martes, 23 de marzo de 2010

Silverio Nieto: "No hay nada que se pueda alegar para justificar el sacrificio de lo más sagrado, la vida"

Me complace compartirles tan grata noticia de un gran amigo que tanto está ayudando al Perú a través de sus cursos en la Facultad Redemptoris Mater y su asesoría a la Conferencia Episcopal Peruana. Gracias y felicitaciones por tan magnífico pregón

http://www.analisisdigital.com/Noticias/Noticia.asp?IDNodo=-3&Id=46804

Redacción - 24/03/2010
El pasado sábado, 20 de marzo, la iglesia de San Antonio de Almendralejo, acogió el pregón de Semana Santa con ocasión de la procesión magna de 2010. Silverio Nieto, natural de Almendralejo y actual secretario del gabinete jurídico de la Conferencia Episcopal Española y asuntos jurídicos de la nunciatura de la Santa Sede en España, fue el encargado de pronunciar el pregón, invitado por el presidente de la Junta de Hermandades y Cofradías de la Ciudad. Durante el pregón hizo un recorrido por la pasión y resurrección del Señor y recordó que la cruz es patrimonio de la historia humana

Silverio Nieto agradeció al pronunciar el Pregón a la Junta de Cofradías, en la persona de su Presidente D. Pedro Nieto, el honor al designarle como pregonero, con ocasión de la Procesión Magna del 2010.
Silverio Nieto anunció que empieza la Semana Santa y dio gracias a la Virgen de la Piedad que acoge los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de todos nosotros, sus hijos, allá donde nos encontremos.
Dedicó el pregón a sus padres, a los mayores del pueblo, a los jóvenes y a los niños, para que en un futuro no muy lejano, se sientan motivados para revivir y recuperar la historia que ahora no alcanzan a comprender. Silverio Nieto también recordó especialmente a los costaleros, capataces, nazarenos, hermanos mayores, Bandas de música y en definitiva, a todos los que contribuyen, participan y dan realce a la Pasión del Señor, porque, como dijo, sin ellos, la Procesión Magna no sería posible.
Tras estas palabras recorrió, siguiendo las Sagradas Escrituras y a través de los distintos personajes que desfilan por los Evangelios, las calles de Jerusalén, acompañando en silencio, los últimos días, las últimas horas, de Jesús de Nazaret, en la primera Semana Santa. Así recordó desde el Domingo de Ramos hasta la Crucifixión y la resurrección del Señor en la Cruz.
Silverio Nieto recordó que la pasión de Cristo es como un resumen de la humanidad entera con todos sus vicios y virtudes. Jesús fue coherente en su vida, hasta su muerte en la cruz, dijo, vivió lo que predicó y tomó sobre sí el dolor de los hombres en todas sus formas: el dolor físico más lacerante; el dolor moral de la incomprensión, la traición, la cobardía y la dispersión de los suyos, la indiferencia de tantos, el acoso cruel de los adversarios.
La cruz es patrimonio de la historia humana, recordó, esa cruz que algunos se empeñan que ocultemos o que desaparezca de los lugares públicos, de nuestros pueblos o ciudades. Porque toda la vida humana es cruz, en cuanto ésta significa dolor, frustración de la esperanza, muerte. Cristo no trae la cruz, comparte la nuestra.

--PARA SABER MAS-----------------------------------------------

Pregón de Semana Santa Almendralejo 2010 por Silverio Nieto

Pregón de Semana Santa Almendralejo 2010 por Silverio Nieto

- 23/03/2010


Dejó escrito Cervantes en el inmortal Quijote: “no atribuyas a tus merecimientos las mercedes recibidas, sino da gracias al cielo que dispone así las cosas”.

Estas palabras quieren poner de relieve no mis merecimientos y mis valías, que son muy pocos, aunque el presentador, el buen amigo Francisco Javier MorilloVenegas, en aras de la amistad, ha realzado una vida de estudio y trabajo, de un hijo de Almendralejo, que tiene el honor de dirigirse ahora a Vds.

Ilmo.Sr. Alcalde, Sr. Presidente y miembros de la Junta de Cofradías de Penitencia y Gloria, Sr. Cura Párroco, autoridades civiles y eclesiásticas, miembros de las distintas Cofradías, distinguidos paisanos, queridos amigos. Buenas noches.

Agradezco a la Junta de Cofradías, en la persona de su Presidente D. Pedro Nieto, el honor que me han hecho y la responsabilidad que en mi ha depositado al designarme como pregonero, con ocasión de la Procesión Magna del 2010. Este es el mensaje básico del pregón; anunciar que empieza la Semana Santa.

Gratitud al presentador. Una vez más se confirma que, en bastantes ocasiones de la vida, y ésta es una de ellas, la semblanza que ha hecho del pregonero, obedece a rasgos de delicadeza y generosidad de quien la dice, más que a méritos propios de la persona a quién se pretende presentar. Gracias, amigo Fran Morillo, por tus amables palabras.

Y como estamos en Almendralejo, gracias, a la Virgen de la Piedad, nuestra Madre y Patrona, que acoge los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de todos nosotros, sus hijos, allá donde nos encontremos.

Me van a permitir que dedique este pregón:

A mis padres, en la seguridad de que están siendo testigos de este acto desde la otra vida. Ellos, que, como tantos otros, tuvieron que abandonar esta tierra para buscar lo mejor para sus hijos, supieron inculcarnos, por encima de todo y como rasgo distintivo, el amor a esta tierra y a la Virgen de la Piedad, siempre presente en nuestras vidas.

A los mayores del pueblo, gracias a los cuales se conservan estas entrañables tradiciones.

A los jóvenes, que no conocieron ese pasado de dificultades de todo tipo, pero que, en época de crisis como la actual, con esfuerzo, ilusión, dedicación y preparación durante todo el año, hacen posible los distintos desfiles procesionales, para que sigan formando parte inseparable de nuestro patrimonio espiritual e histórico.

A los niños, para que en un futuro no muy lejano, se sientan motivados para revivir y recuperar la historia que ahora no alcanzan a comprender.

También y de una manera muy especial, a los costaleros, capataces, nazarenos, hermanos mayores, Bandas de música, en definitiva, a todos los que contribuyen, participan y dan realce a la Pasión del Señor, porque la Procesión Magna, sin vosotros, no sería posible.

En fin, a todos los que en la Semana Santa nos honran con su presencia y disfrutan de la cordialidad de la ciudad de Almendralejo.

Un saludo afectuoso, con respeto y consideración a las distintas Hermandades y Cofradías:

-Hermandad y Cofradía de Nazarenos del Stmo. Cristo del Amparo y María Santísima de la Piedad en su Misterio Doloroso.
-Hermandad y Cofradía de Nazarenos de Nº Padre Jesús del Gran Poder, Cristo Yacente y María Stma. de los Dolores.
- Real Cofradía de la Oración en el Huerto y Beso de Judas.
-Hermandad de Nº Padre Jesús Cautivo y María Santísima de la Esperanza.
-Hermandad y Cofradía de Nazarenos del Stmo. Cristo y María Stma. de la Merced en sus Misterios Dolorosos.
-Hermandad y Cofradía del Stmo. Cristo de la Buena Muerte y de la Santa Vera Cruz.
-Cofradía de Cristo Resucitado.

Esperad de mí, de este sencillo pregonero, no una pieza de oratoria, no una demostración de profundos conocimientos literarios y retóricos, sino un conjunto de palabras que solo muy de lejos van a conseguir expresar con un mínimo de acierto y habilidad, lo que le sugiere la Semana Santa. No me voy a detener, como con acierto han hecho ilustres pregoneros otros años, en las características, historia y significado de las cofradías y hermandades de Penitencia y Gloria de la ciudad de Almendralejo. Es difícil buscar perspectivas novedosas. Para evitar planteamientos reiterativo, voy a intentar un análisis de las secuencias más significativas de la Pasión del Señor. Voy a recorrer, junto con Vds., siguiendo las Sagradas Escrituras y a través de los distintos personajes que desfilan por los Evangelios, las calles de Jerusalén, acompañando en silencio, los últimos días, las últimas horas, de Jesús de Nazaret, en la primera Semana Santa.

(Domingo de Ramos)
Jesús había sabido siempre que tenía que morir, sin tardar mucho y de muerte infamante; sabía lo que le preparaban en Jerusalén. Jesús no quiere entrar a pie, en la ciudad que debería ser el trono de su Reino. Envía a dos de sus discípulos en busca de un pollino o asno. Empieza el descenso en medio del calor del sol, entre las ramas recién cortadas y los himnos del saludo esperanzado. Era a principios del abril ventoso y de la primavera. Era uno de esos días en que el azul parece más azul, más verde el verde, en que la luz ilumina más y el amor es más amoroso. El grito de Pedro se convertía en grito del pequeño y fervoroso ejército que bajaba por la pendiente camino de Jerusalén. “¡Hosanna al Hijo de David!”, decían las voces de los jóvenes y de las mujeres. Los más osados han ido cortando a lo largo del camino ramas de palmera, de olivo. Y las agitan en alto, lanzando a voz en grito, las frases apasionadas de los salmos: “¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloría en los lugares altísimos!” Los gritos llegan a oídos de los fariseos, que han acudido, serios y severos, para ver a qué obedece aquel sedicioso bullicio. Algunos, gritan desde el medio de la multitud a Jesús: “¡Maestro, reprende a tus discípulos! ¿Ignoras que esas palabras sólo pueden dirigirse al Señor, a aquel que vendrá en su nombre? Jesús, sin detenerse, les contesta: “¡Yo os digo que si éstos callan, hablarán las piedras!”

Desde hacía algún tiempo, no estaba ya segura la vida de Jesús. Jerusalén estaba llena de forasteros y eran muchos los que le escuchaban. El Sanedrín estuvo de acuerdo en que era preciso apoderarse de Jesús por blasfemo del sábado y del Señor. Únicamente Nicodemo intentó una defensa de procedimiento. Pero, enseguida fue desestimada su pretensión: “Este hombre hace milagros y son muchos los que le siguen. Si le dejamos actuar, creerán todos en Él y los romanos vendrán a destruir nuestra ciudad y nuestra nación”. Caifás, Sumo Sacerdote en ejercicio, ya había prejuzgado lo que debía ocurrir: “Conviene que muera un hombre, en lugar de que perezca todo el pueblo”.

(En el Huerto de los Olivos)
Sólo quedaba concretar y escenificar lo que se había resuelto que debía producirse. Jesús acompañado de sus discípulos, de noche, dejó la ciudad y subió al Monte de los Olivos, adonde solía ir para hacer oración (Mt 16,30; Lc 22,39). Mientras andaba, y mirándolos, les dijo: “Todos vosotros os avergonzaréis de Mí esta noche, y huiréis, y me dejaréis solo cuando veáis lo que me sucede”. Pedro protestó y dijo: “Aunque todos se asusten y se avergüencen de Ti, yo no me he de avergonzar”. Jesús respondió: “Esta misma noche, antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres” (Mc 14,30).

(Judas)
Un grupo numeroso de personas se acerca a Jesús, que estaba rodeado de sus discípulos. ¿A quién buscáis?, les preguntó. “A Jesús de Nazaret”. “Yo soy”, replicó el Señor. Ante el estupor y confusión de los soldados romanos y guardias del Templo, a los que acompañaba Judas, de nuevo les hizo la misma pregunta: “¿A quién buscáis? “A Jesús de Nazaret”. “Os dije que yo soy”, dijo. “Si pues me buscáis a mí, dejad marchar a éstos” (Jn 18:8). Cristo se entrega sin resistencia y rechaza la utilización de la violencia, a la que se vio tentado Pedro. Algunos de la banda, deseosos ahora de mostrar su celo y valor, echaron mano a Cristo. “Entonces los discípulos todos, abandonándole, huyeron” (Mt 26:56). El prendimiento se había acordado de la siguiente manera: Judas les había dicho “Aquel a quien yo bese, es Él. ¡Prendedlo!” Y cuando Judas llega, entre el brillo de las espadas y la luz de las antorchas, bajo la negra sombra de los olivos y besa el rostro, húmedo todavía de sudor de sangre, Jesús no lo rechaza, sino que dice: “Amigo, ¿qué vienes a hacer?” Una sola súplica le dirige: “Lo que piensas hacer, hazlo pronto”. Alrededor de las dos de la madrugada, el grupo de guardias conduce a Jesús por la vía escalonada, a través de empinadas callejuelas, a la colina de la ciudad, donde se hallaba la casa del Sumo Sacerdote Anás, a quién, por deferencia de su yerno Caifás-Sumo Sacerdote aquel año-es conducido Jesús.

(Ante el Sumo Sacerdote Anás)
Por primera vez, frente a frente, el antiguo carpintero de Nazaret, el joven profeta, y el jefe religioso del pueblo, lleno de todas las pasiones que la ambición y el miedo siembran en el corazón del hombre. Anás, en una especie de instrucción previa, le interroga sobre sus discípulos y su doctrina; el nazareno responde: “He hablado abiertamente ante todo el mund; he enseñado siempre en la sinagoga y en el Templo, y no he hablado nada a ocultas. Pregunta a los que me hna oído lo que les he hablado; ellos saben lo que he dicho” (Jn 18, 20-21). Anás, acostumbrado al servilismo, a la sumisión y al miedo de sus interlocutores, debió sentirse desconcertado ante la calma de aquel hombre. Era verdad, Él no había buscado el exclusivismo en los destinatarios de su mensaje, ni se había ocultad nunca, sino que había hablado en las plazas, ante la multitud. En la Fe, ni caben los exclusivismos, ni las pretensiones de apropiarse de un mensaje que no puede ser encorsetado, ni tampoco es posible su reducción al ámbito de lo privado, a la pura conciencia que no puede ser expresada. ¿Cómo no manifestar lo que se vive? ¿Cómo no proponer a todos –nunca imponer- lo que se cree? ¿Cómo no celebrar, también públicamente, lo que se conserva a modo de tesoro en el corazón?

Con la bofetada de uno de los presentes a Jesús, concluye el interrogatorio de Anás, quien prefirió desembarazarse cuanto antes del reo ordenando que lo devolvieran a Caifás, verdadero responsable del proceso religioso que iba a instruirse contra Jesús.

(Jesús ante Caifás)
Cuando llega Jesús, Caifás estaba acompañado de algunos miembros del Sanedrín; se iba a celebrar lo que podemos llamar “sesión nocturna”, en la que intervendrían los más fogosos adversarios de Jesús, los más adictos a las posiciones de Caifás, que se aseguraba así la sentencia deseada. El quebranto del sábado, la crítica al culto del templo, el enfrentamiento a las autoridades judías, los milagros-considerados como mágicos por sus acusadores-, la autoridad con que hablaba, su insólita y escandalosa cercanía con Dios…serían algunos de los cargos que inicialmente Jesús habría de oír.

Caifás pregunta: “Te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”. El momento era solemne. Todo el misterio y la misión de Jesús pendientes de su contestación: “Tu lo has dicho” (Mt 26,64). Jesús acaba de proclamar ante sus acusadores lo que secretamente había confesado a sus amigos más íntimos. Caifás ha logrado por fin lo que quería: “¡Has blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ahora mismo habéis oído la blasfemia. ¿Qué os parece? Es reo de muerte”(Mt 26,65). La decisión estaba tomada, quedaba el trámite de su validación y confirmación de parte de todo el Sanedrín.

A primera hora de la mañana fue conducido ante el gobernador romano. La comedia legal había terminado en su primera parte. Se había conseguido dictar la sentencia que se pretendía: Jesús considerado reo de muerte como blasfemo. La ley convertida, no en instrumento al servicio de la justicia, sino en un medio de venganza. Hubo juicio, pero no justicia, sino maquinación religiosa y política para desembarazarse de un estorbo, que lo era para Caifás en sus intereses, y para el pueblo, en su idea de Dios. Sólo quedaba la confirmación de Pilato, el llamado juicio civil o político.

(Jesús ante Poncio Pilato y Herodes)
Al alba se dirigieron al Pretorio donde Pilato dictaba sus sentencias. “¿Qué acusación traéis contra este hombre?” (Jn 18,29). La primera pregunta de Pilato es despectiva y ellos se sienten molestos: “Si éste no fuera un malhechor, no te lo habríamos entregado”(Jn 18,30). Él, que no quiere perder tiempo en intrigas religiosas, insiste: “Tomadle vosotros y juzgadlo según vuestra ley”. Los judíos podían aplicar castigos ligeros, pero de lo que se trata es de índole distinta: “Nosotros no podemos dar muerte a nadie” (Jn 18,31). No se ha iniciado el proceso pero ya tienen muy claro la condena que quieren obtener.

Para conseguir la citada condena, hay que cambiar de acusación. Si se le acusa de falso Mesías, Pilato se reirá de ellos, pero si se le acusa de sedicioso, de alborotador, de instigar al pueblo contra Roma, el gobernador romano tendrá que juzgarle, y acabará condenándolo. El motivo de la acusación contra Jesús, por tanto, no será religioso, sino político: “Hemos encontrado a éste alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributos al César y diciendo que él es Cristo rey” (Lc 23,2). Pregunta a Jesús, no sin ironía: “¿Tú eres el rey de los judíos?” Jesús, en lugar de responder, le lanza una pregunta que debió ser desconcertante: “¿Me haces esa pregunta por ti mismo o porque otros te la han dictado?”. No debió gustarle la réplica a Pilato, por ello le vuelve a preguntar: “¿Acaso soy yo judío? Tú nación y los sumos sacerdotes te han entregado a mí, ¿qué has hecho?”. La respuesta de Jesús es desconcertante: “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18,33-36). No nos resulta difícil advertir la sonrisa del Procurador Romano ante la distinción de Jesús entre éste y otro mundo: es la sonrisa del escéptico, de quien no acepta más realidad que la que entra por los sentidos, la sonrisa de quien desprecia al creyente, la sonrisa del materialista, del ateísmo práctico y existencial que coincide con la visión secularizada de la vida y del destino del hombre.

Pilato no entiende de otros mundos, por ello quiere aclarar al menos este punto: “Luego, ¿eres rey?” Es posible que esperase del acusado un rechazo de esa afirmación, sin embargo no fue así: “Tu lo has dicho, yo soy rey.”“Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad.” (Jn 18,37-38). ¿La verdad?: “¿Qué es la verdad?” Jesús se había presentado como “el Camino, la Verdad y la Vida” y había indicado a sus discípulos: “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres”.

Lo más profundamente humano es “la búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia” (Juan Pablo II, Redemptor hominis, 18c). En definitiva, afirmar la verdad es posibilitar la libertad. En una palabra, saber si cabe pensar en el triunfo final del Amor sobre el egoísmo y de la Vida sobre la muerte.

Pero volvamos a la secuencia de los hechos, en este recorrido por las últimas horas de la vida de Jesús. A Pilato no le interesa la respuesta sobre la verdad, pero está convencido de su inocencia; por ello le indica a los sacerdotes: “No encuentro en él delito alguno”. Esta inicial conclusión exculpatoria, que debería haber servido para dar por terminado el proceso, encolerizó a los sacerdotes y a la gente del pueblo, que comenzó a lanzar improperios sobre el reo: “Subleva al pueblo, enseñando por toda la Judea, y empezando desde la Galilea hasta aquí” (Lc 23,5). Pilato vio la posibilidad de quitarse el problema de encima fingiendo creer que Jesús, como galileo, pertenecía a la jurisdicción de Herodes Antipas, que estaba por aquellos días en Jerusalén con motivo de la Pascua, y ordenó que lo trasladaran a su presencia.

Herodes no había podido quitarse de encima el recuerdo de la muerte de Juan Bautista, a quien decapitó por indicación de Herodías. En cuanto le traen a Jesús, comienza a hacer toda una serie de preguntas, no tanto con el ánimo de conocer, de saber la verdad, sino para burlarse de él. Ante tanta palabra inútil, despreciativa, Jesús calla, guarda silencio. Herodes se muestra ante Jesús con una actitud altanera, despreciativa. De ahí el silencio de Jesús, expresión de dignidad, de autoridad, de majestad, símbolo de ese bien que no hace ruido, habiendo como hay en el mundo tantos ruidos que no hacen bien. El silencio de Jesús humilló y desdeñó a Herodes, por eso manda colocarle un manto y seguir con la burla. Finalmente, devuelve el reo a Pilato.

(Jesús de nuevo ante Pilato)
El desfile siniestro de la Primera Semana Santa nos sitúa de nuevo en el Pretorio. Pilato resume la situación en estos términos: “Me presentasteis a este hombre como amotinador del pueblo, y he aquí que yo, habiéndole interrogado delante de vosotros, no hallé ninguno de los delitos de que le acusáis. Y tampoco Herodes, pues nos lo devolvió sin que nada digno de muerte se le haya probado” (Lc 23,14-15).

(El pueblo)
Un elemento nuevo aparece en el juicio a Jesús: el pueblo, o mejor la turba. Será la muchedumbre quien, hostigada por los ancianos y sumos sacerdotes, pedirá insistentemente a Pilato que crucifiquen a Jesús. No ha pasado mucho tiempo, pero qué distintos son estos gritos, de aquellos “hosannas” con que fue aclamado en su entrada a Jerusalén. Ahí está el mismo Jesús, aunque ahora recibiendo las injurias de las gentes, y también la humillante complacencia de Pilato, inicialmente con pretensión de juez justo, finalmente político complaciente, capaz de hacer compadreo de la verdad y la justicia. Y detrás, también el pueblo, como casi siempre: el pueblo manipulado entonces por los sumos sacerdotes; manipulado ahora por los que forjan su criterio al dictado de lo que sugieren los formadores de la llamada opinión pública.

El Procurador Romano es cobarde, pusilánime y relativista. Tiene miedo de cometer una injusticia, tiene miedo de desagradar a su mujer, tiene miedo de dar una satisfacción a sus enemigos; pero tiene miedo al mismo tiempo de poner a salvo a Jesús. Son los miedos del hombre, situado tantas veces en la tesitura del bien y del mal, llamado a ser señor de su libertad.

El desenlace es previsible, aunque Pilato, convencido de la inocencia de Jesús, lo intenta por última vez, acudiendo a la costumbre romana de soltar cada año a un preso por la pascua. El gobernador romano, prisionero de sus temores, plantea una disyuntiva “democrática” al pueblo, que habrá de elegir entre Jesús y Barrabás, entre el Santo y el violento, entre el pacificador y el revolucionario, entre el príncipe de la paz y un homicida. El pueblo, y con él los jefes religiosos, no tienen dudas: a Barrabás.

Volvamos, no obstante, a los hechos. Pilato vuelve a preguntarles: “¿Qué haré con el que llamáis el rey de los judíos?” “¡Crucifícale!” (Mc15,12-13), responde la turba. De nuevo, queriendo hacerles reflexionar, vuelve a inquirir: “Pero ¿qué mal ha hecho?”“¡Crucifícale!”. Es el grito de una multitud que casi no conocía a Jesús, que había sido manipulada, que actúa más por torpeza que por odio, más por mediocridad que por maldad.

Terminada la flagelación, todavía queda tiempo para el escarnio, la diversión y la burla, de ahí el manto color púrpura y la corona de espinas, o el desfile humillante de los soldados inclinados ante Jesús en burlona señal de reverencia, acompañado del sarcástico saludo: “Salve, rey de los judíos” (Jn 19,3).Pilato ordenó que le trajeran de nuevo al prisionero. Impresionado por el aspecto de aquel pobre hombre, sobrecogido por el excesivo castigo, pensó que la brutalidad del mismo vendría a colmar las ansias de sangre del pueblo y de sus jefes. De nuevo, las dramáticas contradicciones de Pilato: “Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en él” (Jn 19,4). Abandonada la justicia, se sitúa en el terreno del cambalache político, capaz de jugar con lo más sagrado, con la vida; no hay nada que se pueda argüir para justificar el sacrificio de una vida; el cristiano y toda persona de buena voluntad, tiene que defender con fuerza, con claridad y con paciencia, el derecho de todos a la vida, especialmente de los seres humanos más indefensos, que son los que se desarrollan en el seno materno. Cuando se trata de proteger y garantizar la vida, no hay argumentos en clave de modernidad o del mal llamado progresismo; el silencio de Jesús, maltratado, masacrado, es el silencio de tantos inocentes, es el grito de los que no pueden hablar.

Pilato les presenta a Jesús: “He aquí al hombre” (ecce homo) (Jn 19,6). Ni con aquellas palabras, ni con tal espectáculo se sosegaron los judíos. Ellos necesitaban mucho más que un hombre lacerado de golpes, demacrado, hundido, algo más que unos ojos dilatados y vidriosos. Pero la muchedumbre para el que creen enemigo de Dios, repite a coro: “¡crucifícalo, crucifícalo!”,“Tomadlo vosotros y crucificadle, pues yo no hallo delito en él” (Jn 19,6). ¿Cómo es posible que alguien que está llamado a custodiar la ley pueda permitir que una persona que no ha cometido delito alguno sea entregada para morir en cruz?

“Nosotros tenemos una ley, y según esa ley debe morir, pues se hizo hijo de Dios” (Jn 19,6-7). Esta referencia asustó a Pilato, pues, aunque no era creyente, sí que era muy supersticioso. Por eso, interrogó a Jesús sobre su origen, pero no recibió respuesta. “¿A mí no me respondes? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte? “No tendrías ningún poder sobre mí-respondió Jesús- si no se te hubiera dado de lo alto, por eso, el que me entregó a ti tiene mayor pecado” (Jn 19,10-11). Una vez más, hubiera querido soltar a aquel hombre, pero el griterío de los judíos y las consignas que oía no podía agradarle: “Si sueltas a éste, no eres amigo del César; todo el que se hace rey, se enfrenta al César” (Jn 19,12). El Procurador romano, ajeno a cualquier preocupación religiosa y sólo interesado por su posición en Roma y por su carrera política, no podía permanecer vacilante por más tiempo. Afrontó directamente la conclusión del proceso: “¿A vuestro rey voy a crucificar?” (Jn 19,15-16) Aquello les indignó aún más: “No tenemos más rey que el César”. No había salida. Así, Pilato, después de lavarse las manos, se lo entregó para que fuera crucificado. Su cobardía y su miedo han pesado finalmente más. ¡Cuántos hombres, a lo largo de la historia, se han lavado las manos ante la injusticia, han optado por el mantenimiento de sus prebendas, priorizando el disfrute de sus privilegios sobre la defensa de los principios y valores, permitiendo el sacrificio de los inocentes!

Los soldados habían vuelto entre tanto a vestir al Rey con sus ropas de pobre y le habían colgado al cuello el cartel con la inscripción Jesús Nazareno, Rey de los judíos. La escolta se hallaba dispuesta. La tétrica caravana se puso en movimiento. Marchaba delante el centurión a caballo. Inmediatamente después, y en medio de legionarios armados, Jesús y los dos ladrones que habían de ser crucificados al mismo tiempo que Él. Detrás de ellos se oían el ruido de las pisadas de la muchedumbre desbordante que iba aumentando, a cada paso, con los cómplices y los curiosos. Lento como un entierro, el siniestro cortejo de los portadores de cruces avanza hacia el Calvario. La gente se aparta ante el pataleo del caballo del centurión, y se detiene para contemplar a los desdichados que jadean y sudan bajo el peso de la pavorosa carga. Los dos ladrones parecen más robustos. Pero el que va delante, el Hombre de los Dolores, extenuado por la terrible noche, por los cuatro interrogatorios, por las dolorosas idas y venidas, por las bofetadas, los azotes, desfigurado por la sangre, por el sudor, por el esfuerzo de este último viaje fatigoso. Su hermoso rostro iluminado se deformaba lentamente. Las piernas se resistían del cansancio y se doblaban bajo el peso del cuerpo y de la cruz. El beso de Judas, la fuga de los amigos, las cuerdas que ataban sus manos, los alaridos de muerte, las afrentas de los legionarios y este caminar de ahora con la cruz a cuestas, entre burlas y desprecios de aquellos a quienes Él ama. Algunas mujeres, con la cabeza tapada, caminaban detrás de todos, un poco apartadas, llorando (Lc 23,27). El llanto de las mujeres constituye una demostración de amor y Jesús no lo rechaza; pero deberían, más bien que por Él, llorar por sí mismas, que sufren ahora y que sufrirán más, y por sus hijos, que serán testigos de las señales, desgracias y ruinas que Él ha descrito.

(La Virgen María en el Calvario)
Previsiblemente, la Santísima Virgen se había colocado en un sitio en que pudiera ver a su Hijo al pasar, a pesar del dolor que sufriría al verle. No le importó a la Madre arriesgarse a ser insultada también por aquella chusma. Todo el mundo abandonó a Jesús, menos su Madre. La Virgen María lloraba al presenciar todo aquello, sufriendo en su corazón. Pero le miró, y Jesús la miró a ella. Las miradas se encontraron, y el corazón de cada uno quedó herido con el dolor del otro, y a la vez se alegraron y consolaron de que cada uno estaba siendo fiel al otro.

(Simón de Cirene)
Jesús, al cabo de sus fuerzas, tropezó, se vino a tierra y quedó allí, tendido debajo de la cruz. Todos se detuvieron y el centurión, que tenía mucha prisa, por acabar aquel enojoso servicio, buscó con la mirada alguien que pudiera cargar con aquel peso. Llegaba entonces del campo un hombre de Cirene, llamado Simón, que, al ver tanta gente, se había metido entre la multitud y contemplaba conmovido el cuerpo caído de fatiga. El centurión le dijo: “Carga con esa cruz y síguenos”. Sin decir palabra, el cirineo obedeció. Quizá lo hizo por bondad; tuvo que hacerlo en todo caso por obligación. ((Nada volvemos a saber del hombre misericordioso que prestó sus fuertes espaldas de campesino para aliviar las de Cristo; pero sí sabemos que sus hijos, Alejandro y Rufo, fueron cristianos (Mc 15,21), y es muy probable que fuese el padre mismo quien los convirtiese con el relato de la muerte en que fue testigo obligado)).

(Crucifixión y Muerte del Señor)
Mientras tanto, el cortejo ha llegado al sitio del Calvario y le crucificaron allí (Lc 23,33). Dos soldados se aproximan a Jesús y le despojan, con movimientos rápidos y rudos, de todas las prendas de vestir que lleva encima. También los ladrones se hallan ya en su sitio. Ya pueden los soldados descansar y repartirse los vestidos que los que están alzados en la cruz no van a necesitar ya. Desde ese momento, el Rey de los judíos no posee en el mundo otra cosa que la corona de espinas que le dejaron en la cabeza para mayor escarnio.

A Jesús, desde el fondo del alma, como un canto de victoria sobre la carne destrozada y extenuada, le brotan las palabras que no olvidaremos jamás: “¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!” Uno de los ladrones, aunque angustiado por el dolor de las heridas abiertas por los clavos, empezó a insultar a Jesús. Pero el buen ladrón, llamado Dimas, se volvió hacia su compañero y le dijo: “¿No temes ni siquiera a Dios, tú que estás sufriendo aquí el mismo suplicio? Por lo que hace a nosotros, el suplicio es justo porque recibimos el castigo que merecen nuestras acciones; pero este Hombre no ha hecho nada malo”. Y entonces, en un incontenible impulso de fe, pronunció estas palabras: “¡Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino!” Jesús, que no había contestado a nadie, giró todo cuanto pudo la cabeza hacia el ladrón compasivo, y le contestó: “Yo te digo en verdad que hoy estarás conmigo en el Paraíso”. La plegaria del ladrón fue suficiente para absolverlo.

Ante la oscuridad que de improviso vino sobre la región, fueron muchos los que, asustados por aquellas tinieblas misteriosas que se iban extendiendo, huyeron del Calvario y regresaron a sus casas. Las mujeres eran las únicas que no lo habían abandonado. Apartadas, a distancia de la cruz, por temor a los hombres que gritaban, María, Madre de Jesús; María Magdalena, María de Cleofás, Salomé, madre de Juan y de Santiago, presenciaban, llenas de terror, aquel final. Tuvo Jesús todavía fuerzas para confiar a Juan la herencia más querida y sagrada que dejaba sobre la tierra: la Virgen Dolorosa. “Ahí tienes a tu Madre”. “Mujer, he ahí a tu hijo” (Jn 19,27). Al darnos Cristo a su Madre por Madre nuestra manifiesta el amor a los suyos hasta el fin. Poco después, en medio de la atmósfera entristecida, en el silencio de la oscuridad, se oyeron estas palabras: “Eloi, Eloi, lemá sabactani? (¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?) (Mc 15,34).

Poco después, se oyó en lo alto la voz, lejana ya de Jesús: “Tengo sed”. Uno de los soldados cogió una esponja, la empapó en vinagre, y la acercó a los labios de Jesús. Apenas hubo mojado en ella sus labios, exclamó: “Todo está consumado”. Y recogiendo el último hálito de fuerza, grita en la oscuridad: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! E Inclinando la cabeza entregó el espíritu (Jn 19,30). Cristo ha muerto. Ha muerto en la cruz, como han querido los hombres. Cristo ha muerto, y su Cuerpo traspasado cuelga desde aquel día sobre una Cruz invisible plantada en mitad de la tierra.

(Resurrección del Señor)
Pero vana sería nuestra fe, si todo hubiera acabado con la Muerte, si no hubiera resucitado Jesucristo (1 Cor 15,14). La noche no es eterna. El sepulcro ya está vacío. El Resucitado, que cierra los desfiles procesionales, se levanta victorioso de la muerte sobre la losa abierta de la tumba. Y aunque la Sagrada Escritura no nos lo diga, nuestra sensibilidad no comprendería que el Hijo no se apareciera a su Madre. Por eso aquí, en Almendralejo, la Madre y el Hijo se encuentran en la mañana del Domingo de Gloria. La Esperanza lo buscaba de tribunal en tribunal. La Dolorosa lo encontró en su camino hacia el Calvario. La Piedad lo recibe a los pies de la Cruz. La Soledad peregrinaba consternada. Ahora, de nuevo, juntos, exultantes de gloria y alegría, porque la muerte ha sido definitivamente vencida.

(A modo de conclusión)
La pasión de Cristo es como un resumen de la humanidad entera con todos sus vicios y virtudes. En Judas está el resentimiento, los celos, la avaricia. En Caifás la soberbia, el odio. En Pilato la cobardía, lo políticamente correcto. En Herodes la frivolidad, el cinismo. En la multitud la versatilidad, la violencia, la falta de criterio…Entre todos trenzan un proceso miserable. Todos intentan cargar sobre otras espaldas la responsabilidad de la decisión final. En medio de todos ellos, está Jesús, el cordero que molesta a todos precisamente porque es cordero, porque está desarmado, porque anuncia un reino que no es de ninguno de ellos.

Ahí está Dios, ahí está Jesús, cumpliendo en la cruz lo que anunció: “amad a los que os odian”; “haced el bien a los que os maldicen”; “ofreced la mejilla izquierda a quien os abofetea en la derecha”;“bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia”; “temed a quienes pueden hacer daño a vuestra alma, no a quienes pueden herir vuestro cuerpo”;“tenéis que perdonar, no siete veces, sino setenta veces siete”; “bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”.

Jesús fue coherente en su vida, hasta su muerte en la cruz. Vivió lo que predicó. Él fue pobre: nació pobre, fue reconocido y seguido por los pobres, murió desnudo. Su dulzura cautivaba a sus amigos, su fortaleza desconcertó a los poderosos. Conoció las lágrimas. Fue misericordioso: es el padre del hijo pródigo, y el pastor angustiado por la oveja perdida; todos sus milagros brotan de la misericordia. Era la paz: vino a traer la paz, a reparar la grieta que había entre la humanidad y Dios. Fue perseguido por causa de la justicia, de ahí su cruz. Él tomó sobre sí el dolor de los hombres en todas sus formas: el dolor físico más lacerante; el dolor moral de la incomprensión, la traición, la cobardía y la dispersión de los suyos, la indiferencia de tantos, el acoso cruel de los adversarios.

La cruz es patrimonio de la historia humana. Esa cruz que algunos se empeñan que ocultemos o que desaparezca de los lugares públicos, de nuestros pueblos o ciudades. Porque toda la vida humana es cruz, en cuanto ésta significa dolor, frustración de la esperanza, muerte. Cristo no trae la cruz, comparte la nuestra.

Y junto a la cruz, María, la madre del crucificado, y de todos los crucificados de la historia. Ahí está María, desgarrada de dolor, firme, reverente en su tragedia, esperanzada en la oscuridad. María calla, sufre, confía, espera, está en pie. En medio del dolor, ¡cómo consuela la cercanía de la Madre!

Para finalizar, reitero mi felicitación a todos los que hacen posible los distintos desfiles procesionales, cada día más brillantes, más cuidados, con más devoción y participación. La Semana Santa de Almendralejo se va superando cada año. Así en esta ocasión, con la inestimable colaboración del Ayuntamiento, y entre otras novedades, se ha establecido una carrera oficial, para que pasen todas las cofradías el Viernes Santo y pueda ser presenciada, con comodidad, por las personas enfermas, mayores o con alguna discapacidad. Que la Procesión Magna, que la presencia de Cristo y de la Santísima Virgen por las calles y plazas de esta querida ciudad sea signo de su vitalidad religiosa, humana y prosperidad económica.

Gracias por la exquisita atención y hospitalidad; por haber asistido a este entrañable acto, pórtico de la Semana Santa que les invito a vivir con el debido recogimiento y devoción. Pido disculpas por los posibles errores u omisiones, inevitables para no hacer excesivamente extensa esta intervención, y la imposibilidad de satisfacer las expectativas que pueden haber despertado los actos de años anteriores. Confío que la demostrada capacidad de acogida del pueblo de Almendralejo, y la indulgencia de todos ustedes contribuyan a disimular y cubrir la torpeza de mis palabras. Gracias de nuevo por la invitación y por la posibilidad de dirigirme a todos mis queridos paisanos.

Termino con una plegaria a la Santísima Virgen de la Piedad, como homenaje a su autor, personalidad sobradamente conocida de todos Vds., que durante muchos años fue Rector del Santuario, el Rvdo. D. Tobías Medina.

“Virgen de la Piedad, Reina y Señora,
de Almendralejo Madre y Alcaldesa;
para los Barros, Corazón. Sorpresa
para quien busca paz y luz añora.

A pedir tu Piedad vengo yo ahora:
-nunca es tarde, ¿verdad?-¡Cómo me pesa
el traer tanto tiempo el alma presa,
esclava de mi “yo” hora tras hora!

Acoge en tu Piedad al que te implora;
al que, hambriento de paz, busca una mesa;
a aquél que ante tu altar hace promesa
y al que en la soledad sus penas llora”.

Almendralejo, 20 marzo 2010


- 23/03/2010

 

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