Comentario de la obra de Joseph Ratzinger: Jesús de Nazaret, Planeta, Barcelona 2007, 447 pp
El libro nos ensancha la razón y la voluntad al contactarnos con la Realidad que es fuente de vida y felicidad: Jesucristo. Como agudamente escribe su autor al hablar de los nombres de Cristo y referirse al más común de “Cristo”: “La palabra que debía servir de explicación se convirtió en nombre...Él es una cola cosa con su misión; su cometido y su ser son inseparables. Por tanto, con razón su misión se convirtió en parte de su nombre” (p.371).
Confieso que lo he leído rápidamente y a ritmo de combi y lo tengo en reserva para releerlo con mayor calma en las próximas vacaciones. Lo exigen el rigor de su análisis, la exigente tarea de investigación, la belleza de su lenguaje semejan una sosegada pieza de Mozart, contrapunto a tanta bazofia marquetera que toma el nombre de Cristo en vano como tanta subliteratura barata y de ocasión. Un botón de muestra –no el menos importante- es la abundante y selecta bibliografía que con tanta maestría emplea a lo largo de la obra. Su bagaje de historiador de la Iglesia, filósofo, y, sobre todo, agudo teólogo, enraizado en una evidente vida contemplativa, afloran a cada instante.
Ya el prólogo es magistral y nos adelanta una feliz vivencia del Papa autor: su experiencia lectora de obras “fascinantes” sobre Jesús de los ya clásicos K. Adam, R. Guardini, F.M. Willam, G. Papini, Daniel-Rops que le aportaron en su juventud una figura de Jesús a partir de los Evangelios: “Así, Dios se hizo visible a través del hombre Jesús y, desde Dios, se pudo ver la imagen del auténtico hombre” (p.7). La ruptura abierta entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe llevó a una esquizofrenia irreconciliable en la que pareció triunfar la teología racionalista. Los estudiosos en el campo de la investigación histórico-crítica tuvieron que hacer distinciones sutilísimas entre los diversos estratos de la tradición. Como resultado, la figura de Jesús se fue desdibujando y hubo que apelarse a la fe dejando a un lado la historia. Recordemos sin ir más lejos, la intervención de Juan Pablo II en Puebla (1979) cuando se vio obligado ante los obispos del CELAM a formular la verdad sobre Cristo frente a las imágenes distorsionadas del Cristo guerrillero o revolucionario social
Siguiendo a R. Schnackenburg, exegeta católico de la segunda mitad del siglo XX, nos encontramos con un Cristo evangélico formado por diversas capas de tradición superpuestas a través de las que se puede divisar al verdadero Jesús. El dato fundamental que aporta es el ser de Jesús relativo a Dios y su unión con Él. Tal es el quicio o punto de apoyo sobre el que confiesa J. Ratzinger “se basa mi libro: considera a Jesús a partir de su comunión con el Padre; éste es el verdadero centro de su personalidad; sin esta comunión no se puede entender nada y partiendo de ella Él se nos hace presente también hoy” (p.10). De todos modos, al exigente teólogo Ratzinger no le basta la frase de Scnackenburg “revestir de carne al misterioso hijo de Dios aparecido en la tierra”, sino que, basándose en la más escrupulosa disciplina exegética, afirma que “el factum historicum no es una clave simbólica que se puede sustituir, sino un fundamento constitutivo; et incarnatus est: con estas palabras profesamos la entrada efectiva de Dios en la historia real” (p.11) De igual modo, nos presenta la clave adecuada para leer la Biblia: “El pueblo de Dios –la Iglesia- es el sujeto vivo de la Escritura; en él, las palabras de la Biblia son siempre una presencia; naturalmente, esto exige que este pueblo reciba de Dios su propio ser, en último término, del Cristo hecho carne, y se deje ordenar, conducir y guiar por Él” (p.17). El objetivo del autor queda bien reflejado al final del prólogo: su búsqueda personal “del rostro del Señor”, una búsqueda a la que nos invita a acompañarle –con libertad para contradecirle pero con benevolencia- y a la que ha dedicado “todos los momentos libres” que el Pontificado le ha dejado. Es como si nos dijese: aquí está la pasión de mi vida, y los “cachuelos” de mi tiempo libre, todos para ella. Él se sabe limitado y con sencillez nos confiesa “dado que no sé hasta cuándo dispondré de tiempo y fuerzas” nos adelanta los diez primeros capítulos (desde el bautismo en el Jordán hasta la confesión de Pedro y la transfiguración) de esta cristología que será continuada por una segunda sobre los relatos de la infancia y otra tercera sobre la muerte y resurrección.
La obra se abre con una introducción titulada “una primera mirada al misterio de Jesús”. Los títulos de los diez capítulos son bien sugestivos: El Bautismo, las tentaciones, el evangelio del Reino de Dios, el sermón de la montaña (bienaventuranzas, la Torá), la oración del Señor, los discípulos, el mensaje de las parábolas, (naturaleza y finalidad, el buen samaritano, los dos hermanos (el hijo pródigo y el hijo que se quedó en casa) y del padre bueno, el rico Epulón y el pobre Lázaro), las grandes imágenes del evangelio de Juan (la cuestión joánica, las grandes imágenes del Evangelio de Juan: agua, vid y olivo, pan, pastor), dos hitos importantes en el camino de Jesús: la confesión de Pedro y la transfiguración, nombres con los que Jesús se designa a sí mismo. Aunque se lee con gusto, no es para leerlo de un tirón, sino para saborear y catar como el buen vino en pequeños sorbos que nos reconstituyan para la oración, reflexión y acción. El propio autor supera la erudición por la feliz vivencia de la presencia de una Vida que de vez en cuando nos transmite: “Cuando el hombre empieza a mirar y a vivir a través de Dios, cuando camina con Jesús, entonces vive con nuevos criterios y, por tanto, ya ahora algo del éschaton, de lo que está por venir, está presente; con Jesús, entra alegría en la tribulación” p.99
Entre las muchas perlas que podemos descubrir les comparto las que tienen que ver con la doctrina social de la Iglesia. Al comentar las tentaciones del desierto, la referida al pan, nos advierte: “Cuando no se respeta esta jerarquía de los bienes, sino que se invierte, ya no hay justicia, ya no hay preocupación por el hombre que sufre, sino que se crea desajuste y destrucción también en el ámbito de los bienes materiales. Cuando a Dios se le da una importancia secundaria...entonces fracasan precisamente estas cosas presuntamente más importantes... Las ayudas de Occidente a los países en vías de desarrollo, basadas en principios puramente técnico-materiales, que no sólo han dejado de lado a Dios, sino que, además, han apartado a los hombres de Él con su orgullo del sabelotodo, han hecho del Tercer Mundo el Tercer Mundo en sentido actual...Creían poder transformar las piedras en pan, pero han dado piedras en vez de pan. Está en juego la primacía de Dios. Se trata de reconocerlo como realidad, una realidad sin la cual ninguna otra cosa puede ser buena. No se puede gobernar la historia con meras estructuras materiales, prescindiendo de Dios. Si el corazón del hombre no es bueno, ninguna otra cosa puede llegar a ser buena. Y la bondad de corazón sólo puede venir de Aquél que es la Bondad misma, el Bien” p.58. Y nadie ha sabido encarnarlo –en su vivencia de las bienaventuranzas- como los santos, “los verdaderos intérpretes de la Sagrada Escritura... Cada paso de la Escritura lleva en sí un potencial de futuro que se abre sólo cuando se viven y se sufren a fondo sus palabras. Francisco de Asís entendió la promesa de esta bienaventuranza [sobre la pobreza] en su máxima radicalidad” pp.106-107. El Papa sabe libar lo mejor de sus lecturas, para formular su pensamiento con claridad e invitarnos a la práctica: “En las antítesis del Sermón de la Montaña, Jesús se nos presenta no como un rebelde ni como un liberal, sino como el intérprete profético de la Torá, que él no suprime, sino que le da cumplimiento, y la cumple precisamente dando a la razón que actúa en la historia el espacio de su responsabilidad; así, también el cristiano deberá reelaborar y reformular constantemente los ordenamientos sociales, una “doctrina social cristiana” (p.160)
Esta práctica, esta acción, nada tiene que ver con el activismo pragmático, bebe de la fuente de agua viva que es Cristo. Al respecto, les selecciono otro texto que me parece magistral. Al hilo de las bellas imágenes del agua en San Juan y, sin hacer aspavientos al rescatarnos el texto del evangelio apócrifo de Tomás (“el que bebe de mi boca se volverá como yo”), escribe: “El hombre creyente y que ama con Cristo se convierte en un pozo que da vida. Esto se puede ver perfectamente también en la historia: los santos son como un oasis en torno a los cuales surge la vida, en torno a los cuales vuelve algo del paraíso perdido. Y, en definitiva, es siempre Cristo mismo la fuente que se da en abundancia” (p.293-4), aquí y ahora, puesto que “Jesús, el que ha llegado es también a lo largo de toda la historia el que llega” (p.228). Al igual que el evangelista Juan, el católico José Ratzinger “nos muestra verdaderamente a Cristo, tal como era y, precisamente de este modo, nos muestra a Aquel que no sólo era, sino que es” (p.279).