Toda mi vida escuché valiosos testimonios acerca de dos grandes maestros de mi pueblo, don Ezequiel y doña Rosalina. Hoy recibo -gracias a su hija María del Carmen- una hermosa semblanza que nos adentra en educadores con vocación, que se encarnaron en la realidad de los pueblos y lo dieron todo por hacer de sus alumnos "unos hombres", "unas mujeres", personas a carta cabal, íntegros, serviciales, como he comprobado en mil y un detalle en sus discípulos como lo han sido mis tías Emilia y María de los Ángeles, a quienes -Dios mediante- les debo más de un blog. Va el perfil de doña Rosalina.
Rosalina Vicente Morales, nació el 17 de abril del 1912, en una familia humilde -como eran la mayoría de su época-, pero de grandes valores morales. Según nos contó, su infancia fue muy feliz, en el Cubo de Don Sancho, acompañada por sus amigas Eudosia, Tránsito, la prima Cándida y otras muchas, con quienes compartía las travesuras de juventud, que siempre interpretó como maravillosa. Su madre, a quien recordaba por la misa diaria y por su bondad, temía cuando le contaba sus correrías de ir al rio a por cangrejos, o cuando montó en el primer automóvil que llegó al pueblo, entre otras acciones. Su maestra, doña Antonia, descubrió la capacidad de lo que iba a ser su verdadera vocación, enseñar, y convenció a sus padres, Laureana y Faustino, para que la dejaran ir, junto con Agustina, a estudiar Magisterio a Salamanca, a la casa de Rosario, donde estaría totalmente protegida.
Fue una fase de grandes vivencias. Comentaba, cómo en su examen de ingreso fue con el velo puesto, como le había indicado su maestra, y al estar allí y ver que sólo las dos del Cubo tenían semejante indumentaria lo hizo deslizar por entre sus brazos, para que los demás no se dieran cuenta de que lo llevaba.
En Salamanca forjó grandes amistades, como Catalina, que la acompañó para el resto de sus días y que sería una verdadera ayuda en todos los aspectos. Ella recordaba las situaciones difíciles de su estudio en la época de la República, en la que estaban tan radicalizadas algunas opiniones; sin embargo, ello no le cohibió el defender algunas acciones, como cuando, a pesar de riesgo, fue a despedir a la estación a los Jesuitas que expulsaban de España. Su deseo de ser buena maestra, en el amplio sentido de la palabra, la llevó a hacer los cuatro años del Plan Profesional de Magisterio, consiguiendo una preparación académica excepcional, que mostraría el resto de su vida.
Empezó su vida profesional en Rollán, donde conocería al también maestro Ezequiel Matilla Asenjo, con quien se casaría y empezaría su etapa más fructífera familiar y profesional. Podríamos decir que allí fue "maestra de todo el pueblo", por su constante, amplia y excelente intervención mediadora entre padres e hijos. Junto con Ezequiel, no necesitaban subvenciones para sacar a aquellos chicos y a su escuela adelante. Ejercían de maestros todos los días de la semana; los días de fiesta iban primero con todos ellos a misa y por la tarde ensayaban una obra de teatro, que posteriormente representaban para recaudar escasísimos fondos para material escolar. No necesitaban mucho, porque el conocimiento lo ponían ellos; los cuentos llevaban las magníficas ilustraciones que le hacía Ezequiel y que permanecían muchos días en la pizarra, como una verdadera obra de arte, sin que nadie las borrara. Luego era el momento de leer y escribir cartas a los padres que tenían a sus hijos fuera, ayudándoles en su deseo de comunicación. Tuvieron en Rollán algunos alumnos destacados a los que transmitieron su vocación de maestros, como Emilia y Angeles, que continuaron dando al magisterio un contenido mucho más amplio que la mera transmisión de conocimientos.
Realmente nunca hubiera abandonado Rollán si no hubiera sido por el aprecio y cariño que le tenían los inspectores (D. Juan Jaén y su esposa Dña. Ángeles), que valoraron la labor que estaban haciendo, con cinco hijos a sus espaldas, y les animaron a marchar a una ciudad dónde sus hijos pudieran estudiar. En aquel momento Ezequiel, con treinta y siete años, decidió opositar a la única plaza que había para la Escuela Normal de Salamanca. Era difícil sacarla, pero Rosalina empujó, y decidió que ella daría clase en una sola aula a los alumnos de los dos, para que Ezequiel pudiera estudiar, y que la Virgen de Fátima hiciera lo demás. Tenía mucha gente que le ayudaba para que los hijos estuvieran atendidos, se los llevaban a sus casas en muchos casos y en otros venían a la casa de los maestros, porque las madres consideraban que las chicas salían enseñadas; ella organizaba clases de recuperación para los que les costaba más trabajo aprender.
Una vez en Salamanca, compartiendo casa con la suegra, con la que vivió dieciocho años, siguió su trabajo ejemplar en un barrio, Los Pizarrales, que en aquella época era marginal. Con clases muchas veces de sesenta chicas, a las que atendía también en los recreos (lo que ahora llaman de integración y apoyo escolar), buscaba becas (en el Colegio Amor de Dios, donde llevaba a su hija) para aquellas que tenían capacidad y escasos recursos, con el fin de que no quedara un talento sin tener una oportunidad de estudiar. Estos años fueron duros y tenía que compartir, con familias de sus alumnas, ropas y alimentos, de los que también ellos estaban escasos. Fueron años en que mas que correr tenía que volar; entre tanto, en la casa "grande" de la calle Torres Villarroel donde vivían, parecía la pensión para todos, familias y conocidos de su pueblo, que venían a Salamanca a consultas médicas o para recibir largos tratamientos, que les impedían regresar al pueblo en unos días en unos casos y algún mes en otros.
Su labor fue premiada y en 1956 la eligieron para ir a Madrid durante diez días, con otras tres maestras de Salamanca y diez en total del resto de España, para poder ver los centros que eran los más innovadores, en aquel momento. No decayó su profesionalidad ni con el transcurso de los años en que, impulsada por la familia a jubilarse a los sesenta y ocho años, seguía haciendo sustituciones de sus amigas cuando enfermaban, y ella volvía a casa feliz.
Fue un alma generosa y altruista; con una necesidad de dar y recibir cariño, que tal vez algunas personas no entendieron. Con un corazón limpio, atraída y amada por Dios, en el que siempre se confió y con quien mantuvo la cercanía. Sufrió el dolor con la enfermedad de su marido Ezequiel y de su hijo Eduardo, que murieron con una diferencia de siete días, pero aprendió a vivir con esos hechos, así como algún desprecio inevitable cuando la gente empieza a cumplir años, pero aprendió a mirarlos y vivirlos desde la presencia de Dios en su vida; no era una presencia mágica, sino cercana y real. Era una de esas personas que te tienden la mano, que oran contigo, que surgen como milagrosamente y te ayudan, te consuelan y te dan paz.
Gracias por haber tenido durante noventa y tres años a este ángel, testimonio de bondad en toda su vida profesional, familiar y de amistad.
Ezequiel, Alfredo, Eduardo (fallecido), Mª Carmen y Juan Luis.