martes, 26 de agosto de 2014

“LA EDUCACIÓN, OFICIO CLAVE PARA EL DESARROLLO PERSONAL Y EL PROGRESO DE LOS PUEBLOS”. P. ARMANDO NIETO VÉLEZ, S.J.

"LA EDUCACIÓN, OFICIO CLAVE PARA EL DESARROLLO PERSONAL

Y EL PROGRESO DE LOS PUEBLOS" P. ARMANDO NIETO VÉLEZ, S.J.

 

Les comparto el discurso en el acto de investidura como doctor honoris causa en la Universidad Marcelino Champagnat, 10 de marzo del 2000 y que fue publicado en la

 Revista Studium de la UCSS, Lima  nn 2-3, 2001, pp.153-170.

 

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Agradezco de corazón  a las autoridades de la Universidad Marcelino Champagnat, y en especial al Rector , Hermano Antonio Castagnetti, por haber tenido la magnánima generosidad de concederme las insignias del doctorado honorífico. Debo decir con sencillez que, cuando tuve la primera noticia de esta distinción, sentí que la Universidad Champagnat había incurrido en una palmaria aunque bien intencionada equivocación; lo que se denomina en Derecho Canónico "error acerca de  las cualidades de la persona". Así que rogué al Hermano Antonio considerase mi aceptación como el reconocimiento a los méritos de quienes, con más títulos que yo, han dedicado largos años de su existencia al ejercicio de la enseñanza en instituciones de educación superior vinculadas  a la Iglesia.

            El doctor Aníbal Ismodes, con palabras de gentil amabilidad, ha recordado ese arco de mi vida sacerdotal en la Compañía de Jesús consagrada a las tareas magisteriales dentro de la Pontificia Universidad Católica del Perú y la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima.

            Si bien desde mis años de colegio en la Inmaculada, y luego de Universidad en la Católica, me atraía  la investigación histórica, debo confesar que más aún más sentí la vocación a la enseñanza. Al punto de que, cuando en el Noviciado, en el año 1957, el padre Ayudante del Maestro de Novicios debía llenar mi ficha personal, me hizo la pregunta de rigor: a qué actividad en el futuro  y como sacerdote me podría ver más inclinado, respondí sin dudar : a la enseñanza.

            Hoy, después de tantos años de recorrer, con el favor de Dios y la comprensión de los superiores, el  camino de la enseñanza, creo que mi respuesta seguiría siendo la misma, pero con una convicción aún más fuerte, derivada de la plena certeza de que la educación es oficio fundamental  y necesario en el desarrollo de las personas y en el progreso  de los pueblos. Muchas valoraciones de las actividades humanas han variado en el curso de los siglos, pero no ha cambiado la importancia que merece la educación, tanto en el pensamiento de los modernos Estados como en  el pensamiento rector de nuestra Iglesia.

            Debo aclarar que, cuando hablo de educación, no pienso exclusivamente en la instrucción, en la información. Existe allí un equívoco que como formadores no deberíamos permitir. Es verdad que instrucción e información son  imprescindibles y urgentes, y de su carencia se siguen muchos males. En un país como el nuestro falta mucho por hacer en ese campo.

            Pero justamente por identificar "educación" con "instrucción", reduciendo aquélla a ésta en todo, hemos terminado por descuidar lo esencial de la educación que es en palabras del Concilio Vaticano II "la formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de las sociedades". (Gravissimum educationis 1)

 

            Este concepto nítido y exigente de lo que es la educación ha sido percibido por las mentes más lúcidas de todos los tiempos, desde Platón hasta nuestros días. A finales del siglo XVIII , en la época de la Ilustración, en un mundo que lograba inmensos progresos en el campo de las ciencias, Immanuel Kant tuvo el valor de no rendirse incondicionalmente ante el dios de la técnica.Y escribió :"Estamos cultivados en alto grado por el arte  y por la ciencia; estamos civilizados hasta el exceso por toda clase de maneras y decoros sociales; pero para que podamos considerarnos moralizados, falta mucho todavía ".

            Con estas palabras resaltaba Kant la dimensión ética de la educación, sin la cual ésta se convierte en mero aprendizaje de saberes, acumulación de conocimientos sin criterios superiores; multiplicidad de información, carente de un norte que la ordene y jerarquice.

La postmodernidad, al afirmar el nuevo dogma multicultural, se inhibe de inculcar valores y principios; siente que si lo hiciera, estaría cayendo en el adoctrinamiento de los alumnos, en una especie de retorno a la política escolar de los estados totalitarios de los años 30 y por este camino los propagandistas de esta Nueva Era pseudoespiritualista entienden la educación como la propuesta de múltiples perspectivas aunque colisionen entre sí.

            Ya es frecuente en otras latitudes la amplia difusión, sobre todo entre la juventud, de posturas relativistas y permisivistas, en que por ejemplo la figura de Cristo queda reducida a la de un maestro de moral o de un fundador de religiones entre otras igualmente válidas (Cfr. Santo Domingo, nº 154).

            Leía hace poco en una revista que "una sobredosis de inhibición o la negativa a emitir juicios es un problema creciente en colegios norteamericanos". Dos preocupantes artículos aparecidos en "Chronicle of Higher Education" revelan que algunos estudiantes no están dispuestos a oponerse a importantes horrores morales, incluyendo el sacrificio humano de ciertas sectas, la limpieza étnica y la esclavitud, porque piensan que parece obvio que nadie tiene el derecho de criticar los puntos de vista morales de otros grupos o culturas".

Creo que todos compartimos la afirmación de que existe una estrecha relación entre el nivel de educación de un pueblo y la tónica de las virtudes cívicas, morales y humanas de sus habitantes.

            Esa afirmación se vuelve aún más válida cuando se comprueba que -por las razones que sean- la familia, "la primera educadora" –como la llaman los documentos de la Iglesia- no cumple de hecho esa exigencia. Desgraciadamente ello ocurre con frecuencia entre nosotros, donde la institución familiar está en seria crisis, y falla su finalidad educadora.

            La escuela ha de asumir ese papel; pero si es también la escuela la que omite o descuida la función educativa, los resultados están a la vista. Veo con preocupación que algunas Escuelas Normales multiplican asignaturas y seminarios operativos, metodológicos, funcionales o instrumentales.... pero descuidan impartir contenidos educativos. Aquí cabe repetir la frase evangélica: "Bueno está hacer aquello pero sin omitir esto" (Mt  23, 23).

            Me atrevo a pensar que es intrascendente que el alumno esté obligado a saber la división de las plantas o de los vertebrados y la producción de cobre en Zambia si al mismo tiempo se elude la enseñanza y el ejemplo vivo de actitudes de honestidad, responsabilidad, servicio, respeto, solidaridad, colaboración. Incluso las discrepancias son constructivas y no hay que tomarlas como ofensa, como sucede con frecuencia en nuestros ambientes.

            La situación actual no es producto exclusivo de una fase política coyuntural.

Tiene causas y raíces profundas. Una de ellas es evidentemente que la formación en valores ha caído en lastimoso olvido. De allí las deficiencias de las actitudes  y conductas sociales e individuales, que ya en varias oportunidades han sido señaladas con preocupación por los pastores de la Iglesia. Nos referimos al relativismo ya apuntado, para el cual no hay verdades objetivas, y por tanto todas las opciones son igualmente válidas, con tal que se asuman con sinceridad.

            Nos referimos al pragmatismo y la búsqueda de la eficacia a cualquier precio, atropellando los derechos de los demás, lo que implica un egoísmo calculador, para el cual el fin justifica los medios; el afán de lucro, que privilegia el tener sobre el ser y conduce a la corrupción en todos los planes de la vida nacional; el desdén por la verdad y por las normas jurídicas, si es que se oponen a las circunstancias e intereses que están en juego.

Y hay que añadir el deterioro creciente de la dignidad de la persona humana, especialmente de la mujer; el desprecio y burla del sentido del pudor, que ha llegado a los medios de comunicación, donde se observa una carencia clamorosa de criterios éticos de autorregulación, incluso del Estado. El exagerado individualismo y su  consecuencia fatal, la ausencia de la solidaridad, especialmente hacia los más necesitados, y hacia quienes se encuentran en carencia espiritual, moral, social y cultural.

            El padre Alberto Hurtado, beatificado por el Papa Juan Pablo II en 1984, se distinguió en Chile por su sentido social. Se lamentaba él también, de que los colegios nacionales y particulares de su país en los años 30 y 40 no impartían suficiente sentido social en la formación. Salían los muchachos y las chicas de esos colegios cargados fuertemente de móviles individualistas, pero desinteresados de lo que fuera bien común. El móvil de la emulación es bueno en sí, pero usado sin discreción hunde al alumno en una visión egoísta de la vida: "triunfar como sea", o "sólo me importa lo que me trae ventaja a mí".

 

Un repaso de nuestra historia nos hace ver cuánto nos perjudica como país el individualismo exagerado, que trata de imponer miras egoístas y rehúye las tareas de colaboración, la búsqueda de consensos y bases comunes. En las elecciones para el Congreso Constituyente Democrático de 1992, se presentaron nada menos que 29 grupos distintos ante el Jurado Nacional de Elecciones, lo cual es anecdótico pero no deja de ser revelador. Consecuencia del individualismo es ese eterno recomenzar, ese deshacer lo que se hizo, y empezar supuestamente en forma original y definitiva. Allí están tantas leyes generales de educación, distintas las unas de las otras.

Y en medio de todos estos bandazos se halla la presencia del educador, que dedica su vida a la tarea de formar a las nuevas generaciones. Es para mí una gran satisfacción poder comprobar la vitalidad de nuestros  maestros en esta clausura del I Congreso de Educación Religiosa Champagnat, celebrado bajo los auspicios de quien lleva la aureola oficial de santidad  desde el 18 de abril de 1999. Él supo unir en íntima coherencia las exigencias de su oficio y de su vida profunda. Me complace recordar que San Marcelino  Champagnat vivió aquella sabia consigna que dice que el buen profesor debe aspirar a ser un buen maestro, y que el buen maestro debe aspirar a serlo de modo excelente, uniendo a las condiciones didácticas las cualidades humanas propias del talante magisterial cristiano: amor a los alumnos, capacidad de acogida y comprensión, paciencia infinita, saber animar y estimular, combinar firmeza y ductilidad. Ese es el espejo en el que hoy todos  debemos mirarnos.

 

Reitero mi sincera gratitud a la Universidad Marcelino Champagnat por esta inmerecida distinción; agradecimiento que extiendo a ustedes, mis queridos amigos, que han venido a acompañarme esta noche realmente inolvidable.

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