ÁLVAREZ-CALDERÓN GERBOLINI, Annalyda. |
LA BÚSQUEDA DE CIUDADANÍA, PUNO 1900-1930: Peregrinación a través de montañas, desiertos y océanos Annalyda Álvarez-Calderón Gerbolini
CONCLUSIONES A principios del siglo veinte, los campesinos puneños enfrentaban una grave situación. El crecimiento del mercado de la lana ejercía una gran presión sobre su fuerza de trabajo, su producción y sus tierras comunales. Debido al sistema de producción que reinaba en Puno, el sector hacendado sólo podía incrementar sus ganancias a costa del trabajo y los recursos del campesino, y así lo hizo mermando los ingresos campesinos. Aumentaron las compras forzadas de lana a un precio muy por debajo del precio de mercado, la demanda de trabajo no remunerado, las contribuciones arbitrarias y las usurpaciones violentas o ilegales de tierras comunitarias y privadas. Esto, agregado al serio desbalance entre población y recursos, iba exacerbando el largo proceso de deterioro del modo de vida campesino y debilitando la solidaridad comunal que por mucho tiempo había actuado como escudo contra la voracidad de los hacendados. El campesinado indígena de Puno, privado del derecho de voto desde 1896, no tenía poder político, y carecía de la protección que le había otorgado el pacto tributario colonial. Las elites locales iban estrechando su círculo de poder y abuso. Las viejas estrategias (litigios judiciales, negociaciones a nivel local y desobediencia abierta) ya no eran suficientes para resistir el creciente acaparamiento de recursos. Era necesario desarrollar nuevas estrategias por lo cual varias comunidades empezaron a movilizarse, dirigidas por los sectores más acomodados y por lo tanto más afectados. A largo plazo, estos intelectuales campesinos apostaban por la educación, puesto que era el camino directo hacia el derecho de voto (limitado a la población alfabeta) y la igualdad política. A corto plazo, sin embargo, optaron por establecer enlaces personales con el Poder Ejecutivo, intentando re-negociar el viejo pacto tributario colonial. Conscientes de los roles y necesidades del Estado, usaron argumentos que ligaban una identidad racial, impuesta y aceptada, con conceptos como civilización y nacionalismo para obtener del Estado protección y el reconocimiento de sus derechos civiles. Se presentaban como "ciudadanos indígenas" caracterizados por ser buenos contribuyentes y muy trabajadores pero injustamente despojados de sus derechos y necesitados de un tratamiento especial por parte del Estado. La multiplicidad de las iniciativas indígenas, y la rapidez de sus respuestas a condiciones favorables y desfavorables son prueba de su habilidad de construir alianzas dentro y fuera de su propia clase y de participar en la arena política nacional contribuyendo al proyecto de construcción de la nación, más allá de su necesidad de autonomía y seguridad. Las movilizaciones políticas indígenas fueron ganando coherencia y organización a través de las actividades de los "mensajeros" (voceros) elegidos por cada comunidad y el apoyo de organizaciones pro-indígenas y de intelectuales locales (profesores, abogados y periodistas). Las iniciativas indígenas ejercieron una fuerte presión sobre las clases medias y los sectores progresistas, creando en Puno un movimiento indigenista militante que intentaba apoyar las iniciativas campesinas. Este diálogo campesino-indigenista produjo fuertes demandas para la creación de un sistema de educación rural, y discursos que intentaban equilibrar el patrimonio cultural de un país dividido que manipulaba (y continúa manipulando) las diferencias culturales en beneficio de minorías particulares. Los discursos indigenistas clamaban por la necesidad de una sociedad sin prejuicios basada en la justicia social como un primer paso hacia un verdadero proyecto nacional. Promovieron un sistema estatal de educación rural, pero no apoyaron de manera consistente los esfuerzos de los campesinos. La corriente indigenista siguió apostando por un cambio desde arriba, generado desde un proyecto centralizado y occidentalizado estatal, en vez de apoyar el proyecto de educación bilingüe generado por una naciente red de escuelas privadas comunales. Los campesinos puneños recibieron una ayuda mucho más tangible y duradera de organizaciones fuertemente proactivas como la Iglesia Adventista. Los adventistas se convirtieron en los más eficientes colaboradores en la tarea de formar maestros para las escuelas que cada comunidad buscaba construir con sus propios recursos, sin ayuda del Estado. El gobierno civilista había mostrado cierta preocupación por la situación de la educación rural través de la reforma educativa de 1903, la creación de la Escuela Normal de Lima y constantes decretos prohibiendo el trabajo no remunerado, las contribuciones arbitrarias y otros excesos. Pero no fue sino hasta en 1919 que mensajeros (voceros, portavoces) consiguieron negociar un nuevo pacto con el Estado que apoyase los reclamos indígenas. Ansioso por modernizar el país y encontrar una solución definitiva al "problema indígena", Augusto Leguía reconoció tierras comunales, creó organismos oficiales pro-indígenas (la Oficina de Asuntos Indígenas, el Patronato de la Raza Indígena), envió comisiones investigadoras, autorizó - e incluso apoyó - la creación de una organización nacional para la defensa de los derechos indígenas dirigida por campesinos, el Comité Pro Derecho Indígena Tahuantinsuyo. Esta institución, creada para y por indígenas, intentaba dar poder a potenciales electores indígenas a través de educación, difundiendo legislación pro-indígena e incluso creando pueblos y mercados (libres de mistis), como Wancho Lima en Huancané. 1922, el año de la fundación de un gran número de sub-comités marcó la culminación de un pacto campesino-Estado. Ante este desarrollo de la actividad campesina, los sectores gamonales reaccionaron con un amplio rango de acusaciones que insistían en la naturaleza violenta del indio, su odio por la raza blanca y su fácil manipulación por elementos externos que los convertía en traidores a la patria. Las acusaciones incluían también referencias a tendencias caníbales, heréticas, manipulativas, milenarias, anarquistas y comunistas. A través de estas acusaciones, el gamonalismo convirtió las pacíficas movilizaciones políticas campesinas en revueltas anti-blancos, justificando así oleadas de represión privada y oficial, que produjeron varios incidentes violentos. El milenarismo fue el instrumento hegemónico más usado por las elites gobernantes y los intelectuales para crear una conciencia nacional o identidad, pero también para negar a los indígenas el acceso a dicha identidad. Cuando el indio actuaba colectivamente era descrito como irracional, salvaje e incivilizado. Cuando actuaba solo era descrito como ignorante, sumiso pero traicionero e inmoral. El miedo de una minoría privilegiada y la mutabilidad de las categorías raciales impuestas dificultaron la tarea de los portavoces que demandaban ciudadanía y derechos individuales. Y, sin embargo, las luchas campesinas nunca fueron más coherentes ideológicamente que en los años treinta. Al final del siglo diecinueve, y en las primeras dos décadas del siglo veinte, el discurso político campesino creció en coherencia y fuerza basándose en un paquete de demandas que incluían la protección de la fuerza de trabajo campesina, sus recursos (tierra, ganado, producción de lana) y escuelas privadas. El objetivo final de los ciudadanos indígenas no era convertirse en mestizos urbanos, sino mantener su modo de vida y costumbres, al tiempo que obtenían acceso libre al mercado y al Estado como alfabetizados, esto es, como individuos con derecho de voto. Su dependencia de mediadores culturales socavó aun más el reconocimiento de su gestión. Los portavoces (voceros) puneños continuaron, sin embargo, con sus iniciativas y movilización, apoyados por un indigenismo local pragmático y orgánico, preocupado por el aumento del abuso y de la tensión social. El movimiento indigenista puneño, si bien ecléctico (privado de una universidad o partido que lo dirija) produjo muchos intelectuales y profesionales que estuvieron prácticamente envueltos en el duro trabajo diario de los líderes indígenas. Estas alianzas de campesinos y clase media permitieron alguna mejora en la situación. El movimiento campesino, sin embargo, fue incapaz de estampar en el Estado y en la sociedad peruana su propia definición de ciudadanía indígena. El término mestizo fue usado para negar a los indígenas un estatus intelectual. Su lugar en la sociedad fue establecido por una definición racial que equiparaba indianidad con analfabetismo e irracionalidad (De la Cadena 2000: 124-125) Los líderes campesinos no pudieron imponer su propia definición de indianidad por tres razones. Primero, porque otorgar plenos derechos ciudadanos a mayorías indígenas no era conveniente para el Estado. Las elites gobernantes intentaron crear modernidad a través de una "ambigua internalización del otro indígena". No tenían como meta una integración biológica, sino una nación neo-colonial bicultural (india/blanca). Los indígenas debían ser empujados hasta los márgenes de la economía moderna como fuerza de trabajo pero mantenidos fuera de la nación como sujetos políticos. (Larson 2002: 35) El Estado era incapaz de responder con firmeza a los reclamos del movimiento campesino porque estaba entrampado en un crecimiento económico basado en formas pre-capitalistas de explotación y administración. Esto fomentó reclamos campesinos para sofocar el poder de las elites locales y su monopolio de la fuerza de trabajo campesina. La política pro-indígena de Leguía sólo abrió canales efímeros entre el campesinado y la burocracia. El entusiasmo inicial de su administración indigenista se extendió a unas cuantas capitales de provincia, pero fue incapaz de desarrollarse en otros organismos que no fueran los burocráticos, los que siguieron el sendero decadente del régimen. (Lynch 1979: XX) En una segunda instancia, pocos de los aliados indigenistas fueron capaces de propulsar cambios, conectando el movimiento campesino con las instancias de poder necesarias. La ignorancia de los funcionarios y el caciquismo político dificultaron la iniciativa de indigenistas profesionales. Muchos fueron obligados a revertir o cambiar sus actividades para contrarrestar acusaciones de manipulación populista o fueron incapaces de propugnar los puntos de vista y las expectativas campesinas. Al adjudicarse la representatividad campesina no permitieron a los voceros puneños alcanzar los niveles de poder necesarios para negociar sus propuestas con el Estado. Por otro lado, no lograron representar al movimiento de forma efectiva porque no llegaron a identificarse con las perspectivas y expectativas campesinas. Finalmente, desprovistos del poder político más básico (el voto) y necesitando conectarse con el Estado, los campesinos desarrollaron estrategias políticas y retóricas, volviendo al concepto del pacto tributario colonial que les garantizara protección para sus tierras y recursos. Los ciudadanos indígenas habían mantenido al Estado y defendido a la nación. Como ciudadanos indígenas estaban dispuestos a construir y mantener sus propias escuelas y carreteras, en la esperanza de obtener, a cambio, justicia y garantías sobre sus recursos y escuelas, y libre acceso al mercado. Su retórica, sin embargo, no tuvo éxito, principalmente porque quedó entrampada en un discurso ambivalente que iba y venía entre la toma del poder total y el rol de víctimas, y cayó una y otra vez en un modelo paternalista, patrón-cliente. El uso de un discurso victimista-paternalista impidió a los líderes campesinos establecer una representación política durable más allá del nivel local. Fue la forma del discurso, no los argumentos, lo que falló. Si bien las autoridades tradicionales estaban perdiendo poder, y viejas formas de organización política comunal se venían abajo, formas tradicionales de discurso permanecieron en el repertorio, ocultando el reconocimiento de la capacidad campesina. La nueva generación de líderes formados en los tempranos veintes, durante el apogeo del CPDIT, trajo nuevos tipos de iniciativas, pero también cayó presa de discursos radicales que produjeron diferencias internas rompiendo la cohesión del movimiento. El movimiento campesino consiguió detener las usurpaciones de tierras con la ayuda de una crisis en el mercado de la lana y una mayor presencia del Estado. El Estado mantuvo su discurso indigenista al tiempo que buscaba incrementar su control del área a nivel militar (controlando cualquier movimiento campesino y los ejércitos montados por los gamonales) y administrativo (manejando la escolaridad y la recaudación de impuestos). Esto demuestra la importancia que alcanzó Puno en esta época, no solo por razones económicas, sino también por su movilización social. Sin embargo, el movimiento campesino no fue capaz de imponer ante el gobierno y la sociedad nacional la imagen de un "ciudadano indígena". Los intelectuales indígenas tuvieron que hacer algunos cambios en el discurso y en la práctica, mostrando una vez más su pragmatismo y su habilidad para adaptarse a los cambios. Empezaron a identificarse ellos mismos como campesinos, buscando nuevas alianzas con el sindicalismo y los partidos políticos emergentes. Evitaron desde entonces referirse a sí mismos como indios para alcanzar una identidad nacional. (De la Cadena 2000: 311) Su lucha como mensajeros indígenas no fue olvidada. Organizaciones locales de defensa heredaron las experiencias de los voceros y de organizaciones como el CPDIT (Comité Pro-Derecho Indígena Tawantinsuyo) y continuaron la lucha por la defensa de los derechos campesinos. El Estado, así como intelectuales y políticos que vinieron después, recuperaron sus argumentos. Las ideas de José Carlos Mariátegui deben mucho a los voceros e intelectuales puneños, así como al CPDIT. El resultado de sus batallas se consolidó en la medida en que las escuelas privadas y públicas se diseminaron a través del área rural. En Puno, la historia oral mantuvo viva la memoria de los mensajeros transmitiendo de generación en generación su ejemplo de liderazgo. Puno heredó de ellos una tradición de liderazgo campesino dinámico y pragmático, y una fuerte identidad étnica. |
| BIBLIOGRAFÍA ABERCROMBIE, Thomas. 1998 Pathways of Memory and Power. Ethnography and History Among an Andean People. Madison: the University of Wisconsin Press. |
FUENTE: http://www.casadelcorregidor.pe
'Ciudadanía indígena en Puno', de Annalyda Álvarez Calderón
Reseña de Nicanor Domínguez
Historiador
Ayer martes se realizó la presentación virtual del libro más reciente sobre historia de Puno, escrito por la historiadora peruana Annalyda Álvarez Calderón Gerbolini. Lleva por título 'En búsqueda de la ciudadanía indígena: Puno 1900-1930' (Lima: Fundación Bustamante de la Fuente, 2021). Es la versión revisada de la tesis de doctorado de la autora, presentada en el año 2009 en la Universidad de Stony Brook, en Nueva York, Estados Unidos. El libro tiene unas 300 páginas de texto, está dividido en siete capítulos, incluye una fascinante serie de 13 fotografías de principios del siglo XX, y tiene un utilísimo Índice Onomástico. Por desgracia, no se ha incluido ningún mapa que ayude a las lectoras y lectores a orientarse en la geografía puneña. Como esta edición es de apenas 300 ejemplares, quizás una segunda edición pueda añadir el mapa que se reclama.
El estudio cubre básicamente dos períodos de la historia peruana en perspectiva regional: la época de los gobiernos oligárquicos, regidos principalmente por el Partido Civil, que don Jorge Basadre, nuestro "historiador de la República", llamó "la República Aristocrática": es decir, las dos décadas comprendidas entre 1899 y 1919. Sigue luego la dictadura civil del presidente Leguía, entre 1919 y 1930, conocida como "el Oncenio". Ambos momentos coinciden con el segundo tramo del medio siglo de expansión económica capitalista mundial, que iba a terminar estrepitosamente con la crisis del año 1929 y sus dramáticas repercusiones en la década de 1930: una profunda recesión económica y una gran volatilidad política, al aparecer en el escenario peruano movimientos de izquierda (los partidos aprista y comunista) que exigían cambios profundos en el país.
En el caso del departamento de Puno, este medio siglo de expansión económica hasta 1929 fue sinónimo de exportación de lana de ovinos y de fibra de alpacas, producidas mayormente por grupos campesinos indígenas que soportaron una creciente presión de hacendados y comerciantes --de las ciudades de Puno, Juliaca y Arequipa--, interesados en concentrar en beneficio propio los recursos de pastos, aguas, ganados y mano de obra indígenas. La historia que Annalyda Álvarez Calderón estudia tiene como escenario este contexto socio-económico.
El primer capítulo, "La República y el Indio: los elusivos derechos de las masas rurales en Puno" (pp.27-65), sintetiza admirablemente variados estudios previos, sobre los 40 años finales del siglo XIX, para entender las diversas presiones experimentadas por las comunidades campesinas puneñas, tanto de las provincias norteñas (quechua-hablantes) como de las sureñas (aimara-hablantes). Las disputas legales para proteger, en lo posible, sus tierras de los hacendados y los comerciantes de lanas. Las formas "tradicionales" (de origen colonial) con las que autoridades (civiles y eclesiásticas), e intereses privados, obtenían el trabajo gratuito de los campesinos. El "tributo", impuesto que el Estado peruano siguió cobrando legalmente hasta 1854, y que desde la época colonial había garantizado la protección de las tierras campesinas (el llamado "pacto tributario"), pero que, una vez abolido, las desprotegía abiertamente. Y, finalmente, la reforma electoral de 1896 (del Partido Demócrata de Piérola y el Civilismo), que impuso como requisito el saber leer y escribir en castellano para ejercer el derecho al voto, lo que dejó a los campesinos fuera del sistema político (porque en el siglo XIX, como contribuyentes, sí habían tenido acceso al sistema electoral de la época). Con estos antecedentes, los campesinos puneños iniciaron en el siglo XX una campaña por obtener una "ciudadanía indígena" que reconociera su derecho a ser parte integrante de la nación peruana.
Los siguientes capítulos 2, 3 y 4, corresponden al accionar ante el Estado de las comunidades y sus representantes indígenas, durante los 20 años de la "República Aristocrática". Los capítulos 5, 6 y 7 transcurren ya en el "Oncenio" de Leguía. La autora afirma enfáticamente que esta es: "una historia de actores políticos racionales luchando por su inserción en una nación multicultural, actores con estrategias a corto y largo plazo actuando más allá de la violencia" (p.25). Y esto es importante porque, entonces como ahora, los poderes locales descalificaron a las organizaciones campesinas como, entre comillas, "primitivas y atrasadas". La autora, por el contrario: "Al enfatizar las iniciativas, estrategias, redes y alianzas de los grupos indígenas a nivel local, regional y nacional", nos muestra "al campesinado puneño como un activo productor de significados" y propuestas, "respondiendo de manera efectiva a [los] cambios políticos y […] [a las] oportunidad[es]" de cada coyuntura en estas tres décadas (p.25).
El capítulo dos, sobre "la emergencia de redes de liderazgo de bases" (pp.67-115), cubre el período inicial de 1900 a 1914. Destaca aquí la historia de las comunidades aimaras del pueblo de Santa Rosa, en la antigua provincia de Chucuito (hoy en la provincia de El Collao), que en octubre de 1901, ante los abusos de sus autoridades locales (gobernadores y subprefectos), y sabiendo que en la ciudad de Puno no serían escuchado, enviaron a tres representantes a la capital, a entrevistarse con el Presidente de la República, el ingeniero y hacendado arequipeño Eduardo López de Romaña. José Antonio Chambilla, Mariano Yllachura y Antonio Chambi fueron los "mensajeros" de las comunidades de Apupata, Orccoyo, Chichillape, Llusta, Ccasani, Sullcanaca, Chocorasi y Puntaperdida. Con ellos se inició un proceso inédito en el Perú republicano, de búsqueda de un diálogo directo con la cúspide del poder político, para lograr la aplicación de la legislación liberal del Estado en beneficio de sus habitantes más marginados, a quienes un lustro antes se les había removido de la ciudadanía.
El capítulo tercero, titulado "Hecho y ficción en la violencia rural organizada" (pp.117-157), analiza las movilizaciones campesinas y los casos de violencia ocurridos en el departamento al crecer la presión de los hacendados sobre las tierras comunales en la década comprendida entre los años 1909 y 1919. Aquí el ejemplo principal es la rebelión de "Rumi Maki" en la provincia de Azángaro en 1915, encabezada por el ex-militar y ex-subprefecto Teodomiro Gutiérrez Cuevas. Es importante resaltar el análisis de los discursos que los hacendados elaboraron sobre las organizaciones y movilizaciones campesinas: "los indios eran amenazantes y salvajes cuando actuaban colectivamente, lastimeros y sumisos cuando estaban solos" (p.95). La autora constata que: "los sectores gamonales reaccionaron con un amplio rango de acusaciones que insistían en la naturaleza violenta del indio, su odio por la raza blanca y su fácil manipulación por elementos externos que los convertía en traidores a la patria. Las acusaciones incluían también referencias a tendencias caníbales, heréticas, milenarias, anarquistas y comunistas. A través de estas acusaciones, el gamonalismo convirtió las pacíficas movilizaciones políticas campesinas en revueltas antiblancos, justificando así oleadas de represión privada y oficial, que produjeron varios incidentes violentos" (p.331).
El capítulo cuarto analiza "el papel de la educación en la política indígena" (pp.150-203), que era el medio para "reinsertarse en la nación", y que contó con el decidido apoyo de la Iglesia Adventista en Puno. Los dirigentes indígenas, a quienes la autora califica de "intelectuales campesinos", "apostaban por la educación, puesto que era el camino directo hacia el derecho de voto (limitado a la población alfabeta) y la igualdad política" (p.329).
Los siguientes tres capítulos, como se mencionó, corresponden al "Oncenio" de Leguía, durante la década de 1920. Inicialmente el leguiísmo buscó, para horror de los hacendados de la Sierra peruana, una alianza con los campesinos, reconociendo en la nueva Constitución del año 1920 la existencia legal de las comunidades. Fue el punto más alto de la influencia política del indigenismo, cuando el presidente: "Ansioso por modernizar el país y encontrar una solución definitiva al "problema indígena" […] reconoció tierras comunales, creó organismos oficiales pro-indígenas (la Oficina de Asuntos Indígenas, el Patronato de la Raza Indígena), envió comisiones investigadoras, autorizó --e incluso apoyó-- la creación de una organización nacional para la defensa de los derechos indígenas dirigida por campesinos, el Comité Pro Derecho Indígena Tahuantinsuyo" (pp.330-331). De todo esto trata el capítulo quinto, "La Patria Nueva: alianzas políticas para un nuevo amanecer" (pp.205-251). De la reacción en contra trata el capítulo sexto, "Temores, amenazas y discursos gastados" (pp.253-297), donde la autora "explica cómo las elites locales, regionales y nacionales respondieron a las iniciativas campesinas desarrollando sus propios discursos y estrategias para detener el avance político indígena y romper sus relaciones con el Estado central" (p.25). Insistieron, como puede sospecharse, en el supuesto "primitivismo" indígena.
El último capítulo, "Los legados indígena e indigenista" (pp.299-327), analiza el final de esta alianza entre el Estado y el campesinado, así como las distancias que se fueron desarrollando entre los indigenistas urbanos de clase media en Lima, Puno y otros lugares del Perú --a quienes la autora califica de "mediadores culturales"--, y las dirigencias indígenas campesinas. Aquí resalta el análisis sobre las particularidades del indigenismo puneño, mucho más radical que otras variantes de la época. Los "intelectuales indígenas" de Puno: "Recibieron un apoyo crucial de un sector pragmático y orgánico del movimiento indigenista puneño, que expresó su preocupación por el aumento del abuso y de la tensión social, involucrándose directamente en el duro trabajo diario de los líderes indígenas" (p.331).
En sus conclusiones (pp.329-334), Annalyda Álvarez Calderón afirma que, en el período estudiado: "el discurso político rural creció en coherencia y fuerza basándose en un paquete de demandas que expresaban su necesidad e interés en participar en la construcción de la nación como ciudadanos libres. Su objetivo final no era convertirse en mestizos urbanos, sino mantener su modo de vida y costumbres, asegurando su libre acceso al mercado y su participación en la esfera pública como individuos alfabetizados con consciencia política" (p.331). Es, pues, una historia de lo que actualmente llamamos "multiculturalidad". ¿Dónde estaríamos hoy si, hace 90 años, este proyecto campesino de alianza con el Estado peruano se hubiera continuado consistentemente?
Sirva esta apretada síntesis para mostrar las principales ideas de la autora de este importante libro. Ya tendremos oportunidad de comentarlas más ampliamente en futuras notas.