domingo, 1 de noviembre de 2015

EL QUIJOTE Y LA ESPIRITUALIDAD DE SU TIEMPO

EL QUIJOTE Y LA ESPIRITUALIDAD DE SU TIEMPO [1]

José Antonio Benito Rodríguez


La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. (Cervantes, Don Quijote, II, LVIII)

 

Como señala Juan Luis Alborg en su propuesta, las palabras del Quijote van más allá de este sentido del humor, o más en el fondo, lo que eleva al Quijote es su «gran esperanza»: Cervantes, el soldado de Lepanto, admirador de don Juan de Austria y orgulloso de haber participado en la más alta ocasión que vieron los siglos, hombre del espíritu de la época del Emperador, escribe el Quijote en ese momento de amargura en que España se siente ya arrastrada por su propio fracaso; y si su libro no es un grito desesperado es porque lo redime y salva el prodigio del humor cervantino que comprende y endulza toda pesadumbre y hermana el mundo heroico y el bajo en el abrazo de sus dos inmortales figuras. (Alborg 1983: 180) Es precisamente la esperanza de vivir y de realizar el bien y la justicia sobre la tierra, la que fundamenta su vida. Don Quijote nunca llega a la desesperación: anticipación antinatural del fracaso, cuando se desvanece porque no llega a morir en el cerebro de Alonso Quijano, asciende, con toda su permanencia ideal, a los senos eternos del arte. Augusto Tamayo Vargas dirá que para «los hombres que vivimos este girar trágico de los acontecimientos de hoy, don Quijote es —a cada momento— nuestra esperanza y el remozar de nuestras aspiraciones» (Tamayo 1948: 30). Sobre las ruindades de la vida, nuestro caballero andante siempre está idealizando. Una fe inquebrantable en el bien, en el triunfo de la justicia, en el valor de la voluntad y en la nobleza del sacrificio le guían en todo momento. Como auténtico varón, Don Quijote proclama sus deberes: [...] matar en los gigantes a la soberbia; a la avaricia y envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por tildas las partes del mundo buscando las ocasiones que nos pueden hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros. (Cervantes II, VIII) A pesar de que fracase en innumeras ocasiones, Don Quijote no altera su regla: su fuerza al servicio del bien. De esta manera, convierte cada fracaso en triunfo de la conciencia. Fernando Rielo lo expresa correctamente en Teoría del Quijote. Su mística hispánica: «Cervantes hizo señora a la esperanza, e hizo más, darle nombre: Dulcinea. El Quijote es, en este sentido, una teología novelada de la virtud de la esperanza cristiana frente a las alucinaciones y tragedias de este mundo» (Rielo 1989: 67). Para profundizar en el personaje y en el objetivo del presente trabajo, recordemos algunos gestos del espíritu caballeresco e ideal de cruzada. El mundo de los conquistadores traslada el mundo de los caballeros andantes a América. Baste con pensar en sus bautizos geográficos: la región de California, por la reina Calefas; el río Amazonas por el mito de las bellas y heroicas mujeres guerreras. Hubo un conquistador, de nombre Pedro de Ledesma, con el cargo de piloto en la expedición de Juan Díaz de Solís, descubridor del Río de la Plata. Agonizante y con los sesos al aire, hizo huir a los indios gritándoles: «¡Pues si me levanto! Y con solo aquello botaban a huir, como era un hombre fiero, de cuerpo grande y la voz gruesa», rezan las crónicas. Cómo recuerda al gesto heroico del Quijote mantenido con unos mercaderes: «Y entre tanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo: non huyáis, gente cobarde, gente cautiva, atended que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido» (Cervantes I, IV). Recordemos la teatralidad de los marineros al desembarcar, de los conquistadores al tomar posesión de un territorio, de los adelantados y exploradores al nombrar accidentes geográficos nuevos para ellos. La obra que nos congrega y que estamos comentando está plagada de gestos de este tipo: la ceremonia de armarse caballero, el confundir los molinos con gigantes, la venta que es castillo, la fea aldeana Aldonza convertida en la sin par Dulcinea. Lo minúsculo, lo ordinario es transfigurado y magnificado a extremos insospechados. Otro aspecto es cómo la lectura se presenta como semilla que fructifica en un cambio decisivo en las personas, en las que provoca una conversión. Dos ejemplos bien significativos los encontramos en Santa Teresa de Jesús y San Ignacio de Loyola. En ambos, como en Don Quijote, la lectura opera de forma radical. Tanto que el Santo Fundador de la Compañía de Jesús, llega a exclamar, al concluir su lectura de libros de santos: «Si ellos lo hicieron, yo también puedo hacerlo». Y así fue. El caballero Íñigo, ante la Virgen de Monserrat, se arma caballero andante a lo divino. En el Quijote y en todas las obras cervantinas alienta la más sincera y profunda inspiración cristiana y católica: La misma cruzada vencedora fue la que realizó Ignacio, al menos mientras iba de su país a otro como caballero andante de su idea y en tanto no vio firmemente avanzada su obra. Idéntico heroísmo en el padecer por un alto ideal es el que Teresa manifiesta cuando desde la celda toledana donde estaba detenida escribe a Juan de Jesús Roca: «Las cárceles, los trabajos, las persecuciones, los tormentos, las ignominias y afrentas por mi Cristo y por mi religión son regalos y mercedes para mí». Los tres luchan en valiente y firme combate con la sociedad, con los hábitos inveterados y con la rutina. Los que no sean de ellos o les compadecen o les hacen servir de tema de mofa, les injurian o los vapulean. Como Cristo, solo parecen encontrar cariño entre los pobres, los oprimidos y los pecadores públicos». (Pfand 1933: 325) Tomás García de la Santa, en cambio, que termina su artículo sobre La Mancha y Don Quijote con estas palabras: «Leyéndolo, no solo conoceremos mejor y amaremos más a la Mancha, sino que al contacto del humanísimo espíritu de Cervantes (a quien, pese a sus desgracias, nunca la envidia le amarilleó la color, ni la pena pudo ensombrecer su limpio, claro y cariñoso mirar) nos sentiremos elevados y ennoblecidos y sentiremos más puro y alentador el soplo del ideal al que nunca renuncia el corazón humano. Nuestro Cervantes puede y debe ser amigo y compañero, inspirador y confidente entrañable» (García 2005: 6). Son evidentemente innumerables las lecturas críticas sobre el Quijote.

 

Apuntes biográficos acerca de Cervantes Su niñez transcurrió quizás en Valladolid y parece que estudió en Salamanca y Sevilla por las reminiscencias de ambas ciudades encontradas en sus obras. Se le ha llamado ingenuo lego, sin títulos, pero sin que ello signifique que no tuviera cultura humana, pues la suya fue auténtica cultura adquirida con la vida, con los viajes, con el trato y conversación de gentes y de mundos. Entre todas las tierras extrañas que visitó amó sobremanera la vida libre de Italia, donde estuvo en el séquito del Cardenal Aquaviva. Entonces Italia era la cuna y el centro del Renacimiento, la patria soñada de los humanistas, artistas y literatos. Allí amó a Roma «por sus despedazados mármoles, enteros y medias estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes». Se alistó en el ejército en 1569 y el 7 de octubre de 1571 peleó en la batalla de Lepanto «la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros». En aquel glorioso combate, al decir de un testigo presencial, «el dicho Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura, y... su capitán y... otros muchos amigos le dijeron que pues estaba enfermo... que se estuviese quedo, abajo en la cámara de la galera, y el dicho Miguel de C. respondió que qué dirían dél... e que más quería morir peleando por su Dios y por su Rey, que no meterse so cubierta».Y allí quedó herido, perdiendo el movimiento de la mano izquierda, fea herida, pero que a él le enorgullecía. Tomó luego parte en otros combates hasta que en 1574 saliendo de Nápoles para regresar a España. En la galera Sol fue apresado por corsarios turcos y llevado a Argel donde en cinco años, como él dice, «aprendió a tener paciencia en las adversidades». Las posteriores y grises etapas de su vida rezuman a cada instante esta sabiduría. Allá en Argel intentó cien veces la fuga, sostuvo el ánimo de sus compañeros de cautiverio, hizo frente a la barbarie turca sin temor a los crueles castigos acabando por hacerse respetar. Hasta que el trinitario fray Juan Gil le rescató y pudo salir para Valencia el 24 de octubre de 1580. En este instante comienza un nuevo período de la vida de Cervantes. Al arrojo heroico, a las aventuras, a las hazañas de la guerra y a las inclemencias del cautiverio, suceden la estrechez y las privaciones, la mísera y monótona solicitud de cargos y favores, los sinsabores familiares y las dificultades con la justicia. Cervantes, como su máximo héroe, combate incansablemente por ideales que no verá realizados. Vive en Madrid sin lograr la gloria literaria, ni el amor y la dicha familiares. Cruza una y otra vez la Mancha, conoce en Sevilla el ambiente picaresco de Monipodias y rufianes y sufre prisión. En la prisión bosqueja el plan del Quijote; en Valladolid y en Madrid pasa apuros, sufre desgracias, vive a trompicones. Son los últimos años de su vida, los más fecundos literariamente, coronadas por su serena suerte: «En 23 de abril de 1616 murió Miguel de Cervantes Saavedra, casado con doña Catalina de Salazar, calle del León. Recibió los santos sacramentos de mano del licenciado Fco. López. Mandóse enterrar en las monjas Trinitarias. Mandó las misas del alma ─y lo demás a voluntad de su mujer, que es testamentaria, y al Lcdo. Francisco Martínez, que vive allí». Tal reza la partida de defunción en la parroquia de S. Sebastián. Poco se sabe con certeza de su formación religiosa en la niñez y juventud. Fue discípulo de gramática del sacerdote Juan López de Hoyos, en el Estudio costeado por el Consejo de la Villa de Madrid. El trato de Cervantes con el docto sacerdote hubo de ser muy corto, puesto que éste entró como preceptor en el Estudio el 15 de enero de 1568, y ese mismo año Cervantes debió marchar a Italia, donde ciertamente residía en 1569. Se da por seguro que, ya sea en Valladolid o, ya sea en Sevilla, Cervantes cursó en un colegio de jesuitas, donde sin duda, aprendió el latín que luego muestra conocer, y donde oyó los sabios y prudentes consejos de los que hace encendido elogio en El coloquio de los perros. Entre las fuentes literarias de su formación ascética, él mismo menciona en El Quijote a fray Cristóbal de Fonseca, agustino, en su libro Tratado del amor de Dios, y al dominico fray Felipe de Meneses en su obra Luz del alma. Cervantes pensaba que «la pluma es la lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendraren, tales serán sus escritos», como dice don Quijote al Caballero del Verde Gabán (II, 16). En todo caso, lo que sabemos de la vida de Cervantes nos lo muestra fiel creyente y fervoroso practicante de la religión católica. Antonio de Sosa, testigo presencial de la batalla de Lepanto cuando Cervantes tenía 24 años, dice: «El dicho Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura; y su capitán y otros muchos amigos le dijeron que, pues estaba enfermo, que se estuviese quedo abajo, en la cámara de la galera, y Miguel de Cervantes respondió que «qué dirían dél e que más quería morir peleando por su Dios y por su Rey que no meterse so cubierta». El mismo Antonio de Sosa, compañero de cautiverio en Argel, testifica que Cervantes, entre 1575 y 1580, «se ocupaba muchas veces en componer versos en alabanza de Nuestro Señor, y de su bendita Madre, y del Santísimo Sacramento, y otras cosas santas y devotas, algunas de las cuales comunicó particularmente conmigo, y me las envió que las viese». Desde 1609, Cervantes perteneció a la Congregación de Indignos Esclavos del Santísimo Sacramento, fundada el 30 de noviembre de 1608 por fray Alonso de la Purificación, trinitario descalzo, y don Antonio Robles Guzmán, gentilhombre de Felipe III y su aposentador. La partida y asiento de su ingreso, firmada por el propio Cervantes, figura en el libro I, folio 12, en el Oratorio del Olivar de Madrid: «Recibióse en esta Santa Hermandad por esclavo del Santísimo Sacramento a Miguel de Cervantes, y dijo que guardaría sus santas Constituciones, y lo firmó en Madrid, a 17 de abril de 1609. Esclavo del Santísimo Sacramento, Miguel de Cervantes». En el lecho de muerte, tres semanas antes de su fallecimiento, profesó Cervantes en la Venerable Orden Tercera de San Francisco. El 8 de junio de 1609 reciben el hábito su hermana Andrea y su mujer Catalina de los Palacios, profesando luego, respectivamente, el 10 de enero de 1610 y el 27 de junio de ese mismo año. No se sabe cuándo Cervantes solicitó el ingreso y obtuvo el hábito; pero el 2 de abril de 1616 profesó «en su casa por estar enfermo». Al morir (el 23 de abril de 1616) recibió los santos sacramentos. En el libro de defunciones de la parroquia de San Sebastián, de Madrid, correspondiente a esa fecha, se lee: «En 23 de abril de 1616, murió Miguel Cervantes Saavedra, casado con doña Catalina de Salazar, calle del León. Recibió los Santos Sacramentos de mano del licenciado Francisco López. Mandóse enterrar en las monjas trinitaria. Mandó las misas del alma y lo demás a voluntad de su mujer, que es testamentaria, y al licenciado Francisco (Martínez), que vive allí». Don Quijote ofrenda su sangre y su vida a la conquista de un ideal. Tiene conciencia de su misión: «Has de saber, Sancho amigo, que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la dorada o de oro. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos hechos» (Cervantes I: XX). Cree en la Providencia: «Mas con todo esto, sube en tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mí, que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tanto en su servicio como andarnos, pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua y es tan piadoso que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre los injustos y justos».

 

El mundo religioso del Quijote Conocidas son las abundantes profesiones de fe y religiosidad que Cervantes coloca en labios de los personajes de El Quijote, como hace en el resto de sus obras con frecuencia (Muñoz 1989). Sancho dice creer «firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia católica romana» (Cervantes II: VIII). Y en el mismo capítulo, don Quijote le dice a Sancho: «Nuestras obras no han de salir del límite que nos tiene puesto la religión cristiana que profesamos» (Cervantes II, VIII). Tras la aventura del cuerpo muerto, en la que don Quijote hirió a un clérigo, protesta el hidalgo: «Yo no pensé que ofendía a sacerdotes ni a cosas de la Iglesia, a quien respeto y adoro como católico y fiel cristiano que soy» (Cervantes I, IX). En su discurso a los del pueblo del rebuzno, don Quijote afirma que, de las «cuatro cosas» por las que se «han de tomar las armas y desenvainar las espadas y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas, la primera (es) por defender la fe católica» (Cervantes II, XXVII).1 No se concibe esta obra sin acudir a la Biblia. Salvador Muñoz Iglesias ha estudiado las referencias bíblicas del Quijote, en donde encuentra más de 80, 49 del Antiguo Testamento (libros históricos y sapienciales) y 36 del Nuevo Testamento (32 de los evangelios, y el resto de Hechos y epístolas). «La presencia de pasajes o expresiones relativas a los libros deuterocanónicos (Eclesiástico, Sabiduría, Epístola de Santiago) que no admiten los protestantes, así como la interpretación tradicional de sus citas o alusiones, excluye cualquier sospecha de influencias luteranas en Cervantes» (Muñoz 1989: 67). No especifica Cervantes en El Quijote el contenido de la fórmula genérica que coloca en boca de Sancho: «Creo... firme y verdaderamente, en Dios y en todo aquello que tiene y enseña la santa Iglesia católica romana» (Cervantes II, VIII). Pero cuando se editaba esta segunda parte de El Quijote, «estaba ya acabando» —según escribe en el prólogo— la que había de ser su obra póstuma, Los trabajos de Persiles y Segismunda, publicada en 1617, donde escribe dos profesiones de fe que con razón han sido consideradas resúmenes de la fe católica tridentina. Dos cosas destacan en estos pasajes: el conocimiento más allá de lo normal que Cervantes muestra tener de las principales verdades de nuestra fe y el cálido fervor que manifiesta al profesarlas o exponerlas. Para Castro, ese estilo de Cervantes, ambiguamente hipócrita, era típico de la Contrarreforma, como había afirmado, antes que él, Ortega y Gasset. Conviene destacar la vivencia de la comunión en Don Quijote y Sancho quienes rompen las ataduras del individualismo. Juana Sánchez-Gey afirma que don Quijote vive la conciencia extática para ser creador de mundos nuevos, «que le permite ser creador de mundos nuevos conocerse, intimarse para hallar la originaria presencia que nos constituye» (Sánchez-Gey 1997: 403). Las inquietudes renacentistas de su tiempo son articuladas por Cervantes en el catolicismo, entendido y sentido con evidente autenticidad. Cervantes veía en la religión católica el nervio y origen de nuestra civilización. La verdadera valentía tenía su manantial en la religión. Viendo Don Quijote la imagen de San Jorge puesto a caballo, dijo: —Este caballero fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia divina, llamóse San Jorge, y fue, además, defensor de doncellas. Veamos esta otra. Descubrióla el hombre, y pareció ser la de San Martín, puesto a caballo, que partía la capa con el pobre; y apenas la hubo visto don Quijote, cuando dijo: —Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre y le da la mitad y, sin duda, debía ser entonces invierno, que si no él se la diera toda, según era de caritativo. —No debió de ser eso —dijo Sancho—, sino que se debió de atener al refrán que dice: Que para dar y tener, seso es menester. Riose Don Quijote y pidió que quitasen otro lienzo debajo del cual se descubrió la imagen del Patrón de las Españas a caballo, la espada ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas; y, en viéndola, dijo Don Quijote: —Este sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo: este se llama don Santiago Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene ahora el cielo. Luego descubrieron otro lienzo, y pareció que encubría la caída de San Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en retablo de su conversión suelen pintarse. Cuando le vido tan tal vivo, que dijeran que Cristo le hablaba y Pablo respondía: —Este —dijo Don Quijote— fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás; caballero andante por la vida, y santo a pie quedó por la muerte, trabajador incansable en la vida del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase el mismo Jesucristo. No había más imágenes y así mandó don Quijote que las volviesen a cubrir, y dijo a los que las llevaban:

—Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto porque estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Tovoso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasaos por mejor camino del que llevo. (Cervantes II, LVIII) A la hora de penetrar en la espiritualidad de Don Quijote quiero recordar el estupendo diálogo con su escudero acerca de la gloria, de la ambición del amor a la patria, como móviles de las grandes acciones. De improviso le interrumpe Sancho: —Y dígame ahora: ¿cuál es más, resucitar a un muerto, o matar a un gigante? —La respuesta está en la mano —respondió Don Quijote—: más es resucitar a un muerto. —Cogido le tengo —dijo Sancho—. Luego la fama del que resucita muertos, da vista a los ciegos, endereza los cojos y da salud a los enfermos, y delante de sus sepulturas arden lámparas y están llenas sus capillas de gentes devotas que de rodillas adorando sus reliquias, mejor fama será, para este y para el otro siglo, que las que dejaron y dejaren cuantos emperadores gentiles y caballeros andantes han habido en el mundo.

—También confieso esa verdad -respondió Don Quijote... —Quiero decir —dijo Sancho— que nos demos a ser santos, y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos; y advierta, señor, que ayer o antes de ayer —que, según ha poco, se puede decir de esta manera—canonizaron o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro con que ceñían y atormentaban sus cuerpos se tiene en gran ventura el besarlas y tocarlas, y están en más veneración que está, según dije, la espada de Roldán en la armería del Rey nuestro señor, que Dios guarde. Así que, señor mío, más vale ser humilde frailecito, de cualquier Orden que sea, que valiente y andante caballero; más alcanzan con Dios dos docenas de disciplinas que dos mil lanzadas, ora las den a gigantes, ora a vestiglos o a endriagos. —Todo eso es así —respondió Don Quijote—; pero no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo: religión es la caballería; caballeros santos hay en la gloria. —Sí —respondió Sancho—, pero yo he oído decir que hay más frailes en el cielo que caballeros andantes». Lo primero que afirma el propio autor sobre la religiosidad de su personaje es que, tratándose de una novela, no había por qué abordar ex professo el tema religioso: cosa, por lo demás, bastante obvia. Dice en el prólogo el amigo que le dio la idea para componerlo: «Este vuestro libro, todo él, es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada san Basilio,... ni tiene para qué predicar a ninguno mezclando lo humano con lo divino…;no hay para qué andar mendigando… consejos de la Divina Escritura». Hay un juicio global sobre la religiosidad de la primera parte, que Cervantes coloca en labios del bachiller Sansón Carrasco: «[…] la tal historia es del más gustoso y menos perjudicial entendimiento que hasta agora se haya visto, porque en toda ella no se descubre, ni por semejas, una palabra deshonesta ni un pensamiento menos que católico». Y apostilla don Quijote: «A escribir de otra suerte, no fuera escribir verdades sino mentiras» (Cervantes II, III). Y poco antes había dicho Sancho: «[…] que si hubiera dicho de mí cosas que no fueran muy de cristiano viejo, como soy, que nos habían de oír los sordos» (Cervantes II, III). Ese era el juicio de Cervantes sobre su novela, incluida la valoración religiosa de la misma que en él se encierra. El propio Sancho sostiene que, «cuando otra cosa no tuviese sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente, en Dios y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia católica romana» (Cervantes II, VIII). Del innegable carácter religioso es la primera tanda de consejos (Documentos que han de adornar tu alma), que don Quijote ofrece a Sancho en vísperas de ser gobernador: «Primeramente, ¡oh, hijo!, has de temer a Dios, porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio, no podrás errar en nada... Muéstrate piadoso y clemente; porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia» (Cervantes II, ILII). Esta vez es el propio Cervantes quien comenta, al principio del capítulo siguiente: «¿Quién oyera el pasado razonamiento de don Quijote que no le tuviera por persona muy cuerda y mejor intencionada?» (Cervantes II, ILIII). Tras la segunda tanda de consejos, Sancho, abrumado por su incapacidad reconocida para ser gobernador, confiesa: «Si a vuesa merced le parece que no soy de pro para este gobierno, desde aquí le suelto; que más quiero un solo negro de la uña de mi alma que a todo mi cuerpo…; y si se imagina que por ser gobernador me ha de llevar el diablo, más me quiero ir Sancho al cielo que gobernador al infierno». Y ahora es don Quijote quien elogia la actitud edificante de su escudero: «Por Dios, Sancho —dijo don Quijote—, que por solas estas últimas razones que has dicho, juzgo que mereces ser gobernador de mil ínsulas» (Cervantes II, XLIII). Con diversos autores pienso que Cervantes es un laico comprometido, desde su profesión de escritor profano, en el quehacer evangelizador de la Iglesia católica postridentina. Por esta razón, asume la responsabilidad evangelizadora sentida vivamente por los escritores laicos de la España, que, especialmente en tiempos de Felipe II, había vivido el siglo XVI comunitariamente empeñada en la tarea de cristianizar América. Interesante resulta la escena en que don Quijote ruega que le dejen solo porque quería dormir un poco. Después de más de seis horas, como gran contemplativo, despierta exclamando: —¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres. Sorprendida la sobrina, le insiste que le aclare su pensamiento en alta voz, a lo que le responde Don Quijote: —Las misericordias, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya, libre y claro, […] que quiero confesarme y hacer mi testamento. M. M. Andrés subraya el objetivo de la mística hispana de ver la celestial belleza en el hombre unido a Dios, transformado en él, trasunto de su hermosura, ideal supremo de la misma. Don Quijote concibe a Dulcinea como ideal de belleza y Cervantes a don Quijote como ideal de la caballería. Establece un paralelismo: «si Cervantes condensa al hombre en Don Quijote y Sancho, los místicos, en la persona integrada y en sus acciones más llamativas y aparentemente más características» (Andrés 1994: 447).

 

Espiritualidad española e hispanoamericana Para Claudio Sánchez Albornoz, la Reconquista ha sido clave en la historia de España. Tres fueron las tareas o misiones desempeñadas a lo largo de ocho centurias: conquistar, poblar y evangelizar. Esta triple misión termina por dotar a la nación española de una mística, de un espíritu colectivo militante del que participan autoridades y súbditos. Los Reyes Católicos culminaron esta obra de largo aliento que marcó la idiosincrasia de España y de su proyección en América. Los Reyes completan la obra mediante la pacificación interior, al lograr el orden frente al bandolerismo, al asentar su principio de autoridad, y al terminar la reconquista con la toma del reino de Granada en 1492. Paralelamente, llevaron a cabo un programa de renovación de la iglesia por medio del nombramiento de obispos, eligiendo a los de mayor condición intelectual y moral, con el establecimiento de la Inquisición en 1478, la expulsión de los judíos en 1498, y la reforma de la vida de los clérigos y religiosos. Su celo por la reforma les valió el título de católicos por parte del Papa Alejandro VI en 1496. Conviene resaltar el sentido misional vivido como identidad de un reino que se proyecta. Isabel la Católica, ayudada por Fernando, prudente y sobresaliente líder, supo galvanizar los ánimos de los castellanos en una empresa colectiva entusiasta de la que todos se sentían gozosamente responsables Así nos lo manifiesta Andrés: Un hecho significativo comienza a producirse en España en los últimos años del siglo XV: el despertar de la conciencia de grupo, que se manifiesta en la valoración de sus acciones frente a las de los antiguos y los extraños, en una confianza cada vez mayor en sus descubrimientos y experiencias. El español toma conciencia cada vez más clara de haber pasado de un estado colectivo de desesperanza, resignación y recepción, al de una decidida voluntad de emprender, de realizar, de descubrir, de expandirse. (Andrés 1977: 5) La toma de Granada, fin de la Reconquista o Cruzada Occidental, fue considerada como una compensación a la pérdida de Constantinopla en 1453 por los turcos. De igual modo, América será vista como un premio para la iglesia en recompensa de tamaña pérdida. La historia de América no se entiende desconectada de la teología. El mismo proyecto colombino fue analizado por la Junta de los Reyes Católicos, formada preferentemente por teólogos. Descubridores, conquistadores, pobladores y evangelizadores, por el mero hecho de ser cristianos, poseían una teología implícita y fueron chequeados en su teología práctica por teólogos moralistas. Reyes y papas, virreyes y arzobispos, gobernadores y prelados, alcaldes y párrocos, regidores y doctrineros fueron contemplados en el espejo del Evangelio y el discernimiento de la moral. La plenitud teológica vivida en la Península Ibérica se proyectó en intrépidos misioneros que desplegaron una gran creatividad a la hora de aplicar su alto nivel teológico y celo por la misión en una realidad nueva. De igual modo, la gente del común, los fieles cristianos llevarán su trasfondo religioso a sus lugares habituales de trabajo, concretándose en cofradías, hermandades, devociones populares. La espiritualidad creó una conciencia clara de fe militante que traspasó la vida española y superó los moldes italianos y clásicos, la herencia judía y musulmana (Andrés 1994: 74). El mismo Cervantes se convierte en el portador de estos sentimientos: «Se verá España entera y maciza en la religión cristiana, que ella sola es rincón del mundo donde está recogida y venerada la verdadera verdad de Cristo» (Cervantes 1965: 1661). Por ello, Fernando Rielo consideraba que Cervantes da el paso de la novela a la mística, más allá de una ética religiosa (Rielo 1982: 152). Es una época de grandes santos. Tomás de Villanueva, Ignacio, Juan de Dios, José de Clasanz, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Juan de Ávila, Pedro Calver, Francisco Solano, Luis Beltrán, Toribio Mogrovejo, Francisco Javier, Mártires del Japón, Pascual Bailón, Alonso Rodríguez, Alonso de Orozco, Simón Rojas, Miguel Mañara […] Tal floración cristiana impregna todos los sectores sociales como el mismo arte: arquitectura isabelina, plateresco, manierismo, barroco. Como dice el historiador F. Martín, «El barroco es como una explosión de alegría y del triunfo de la fe, que si del Renacimiento retiene la alegre seguridad de la vida terrestre, del manierismo anterior recoge la profundidad cristiana y la tendencia a lo trascendente» (Martín 1982:125). Como toda novedad y todo encuentro, este también supuso —en términos generales— una inyección de ilusión colectiva que se concretó en una desbordante creatividad tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo. Fray Luis de León, consciente de la densidad histórica del momento, en su célebre obra Los nombres de Cristo, anotó: «Y lo que pasó entonces, en toda la redondez del orbe romano, pasó en la edad de nuestros padres y pasa ahora en la nuestra, y por vista de ojos lo vemos en el mundo nuevamente hallado; en el cual, desplegando por él su victoriosa bandera la palabra del Evangelio, destierra por doquiera que pasa la adoración de los ídolos». Santa Teresa de Jesús se hace portavoz de la benéfica influencia de misioneros que, como el Alonso Maldonado de Buendía, vienen a América y regresan a España renovados en su espíritu misionero: Comenzóme a contar de los muchos millones de almas que allí se perdían por falta de doctrina e hízonos un sermón y plática animando a la penitencia, y fuese. Yo quedé tan lastimada de la perdición de tantas almas que no cabía en mí: fuime a una ermita con hartas lágrimas, clamaba a nuestro Señor, suplicándole diese medio cómo yo pudiese algo para ganar algún alma para su servicio [...]. Había gran envidia a los que podían por amor de nuestro Señor emplearse en esto aunque pasasen mil muertes. Y así me acaece que, cuando en las vidas de los santos leemos que convirtieron almas, mucha más devoción me hace más ternura y más envidia que todos los martirios que padecen, pareciéndome que precia más un alma que por nuestra industria y oración le ganásemos mediante su misericordia, que todos los servicios que le podamos hacer. ( Santa Teresa de Jesús 1977: I, 7) El humanismo y antropocentrismo de la cultura renacentista permiten ubicar las constantes de la teología (doctrinal y pastoral) en América : la preocupación por defender la humanidad de los indios y la igualdad de derechos con los blancos (reconociendo al mismo tiempo la general incapacidad para percibir esto mismo en el negro y, en consecuencia, denunciar su esclavitud); el carácter utópico de propuestas que tendía a configurar la naciente iglesia de las Indias como si fuese el renacimiento de la iglesia primitiva («nueva cristiandad de las Indias» repetía Santo Toribio); la preocupación por incluir las cuestiones y problemas de la vida cotidiana en la temática habitual de la reflexión teológica académica. Por todo ello, se hizo evidente lo que continuamente repetía José de Acosta: «Por tanto, si no hay algunos teólogos insignes y acabados que guíen a los demás y los alumbren con el resplandor de su doctrina, sin duda toda la causa de la religión sufrirá gran detrimento en las Indias» (Acosta 1987: XXIV, XI, 95). Tal es el parecer de Cervantes: «Estos tales libros como la Luz del alma de Felipe Meneses, aunque hay muchos, son los que se deben imprimir, porque son muchos los pecadores que los usan y son menester infinitas luces para tantos desalumbrados» (Cervantes II, LXII)

 

Conclusión: «Don Quijote sin Mancha»

Ricardo Palma nos recuerda nuestro simpático e irreverente tradicionalista que uno de los ejemplares de El Quijote de 1606 era para Santo Toribio. Pero el santo arzobispo ya había descansado en paz, pues había fallecido meses antes, en el norte de Perú: él fue el Quijote de carne y hueso de Perú, y su Sancho es Sancho Dávila, el escudero del prelado Mogrovejo por 52 años, desde el tiempo en que le sirvió cuando fue nombrado inquisidor en Granada. La aparición del célebre caballero fue retratada así por un cronista anónimo, citado por Leonard:

[...] asomó por la plaza el Cavallero de la Triste Figura don Quixotte de la Mancha, tan al natural y propio de cómo le pintan en su libro, que dio grandissimo gusto berle. Benía cavallero en un cavallo flaco muy parecido a su Rozinante, con unas calcitas del año de uno, y una cota muy mohoza, morrión con mucha plumería de gallos, cuello del dozavo, y la máscara muy a propósito de lo que representaba. Pero no solamente desfilaron por Pausa el caballero y su escudero; lo hicieron también algunos personajes de la obra, como el cura y el barbero y la princesa Micomicona. Como se ve, la recepción que tuvo el Quijote en estas tierras fue muy favorable. Tanto el hidalgo como su fiel escudero se convirtieron en personajes muy populares, que nunca dejarían de hacerse presentes en las mascaradas y desfiles coloniales. (Palma 1952: 51-55)

 

La aventura de don Alfonso Toribio Mogrovejo nos lleva a pensar en la inmortal obra cervantina; el hidalgo quijotesco de la Tierra de Campos, con su escudero Sancho Dávila y su rocín de nombre volteadora, hizo posible el sueño de Cervantes, hizo real la utopía indiana que Vitoria y la Escuela Salmantina diseñaran en las cátedras universitarias. Si el documento postsinodal Ecclessia in América señala rotundamente que «la expresión y los mejores frutos de la identidad cristiana de América son sus santos» (n. 14). Toribio y Sancho Dávila encarnaron, con sus acciones, dos figuras literarias, auténticos ejemplos de imitar en la vida real, y confirmaron la siempre actual espiritualidad quijotesca.

 

Bibliografía ACOSTA, José de 1987 De procuranda indorum salute. Madrid: Consejo superior de investigaciones científicas. ALBORG, Juan Luis 1983 Historia de la literatura española. Vol. II. Madrid: Gredos. ANDRÉS, M. 1977 Historia de la Teología Española en el siglo XVI. Tomo II. Madrid: BAC. 1994 Historia de la mística de la edad de oro en España y América. Madrid: BAC. 1996 Los místicos de la Edad de oro en España y América. Antología. Madrid: BAC. CERVANTES, Miguel de 1965 Persiles y Segismunda. Madrid: Aguilar. GARCÍA DE LA SANTA, T. 2005 La Mancha y Don Quijote (Manuscrito) MORÓN, C. 2005 Para entender el Quijote. Madrid: Rialp. MUÑOZ, S. 1989 Lo religioso en el Quijote. Toledo: Estudio Teológico de San Ildefonso. PALMA, R 1952 «Sobre el Quijote en América» Tradiciones peruanas completas. Madrid: Aguilar. PFANDL, L 1933 Historia de la literatura nacional española en la Edad de Oro. Barcelona: Gili. RIELO, F. 1982 Teoría del Quijote. Su mística hispánica. Madrid: Porrúa. RIQUER, M. de 1970 Aproximación al Quijote. Madrid: Salvat. SÁNCHEZ-GEY, J. 1997 «El Quijote de Fernando Rielo: Una nueva visión literaria». Religión y Cultura. n.º XLIII, pp. 395-403. SANTA TERES DE JESÚS 1977 Libro de las fundaciones 1515-1582. Madrid: Rialp.



[1] Se presentó en versión oral y electrónica en "El Quijote y la espiritualidad de su tiempo" QUIJOTES. DISCURSOS, RELECTURAS, TRADICIONES. Actas del Coloquio de la Asociación Peruana de Literatura Comparada (Biagio D'Angelo, org.) UCSS, Lima, 2006, pp. 244-266. Se publicó en la Revista Catechumenium 17, Lima, Enero-junio 2011, 113-132 

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