UN PATRONO CON DENOMINACIÓN DE ORIGEN
Un santo que vivió y obró milagros en la ribera del Duero
Javier Burrieza Sánchez
Se ha escrito de modo castizo —como decían los periodistas de antaño— que san Pedro Regalado es un santo de los de verdad, pues obraba continuamente milagros. Cuando murió en 1456, los frailes que habían vivido a su alrededor recopilaron en los seis meses siguientes los prodigios que se atribuían a su intercesión. Era tantos que se cansaron de apuntarlos, a los que había que añadir todos aquellos obrados en vida. Episodios extraordinarios que propiciaron la extensión de su fama de santidad. Y es que Valladolid tenía un serio problema. Era ciudad de importancia más que notable y no tenía patrono propio, nacido entre sus calles. Esto era tan grave como carecer de avales en lo que verdaderamente importaba entonces: lo sagrado. Las colectividades, y las ciudades lo eran, debían disponer de sus propios protectores. Ante esta ausencia y siguiendo una moda de las santidades del siglo XVII, la ciudad adoptó al arcángel San Miguel como tal, pues en esto de proteger sabía lo suyo, sobre todo luchando contra el mal.
En 1746 fue canonizado el franciscano Pedro Regalado, un fraile del que sabemos muy poco de su vida. Teófanes Egido, que es su primer biógrafo —antes existieron muchos hagiógrafos—, ha subrayado que fue un pobre entre los pobres, que vivió la mayoría de su existencia entre La Aguilera en Burgos y El Abrojo en Valladolid, después de haber salido de su entonces villa natal cuando era un adolescente, atraído en su vocación por un reformador de tirón como era fray Pedro de Villacreces. Por eso, no era extraño que el ámbito del Duero fuese el de sus caminos, a veces ensuciándose las sandalias, otras rompiendo el horizonte cuando los ángeles le transportaban. No era exactamente bilocación aquello sino velocidad de presencia. Esa era la razón por la cual le quisieron hacer patrono de Internet, pero la candidatura no tuvo padrino en el Vaticano.
Lo que sí consiguió san Pedro Regalado, en los primeros años cincuenta del siglo XX, fue ser patrono de los toreros. La razón era sencilla. Había sabido templar un toro que se había escapado de sus límites de actuación. Y lo hizo con la tranquilidad del buen franciscano, que por algo es una escuela de amplio espíritu ecologista. Por tanto, la ribera del "padre Duero" fue escenario de muchos de sus prodigios, navegando por el río sobre una capa con un compañero o dando de comer a los pobres de aquellas tierras. Este sí que fue un milagro bonito. Un pobre recibía el pan del buen Regalado hasta que el fraile santo murió. El que le sustituyó en el oficio se lo negó, ¡para que luego digan que nadie es imprescindible! "Piadosísimo padre, si tú vivieras no me hubieran despedido sin limosna. En vos hallé siempre alivio; faltó vuestra vida y se acabó mi socorro", reprochó en su oración el pobre. Al pronunciar estas palabras, el sepulcro se abrió, el Regalado se incorporó, extendiendo el brazo para dar pan al menesteroso. Una escena que plasmó en una obra magnífica Plácido Constanzi y que se conserva en una de las capillas de la Catedral.
Así, los primeros que contaron su vida no hablaron de su familia, descendiente de judíos, conversos a la fe cristiana. Era más interesante destacar sus escenarios vitales en Valladolid. Hablaban de sus virtudes de caridad pero no olvidaban sus prodigios, apropiados para las mentalidades teatrales del barroco que habrían de canonizarlo. Y cuando llegó la decisión del papa Benedicto XIV, la ciudad echó sus arcas municipales por la ventana y se endeudó para celebrar algo único: uno de sus paisanos —nacido en 1390— había sido proclamado ante toda la cristiandad como santo. Los vallisoletanos, por ello, se encargaron de nombrarlo "súbito" patrono pocas fechas después, desde 1747.
Hoy, su sepulcro, rodeado de numerosas obras de arte referidas a su vida y santidad, se encuentra dentro del antiguo convento franciscano de La Aguilera, comprado por las que fueron clarisas en Lerma y hoy conforman el instituto religioso "Iesu Communio". Sería bueno que desde Valladolid, como ciudad y como diócesis, protegiésemos ese fragmento importante de nuestra historia que se encuentra en tierras burgalesas de la Ribera del Duero. Un toquecito de atención para todos.
Un santo que vivió y obró milagros en la ribera del Duero
Javier Burrieza Sánchez
Se ha escrito de modo castizo —como decían los periodistas de antaño— que san Pedro Regalado es un santo de los de verdad, pues obraba continuamente milagros. Cuando murió en 1456, los frailes que habían vivido a su alrededor recopilaron en los seis meses siguientes los prodigios que se atribuían a su intercesión. Era tantos que se cansaron de apuntarlos, a los que había que añadir todos aquellos obrados en vida. Episodios extraordinarios que propiciaron la extensión de su fama de santidad. Y es que Valladolid tenía un serio problema. Era ciudad de importancia más que notable y no tenía patrono propio, nacido entre sus calles. Esto era tan grave como carecer de avales en lo que verdaderamente importaba entonces: lo sagrado. Las colectividades, y las ciudades lo eran, debían disponer de sus propios protectores. Ante esta ausencia y siguiendo una moda de las santidades del siglo XVII, la ciudad adoptó al arcángel San Miguel como tal, pues en esto de proteger sabía lo suyo, sobre todo luchando contra el mal.
En 1746 fue canonizado el franciscano Pedro Regalado, un fraile del que sabemos muy poco de su vida. Teófanes Egido, que es su primer biógrafo —antes existieron muchos hagiógrafos—, ha subrayado que fue un pobre entre los pobres, que vivió la mayoría de su existencia entre La Aguilera en Burgos y El Abrojo en Valladolid, después de haber salido de su entonces villa natal cuando era un adolescente, atraído en su vocación por un reformador de tirón como era fray Pedro de Villacreces. Por eso, no era extraño que el ámbito del Duero fuese el de sus caminos, a veces ensuciándose las sandalias, otras rompiendo el horizonte cuando los ángeles le transportaban. No era exactamente bilocación aquello sino velocidad de presencia. Esa era la razón por la cual le quisieron hacer patrono de Internet, pero la candidatura no tuvo padrino en el Vaticano.
Lo que sí consiguió san Pedro Regalado, en los primeros años cincuenta del siglo XX, fue ser patrono de los toreros. La razón era sencilla. Había sabido templar un toro que se había escapado de sus límites de actuación. Y lo hizo con la tranquilidad del buen franciscano, que por algo es una escuela de amplio espíritu ecologista. Por tanto, la ribera del "padre Duero" fue escenario de muchos de sus prodigios, navegando por el río sobre una capa con un compañero o dando de comer a los pobres de aquellas tierras. Este sí que fue un milagro bonito. Un pobre recibía el pan del buen Regalado hasta que el fraile santo murió. El que le sustituyó en el oficio se lo negó, ¡para que luego digan que nadie es imprescindible! "Piadosísimo padre, si tú vivieras no me hubieran despedido sin limosna. En vos hallé siempre alivio; faltó vuestra vida y se acabó mi socorro", reprochó en su oración el pobre. Al pronunciar estas palabras, el sepulcro se abrió, el Regalado se incorporó, extendiendo el brazo para dar pan al menesteroso. Una escena que plasmó en una obra magnífica Plácido Constanzi y que se conserva en una de las capillas de la Catedral.
Así, los primeros que contaron su vida no hablaron de su familia, descendiente de judíos, conversos a la fe cristiana. Era más interesante destacar sus escenarios vitales en Valladolid. Hablaban de sus virtudes de caridad pero no olvidaban sus prodigios, apropiados para las mentalidades teatrales del barroco que habrían de canonizarlo. Y cuando llegó la decisión del papa Benedicto XIV, la ciudad echó sus arcas municipales por la ventana y se endeudó para celebrar algo único: uno de sus paisanos —nacido en 1390— había sido proclamado ante toda la cristiandad como santo. Los vallisoletanos, por ello, se encargaron de nombrarlo "súbito" patrono pocas fechas después, desde 1747.
Hoy, su sepulcro, rodeado de numerosas obras de arte referidas a su vida y santidad, se encuentra dentro del antiguo convento franciscano de La Aguilera, comprado por las que fueron clarisas en Lerma y hoy conforman el instituto religioso "Iesu Communio". Sería bueno que desde Valladolid, como ciudad y como diócesis, protegiésemos ese fragmento importante de nuestra historia que se encuentra en tierras burgalesas de la Ribera del Duero. Un toquecito de atención para todos.