Mis experiencias con la teología de la liberación
Gerhard Ludwig Müller
Obispo de Ratisbona
El viernes 28 de noviembre del 2008, la Pontificia Univer-sidad Católica del Perú confirió la distinción de Doctor Honoris Causa a monseñor Gerhard Ludwig Müller, obispo de Ratisbona, Alemania, en reconocimiento a su ejemplar y fecundo aporte al desarrollo de los estudios teológicos con-temporáneos, como es el diálogo de la Iglesia católica con las confesiones ortodoxa y protestante, el rol de la mujer en la vida de la Iglesia, la dignidad de la persona y el pensamiento teológico del papa Benedicto XVI. El discurso de orden estuvo a cargo del Dr. Salomón Lerner, rector emérito de la universidad, profesor del Departamento de Humanidades y presidente ejecutivo del Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la pucp. Reproducimos a continuación el texto del discurso de monseñor Müller luego de recibir el doctorado.
La teología de la liberación está para mí unida al rostro de Gustavo Gutiérrez. En el año 1988 participé, junto con otros teólogos de Alemania y Austria y por invitación del actual director de Misereor, José Sayer, en un curso con esta temática, que tuvo lugar en el ya entonces famoso Instituto Bartolomé de Las Casas. En aquel momento yo llevaba ya dos años enseñando teología dogmática en la universidad Ludwig-Maximilian de Múnich.
Como profesor de teología, me eran naturalmente familiares los textos y los representantes conocidos de este movimiento teológico surgido en Latinoamérica, pero sobre el que se discutía en todo el mundo, sobre todo a raíz de las observaciones, en parte críticas, de la Comisión Internacional de Teólogos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y de las declaraciones, en 1984 y 1986, de la Congregación misma, presidida por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, nuestro actual papa Benedicto XVI.
Lima: seminario sobre la teología de la liberación
Con el seminario, dirigido por Gustavo Gutiérrez, se produjo en mí un giro de la reflexión académica sobre una nueva concepción teológica, basada en la experiencia con los hombres, para quienes había sido desarrollada esa teología. Para mi propio desarrollo teológico ha sido decisiva esta inversión en el enfoque de prioridad de la teoría a la práctica, con base en un proceder a partir de tres pasos: "ver, juzgar y actuar".
Los participantes en ese seminario llegábamos provistos de innumerables conocimientos sobre el origen y el desarrollo de la teología de la liberación, y por eso discutimos ante todo sobre el análisis de la situación, al que se le reprochaba una ingenua cercanía con el marxismo. Nos eran familiares[1] las declaraciones de las conferencias del episcopado latinoamericano de Medellín y Puebla. De ahí el debate de si en esas declaraciones se pretendía hacer del cristianismo una especie de programa político de liberación, en el que, en determinadas circunstancias, se tolerara incluso la violencia revolucionaria contra personas y cosas.
Algunos sospechaban que la teología de la liberación servía para legitimar la violencia terrorista al servicio de la legítima revolución, mientras que otros afirmaban que fue usada como argumento para ese fin. Lo primero que nos enseñó Gustavo fue a comprender que aquí se trata de teología y no de política. En línea con las grandes encíclicas sociales de los papas, también marcó de forma clara la diferencia entre teología de la liberación y ética social católica. Mientras que la ética social se fundamenta en el derecho natural y pretende asegurar las bases de un estado social y justo, apoyándose en los principios de personalidad, subsidiaridad y solidaridad, en el caso de la teología de la liberación se trata de un programa práctico y teórico que pretende comprender el mundo, la historia y la sociedad y transformarlos a la luz de la propia revelación sobrenatural de Dios como salvador y liberador del hombre. Se trata también de cómo se puede hablar de Dios ante el sufrimiento de los pobres, de aquellos que no tienen sustento para sus hijos, derecho a asistencia médica ni acceso a la educación, excluidos de la vida social y cultural, marginados y considerados una carga y una amenaza para el estilo de vida de unos pocos ricos.
Esos pobres no son una masa anónima. Cada uno de ellos tiene un rostro. ¿Cómo puedo yo, como cristiano, sacerdote o laico, en la evangelización o en el trabajo científico-teológico, hablar de Dios y de su Hijo, que se hizo hombre y murió por nosotros en la cruz, dar testimonio de él, sin decirle al pobre concreto, cara a cara, que Dios lo ama y su irrenunciable e innata dignidad tiene su fundamento en Dios? Sólo así se puede hacer concreta la consideración bíblica, en la vida individual y colectiva, de que los derechos humanos tienen su origen en la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios. Esto es lo que ha llevado, precisamente, a construir otro sistema teológico junto al ya existente.
Mi estancia en Perú en 1988 no sólo está ligada al seminario con Gustavo Gutiérrez, en el que vi claramente cuál es el punto de partida teológico de la teología de la liberación, sino también al encuentro vivo con los pobres de los que hemos hablado. Durante algún tiempo vivimos con los moradores de las barriadas pobres de Lima, y después con los campesinos de la parroquia de Diego Irarrázaval junto al lago Titicaca. Desde entonces he estado otras quince veces más en Perú y otros países de Latinoamérica, a veces meses enteros durante las vacaciones semestrales en Alemania. Mi participación en cursillos teológicos, especialmente en los seminarios de Cusco, Lima y Callao, entre otros, estuvo siempre acompañada de largas semanas de trabajo pastoral en las regiones andinas, especialmente en Lares, en la arquidiócesis de Cusco. Allí los rostros adquirieron un nombre y se convirtieron en amigos personales, experiencia ésta de comunión universal en el amor a Dios y al prójimo, lo que debe ser la esencia de la Iglesia católica. Finalmente, supuso para mí una profunda alegría cuando en el año 2003, en Lares, en la arquidiócesis de Cusco, siendo ya obispo, pude administrar el sacramento de la confirmación a jóvenes cuyos padres conocía ya desde hace tiempo y a los que yo mismo había bautizado.
De ahí que yo no hable de la teología de la liberación de forma abstracta y teórica, ni mucho menos ideológica, para halagar al grupo eclesial progresista. De igual modo, tampoco temo que ello pueda interpretarse como falta de ortodoxia. La teología de Gustavo Gutiérrez, independiente del ángulo desde el que se mire, es ortodoxa porque es ortopráctica y nos enseña el adecuado actuar cristiano, porque procede de la verdadera fe. Una lectura breve del libro Beber en su propio pozo[2] pone de manifiesto que la teología de la liberación se fundamenta en una profunda espiritualidad. Su sustrato es el seguimiento de Cristo, el encuentro con Dios en la oración, la participación en la vida de los pobres y los oprimidos, la disposición a escuchar su grito por la libertad y su anhelo de ser plenamente reconocidos como hijos de Dios; es participar en su lucha por poner fin a la explotación y opresión, en su ansia por el respeto a los derechos humanos y su exigencia de participación justa en la vida cultural y política de la democracia. Se trata de la experiencia de que no se es extraño en el propio país, sino que la Iglesia y el Estado quieren ser cobijo y garantes de la libertad espiritual y cívica. La meta es el inicio y el acompañamiento de un proceso dinámico que quiere liberar al hombre de su dependencia cultural y política.
Ejemplo a seguir: Bartolomé de Las Casas
Del mismo modo que Gustavo Gutiérrez, con su persona, su testimonio espiritual, su compromiso con los pobres y su magníficas reflexiones, ha dado en nuestra época un rostro a la teología de la liberación, así también nos ha mostrado de manera impresionante la persona de Bartolomé de Las Casas, que en el siglo XVI, al contrario que su coetáneo Colón, no descubrió un país y tomó posesión de él para la Corona española, sino que descubrió lo injusto de la opresión y la humillación de la población indígena y se propuso llevar a los hombres al reino de Dios, en el que ya no habría señores ni esclavos, sino sólo hermanos y hermanas con los mismos derechos. Las Casas llegó supuestamente a las Indias occidentales, el continente descubierto por Colón que hoy llamamos América, de aventurero y caballero de fortuna. Desde la perspectiva del descubridor de América, se trataba de territorios que podían tomarse en posesión para la Corona de España y cuyas riquezas y habitantes estaban privados de todo derecho y por tanto expuestos a la agresión de la voluntad de desmesurado e ilícito enriquecimiento. En un principio, también Las Casas estuvo inmerso en ese sistema de privación de libertad y de explotación, pero finalmente reconoció en el rostro de los maltratados el rostro de Jesucristo y así se convirtió en intercesor elocuente y defensor de los pueblos oprimidos en su patria, América. Con ello retornaba al sentido original de la misión cristiana: Jesús envió a sus discípulos a predicar a todos los hombres el evangelio de la salvación y la liberación. En este sentido, misión como encuentro de persona a persona en nombre de Jesús es estrictamente lo contrario de una forma sólo aparentemente religiosa de colonialismo e imperialismo. No se pueden conquistar territorios para Cristo y subyugar a sus habitantes bajo el dominio de un Estado que se diga cristiano. La predicación de los enviados en nombre de Cristo supone más bien poder adoptar libremente la fe. De este modo se crea una red universal de discípulos de Cristo que, según su voluntad, constituyen una comunidad de hermanas y hermanos y, por tanto, la Iglesia visible de Dios en el mundo. A este proceso, impulsado por el Espíritu de Pentecostés, los hombres aportan sus raíces y su identidad cultural y se dejan transformar por el Espíritu de Dios hacia una identidad común más elevada. De este modo crece el conocimiento de que somos hijos de Dios, llamados a una vida ejemplar, destinados a la perfección en el futuro divino. Y así la Iglesia puede ser en Cristo sacramento de la salvación del mundo y señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (Lumen Gentium 1).
Las Casas nombra, en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, la verdadera causa de la tremenda injusticia que los conquistadores españoles cometieron con las personas que hallaron en su viaje de descubrimiento.
Sobre ellos, que eran cristianos de nombre, mas no de conducta, dice Las Casas: "La única y verdadera causa del asesinato y la destrucción de esa espantosa cantidad de personas inocentes a manos de cristianos era exclusivamente apoderarse de su oro"[3].
Gustavo Gutiérrez ha formulado este camino liberador de Las Casas con el siguiente juicio: "Dios o el oro"[4].
Éste es el camino hacia la liberación, según nos enseña Jesús en el evangelio: "No se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero" (Mt 6,24), y en otro lugar especifica: "El origen de todo mal es la codicia" (1 Tim 6,10).
Aquél en el que ponemos nuestra confianza, ése es realmente nuestro Dios. Los cristianos del siglo XXI, pero también los humanistas de toda orientación, nos enorgullecemos de haber dejado atrás el colonialismo e imperialismo eurocentristas. Sin embargo, en la justa indignación ante las atrocidades perpetradas en la conquista de América, África e India y la humillación de la China corremos a menudo el peligro de creer, sintiéndonos moralmente seguros, que en el siglo XVI nosotros habríamos estado del lado de Las Casas y contra los explotadores. Por supuesto, las circunstancias históricas de entonces no son sin más comparables con las del mundo globalizado actual. No obstante, la alternativa fundamental entre la opción por el dinero y el poder, por un lado, y Dios y el amor, por el otro, se presenta hoy también a cada persona en particular, lo mismo que a todas las comunidades y sociedades, Estados y alianzas. También en la actualidad se marginan continentes enteros, como África y Sudamérica. Una mínima parte de la población mundial se reparte los recursos entre sí, contribuyendo de este modo a la muerte prematura de millones de niños y a que la mayor parte de la población del mundo viva en circunstancias desastrosas.
La infamia de nuestra época: el capitalismo neoliberal
Después de la caída del Imperio Soviético, muchos esperaban también el fin de la teología de la liberación, a la que situaban cerca de los movimientos de liberación marxistas. Pero, en verdad, la teología de la liberación, bien entendida desde su concepción original, es la mejor respuesta a la crítica marxista de la religión, tanto en la teoría como en la práctica. Una amplia visión de Dios como creador, liberador y consumador del hombre nos permite percibir la trampa dualista a la que se pretendía hacer caer al cristianismo. No hay alternativa entre el bienestar en este mundo y la salvación en el otro, entre la gracia divina y la actuación humana, entre el compromiso eclesial y la crítica y configuración del mundo. La orientación hacia Dios y la configuración del mundo, el amor a Dios y el amor al prójimo son las dos caras de la misma moneda. Los cristianos no se dejan aventajar por nadie cuando se trata de los derechos y de la dignidad humanos, o de criticar tanto el pecado estructural de un sistema político injusto como la falta de responsabilidad del individuo concreto. Durante la presentación del primer tomo de las obras completas del Papa sobre el tema Teología de la liturgia, publicadas por mí en la editorial Herder, citó uno de los conferenciantes la siguiente y hermosa sentencia: "Cuando los monjes descuidaron sus alabanzas a Dios, se aguó también la sopa de los pobres".
Alabar a Dios incita a asumir responsabilidad por el mundo. Y el compromiso por la justicia social, la paz y la libertad, la protección de la naturaleza como base de la vida corporal y social se fundamenta en la actuación divina creadora y liberadora.
Después de la caída del comunismo establecido, pensaron algunos que ahora podía conseguirse el paraíso en la tierra con un capitalismo desenfrenado. Las fuerzas autorreguladoras del mercado a escala mundial traerían por sí mismas el bienestar para todos o al menos para la mayoría. La realidad es muy diferente. No han sido las aparentemente todopoderosas fuerzas del mercado, sino la mera codicia de hombres concretos, las que han provocado la actual crisis financiera mundial, cuyas consecuencias tienen que pagar una vez más los pobres y los más pobres de los pobres, con su vida, su salud, con su muerte prematura y perdidas todas las perspectivas previstas por Dios para ellos.
Los representantes del liberalismo han defendido en el pasado su imagen del hombre argumentando que no se puede gobernar el mundo con las bienaventuranzas, sin considerar que Jesús no pretende gobernar el mundo, sino que el hombre se gobierne a sí mismo, se libere de su codicia y pueda convertirse en ser humano para los demás. Argumentaban que la Iglesia no entendía nada de economía y capitalismo y que, si necesariamente quería ser altruista, lo hiciera ocupándose de las víctimas del capitalismo. La Iglesia, relegada a los hospitales, a las residencias de moribundos, pero sin opinión ética ante la Wall Street. Expresión de un capitalismo neoliberal sin escrúpulos son, por ejemplo, los "fondos buitre" (vulture funds). Especuladores sin escrúpulos se han especializado en negocios con las deudas de países enteros. Cuando un país incurre en dificultades de pago, esos "buitres" compran las deudas con altas reducciones sobre la suma original y reclaman después con intereses e intereses acumulados una suma marcadamente superior.
De forma bien sencilla se lleva a un país a la miseria definitiva. A finales de 1990 Perú fue víctima de una "estrategia de inversiones" que, con una inversión de 11 millones de dólares, consiguió un beneficio de 58 millones. Las consecuencias para las personas –los niños, los ancianos, los enfermos–, para toda la estructura social de un país se aceptan como consecuencias lógicas. El puro lucro es la única meta.
Aquí se pone de manifiesto de manera espantosa la tragedia de un mundo, de un mercado económico sin normas morales vinculantes. La codicia por el oro y por el dinero sigue siendo hoy causa de la destrucción de valores morales, cuya fuerza para el bien del hombre emana de la única fuente que conduce al hombre a ser humano y a convertirse en el prójimo de sus semejantes.
Incompatibles con nuestra espiritualidad y nuestra fe cristiana son el racismo y el paternalismo, una sociedad que se disgrega en clases más altas y bajas, que funciona según el principio de la ley del más fuerte y con ello se desintegra.
Después de tantos decenios de terrorismo y contraterrorismo a espaldas de muchos miles de inocentes, especialmente de la población indígena pobre, se ha creado[5] la Comisión de la Verdad y Reconciliación, presidida por el profesor Salomón Lerner. Todos ustedes conocen los resultados de las investigaciones. La dimensión de la barbarie puesta de manifiesto es estremecedora.
Sólo será posible un nuevo comienzo radical con un desarrollo que lleve a una sociedad más justa y se garanticen los derechos humanos por parte del Estado. Pero también es necesaria una espiritualidad de los derechos humanos. La mayor aspiración de cada persona, en lo más hondo de su conciencia, deberá ser el concienciarse de la responsabilidad del hombre ante Dios y el espíritu de fraternidad. Sólo así se podrá limitar la codicia por el dinero y el poder como fuente de todo mal. Y si la exculpación y la reconciliación no las concebimos como obra propia, sino como don divino y orden de vida, puede crecer en nuestros corazones esa gratitud que presenta la existencia como ser humano para otros como la medida suprema de lo humano, de las posibilidades de desarrollo de cada persona en el esplendor del amor de Dios. Deus caritas est, ésa es la meta y el instrumento de la liberación y la perfección del hombre en el Dios trino.
En Perú he hallado dos cristianos en los que se simboliza la añoranza del pueblo por la experiencia de la dignidad irrenunciable del hombre: Rosa de Lima y Martín de Porres se han convertido en amigos queridos, en ellos brillan en su forma última los objetivos de la liberación y la redención.
Permítanme concluir estas reflexiones con el ruego a santa Rosa y a san Martín de que protejan a la Iglesia y a los peruanos intercediendo ante el Padre celestial y Creador, para que Él nos revele a su Hijo como el mediador de la esperanza para la transformación del mundo hacia la meta que nos muestra el Espíritu de Pentecostés:
"El temor se apoderaba de todos, pues los apóstoles realizaban muchos prodigios y señales. Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar" (Hch 2,43–47).
[1] Deutsche Bischofskonferenz (Hg.), Die Kirche Lateinamerikas. Dokumente der II. und III. Generalversammlung des Lateinamerikanischen Episkopats in Medellín und Puebla, Bonn 1979 (La Iglesia latinoamericana. Documentos de la II y III asamblea general del episcopado latinoamericano en Medellín y Puebla).
[2] Gustavo Gutiérrez, Beber en su propio pozo, CEP, Lima, 1989.
[3] Las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias (H. M. Enzensberger [ed.], Las Casas Bericht von der Verwüstung der Westindischen Länder, Frankfurt 1981, S. 13).
[4] Gustavo Gutiérrez, Dios o el oro en las Indias, siglo XVI, Lima, 1989.
[5] Cf. Salomón Lerner Febres / Josef Sayer (ed.), Contra el olvido Yuyanapaq. Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, Perú (Wider das Vergessen Yuyanapaq. Bericht der Wahrheits- und Versöhnungskommission Peru, Ostfildern 2008).