esperar. Una chica, prima en algún grado, —era jovencita en su descargo— llegó a decir que «bueno, claro, no es lo mismo que se te muera una hija con la que vives que una hija con la que no tienes un roce cotidiano…». La pobre, torpemente, trataba de encontrar justificación a lo que era incapaz de entender… La interrumpí un poco abruptamente, tengo que reconocerlo. Pero recuerdo que me llamó la atención la calma con que lo tomó mi madre. En todas estas situaciones mantenía, ¿cómo diría yo sin traicionar a la verdad?, una especie de orgullosa prestancia, un cierto aire, no presuntuoso, sino más bien recogido de fortaleza moral. No sé si logro explicarme. En su
serenidad insólita se revelaba una íntima complacencia en estar al resguardo del dolor; en sus callados gestos, que esa fuerza que irradiaba no era suya sino que le venía de lo alto. Así, su sorprendente calma, se convertía en un lacónico testimonio de su fe, de su absoluta confianza en que su vida se sostenía en algo muy grande y muy verdadero.
Pero el testimonio más sorprendente que tenía que dar mi madre, todavía no lo he contado.
Era la tarde del domingo5. Habíamos pasado todo el día cantando alrededor de la cama de Luz María, leyéndole salmos con las hermanitas que estaban allí, que estuvieron todo el rato al cuidado de mi hermana, sin dormir apenas, desplazadas del recogido mundo que habían elegido, zarandeadas por el sufrimiento de su hermanita desahuciada; pero siempre sonrientes, siempre atentas a ella, siempre atentas a nosotros… como ángeles. Ni una queja, ni un mal gesto, ninguna impaciencia por nuestros justificables nervios de a veces… Vocación de amor convertida en hechos.
Mi hermana dormitaba sedada, pero se resistía a morir, como ya he contado. Le quedaba por cumplir una promesa.
Fue aquella tarde de domingo cuando, cordialmente, se presentó a visitarnos el obispo de Cádiz en el hospital. Nos propuso que rezáramos vísperas.
Recuerdo a mi madre sentada junto a la cabecera de la cama de mi hermana, en uno de esos sillones bajos de hospital que la hacían parecer aún más pequeña, sujetando con empeño la mano inerte de su hija. En un momento de la celebración, el obispo le preguntó delicadamente si quería decir algo… ¡Ay, preguntar esto a una madre junto a su hija moribunda…! He visto a madres destrozadas por la rabia, a madres preguntarse por qué su hija siendo tan buena, madres que reprochaban a Dios por qué no se las llevó a ellas, a madres preguntando al cielo qué habían hecho para merecer tanto castigo… Y me pareció natural: una madre no debería ver, de ningún modo, morir a sus hijos… «¿Quieres decir algo?», se arriesgó a preguntar el obispo a mi madre… Y aunque siempre se ha tenido a sí por poca cosa, en estas situaciones que a cualquiera nos bloquearían, aparece un mujer grande, una mujer capaz de decir justo lo que quiere decir. No heredé yo esto de ella. Y así, sin mediar pensamiento, sin decidirlo, como si fuera lo profundo y verdadero de su alma lo que hablaba, va y dice: «Quiero dar gracias a Dios… por haberme dado a esta hija… durante 53 años».
«¡Quiero dar gracias a Dios!»… ¿Qué se puede decir?… Otra vez, lo mejor sería callarse. Lo mejor sería, otra vez, el silencio que nos permitiera aproximarnos al misterio de esto que sucedía allí, delante de nuestros ojos, como un cercano milagro: mi madre, igual que el día antes había hecho su hija, ¡daba gracias a Dios! Y le quito al párrafo referido a mi hermana sus palabras y sus sentidos, porque del mismo modo, con el mismo Espíritu, las palabras de mi madre «no fueron de lamento, no fueron una queja, ni un deseo, ni una protesta, ni un grito….». Mi madre, junto a su hija que se moría, daba gracias a Dios.
5 Mi madre dice que fue el sábado, durante la Eucaristía. Yo creo que Luz María estaba ya definitivamente dormida; que fue, pues, el domingo por la tarde. Va, no cambia en nada el sentido de lo que quiero contaros.
VIII
Tres mujeres y una cruz (3): la cruz
La cruz gloriosa del Señor resucitado es el árbol de la salvación.
Canto neocatecumenal
Me permito esta digresión, dirigida especialmente a los creyentes entre los que leen esto
—los demás podrían, simplemente, obviarlo sin menoscabo del sentido general—, porque me parece que presenta aspectos de mi experiencia frente a la muerte de mi hermana cruciales para mi conversión que, sin embargo, pueden parecer muy extraños para los «no creyentes»6.
El impacto de la experiencia de la muerte de mi hermana, esa vivencia compartida, esencialmente comunitaria pero también, y sobre todo, íntima abrió mi corazón a la comprensión de algunos misterios teológicos que hasta entonces me habían sido vedados y que quiero, muy brevemente, presentaros aquí7.
Fue en el Gran Silencio monástico de las Batuecas donde empezó a ocurrir lo que quiero contaros. Meses después del fallecimiento de Luz María, en la Semana Santa posterior, se me reveló —si se me permite decirlo así— un sentido más profundo del significado teológico de esa escena, supuesta naturalmente, de la Virgen con su hijo en brazos tras el Descendimiento…
Había estado varias veces en la basílica de San Pedro en Roma, y la bella escultura —que solo ahora me parece sublime— de La Piedad de Miguel Ángel había permanecido muda. Claro está: el profundo misterio que quiere representar es «invisible a los ojos», como todo lo esencial.
Pero mira tú que, años después —como si hubiera permanecido latente como semilla en tierra seca—, habría de sobrevenirme la imagen de esta representación magnífica de
6 Si puede hablarse en estos términos. Porque, como decía Ratzinger en Introducción al Cristianismo — parafraseo—: todos somos creyentes, unos creemos que Dios existe y otros creen que no… El espacio de lo humano es la creencia, no me cabe duda.
7 Exagero literariamente cuando ligo los términos «comprensión» y «misterio», sencillamente porque los misterios no se comprenden, más bien «nos comprenden». (Gabriel Marcel, en El misterio del ser, lo explica mucho mejor de lo que yo voy a poder hacerlo. Sea dicho). Al contrario que pasa con los simples
«problemas», no los solucionamos, no se resuelven sino que, si se me permite, nos disuelven, es decir que no podemos agotarlos. Con el misterio —esta es mi experiencia— es más un dejarte ver que un verlos propiamente. Mientras que el problema se esclarece de pronto y definitivamente, el misterio puede ser, si estás atento, si estás abierto, una fuente continua e inagotable de revelaciones… En definitiva, el misterio es como un agujero negro: no puede verse hasta que te engulle.
Me gusta esta idea de «ser engullido» por el misterio. Es solo metáfora, claro está: al fin y al cabo estamos en el terreno de lo inefable, es decir, más allá de las palabras que delimitan lo que podemos comprender. Por eso el ámbito propio del misterio, su medio natural es, sin duda, el silencio.
Miguel Ángel. Fue en medio de los ritos que reavivan —dicho literalmente— aquellos arcanos acontecimientos de la Pascua de Jesús, en aquel antiguo monasterio carmelita. Vi nítida la imagen de María, la doliente y serena generosidad en su rostro entregando a su Hijo al Padre. Se me figuró, de pronto, ese amor que transciende nuestra animalidad, la resistente biología que nos subyace; ese amor que nos permite, incluso, superar la humanidad que se resiste a encajar esa pérdida que habría de matarnos… Y pude «ver», y esto es lo que quiero contaros, porque sobre la evocación de aquella imagen sublime de Miguel Angel que se me venía, sobre aquella conmovedora escena teológica que representa, se sobreponía en mi corazón, como un calco preciso, esa otra imagen de mi madre dando gracias a Dios, acurrucada aquella tarde en el amor de su hija que se moría… Allí, en el silencio de aquel santo monasterio, se me regaló esta visión sobrecogedora, se me mostró la naturaleza y el poder de ese amor confiado que permite a una madre entregar más que la vida: la vida de una hija.
La cruz misma se llenó esa tarde de un sentido nuevo, inusitado, que me removió en lo profundo en aquel silencio del monasterio del Carmelo. Cuando entonces la miraba, cuando desde entonces la miro, puedo decir, veo —en el sentido bíblico del término— la generosidad extrema de Jesús dando su vida para salvar a mi hermana… Y esa sencilla revelación suscita en mí, desde entonces, una extraordinaria sensación de agradecimiento, un agradecimiento desconocido hasta ahora, profundo y conmovedor que me sosiega.
También vi, y desde entonces veo, clavada en ella a mi hermana. No la veo perdiendo su vida, la veo entregándola —un poco también por mí— con la cara iluminada por la luz del Cielo que en ella se complace. Muriéndose, pero con sus generosos brazos abiertos otra vez de par en par como cuando se consagraron. Veo su «hágase» y a través de él, esa Verdad que salva de la muerte.
IX
La espera en el templo
Oí una voz del cielo, que decía: "Escribe:
¡Bienaventurados los muertos, los que mueren en el Señor! Sí, dice el Espíritu, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan".
Apocalipsis 14,13
«Se lo he dado todo a Dios»… Aquellas palabras, que mi hermana nos había dicho unas pocas semanas antes, resonaban en mi cabeza viéndola allí, al final de esa gran nave barroca, sobre aquella sencilla tabla de madera. La habían colocado en el antepresbiterio, más allá de los magníficos sitiales renacentistas del coro de los padres, casi a los pies del retablo cuya exuberancia parecía dispuesta para subrayar la delicada sencillez de mi hermana, allí, ataviada con su humilde hábito de invierno que parecía más blanco aquella tarde, casi radiante, como si estuviera «vestida de sol»; con las manos cruzadas sobre su cuerpo, sujetando todas sus posesiones: un rosario de tela y cuentas de madera que ella misma se habría hecho. Se lo había dado todo a Dios.
Con la fuerza de su silencio y su pobreza, con las armas de su renuncia, se había enfrentado a la muerte, y había salido victoriosa. Ahora, tendida cara al cielo, con aquellos brazos cruzados sobre sí, me sobrevino la imagen de tiempo atrás, cuando esos mismos brazos se abrieron contra el suelo, como una cruz, en su consagración. Entonces invocaba la ayuda de todos los santos. Ahora parecía decirnos que su ofrenda había sido cumplida. Aquellos brazos, abiertos en cruz desde entonces, se plegaban ahora sobre sí como sello de su vaciamiento, de su callada y definitiva entrega. San Juan de la Cruz escribía: «Y yo le di de hecho / a mí, sin dejar cosa», y mi hermana vivía consumados esos versos con su muerte. Aquella simple tabla de pino era el carro de su victoria. Aquellos salmos, recitados amorosamente por sus hermanas, eran las trompetas de su triunfo.
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía, ni yo miraba otra cosa,
sin otra luz y guía,
sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía, a donde me esperaba
quien yo bien sabía
en parte donde nadie parecía.
¡Oh noche que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste, Amado con amada,
amada en el Amado transformada!
Las hermanitas se turnaron junto a ella, cantilándole salmos durante todo aquel día. Había muerto a media mañana, como para no molestar, el lunes 30 de noviembre, cumpleaños de David, su querido sobrino. La habían llevado a «su casa» y puesto, delicadamente, entre flores y luminarias, sobre aquella humilde tabla al final del imponente templo.
Era espacio de clausura pero las hermanitas, sonrientes, venían a nosotros de cuando en cuando, te susurraban al oído si querías acercarte y te llevaban de la mano hasta donde estaba ella. Descansaba tranquila, con «la casa sosegada». Parecía sonreír, como si quisiera revelarnos un arcano secreto, como si quisiera aliviar nuestro dolor con la fuerza amable y tranquila que irradiaba su cuerpo yacente.
Nos impresionó la delicadeza, la devoción con la que se acercaban las hermanitas a ella. Se arrodillaban a su lado, le hablaban, se reclinaban sobre su cuerpo, le cogían con mimo las manos… como si quisieran todavía despedirse del alma que se desprendía poco a poco del cuerpo exánime de Luz María.
Y así, custodiada por nuestros recuerdos, por los sagrados iconos, por la humilde luz de las flores que parecían ahora querer devolverle el cuidado que habían recibido de ella, descansaba su pequeñez, y pasaba la noche, y pasaba la mañana. Y, mecida por la voz ininterrumpida de aquellos salmos que tantas veces había meditado, le llegó la tarde de su «encielamiento».
Esta foto apareció en Hermano Papel en junio del 93, por voluntad de su querido Padre Pacífico.
X
El encielamiento
Ya entra la princesa, bellísima, vestida de perlas y brocado; la llevan ante el rey, con séquito de vírgenes, la siguen sus compañeras: la traen entre alegría y algazaras, van entrando en el palacio real.
Salmo 44
La liturgia del «encielamiento», como la llamaron las hermanas, y la inhumación, fueron ceremonias llenas de sentido que nos ayudaron a aliviar nuestro duelo. Fueron extraordinarias no solo para nosotros. Mis antiguos compañeros del Instituto que se desplazaron hasta allí, muchos de ellos descreídos, coincidieron sin embargo en decirme que «la ceremonia había sido conmovedora», o que «no habían asistido jamás a un entierro tan emotivo», o que «les había parecido algo precioso», así, literalmente… Y era un funeral. En realidad, tengo que decir sin alegrarme, que he asistido a bodas más tristes que aquel funeral de mi hermana.
Allí no hubo lágrimas, y si las hubo, no fueron en absoluto protagonistas, ni fueron de desconsuelo sino, y puede costar creerlo, de una emoción gozosa, de una extraña alegría… Así vi llorar al obispo a mi lado cuando, durante la inhumación, cantábamos La Cruz Gloriosa. Me miró sin escrúpulo entre sus lágrimas y con la voz quebrada me dijo:
«¡Lo que se pierden los que no creen!». Aquella ceremonia no fue un funeral al uso: las sonrisas de las hermanitas, sus miradas cómplices y confiadas, los cantos de esperanza y agradecimiento, las palabras que hablaban de vida eterna, de una promesa que parecía cumplirse, que parecía realizarse allí mismo, delante de nosotros, como en un íntimo y amable milagro.
Todo aquello rezumaba autenticidad. La verdad parecía emanar de todas las cosas, como si un nimbo de luz las envolviera; se presentía en todos aquellos signos que dispusieron sabia y cuidadosamente las hermanitas: los venerables iconos y las preciosas imágenes de madera que solían avivar el templo, las velas y las flores que iluminaban en derredor el cuerpo dignísimo de mi hermana, y el altar donde se ofrecería el sacrificio. Todo hablaba sencillamente, sin alardes, de verdad, como si el misterio hubiera decidido hacerse palpable.
La iglesia rebosaba de gente, cosa que sería sorprendente si no conocieras a mi hermana: era monja contemplativa y llevaba solo unos pocos años en aquel monasterio. Pero es que a Luz María era fácil quererla —y sé que se os escapa una sonrisa de asentimiento. Apenas necesitabas un gesto suyo de consuelo, una mirada de sus ojos iluminados, sus manos dándote la paz en medio de la Eucaristía…. Y hablo también de experiencias, en las que no me detengo por escrúpulo, de personas que han venido a contarme luego, emocionadas, agradecidas, o transformadas en algunos casos… A mi hermana era fácil quererla.
De este modo, aquel templo barroco, aquel martes frío del final de noviembre, rebosaba de gente. Llenaban la entrada de los visitantes, antes de la enorme reja, llenaban el coro de legos, los bancos, las sillas auxiliares y los antiguos sitiales que lo flanqueaban; y ocuparon, tras el muro de entrecoros —espacio que habitualmente era de clausura—, el coro de los padres, ocuparon las sillas —que habían colocado las hermanas— y algunos, pocos, se atrevieron a sentarse en sus labradísimos sitiales de madera noble que llegaban hasta el antepresbiterio donde presidía, humildemente, el imponente silencio del cuerpo yacente de mi hermana, que parecía allí iluminado desde dentro por la verdad, la bondad y la belleza que había encarnado.
Y transcurrió aquella hermosa eucaristía como una fiesta, la que anunciaba un
«encielamiento», entre cantos y palabras esperanzadas.
Me impresionó luego cómo tanta gente desfiló para acercarse a despedir a Luz María. Se veía en sus caras el signo del amor que había sembrado en ellos. Algunos nos saludaban, besaban a mi madre… los que la conocían, porque otros la buscaban, como ya os dije, sin encontrarla… ¿Dónde estará la desconsolada madre?… Allí no, desde luego. Allí no había ningún desconsuelo. Solo la paz, la serenidad que irradiaba el cuerpo transparente de mi hermana.
XI
El descendimiento
Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto.
Juan 12, 24
Y embriagados por la belleza y la verdad de aquella ceremonia, todos nos dispusimos a seguir a las hermanitas que levantaron el cuerpo de Luz María sobre aquella tabla de madera blanca. Procesionamos tras sus delicados cantos con las velitas encendidas, trazando un mistérico camino de luces temblorosas a través del claustro menor, que pisábamos por primera vez. Luego cruzamos el magnífico claustro mayor. La casi total oscuridad permitía solo intuir su belleza pero, por otra parte, le daba un aire de solemnidad y misterio que parecía dispuesto para mostrar su acuerdo y su respeto a ese último paso de mi querida hermana. Toda la exuberante hermosura de aquel claustro parecía ahora justificada.
Y por fin salimos al jardín de clausura. Dejamos a nuestra izquierda las anónimas cruces blancas, subrayadas por la oscuridad, que señalaban el lugar donde descansaban antiguos monjes cartujos y sus antiguas y recogidas pasiones. Y llegamos al sitio donde mi hermana había dispuesto su sepultura… «Hay que cortar este seto… aquí estaría muy bien»… Nos lo contaron luego las hermanitas. Mi hermana, con la naturalidad de quien prepara un viaje tranquilo a un puerto seguro, lo había organizado todo durante su enfermedad8: «Quiero que me canten —David da fe de que lo dijo delante de él poco antes de morir— el Ave María rociera9, en la iglesia y luego junto a mi tumba». Y así se haría.
Bendita naturalidad, bendito modo de tratar a la muerte.
Perdonadme que me desvíe en este punto y me detenga un momento en esto, porque ronda la esencia de lo que quiero contar en este relato.
Dicen que los monjes cartujos tenían siempre en sus celdas una calavera. Los budistas también meditan recurrentemente sobre la muerte. Bendita sabiduría que ya presentían los griegos clásicos, saber soteriológico, saber que nos salva… Meditatio mortis, que decían los grandes maestros medievales. Todavía Montaigne en el s. XVI dice que filosofar es «aprender a morir». Bendita la sabiduría que nos permite morir en paz. Malsana cultura la nuestra que por el contrario oculta la muerte… La única puerta por la que pasaremos, con total seguridad, todos los vivos.
Cultura es la forma en que una comunidad histórica ve el mundo y se apaña con él. Y por ello, claro está, todas las culturas han tenido una manera de apañarse con la muerte. Solo la nuestra, me atrevo a decir, la que resultó de una Ilustración mal entendida, la que dio a luz al materialismo y al fisicalismo ingenuos del XIX al XX, es incapaz de encajar la muerte. Y es porque, desde sus groseras premisas, la muerte significa la pérdida de todo. Y eso no hay quien lo encaje.
8 Me cuenta Marta que cuando hablaron por teléfono con ella les había dicho así, sin más, que no tenía miedo, que era como «cambiar de monasterio».
9 Se refería al Ave María de Schubert en clave flamenca, que ya les había cantado un amigo de la comunidad. Había ido a verla al hospital. Allí mismo se lo pidió… Se moría, pero disponía «la fiesta de su pascua».
Decía un reputado maestro que la próxima revolución, la que estaba por venir después de todas las precedentes: la industrial, la comunista, la sexual, la cibernética…, era la revolución espiritual. Y estoy de acuerdo. A mi parecer, solo una tal revolución puede salvar el mundo10.
Pido otra vez disculpas por bordear el relato. Antes de continuar donde lo dejé, quisiera ilustrar lo que digo con una experiencia que tuve no hace mucho, y que iba a ser, me atrevo a decir, reveladora.
Se trata del recuerdo claro y transcendente de una tarde noche en que, mi madre y yo, fuimos a visitar a mis tíos de Arroyo. Empujamos el portón que se abría de dos veces y nos colamos en la casa con aquél «¡Ave María!». Aparecías en una entrada relativamente amplia que invitaba a un pasillo de granito bien largo, de más de diez metros, por el que recordaba pasaban hace tiempo los mulos para ir a las cuadras. Me venían a la memoria, como si fuera entonces, las pisadas metálicas y definitivas de las bestias sobre la piedra. Recordaba también a las mujeres arrodilladas, cepillo recio en mano, frotando con sosa aquella antigua y noble cantería hasta sacarle los brillos al cuarzo. Vi llegar otra vez a mi tío delante de sus mulas, con sus serones cargados de sandías, con el brío y la franqueza recia de la gente de campo, el trajín de sacos de cereales, mi tía avivando la cocina… Olía a lumbre, a campo, a matanza, a trabajo… Aquella casa había estado llena de fuerza y de vida.
Sobre esto, que estaba entrañablemente grabado en mi alma infantil, tenía ahora que sobreponer la escena que quiero describiros. Decía que nos colamos, mi madre y yo, en aquella antigua casa de muros increíbles. Aquel largo pasillo atraía la mirada y los pasos. A su final, una luz mortecina que caía de una triste bombilla. Y a su triste amparo, en una pequeña camilla que justificaba un brasero eléctrico, mi tío y mi tía deprimidos, enfermos… Mi tía que si el azúcar y ya casi ciega; mi tío enjuto, sin luz en los ojos, apenas puede mover las piernas… ¡con lo que había sido! La escena me pareció sombría: parecían estar esperando la muerte. ¡Con lo que habían sido!
Aquel día, bajo la luz taciturna de aquella bombilla, en aquel saloncito robado al patio, que parecía tristemente sacado de otro tiempo, vi a mis tíos apagándose de pena…, vi la enfermedad, la depresión, vi la muerte esperando su turno… No puede ser, pensé. La vida no puede ser esto. Una película que acaba mal. Una mala película, de esas que evitamos. No puede ser… Aquella patética escena me removió definitivamente; fue para mí como una revelación que me acompaña desde entonces.11
Pero sigamos con mi hermana. Os hablaba de todo esto a propósito de la inusual naturalidad con que gestionó su propia muerte. Y es que su historia no corre con la decadencia de los tiempos, no es la historia de una negación ni tampoco, ¿cómo lo diría?, a pesar de la enfermedad, el dolor y la muerte, es una historia que acabe mal. Así de sencillo.
Al fin llegamos al lugar donde, como digo, mi hermana había dispuesto que debía ser inhumada. Las hermanitas colocaron aquella tabla que sostenía su cuerpo entre dos tablones encima de la profunda fosa. Nos pusimos todos alrededor. Y, mientras cantábamos, cubrieron con un leve velo la cara de Luz María y empezaron a descolgarla con tres gruesas cuerdas. Recuerdo mi corazón en un puño. Un ángel cuidaba de que todo saliera bien. Era solo su cuerpo, pero representaba lo palpable, lo sensible de todo aquello que estábamos viviendo. Y todo salió bien. Aquellas seis hermanitas habían bajado lentamente el cuerpo de Luz María a aquel fondo imponente y oscuro que representaba las entrañas de la tierra.
10 Yo diría que san Juan Pablo II se refiere a esto mismo cuando, en Madrid, en Cuatro Vientos (2003) invita a los jóvenes a «formar parte de la nueva Europa espiritual».
11 Por justicia con ellos, tengo que decir que están ahora mucho mejor, en un lugar más luminoso al amable amparo de sus hijos.
Y empezamos a cubrirla. La tierra sobre su cuerpo, al modo cartujo. No digo que no nos impresionara, porque ninguno habíamos vivido algo semejante, pero, finalmente, nos ayudó a entender en lo profundo que mi hermana no estaba allí. Que aquel cuerpo que dejábamos bajo la tierra, a la espera de su resurrección, solo era una huella del paso que la imprimió, solo las cenizas del fuego que había sido, solo el rastro mortal de un alma que no había de morir, que transcendía, en este acto, espacio y tiempo para llenar todo, para estar finalmente no allí, sino en todas partes… Pero eso es otra historia que tengo que contar.
Cantamos y cantamos mientras la cubríamos de tierra. La Cruz Gloriosa, canto de las Comunidades Neocatecumenales, que en su día la habían rescatado de sus pequeñas muertes y la habían ayudado a descubrir su vocación. Veo a mi hermano Nacho con la guitarra cantando a voz en grito. Veo el corro emocionado… Y cantaron, cómo no, la Salve con la voz desgarrada del flamenco por segunda vez, como ella dispuso; un guiño también a aquella tierra de Andalucía que la había acogido tan amablemente en esos últimos años de su vida. Cantábamos que la muerte está vencida. Y fue como una fiesta de sonrisas y abrazos. La médica que la atendió apretaba mi mano sin conocerme. El obispo grandullón lloraba y me recordaba el privilegio de aquella experiencia. Cantábamos y sonreíamos extasiados la muerte de mi hermana, porque no era una muerte sino el tránsito a la verdadera vida, a la vida eterna.
Luego, cuando mi hermana estaba ya cubierta por la tierra de la que provenía, se clavó una cruz. Una cruz blanca, cartuja, sin nombre. Así de sencillo. Así de profundo.
Y sobre la tierra reciente de su tumba, plantamos todas las velas con las que habíamos iluminado la escena. Sus llamas vivas y parpadeantes anunciaban que el alma grande de mi hermana ascendía al Cielo del que provenía, al Cielo que la esperaba, al Cielo para el que había vivido.
r
XII
Mi hermana está en todas partes
A ti te mando: "Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautiva en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creada a mi semejanza".
De una antigua homilía sobre el grande y santo sábado. Libro de las horas.
Entre las cosas que tenía mi hermana en su mesilla, encontraron este texto que os pongo al final. Lo incluyo aquí porque creo que expresa muy sencillamente lo que, de verdad, hemos sentido después de su muerte. No es, pues, una idea. Es una vivencia. Me refiero a las experiencias que tuvimos cuando volvimos al monasterio —como lo hacíamos cada año—. Mi madre fue la primera en decir, sin sorpresa, que no notaba la ausencia de Luz María, que no echaba de menos a su hija: le parecía verla, sentirla en cada una de las hermanitas; que tenía la sensación clara de su presencia. Es verdad, todos la teníamos. Las hermanas nos dijeron, también, que sentían esa presencia de modo rotundo y definitivo.
Al lado de su tumba habían puesto la estatua de San José. Eso porque mi hermana decía antes de morir: «vosotros pedidme a mí que yo se lo pido a san José». Era un santo muy querido para ella. Por eso le gustaría que os contara mi historia con él…
Volví al monasterio donde estaba mi hermana el verano del 93 después de mi primer año de profesor interino en Guareña. Aquel lugar santo ejercía una atracción misteriosa sobre mí que me llevaba una y otra vez hasta allí, como a un peregrino incumplido, a pesar de mi agnosticismo, a pesar de la distancia.
Bueno, pues estando allí, como digo, después de mi primera experiencia como profesor de filosofía, Luz María, por encargo de la hermanita priora, me propuso —es una forma de hablar porque a mi hermana no podías negarle nada— participar en la procesión que organizaban. «¡Una procesión con las hermanitas! ¡Trágame tierra!», pensé. Y se trataba, precisamente, de enterrar medallitas de la Virgen en el huerto, en el espacio en el que querían construir las ermitas su futuro monasterio.
Y allí me pusieron a mí, abriendo aquella Santa Compaña. La hermanita priora —sin duda un ángel en mi vida— me plantó un pesado icono de san José. Me encantaría verme la cara. Mi hermana, por su parte, se acercó a mí, y con segura complicidad me susurró:
«Aprovecha y pídele que te dé trabajo, tonto»… Vale, pensé, ¿qué puedo perder? Y heme aquí que, sin ningún pudor, Javi, el profesor agnóstico de filosofía, sosteniendo aquella sagrada tabla —bien que notaba su presencia— le dije a san José que me diera «un añito más de trabajo»… Y transcurría aquella santa procesión. Yo allí, empujado por sus hermosos cantos, abriendo la amable comitiva… ¡Qué vergüenza, allí delante de todas las hermanitas, procesionando por el huerto! La hermana priora me instigaba de vez en cuando y me decía sin palabras: «¡Arriba, arriba el icono!», y es que pesaba, pesaba mucho.
Cuando desde allí fui a Salamanca me enteré de que había aprobado las oposiciones. San José no me había hecho caso. Se excedió, sencillamente.
Como decía, era un santo muy querido de mi hermana. Y, aunque para mí todavía es difícil de entender, se comprenderá que no puedo menos que tenerle respeto y un cariño reverente; así que, cuando fuimos el siguiente verano a visitar su tumba y nos lo encontramos junto a ella, me evocó antiguas complicidades. «Vosotras pedidme a mí, que yo se lo pido a san José». Junto a la imagen, un tarro de cristal lleno de papelitos, deseos y súplicas de las hermanitas.
Mi hermana seguía allí, en aquel monasterio12. Mejor, mi hermana parecía estar en todos sitios. Esa es la verdad. En todas partes. Así lo sentimos desde entonces.
Ahí va el texto del que os hablaba al principio. Lo encontraron, como dije, entre sus cosas después de su muerte.
Empecé a escribir este relato en el silencio del Monasterio de la Cartuja de Jerez en diciembre de 2017, al oído de mi hermana. Lo acabé en Navas del Madroño, en abril de
12 Según nos dijo el obispo, no solo estaba sino que como primera hermanita que fallecía en él era, propiamente, "la fundadora"… A ella le abrumaría tanta distinción.
2018, acogido por el amable silencio de las hermanitas franciscanas de la Comunidad de Nuestra Señora Virgen de Guadalupe. Al Cielo, que la vida de estas mujeres me abrió, le debemos esto…
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EXCURSUS
[Esto fue lo primero que escribí. Lo hice al tercer día de su muerte. Lo escribí para mí… Lo pongo aquí porque creo que, en su insegura discontinuidad, refleja la vorágine de emociones e ideas que sembró la muerte de mi hermana en mi corazón. Es la experiencia del cenáculo transcrita en tiempos y espacios a mi propia vivencia, y la simiente que luego se convirtió en este relato].
Mi hermana ha muerto. Tenía poquito más de cincuenta años. Era monja contemplativa. Cuando acabó Psicología en la Universidad de Salamanca ingresó en una orden religiosa. Qué absurdo. Yo era ateo. Lo era desde los dieciséis años: Dios es una creación del hombre y no al revés. Luego conocí a Feuerbach. Vaya, dije, qué listo soy.
Todavía hoy me asaltan dudas sobre si Dios existe, pero, qué mala suerte, esto sí lo sé con certeza: la muerte sí, vaya que sí. Se ha empeñado en recordármelo… Hace tres años se muere uno de mis amigos de infancia, luego mi primo —a los meses— y, después, poco después, un alumno de dieciocho años. Por esas fechas murió una compañera del Instituto mientras daba a luz a su hijo. También por entonces muere una mujer muy querida y, al poco, su padre que me trató siempre muy bien… Hablo de un periodo de dos años, o poco más… La muerte sí existe. Vaya que existe. Se me presentó a bocajarro.
Nietzsche construye toda su filosofía sobre la intuición profunda de que al ser humano le ha sido imposible encajar la muerte en sus balbucientes intentos de explicarlo todo. Qué lúcido Nietzsche. Y qué triste. Así habla del ser humano —o sea, de sí mismo— como del animal más desgraciado que existe.
La muerte, como el amor, no puede explicarse. O se experimenta o se escapa entre las palabras como peces en una red de mallas excesivas.
Mi hermana se quedó al fin dormida. Habló hasta entonces con nosotros de la inmortalidad, del Cielo que le esperaba, de la felicidad de «volver a casa», decía… Sus hermanitas la pusieron en medio del magnífico templo. Sobre una simple tabla, con un simple hábito, sosteniendo entre sus dormidas manos su única posesión: un rosario de lana con cuentas de madera que ella misma se habría hecho. Y yo pensaba que con qué poco había librado la inexcusable batalla. Y con qué poco había vencido. ¡Tan pequeña, tan frágil, y envidia de emperadores a los que aterrorizó la muerte!
En 1976, Ingmar Bergman hizo Cara a cara al desnudo. Liv Ullmann interpreta a una hija atormentada. Así lo recuerdo: desde el umbral de la puerta de la habitación de un hospital, contempla la escena; su padre acaricia y susurra a su madre moribunda… Y entonces una
voz en off dice algo así… «Comprendí entonces que el amor lo puede todo, puede incluso con la muerte».
Bohr, uno de los padres de la física cuántica, decía que cuando hablamos de una verdad superficial, su contrario es falso. Pero que cuando lo hacemos de una verdad profunda lo contrario, puede ser también verdadero… ¿Tenía razón Bergman? ¿Tenía razón Nietzsche?
¿Tenía razón Feuerbach? ¿Mi ansiosa alma adolescente? ¿Acaso mi hermana era la que estaba en lo cierto?…
Escribió Montaigne: «Filosofar es prepararse para la muerte»… ¿En qué consiste la sabiduría? ¿Qué ha perdido la racionalidad de occidente? ¿Qué flancos vulnerables ha dejado en nosotros el cientificismo fisicalista? ¿Hemos perdido las referencias, o nos negamos a aceptarlas por incómodas, por brutales?
No sé.
Mi hermana ha muerto. Fue desde siempre una mujer sencilla; nunca se tuvo en valor… Aun así, se achicó hasta no poder más. Kénosis, lo llaman los místicos. A ella, cómo lo llamaran los místicos, le daba igual.
Pero, llegada la hora, ganó la gran batalla. Miró a la muerte a la cara y le sonrió, confiada, tranquila… Y yo vi La Verdad —tal vez me equivoco— en la bondadosa belleza de sus manos vacías.
Cáceres, 3 de diciembre de 2015