"EL CLERICALISMO ES UN AZOTE CONTRA EL SANTO PUEBLO DE DIOS"
Al Papa Francisco no le duelen prendas y deja un mensaje muy claro en su intervención al fin de esta primera etapa del Sínodo sobre la Sinodalidad, el 25 de octubre, durante la 18 Congregación General de la asamblea sinodal. Servidor, amigo del clero que lleva toda su vida luchando contra el clericalismo, se alegra con esta voz del Santo Padre y desea con toda el alma que su semilla no caiga en tierra seca sino que fructifique al cien por cien. Nos vendrá muy bien leer, reflexionar y vivir las palabras del Papa. Como complemento les comparto lo que pensaba el fundador de mi Movimiento el Venerable Padre Tomás Morales de acuerdo con un sugerente texto de su biógrafo Javier del Hoyo en la obra Profeta de Nuestro Tiempo y que lleva por título "infantilismo y clericalismo".
Aquí la intervención del Papa Francisco:
Me gusta pensar la Iglesia como pueblo fiel de Dios, santo y pecador, pueblo convocado y llamado con la fuerza de las bienaventuranzas y de Mateo 25.
Jesús, para su Iglesia, no asumió ninguno de los esquemas políticos de su tiempo: ni fariseos, ni saduceos, ni esenios, ni zelotes. Ninguna "corporación cerrada"; simplemente retoma la tradición de Israel: "tú serás mi pueblo y yo seré tu Dios".
Me gusta pensar la Iglesia como este pueblo sencillo y humilde que camina en la presencia del Señor (el pueblo fiel de Dios). Este es el sentido religioso de nuestro pueblo fiel. Y digo pueblo fiel para no caer en los tantos enfoques y esquemas ideológicos con que es "reducida" la realidad del pueblo de Dios. Sencillamente pueblo fiel, o también, "santo pueblo fiel de Dios" en camino, santo y pecador. Y la Iglesia es ésta.
Una de las características de este pueblo fiel es su infalibilidad; sí, es infalible in credendo. (In credendo falli nequit, dice LG 9) Infabilitas in credendo. Y lo explico así: "cuando quieras saber lo que cree la Santa Madre Iglesia, andá al Magisterio, porque él es encargado de enseñártelo, pero cuando quieras saber cómo cree la Iglesia, andá al pueblo fiel.
Me viene a la memoria una imagen: el pueblo fiel reunido a la entrada de la Catedral de Éfeso. Dice la historia (o la leyenda) que la gente estaba a ambos lados del camino hacia la Catedral mientras los Obispos en procesión hacían su entrada, y que a coro repetían: "Madre de Dios", pidiendo a la Jerarquía que declarase dogma esa verdad que ya ellos poseían como pueblo de Dios. (Algunos dicen que tenían palos en las manos y se los mostraban a los Obispos). No sé si es historia o leyenda, pero la imagen es válida.
El pueblo fiel, el santo pueblo fiel de Dios, tiene alma, y porque podemos hablar del alma de un pueblo podemos hablar de una hermenéutica, de una manera de ver la realidad, de una conciencia. Nuestro pueblo fiel tiene conciencia de su dignidad, bautiza a sus hijos, entierra a sus muertos.
Los miembros de la Jerarquía venimos de ese pueblo y hemos recibido la fe de ese pueblo, generalmente de nuestras madres y abuelas, "tu madre y tu abuela" le dice Pablo a Timoteo, una fe transmitida en dialecto femenino, como la Madre de los Macabeos que les hablaba "en dialecto" a sus hijos. Y aquí me gusta subrayar que, en el santo pueblo fiel de Dios, la fe es transmitida en dialecto, y generalmente en dialecto femenino. Esto no sólo porque la Iglesia es Madre y son precisamente las mujeres quienes mejor la reflejan; (la Iglesia es mujer) sino porque son las mujeres quienes saben esperar, saben descubrir los recursos de la Iglesia, del pueblo fiel, se arriesgan más allá del límite, quizá con miedo, pero corajudas, y en el claroscuro de un día que comienza se acercan a un sepulcro con la intuición (todavía no esperanza) de que pueda haber algo de vida.
La mujer del santo pueblo fiel de Dios es reflejo de la Iglesia. La Iglesia es femenina, es esposa, es madre.
Cuando los ministros se exceden en su servicio y maltratan al pueblo de Dios, desfiguran el rostro de la Iglesia con actitudes machistas y dictatoriales (basta recordar la intervención de la Hna. Liliana Franco). Es doloroso encontrar en algunos despachos parroquiales la "lista de precios" de los servicios sacramentales al modo de supermercado. O la Iglesia es el pueblo fiel de Dios en camino, santo y pecador, o termina siendo una empresa de servicios variados. Y cuando los agentes de pastoral toman este segundo camino la Iglesia se convierte en el supermercado de la salvación y los sacerdotes meros empleados de una multinacional. Es la gran derrota a la que nos lleva el clericalismo. Y esto con mucha pena y escándalo (basta ir a sastrerías eclesiásticas en Roma para ver el escándalo de sacerdotes jóvenes probándose sotanas y sombreros o albas y roquetes con encajes).
El clericalismo es un látigo, es un azote, es una forma de mundanidad que ensucia y daña el rostro de la esposa del Señor; esclaviza al santo pueblo fiel de Dios.
Y el pueblo de Dios, el santo pueblo fiel de Dios, sigue adelante con paciencia y humildad soportando los desprecios, maltratos, marginaciones de parte del clericalismo institucionalizado. Y, ¡con cuánta naturalidad hablamos de los príncipes de la Iglesia, o de promociones episcopales como ascensos de carrera! Los horrores del mundo, la mundanidad que maltrata al santo pueblo fiel de Dios[1].
Venerable Padre Tomás Morales: El infantilismo y el clericalismo.
Trata a sus dirigidos como a hombres adultos. «Hace doce años —escribe en 1961—, el Director Nacional de una gran organización católica, ingeniero con cincuenta años, padre de tres hijos, me decía: 'Padre, ustedes nos tratan como a niños, y así nuestra acción es lánguida, quizás inoperante, y apenas podemos influir en la sociedad que nos rodea'. No supe qué contestar. Le sobraba razón. Me acordé de la frase de Pío XII: 'El laicado ha salido de su minoría de edad'» (RO, f. 14).
Para combatir todo ello, dentro de su plan de actuación, propugna:
a) La movilización del laicado. «Hay que poner al laicado en tensión misionera para que, colaborando con los sacerdotes, se pueda atajar la descristianización progresiva de países que fueron cristianos» (RO, f. 8). Y lanza ya como consigna el maridaje, el binomio laico-sacerdote, cuya dificultad de acción le preocupa: «No basta con caer en la cuenta de la necesidad de movilizar a los seglares. Hace falta saber y querer formarlos. Esto supone una larga tarea de dirección» (RO, f. 12).
b) Unidad de vida. Frente a la peligrosa dicotomía entre vida pública y vida íntima iniciada ya en época de Lutero, que desgaja al hombre en dos mitades, de forma que su creencia en nada influye en la vida social, denunciaba año tras año en las tandas de ejercicios el arriesgado divorcio que realizan tantos cristianos «entre los ocho y los trescientos» (aludía así a la diferencia de vida entre los ocho días de ejercicios y el resto del año). Se adelantaba y seguía, de esta forma, al Concilio Vaticano II, que insistirá en la Gaudium et spes: «El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época [...] Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga a un más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno» (nº 43). Fruto de ello, pedía un:
c) Cristianismo vivido con naturalidad. Un cristiano atractivo que sea un interrogante para todo aquel que está a su lado ocho horas diarias, y que ha de terminar al cabo de los años acercándose a los sacramentos por el ejemplo silencioso de su compañero de trabajo. Lanza a seguir el cristianismo de los primeros cristianos, el que se describe en la Carta a Diogneto que tanto gustaba de leer. Por ello:
d) No basta el apostolado de simple presencia. Pide ser y estar, como la «ciudad sobre el monte», que ilumina aunque no quiera, pero exige también nuevos Juan Bautista que griten y señalen con el dedo que «ahí está el Cordero de Dios» (Jn 1,36). Porque siendo el hacer más que el decir, a veces es preciso hablar para que también otros hagan; y si bien el silencio es en ocasiones heroico —al expresar aceptación, renuncia, prudencia—, otras muchas puede indicar omisión, cobardía, inhibición de un conflicto que me compromete y del que me evado. Hay silencios nobles y silencios culpables, pues «¿cómo invocarán a aquel en quien no creyeron? Y ¿cómo van a creer a quien no escucharon? Y ¿cómo van a escuchar sin uno que predique?» (Rm 10, 14).
e) Objetivo prioritario será, por tanto, el obrero y el empleado que no llegan a la parroquia. La parroquia es necesaria e insustituible, pero insuficiente. El cristiano ha de ser Iglesia, parroquia, vaso acogedor allí donde esté. Con gran realismo intenta abrir los ojos de sacerdotes y religiosos sobre la progresiva descristianización de la sociedad:
«En una parroquia, párroco y coadjutores entregados febrilmente a su santo ministerio. Administran sacramentos, celebran misas, visitan enfermos... y, como se entregan a todos, les acosan unos cuantos feligreses que llenan quizás la iglesia en las misas dominicales. Tan acosados están que pueden padecer una especie de espejismo: creer que la gran masa frecuenta la Iglesia, cuando en realidad está ausente. Algo parecido le sucede a un religioso. En la iglesia de su residencia se celebran cultos con frecuencia. Los confesonarios rodeados de penitentes, los comulgatorios, en ciertas misas, bastante nutridos. Las novenas son lucidas. Múltiples cofradías florecen... y aquí se produce el espejismo: no darse cuenta de que la gran masa, sobre todo de hombres y jóvenes, no se acerca siquiera» (RO f. 5).
f) Laicalización (no laicización) del laico. Porque cuando el laico sufre un proceso de conversión o quiere intensificar su grado de compromiso con la Iglesia, tiende normalmente a clericalizar su vida: más oración, más penitencia, más horas en la parroquia el domingo... olvidando el compromiso directo día a día en el trabajo, familia, etc. Aquello está bien, pero sólo si nos integra más en la vida; si no, es sospechoso. Laicalidad que no debe confundirse con laicidad ni con mundanidad. El mundo reclama hoy un cristiano que no sea beato ni ñoño, ni de sacristía ni de taberna, ni timorato ni tan agresivo que repela, ni negligente ni cargante, sino coherente, que sustente con hechos de vida la palabra. Sin violencias, con la fuerza de la serenidad, y el coraje de unas convicciones firmes que convencen por la sola mirada.