Dos luminosos artículos sobre la gigantesca manifestación a favor de la vida. Uno de Eulio
Otro éxito en la manifestación del sábado en Madrid a favor de la vida. HiPPocresía: El PP instrumentaliza la defensa del no nacido, con gritos de Zapatero dimisión, mientras el PSOE se ensaña con los débiles, en una verdadera orgía de muerte
Hispanidad, sábado, 17 de octubre de 2009
Un nuevo éxito en defensa de la vida del no nacido. Entrar en la guerra de cifras sobre los manifestantes que acudieron a la concentración a favor de la vida del no nacido y contra la nueva ley del aborto del Gobierno Zapatero, celebrada en Madrid durante la tarde del sábado resulta aburrido pero hablar de un millón de asistentes puede quedarse corto. En cualquier caso, una victoria en la defensa del más inocente y más indefenso, el concebido y no nacido.
La manifestación de Madrid incide en una evidencia: el futuro es de los que tienen hijos, para el resto, su mundo se acabará con ellos. Es lo que se llama una evidencia olvidada.
Eso sí, el Partido Popular ha instrumentalizado de un modo vergonzoso la concentración. Una de las pancartas hablaba de “HiPPocresía”, mientras otro grupo de manifestantes gritaban: “Ni aborto del PSOE ni aborto del PP”, que resumen atinadamente una conclusión a la que está llegando mucha gente, entre ellos José Blanco: durante ocho años, el Gobierno de José María Aznar no sólo modificó la ley actualmente en vigor, de 1985, sino que aprobó la píldora abortiva, la también abortiva píldora del Día Después (PDD) y comenzó la masacre de embriones humanos.
Sin embargo, como si nada hubiera ocurrido, en la manifestación se encontraba José María Aznar, criticando la ley de 2009, la secretaria general del PP, Dolores de Cospedal, partidaria de la ley del 85, Ana Mato, Jaime Mayor Oreja, etc.
Tiene toda la razón el ministro Pepiño Blanco, cuando les llama hipócrita a los populares: en ocho años de Aznarato no tocaron la ley vigente hoy, la del 85, que ha propiciado más de un millón de abortos, 112.000 en 2007 y se supone que más de 120.000 en 2008. Eso sí, cualquier defensor de la vida tiene derecho a recriminar al PP su doble moral, menos los socialistas.
Además, el Gobierno Zapatero utilizó sus medios para lanzar vídeos feministas pagados por la izquierda política, donde se defendía que una cosa es estar en contra del aborto y otra desear que la mujer que aborta vaya a la cárcel. Una chorrada digna del Zapatismo: tampoco el menor que viola o que mata va a la cárcel pero eso no significa que la violación o el navajazo sean un derecho: son un delito y una canalla.
Además, ¿una mujer debe ir a la cárcel por matar a su hijo indefenso? por supuesto que sí. Pero, de hecho, ninguna mujer ha ido a la cárcel por abortar a pesar del fraude de ley permanente que es el aborto.
Lo dicho: Ni aborto del PSOE ni aborto del PP.
En cualquier caso, no hay que preocuparse demasiado: el mundo es de los partidarios de la vida, de los que tienen hijos. Para el resto, el mundo se acabará con ellos.
Eulogio López
JUAN MANUEL DE PRADA
Sábado, 17-10-09
Escribía Chesterton que sólo quien nada a contracorriente sabe con certeza que está vivo. Se trata, desde luego, de un ejercicio nada plácido, pues la energía que el nadador a contracorriente emplea en cada brazada no se corresponde con un avance proporcional; y basta con que flojee en su ímpetu para que la tentación del desistimiento haga mella en él. Quien nada a favor de la corriente, en cambio, no tiene que molestarse en bracear; y ni siquiera es preciso que esté vivo, pues la corriente seguiría arrastrándolo como si tal cosa. Las grandes batallas del pensamiento, las conquistas que han ensanchado el horizonte humano, siempre se han librado a contracorriente; y, con frecuencia, quienes se atrevieron a protagonizarlas fueron contemplados por sus contemporáneos como retrógrados, incluso como peligrosos delincuentes. Pero, junto al rechazo o incomprensión de su época, estos pioneros que osaron contrariar el «espíritu de los tiempos» pudieron proclamar con orgullo que estaban vivos; y con su sacrificio irradiaron vida en un mundo acechado por la muerte, convocaron a la vida a quienes por cobardía, por estolidez, por conformidad con las ideas establecidas nadaban a favor de la corriente.
Así debió ocurrir con los primeros patricios que, en la época de máximo esplendor del Imperio Romano, empezaron a manumitir esclavos, como aquel Filemón que, siguiendo las instrucciones de San Pablo, decidió acoger a su esclavo Onésimo como si de un «hermano querido» se tratase. Cuando Filemón manumite a Onésimo, la esclavitud no era tan sólo una institución jurídica plenamente reconocida, auspiciada y protegida por la ley; era también el cimiento de la organización económica romana. Según establecía el derecho de gentes de la época, los esclavos eran individuos que, aun perteneciendo a la especie humana, no eran «personas» en el sentido jurídico de la palabra, sino «bienes» sobre los que sus amos podían ejercer un «derecho» de libre disposición. Los nadadores a contracorriente como Filemón alegaron entonces que, más allá de los preceptos legales, existía un estado de naturaleza que permitía reconocer en cualquier ser humano una dignidad inalienable; y que tal dignidad era previa a su consideración de ciudadano romano. Aquella subversión del sistema legal establecido ponía en peligro el progreso material de Roma; y quienes entonces nadaban a favor de la corriente se emplearon a fondo en el mantenimiento de un orden legal que favorecía sus intereses. Tan a fondo se emplearon que la abolición de la esclavitud aún tardaría muchos siglos en imponerse; y no lo hizo hasta que el ímpetu pionero de nadadores a contracorriente como Filemón propició una metanoia social, un cambio de mente que antepuso ese meollo irrenunciable de humanidad que nos permite distinguir la dignidad inalienable de cualquier persona sobre los indudables beneficios económicos de la esclavitud. Y en el largo camino que condujo a esa conquista muchos Filemones fueron señalados como retrógrados, perseguidos y condenados al ostracismo.
Como ocurriera hace dos mil años a los primeros patricios romanos que empezaron a manumitir esclavos, ocurre hoy a quienes se oponen al aborto. Los nadadores a favor de la corriente los anatemizan y escarnecen, los calumnian presentándolos como detractores de los «derechos de la mujer», los caracterizan como sombríos «retrógrados» que amenazan el progreso social. Pero, como aquellos primeros patricios romanos que reconocieron en cualquier persona una dignidad inalienable, quienes hoy se oponen al aborto no hacen sino velar por ese meollo irrenunciable de humanidad que nos constituye, que nos permite reconocer como miembro de la familia humana a quien aún no tiene voz para proclamarlo, que nos impone proteger la vida gestante, la más desvalida e inerme, como garantía de nuestra propia supervivencia moral, para que no nos ocurra lo que Marcel Proust denunciaba, al describir el clima de corrupción en el que se desenvolvían sus personajes: «Desde hacía tiempo ya no se daban cuenta de lo que podía tener de moral o inmoral la vida que llevaban, porque era la de su ambiente. Nuestra época, para quien lea su historia dentro de dos mil años, parecerá que hubiese hundido estas conciencias tiernas y puras en un ambiente vital que se mostrará entonces como monstruosamente pernicioso y donde, sin embargo, ellas se encontraban a gusto».
El día en que nos encontremos a gusto en un ambiente vital que consagra el aborto como «derecho» habremos dejado de merecer el calificativo de humanos; porque simplemente habremos dimitido de la razón, que es -según nos enseñaba Aristóteles- capacidad de discernimiento sobre lo que es justo y lo que es injusto. Y cuando el hombre se desprende de la razón es como cuando las ramas se desprenden del árbol, que no les aguarda otro destino sino amustiarse. Cuando el aborto se acepta como una conquista de la libertad o del progreso, cuando se niega o restringe el derecho a la vida de las generaciones venideras, nuestra propia condición humana se debilita hasta perecer; y entonces nos convertimos, irrevocablemente, en esos nadadores a favor de la corriente que, sin advertirlo, aceptan su propia muerte con tal de no bracear. Porque muertos están quienes por cobardía, por estolidez, por conformidad con las ideas establecidas defienden el aborto; y también quienes con su silencio o indiferencia lo amparan, quienes con su anuencia sorda respiran sus miasmas, fingiendo que no les contagian.
A los soldados aliados que, en su avance hacia Berlín, liberaban los campos de concentración donde durante años se habían hacinado prisioneros famélicos, puras radiografías de hombre despojadas de su dignidad, no les estremecía tanto el espectáculo dantesco que se desplegaba ante sus ojos como la pretendida ignorancia de los lugareños vecinos, que habían visto llegar trenes abarrotados de presos al apeadero de su pueblo, que habían visto humear las chimeneas de los hornos crematorios, que habían visto descender la ceniza de los cadáveres incinerados sobre sus tierras de labranza y, sin embargo, habían fingido no enterarse de lo que estaba sucediendo ante sus narices. Con esta nueva forma de holocausto que es el aborto ocurre lo mismo: llegará el día en que las generaciones venideras, al asomarse a los cementerios del aborto, se estremezcan de horror, como hoy nos estremecemos ante las matanzas que ampararon los totalitarismos de hace un siglo (sólo que, para entonces, las cifras del aborto serán mucho más abultadas, vertiginosas de tan abultadas); pero se estremecerán, sobre todo, ante la complicidad tácita de una sociedad que, dimitiendo de su humanidad, prefirió volver el rostro hacia otro lado cuando se trataba de defender la vida más inerme, que incluso aceptó el aborto como un instrumento benéfico, entronizándolo en la categoría de «derecho». A esas generaciones futuras les consolará, sin embargo, saber que, mientras muchos de sus antepasados renegaba de su condición humana, acatando la barbarie y bendiciéndola legalmente, hubo unos cientos de miles de españoles que el sábado 17 de octubre de 2009 salieron a la calle para gritarle a una sociedad que yacía agusanada en la tumba: «Levántate y anda». Y, agradecidos, comprobarán que, con su gustoso sacrificio de nadadores a contracorriente, aquellos cientos de miles de españoles irradiaron vida en un mundo acechado por la muerte.