jueves, 24 de octubre de 2019

PEPITA NIETO PASCUAL, CARICIA DE DIOS en la vida parroquial y familiar (+ Toledo, 12.09.2019)

Amigos: Les comparto la entrañable homilía de don Carlos M. García Nieto, en el funeral de su santa madre. La mejor manera de agradecer la deferencia de enviarme el texto es hacerlo llegar al mayor número posible de personas. El Señor sigue estando grande con nosotros, de modo especial en nuestras madres. En la foto, don Carlos Miguel y sus padres. JAB


 FUNERAL EN SUFRAGIO POR EL ALMA DE

MARÍA JOSEFA NIETO PASCUAL –PEPITA

PARROQUIA DE SAN JULIÁN TOLEDO, 12 DE SEPTIEMBRE DE 2019 (DULCE NOMBRE DE MARÍA)

   

Muy queridos sacerdotes concelebrantes, mi querida familia, queridos hermanos todos en el Señor Jesús. Hoy nos hemos congregado en este templo no sólo para recordar a Pepita, sino sobre todo para orar por ella: hace once días que partió a la Casa del Padre tras casi catorce años de dura enfermedad y contratiempos, los cuales supo sobrellevar procurando conformar su vida a la voluntad de Dios.

Cuando tuvimos que elegir un día para celebrar esta Misa funeral "de los nueve días", consultamos la agenda de la Parroquia para ver qué momento sería el más idóneo. El único hueco que había sin intención era precisamente esta tarde. Me quedé gozosamente sorprendido al darme cuenta de la memoria litúrgica que tal día como hoy se celebra: Dulce Nombre de María. Entendí que era un regalo más del Cielo, que no ha dejado de cuidarnos un solo instante durante estos días. Por eso he deseado que celebremos, más que de morado por funeral, de blanco por la memoria del Dulce Nombre, y aprovechar para dar gracias al Señor por la obra que ha realizado en esta buena hija de María que ha sido Pepita.

Desde niña y adolescente perteneció a esos grupos que había en las parroquias de entonces, llamados "hijas de María", y donde aquellas jovencitas consagraban sus corazones limpios a nuestra Señora. Mi madre quiso que cuando le llegara la hora de dejar este mundo, la vistiéramos con un alba, una túnica blanca. Nunca le pregunté por qué, pero intuí que bien podía ser éste el motivo: su devoción a la Virgen María, el hábito blanco con un cordón azul inmaculado que en determinadas ocasiones vestían aquellas jóvenes. Por eso también ceñimos su cintura con un cíngulo azul de la Inmaculada. En sus manos pusimos un rosario que, ya hace muchos años, me regaló en una audiencia privada el papa magno y santo, Juan Pablo II.

En las lecturas que acaban de ser proclamadas he visto reflejada buena parte de la personalidad cristiana de mi madre, lo que ella trató de vivir y lo que, cuantos tuvimos la suerte de estar junto a ella, admiramos. La divina Liturgia nos ha regalado un pasaje de la Carta del apóstol san Pablo a los Colosenses (3, 12), que comienza de esta manera: «Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de la compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia». Son éstas las virtudes "silenciosas" que caracterizaron a Pepita y que en este tiempo habéis destacado según os acercabais a nosotros o nos llamabais para darnos el pésame. En su silencio y en la sordo-ceguera a la que había llegado como consecuencia de aquellas hemorragias cerebrales que padeció, atraía a todos por su dulzura, su cariño, su piedad sencilla, profunda y amable.

Una joven madre de familia me decía que, cuando venía a misa a la parroquia, le gustaba ponerse detrás de Pepita, precisamente por la piedad que irradiaba al recogerse en oración. Todos habéis destacado la bondad que igualmente transmitía. Una persona cercana me dijo: «Su madre, don Carlos, ha sido la suave caricia que Dios ha hecho a nuestra parroquia». Considero que es una buena descripción de lo mucho que nos ha dado desde su no poder hacer otra cosa que dejarse atender; en su debilidad ha triunfado la fuerza de Dios. Recuerdo que cuando hace diez años publiqué mi tesis doctoral, hice una doble dedicatoria: a mi hermano mayor, que hacía poco había fallecido, y a mi madre. Las palabras que a ella dediqué fueron las siguientes: «A mi madre: con su vida me ha enseñado la sencillez, la ternura y la delicadeza de Dios». Creo que eso fue Pepita: una expresión veraz de la sencillez, ternura y delicadeza de Dios. Lo que se percibía en ella fuera de casa era idéntico a cuanto ocurría en la intimidad del hogar: para nosotros ha sido una experiencia de Cielo haberla tenido como madre, haberla cuidado durante estos años y aprovecharnos de tanto amor, tantas lecciones como ella nos ha dado con su vida ofrecida a la voluntad de Dios.

No fue una vida fácil la suya. Detrás de esa mujer dulce y bondadosa –en los últimos tiempos tan desvalida–, había una historia de sufrimiento, renuncias, valor y mucha confianza en Dios. Ya desde joven fue una mujer muy probada. Quienes la conocieron en su juventud coinciden en decir que fue una mujer muy bella, bendecida con una inteligencia clarividente, un gran sentido práctico y otras muchas cualidades. Un diamante que el Señor, por medio de tantas contrariedades en la vida, tallaría hasta convertirlo en una joya preciosa.

No puedo relatar muchos detalles que alargarían en demasía mis palabras. Pero me voy a fijar en un momento en que España atravesó por una grave crisis económica. Me refiero a la producida por el petróleo y la reconversión industrial en la década de los 70 y los 80. Grandes empresas cerraron –recordamos altos hornos, astilleros, etc.–. Se produjo lo que los economistas denominan como un efecto dominó: detrás de las grandes compañías cayeron otras más pequeñas. La crisis llegó también a mi familia: la empresa donde mi padre era el responsable de contabilidad cerró. Tras muchos años de trabajo y estabilidad económica, de repente todo se quedaba sumido en la incertidumbre más inquietante. La música –mi padre era director de orquesta, profesor y compositor– no daba para alimentar una familia numerosa, con los dos hijos mayores ya en la Universidad. Mi madre no dudó en coger la aguja y, con miles de puntadas y muchas noches en vela, colaborar en sacar aquella familia adelante. No fue una modista cualquiera: se granjeó un gran reconocimiento, que le llevó a coser para una de las tiendas de alta costura en el Madrid de entonces, en la calle Arenal, junto a la Puerta del Sol. Durante aquellos últimos días en que ella agonizaba, yo no podía por menos de contemplar sus manos, acariciarlas con devoción y derramar lágrimas de gratitud por lo mucho que debíamos al sacrificio de esta mujer.

Aquella madre sacrificada portaba una sencilla y profunda espiritualidad. No faltaba su misa diaria, ni su rosario ni, incluso, el rezo del breviario mientras conservó la vista. Esto lo he contado alguna otra vez: había ocasiones en las que mi padre tenía alguna actuación lejos de nuestro hogar, a muchos kilómetros de distancia. Podía llegar a casa a las cuatro o las cinco de la madrugada. Allí estaba su esposa cosiendo, bordando o terminando cualquier otra tarea. No se iban a descansar hasta que no rezaban su rosario –y eso que mi padre debía estar en el trabajo a las 8 de la mañana y a la misma hora mi madre nos preparaba el desayuno y el bocadillo para el colegio–. Creo que en su vida matrimonial no faltó el rezo del rosario un solo día. Que mi padre falleciera un 13 de mayo, nuestra Señora de Fátima, lo consideramos como una predilección de santa María hacia un hijo fiel.

De ahí se comprende el sufrimiento que llevó clavado en el corazón, como una espina punzante, por el enfriamiento en la fe de algunos de sus hijos. Como otra santa Mónica, rezó hasta la extenuación, derramó muchas lágrimas; y, no contenta con ello, ofreció su vida al Señor con tal de que sus hijos regresaran a la fe de la Iglesia. Una noche, después de aquel primer accidente cerebral –ya en casa tras nueve meses de hospitalización–, mientras le ayudaba a acostar me dijo: «Digo yo, Carlos, que el Señor me ha hecho caso». Dado que se había quedado sorda debido a la potente medicación que le administraron para salvar su vida, le hice un gesto preguntándole en qué le había hecho caso el Señor: «Sí –me respondió–, porque una vez le dije que no me importaba que me diera una enfermedad grave y dolorosa con tal de que mis hijos volvieran al buen camino. Él me ha dado esa enfermedad y creo que ellos están volviendo». Ya para entonces mi hermano Goyo había fallecido, mientras Pepita estaba en coma en la U.C.I.; y mi hermano murió tras haber recibido los sacramentos: es decir, en el seno de la Iglesia. Sin ella saberlo aún –se enteraría pasado un año del fallecimiento de Goyo–, ya había ganado un hijo para el Cielo con la ofrenda de su vida.

En el recordatorio que hemos confeccionado para hacer memoria de estos momentos, hemos querido reflejar su vivencia cristiana. «Al fin muero hija de la Iglesia», fueron las palabras que santa Teresa pronunció en su lecho de muerte y que hemos reproducido. Al fin Pepita también rendía su alma al Señor en el seno de la Iglesia. Ésta fue su pasión silenciosa, aquello que trató de imprimir en nosotros sus hijos, la causa de una ofrenda de vida que Dios acogió y que, finalmente, le ha llevado, durante duros y largos años de enfermedad, hasta este final de consuelo y, seguro, de gloria.

¿Cómo podíamos considerar, mi hermana y yo, el cuidado de nuestra madre como una carga pesada? Puedo deciros que para mí, como hijo y como sacerdote, ha sido el mayor honor y privilegio de mi vida: servirla de día y de noche, ser ese báculo donde ella encontrara seguridad en el mayor de los desvalimientos, cuando a la ausencia del oído llegó la pérdida de la vista, añadiendo a esta cruz distintas operaciones y recaídas. Como sacerdote, tenía la gozosa responsabilidad de sostener a mi madre en esta ofrenda de su vida por la vuelta de sus hijos a la fe y a la Iglesia. Y le pedía al Señor que me capacitara para que no faltase a mi madre ningún medio en su preparación para el Cielo.

Ya conocen las circunstancias en que Pepita entregó su alma al Señor, mientras yo estaba celebrando la Eucaristía, en el momento del ofertorio. Me comunicaron que mi madre se estaba yendo justo en el instante en que iba a ofrecer el pan y el vino. Aproveché, pues, para –en mi patena– elevar su alma al Cielo y entregarla al Señor. En ese momento, ella, que había tenido los ojos cerrados durante una larga agonía de tres días, los abrió; volviéndolos a cerrar, exhaló tres veces, como una suave y silenciosa ofrenda al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Y así quedó dormida... Una vez concluida la misa, cuando por fin entré en la habitación, me encontré con ese cuerpo que, tras la ofrenda de su vida, reposaba ya tranquilo, en paz. Lo había dado todo, se vació del todo, lo entregó todo. Después de abrazarme a él, no pude por menos de decir: «Todo está cumplido. Amén». Ojalá, queridos hermanos, que llegando al final de nuestras vidas, pueda decirse de nosotros: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Todo está cumplido. Amén».

  

Carlos M. GARCÍA NIETO

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