PARA VENCER AL COVID SOÑANDO JUNTOS CON EL PAPA FRANCISCO
SUS TRES VIVENCIAS COVID
El Papa Francisco, en el reciente libro de Austen Ivereighn "Soñemos juntos" (Roma 2020) nos brinda un rayo de luz: "Millones de personas se han preguntado a sí mismas, y entre sí, dónde podrían encontrar a Dios en esta crisis. Lo que me viene a la mente es el desborde. Veo un desborde de misericordia derramándose a nuestro alrededor. Los corazones han sido puestos a prueba. La crisis ha suscitado en algunos un coraje y una compasión nuevos.
Algunos han sido zarandeados y han respondido con el deseo de reimaginar nuestro mundo, otros buscaron socorrer con gestos bien concretos las penurias de tantos capaces de transformar el dolor de nuestro prójimo. Esto me llena de esperanza en que podemos salir mejores de esta crisis".
En este día de la amistad les comparto su magistral testimonio en lo que de modo tan acertado denomina sus tres covid.
Tuve tres «situaciones Covid» en mi propia vida: la enfermedad, Alemania y Córdoba.
Me acuerdo de la fecha: el 13 de agosto de 1957. Un prefecto, que se dio cuenta de que lo mío no era el tipo de gripe que se cura con aspirina, me llevó al hospital. De entrada, me sacaron un litro y medio de agua del pulmón, y ahí me quedé peleando por vivir. En noviembre me operan para quitarme el lóbulo superior derecho de uno de los pulmones. Tengo experiencia de cómo se sienten los enfermos de coronavirus que luchan por respirar conectados a un ventilador. Recuerdo especialmente de ese tiempo a dos enfermeras. Una era la jefa de sala de la enfermería, una hermana dominica que antes de ser enviada a Buenos Aires había sido docente en Atenas. Más tarde supe que, después de que el médico me examinara por primera vez y se fuera, ella les dijo a las enfermeras que duplicaran la dosis de los medicamentos que había indicado —básicamente penicilina y estreptomicina— porque su experiencia le decía que me estaba muriendo. La hermana Cornelia Caraglio me salvó la vida. Gracias a su contacto habitual con enfermos sabía mejor que el médico lo que los pacientes necesitaban y tuvo el coraje de utilizar esa experiencia. Otra enfermera, Micaela, hizo lo mismo cuando tenía un dolor intenso. Me daba en secreto dosis extra de los calmantes, por fuera de los horarios estipulados. Cornelia y Micaela ya están en el cielo, pero siempre estaré en deuda con ellas. Pelearon por mí hasta el final, hasta mi recuperación. Me enseñaron lo que significa usar la ciencia y también saber ir más allá para atender las necesidades particulares. Aprendí otra cosa de esa experiencia: la importancia de evitar la consolación barata. La gente me visitaba y me decía que iba a estar bien, que con todo ese dolor nunca iba a tener que sufrir de nuevo —tonterías, palabras vacías que se decían con buenas intenciones pero que nunca me tocaron el corazón—.La persona que me llegó con más profundidad, con su silencio, fue una de las mujeres que marcaron mi vida: la hermana María Dolores Tortolo, que me enseñó cuando era chico y me preparó para mi primera comunión. Me vino a ver, me tomó de la mano, me dio un beso y guardó silencio por un buen rato, hasta que después me dijo: «Estás imitando a Jesús». No necesitó decir más nada. Su presencia, su silencio, me resultaron profundamente consoladores. Después de esa experiencia, tomé la decisión de hablar lo menos posible cuando visito a enfermos. Solo los tomo de la mano.
La enfermedad grave que viví me enseñó a depender de la bondad y la sabiduría de los demás. Mis compañeros seminaristas venían a donar sangre, a visitarme y a acompañarme, noche tras noche, en esa difícil situación. Esas cosas no se olvidan. ¿Cómo salí de ese «Covid»? Salí más realista, salí mejor. Me dio espacio para repensar mi vocación. Ya venía sintiendo que mi vocación era para la vida religiosa, y estaba pensando en los salesianos, los dominicos, quizá los jesuitas. Conocía a los jesuitas del seminario, porque eran los que lo dirigían, y me impresionaba su misionariedad. Mientras me recuperaba de la operación en el pulmón lejos del seminario, tuve tiempo y espacio para repensar, y me dio la tranquilidad que necesitaba para tomar la decisión definitiva de entrar en la Compañía de Jesús.
El tiempo en Alemania, en 1986, lo podría llamar el «Covid del destierro». Fue un destierro voluntario porque fui a perfeccionar el alemán y buscar material para mi tesis, pero me sentí como sapo de otro pozo. Me escapaba a dar algún paseíto en dirección al cementerio de Frankfurt y desde allí se veían los aviones aterrizar y despegar; tenía nostalgia de mi patria, de volver. Recuerdo el día que Argentina ganó el Mundial. No quise ver el partido y solo supe que habíamos ganado al otro día cuando leí el diario. En mi clase de alemán nadie dijo una palabra, pero cuando una muchacha japonesa escribió en el pizarrón VIVA ARGENTINA, los demás se rieron. Cuando entró la profesora, dijo que lo borraran y nada más. Era la soledad de un triunfo solo, porque nadie te lo compartía; la soledad de no pertenecer, que te desinstala. Te sacan de donde sos y te llevan a un lugar que no conocés, y en el proceso aprendés lo que realmente importa en el lugar que dejaste.
A veces el desarraigo puede ser una sanación o una transformación radical. Ese fue mi tercer «Covid», cuando me mandaron a Córdoba entre 1990 y 1992. Este tiempo tuvo su raíz en mi modo de conducir, primero como provincial y después como rector. Seguramente alguna cosa buena hice, pero a veces era muy duro. En Córdoba me pasaron la boleta y tenían razón.[5]
[5] El papa Francisco se refiere al período que pasó en la ciudad de Córdoba (1990-1992), una ciudad entre las sierras ubicada en el centro de Argentina. Ocurrió al final de una etapa turbulenta que vivió la Compañía de Jesús en la Argentina bajo el liderazgo dominante y carismático de Jorge Mario Bergoglio por más de una década, primero como provincial (1973-1979) y luego como rector de la casa de formación jesuita, el Colegio Máximo en la Provincia de Buenos Aires. Con poco más de cincuenta años, Bergoglio fue enviado a Córdoba. Este período finalizó cuando el arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Antonio Quarracino, le pidió al papa Juan Pablo II que nombrara a Bergoglio como obispo auxiliar. Este doloroso pero fructífero período, en el que Jorge Mario Bergoglio sufrió mucho, fue el momento en que escribió algunas de sus reflexiones más profundas, como se describe en Austen Ivereigh, El gran reformador: Francisco, retrato de un papa radical (Barcelona, Ediciones B, 2015), capítulo 5.
Pasé un año, diez meses y trece días en esa residencia jesuita. Celebraba la misa, confesaba y ofrecía dirección espiritual, pero no salía para nada, solamente cuando tenía que ir al correo. Fue una especie de cuarentena, de aislamiento, como tantos hemos hecho en estos meses, y me hizo bien. Me llevó a madurar ideas: escribí y recé mucho. Hasta ese momento tenía una vida ordenada en la Compañía, acorde a mi experiencia: primero como maestro de novicios y luego, desde 1973, cuando me nombraron provincial, hasta 1986, cuando terminé mi período como rector. Me había instalado en ese modo de vivir. Un desarraigo de ese tipo, donde te mandan a un rincón de la cancha y te hacen sentar en categoría de suplente, te mueve todo. Tus costumbres, los reflejos de conducta, las pautas referenciales anquilosadas con el tiempo, todo esto te desinstala y tenés que aprender a vivir de nuevo, a rearmarte. Lo que me impresiona hoy, viendo aquello, son tres cosas en particular. Primero, la capacidad de oración que se me regaló. Segundo, las tentaciones que experimenté. Y tercero —y es la cosa más extraña— cómo se me ocurrió leer los treinta y siete tomos de la Historia de los papas de Ludwig Pastor. Se me podría haber ocurrido leer una novela, o algo más interesante. Desde donde estoy ahora, me pregunto por qué Dios me habrá inspirado a leer eso en aquel momento. El Señor me preparó con esa vacuna. Una vez que conocés esa historia, no hay mucho de lo que pase en la curia romana y en la Iglesia de hoy que pueda sorprenderte. ¡Me ha servido mucho!
El «Covid» de Córdoba fue una verdadera purificación. Me dio mayor tolerancia, comprensión, capacidad de perdón. También me dio una nueva empatía por los débiles y los indefensos. Y paciencia, mucha paciencia, que es el don de entender que las cosas importantes llevan tiempo, que el cambio es orgánico, que hay límites, y que tenemos que trabajar dentro de ellos y mantener al mismo tiempo los ojos en el horizonte, como hizo Jesús. Aprendí la importancia de ver lo grande en lo pequeño, y a estar atento a lo pequeño en las cosas grandes. Fue un período de crecimiento en muchos sentidos, como el rebrote después de una poda a fondo. Pero tengo que estar atento, porque cuando caés en ciertos defectos, en ciertos pecados, y te corregís, el diablo, como dice Jesús, vuelve, ve la casa «bien barrida y todo en orden» (Lucas 11, 25) y va a buscar otros siete espíritus peores que él. El fin de ese hombre, dice Jesús, es mucho peor que el principio. De eso me tengo que cuidar ahora en mi tarea de gobierno de la Iglesia, de no caer en los mismos defectos que tuve cuando fui superior religioso. Esta «segunda tentación» es la especialidad de los diablos educados. Cuando Jesús dice que el diablo manda siete demonios peores que él, dice que «entran y viven allí». Es decir, uno los deja entrar. Tocan el timbre, son amables, piden permiso para todo, pero toman posesión de la casa de todos modos. Es la tentación del demonio disfrazado de ángel de luz que Jesús nos muestra en estos pasajes.[6]
[6] En los Ejercicios espirituales, san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, observa: «Propio es del ángel malo, que se forma sub angelo lucis [se disfraza de ángel de luz]... Es a saber, traer pensamientos buenos y santos, conforme a la tal ánima justa, y después, poco a poco, procura de salirse, trayendo a la ánima a sus engaños cubiertos y perversas intenciones». (#332).
El retorno del demonio en la tentación es una larga tradición en la historia de la Iglesia. Pensá en las tentaciones de san Antonio o de Teresita de Jesús, por ejemplo, que pide que le tiren agua bendita porque el diablo la está rodeando para hacerla caer en el último momento. Yo, a mi edad, debería tener anteojos especiales para tratar de ver cuándo el diablo me rodea para hacerme caer en mi último momento, porque estoy al final de mi vida. Estos fueron mis principales «Covid personales». Lo que aprendí es que vos sufrís mucho, pero si dejás que te cambie, salís mejor. Pero si te atrincherás, salís peor.