PABLO DE OLAVIDE: EL PERUANO ILUSTRADO, DESENGAÑADO FILÓSOFO, TRIUNFADOR CATÓLICO
Les comparto dos enjundiosos artículos de don Marcelino Menéndez Pelayo sobre el único peruano que ha merecido los honores de dar nombre a una Universidad en España.
1. Mi nota en el blog: http://jabenito.blogspot.com.es/2011/08/pablo-de-olavide-y-jauregui-1725-1803.html
2. PABLO DE OLAVIDE en "Historia de los Heterodoxos Españoles" (Libro VI, Cap. II) http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/historia-de-los-heterodoxos-espanoles/html/fee78e52-82b1-11df-acc7-002185ce6064_84.html#I_282_
Proceso de Olavide (1725-1804) y otros análogos (2355).
Don Pablo Olavide era peruano y hombre de toga. Habíase dado a conocer, siendo oidor de la Audiencia de Lima, en el horrible terremoto que padeció aquella ciudad en 1746. Al reparar los efectos de aquel desastre, mostró serenidad, aplomo y desinterés no vulgares, y por su mano pasaron los caudales de los mayores negociantes de la plaza, dejándole con mucha reputación de íntegro. Así y todo, no faltó quien murmurase de él, sobre todo por haber construido un teatro con el fondo remanente después de aquella calamidad. Se le mandó venir a Madrid y rendir cuentas. Propicia se le mostró la fortuna en España. Gallardo de aspecto, cortés, elegante y atildado en sus modales, ligero y brillante en la conversación, cayó en gracia a una viuda riquísima que decían D.ª Isabel de los Ríos, heredera de dos capitalistas, y logró fácilmente su mano (2356). [493]
Desde entonces, la casa de Olavide en Leganés y en Madrid fue punto de reunión para lo que ahora llamaríamos buena sociedad o high life. En aquel tiempo, los salones eran raros y más fácil el monopolio del buen tono. Olavide, agradable, insinuante, culto a la francesa, con aficiones filosóficas y artísticas, que alimentaba en sus frecuentes viajes a París; ostentoso y espléndido, corresponsal de los enciclopedistas y gran leyente de sus libros, hacía ruidoso y vano alarde de su proyectos innovadores. Aranda se entusiasmo con él y le protegió mucho, haciéndole síndico personero de la villa de Madrid y director del Hospicio de San Fernando. Los ratos de ocio dedicábalos a las bellas letras; puso en su casa un teatro de aficionados, como era de moda en los chateaux de Francia y como lo hacía el mismo Voltaire en Ferney, y para él tradujo algunas tragedias y comedias francesas. Moratín (2357) le atribuye sólo la Zelmira, la Hipermnestra y El desertor francés, pero D. Antonio Alcalá Galiano (2358) añade a ellas una, que corrió anónima, de la Zaida («Zaire») de Voltaire, tan ajustada al original, que de ella se valió como texto D. Vicente García de la Huerta para su famosa Jaira (tan popular todavía entre los ancianos que recogieron algo de la tradición de aquel siglo), convirtiendo los desmayos y rastreros versos de Olavide en rotundo y bizarro romance endecasílabo. Realmente, Olavide nada tenía de poeta ni en lo profano ni en lo sagrado, que después cultivó tanto; sus versos son mala prosa rimada, sin nervio, ni color, ni viveza de fantasía. A veces, traduciendo a Voltaire, le sostiene el original, y, a fuerza de ser fiel lo hace mejor que Huerta. Así en estas palabras, casi últimas, de Orosman:
| Di que la amaba y di que la he vengado... |
(Dis que je l'adorais, et que je l'ai vengée.) |
Pero estos aciertos son raros. Era medianísimo en todo, de instrucción flaca y superficial, propia no más que para deslumbrar en las tertulias, donde el prestigio de la conversación suple más altas y peregrinas dotes. Con esto y con dejarse llevar del viento de la moda filosófica, no al modo cauteloso que Campomanes y otros graves varones, sino con todo el fogoso atropellamiento de los pocos años, de las vagas lecturas y de la [494]imaginación americana. Olavide cautivó, arrebató, despertó admiración, simpatía y envidia y acabó por dar tristísima y memorable caída.
Pero antes la protección de Aranda le ensalzó a la cumbre, y en 1769 era asistente de Sevilla. De aquel tiempo (22 de agosto) data su famoso plan de reforma de aquella Universidad, el más radicalmente revolucionario que se formuló por entonces (2359). Todo él respira el más rabioso centralismo y odio encarnizado a todas las fundaciones particulares y libertades universitarias. Laméntase de que «España sea un cuerpo compuesto de muchos cuerpos pequeñas, en que cada provincia... sólo se interesa en su propia conservación, aunque sea con perjuicio y depresión de las demás, y en que cada comunidad religiosa, cada colegio, cada gremio, se separe del resto de la nación para reconcentrarse en sí mismo». «De aquí proviene aquel fanatismo con que tantos han aspirado a la gloria de fundadores, queriendo cada particular establecer una república aparte con leyes suyas y nuevas; vanidad que se ha introducido hasta en la religión y en la libertad de los que mueren... Por estos principios se puede hoy mirar la España como un cuerpo sin vida ni energía, como una república monstruosa, formada de muchas pequeñas que mutuamente se resisten.» Difundíase, por de contado, en largas invectivas contra los colegios mayores, pero aún trataba peor, y con supina ignorancia y ligereza, al escolasticismo. «Este es aquel espíritu de error y de tinieblas que nació en los siglos de ignorancia... Mientras las naciones cultas, ocupadas en las ciencias prácticas, determinan la figura del mundo o buscan en el cielo nuevos luminares, nosotros consumimos nuestro tiempo en vocear las cualidades del ente o elprincipium quod de la generación del Verbo.» ¿Para qué queremos teología ni metafísica? «Son cuestiones frívolas e inútiles -dice Olavide-, pues o son superiores al ingenio de los hombres, o incapaces de traer utilidad, aun cuando fuese posible demostrarlas... Así se ha corrompido la simplicidad y pureza de los principios evangélicos.»
Olavide era un iluso de filantropía, pero con cierta cándida y buena fe, que a ratos le hace simpático. Allá en Sevilla protegió, a su modo, las letras, y sobre todo la economía política, y alentó y guió los primeros pasos de Jovellanos. De su tertulia, y con ocasión de una disputa sobre la comedia larmoyante de La Chaussée y la tragedia bourgeoise de Diderot, salió El delincuente honrado, drama algo lánguido y declamatorio, pero tierno y bien escrito, si bien echado a perder por la monotonía sentimental del tiempo, como que su ilustre autor se propuso «inspirar aquel dulce horror con que responden las almas sensibles al que defiende los derechos de la humanidad». Rasgos tan [495] inocentes como éste, y más cuando vienen de tan grande hombre como Jovellanos, no deben perderse ni olvidarse, porque pintan la época mejor que lo harían largas disertaciones. La Julia y el Tratado de los delitos y de las penas entusiasmaban por igual a aquellos hombres, y para que la afectación llegase a su colmo juntaban la mascarada pastoril de la Arcadia con la filantropía francesa, llamándose entre ellos el mayoral Jovino y el facundo Elpino. Este era Olavide, y su amigo le cantaba así, en versos sáficos bien poco afortunados:
Cuando miraba del cimiento humilde | ||
| salir erguido el majestuoso templo, | |
el ancho foro, y del facundo Elpino | ||
la insigne casa. | ||
Cuando el anciano documentos graves | ||
daba, y al joven prevenciones blandas, | ||
y a las matronas y a las pastorcillas | ||
santos ejemplos. |
Jovellanos conservó siempre muy buen recuerdo de Olavide, por fortuna de éste, puesto que basta la amistad de tal varón para salvarle del olvido y hacer indulgente con él al más áspero censor, Ni en próspera ni en adversa fortuna flaqueó el cariño de Jovino, que aún describía en 1778 a sus amigos de Sevilla.
Mil pueblos que del seno enmarañados | ||
| de los marianos montes, patria un tiempo | |
de fieras alimañas, de repente | ||
nacieron cultivados, do a despecho | ||
de la rabiosa envidia, la esperanza | ||
de mil generaciones se alimenta; | ||
lugares algún día venturosos, | ||
del gozo y la inocencia frecuentados, | ||
mas hoy de Filis (2360) con la tumba fría | ||
y con la triste y vacilante sombra | ||
del sin ventura Elpino ya infamados | ||
y a su primero horror restituidos (2361). |
Entre los mil proyectos, más o menos razonables o utópicos, que en aquella época de inconsciente fervor economista se propalaban para remediar la despoblación de España y abrir al cultivo las tierras eriales y baldías, era uno de los más favorecidos por la opinión de los gobernantes el de las colonias agrícolas, hoy tenido por remedio pobre e insuficiente. «Colonizar -ha dicho el vigoroso autor de la Población rural- en un pensamiento caduco que ni todos los disfraces de la ambición ni los afeites de la moda podrán rejuvenecer» (2362). [496]
Pero en el siglo XVIII aún no había aclarado la experiencia lo que hoy vemos patente, y parecían muy bien las colonias, como todo medio artificial y rápido de población y cultivo. Ya Ensenada había pensado establecerlas, y en tiempo de Aranda volvió a agitarse la idea con ocasión de un Memorial de cierto arbitrista prusiano que se hacía llamar D. Juan Gaspar Thurriegel. Campomanes entró en sus designios, redactó una consulta favorable en 26 de febrero de 1767, y sin dilación tratóse de poblar los yermos de Sierra Morena, albergue hasta entonces de forajidos, célebres en los romances de ciego y terror de los hombres de bien. Thurriegel se comprometió a traer, en ocho meses, 6.000 alemanes y flamencos católicos; y la concesión se firmó el 2 de abril de 1767, el mismo día que la pragmática de expulsión de los jesuitas.
Para establecer la colonia fue designado, con título de superintendente, Olavide, como el más a propósito por lo vasto y emprendedor de su índole. No se descuidó un punto, y con el ardor propio de su condición novelera y con amplios auxilios oficiales fundó en breve plazo hasta trece poblaciones, muchas de las cuales subsisten y son gloria única de su nombre. Fue aquél para Olavide una especie de idilio campestre y filantrópico, una Arcadia sui generis como la que Gessner fantaseaba en Suiza. Por desgracia propia, el superintendente no se detuvo en la poesía bucólica, y pronto empezaron las murmuraciones contra él entre los mismos colonos. Un suizo D. José Antonio Yauch, se quejó en un Memorial de 14 de marzo de 1769 de la falta de pasto espiritual que se advertía en las colonias, a la vez que de malversaciones, abandono y malos tratamientos. Confirmó algo de estas acusaciones el obispo de Jaén; envióse de visitadores al consejero Valiente, a D. Ricardo Wall y al marqués de la Corona, y tampoco fueron del todo favorables a Olavide sus informes. Entre los colonos habían venido disimuladamente varios protestantes, y, en cambio, faltaban clérigos católicos de su nación y lengua. De conventos no se hable; Aranda los había prohibido para entonces y para en adelante, en términos expresos, en el pliego de concesiones que ajustó con Thurriegel. Al cabo vinieron de Suiza capuchinos, y por superior de ellos, Fr. Romualdo de Friburgo, que, escandalizado, aunque extranjero, de la libertad de los discursos del colonizador, hizo causa común con los muchos enemigos que éste tenía dentro del Consejo y entre los émulos de Aranda. Las imprudencias, temeridades y bizarrías de Olavide iban comprometiéndole más a cada momento. Ponderaba con hipérboles asiáticas el progreso de las colonias, y sus émulos lo negaban todo. El se quejaba de los capuchinos que le alborotaban la colonia (2363), y ellos de que pervertía a los colonos con su irreligión. [497]
Al cabo, Fr. Romualdo de Friburgo delató en forma a Olavide en septiembre de 1775 por hereje, ateo y materialista, o a lo menos naturalista y negador de lo sobrenatural, de la revelación, de la Providencia y de los milagros, de la eficacia de la oración y buenas obras; asiduo lector de los libros de Voltaire y de Rousseau, con quienes tenía frecuente correspondencia; poseedor de imágenes y figuras desnudas y libidinosas; inobservante de los ayunos y abstinencias eclesiásticas y distinción de manjares, profanador de los días de fiesta y hombre de mal ejemplo y piedra de escándalo para sus colonos. A esto se añadían otros cargos risibles, como el de defender el movimiento de la tierra y oponerse al toque de las campanas en los nublados y al enterramiento de los cadáveres en las iglesias.
El Santo Oficio impetró licencia del rey para procesar a Olavide aprovechando la caída y ausencia de Aranda, y se le mandó venir a Madrid para tratar de asuntos relativos a las colonias. El temió el nublado que se le venía encima y escribió a Roda pidiéndole consejo. En la carta, que es de 7 de febrero de 1776 (2364), le decía: «Cargado de muchos desórdenes de mi juventud, de que pido a Dios perdón, no hallo en mí ninguno contra la religión. Nacido y criado en un país donde no se conoce otra que la que profesamos, no me ha dejado hasta ahora Dios de su mano por haber faltado nunca a ella; he hecho gloria de la que, por desgracia del Señor, tengo; y derramaría por ella hasta la última gota de mi sangre... Yo no soy teólogo, ni en estas materias alcanzo más que lo que mis padres y que maestros me enseñaron conforme a la disciplina de la Iglesia... Y estoy persuadido a que en las cosas de la fe de nada sirve la razón, porque no alcanza..., siendo la dócil obediencia el mejor sacrificio de un cristiano... Es verdad que yo he hablado muchas veces con el mismo Fr. Romualdo sobre materias escolásticas y teológicas y que disputábamos sobre ellas, pero todas católicas, todas conformes a nuestra santa religión... El podrá interpretarlas ahora como su necedad le sugiera; pero, aun dejando aparte mi religión, ¿qué prueba hay de que fuera yo a proferir discursos censurables delante de un religioso que yo sabía ser mi enemigo, que escribía contra mí a todos y que, hasta en las cartas que incluyo, me tenía amenazado con la Inquisición?»
Roda, que quizá tenía en el fondo menos religión que Olavide, pero que a toda costa evitaba el ponerse en aventura, le dejó en manos del Santo Oficio, contentándose con recomendar la mayor lenidad posible al inquisidor general. Éralo entonces el antiguo obispo de Salamanca, D. Felipe Beltrán, varón piadoso y docto, no sin alguna punta de jansenismo, e inclinado, por ende, a la tolerancia con los innovadores. Así y todo, los cargos[498] eran graves, y tuvo que condenar a Olavide, pero le excusó la humillación de un auto público, reduciendo la lectura de la sentencia a un autillo a puerta cerrada, al cual se dio, sin embargo, inusitada solemnidad. Verificóse ésta en la mañana del 24 de noviembre de 1778, con asistencia de los duques de Granada, de Híjar y de Abrantes, de los condes de Mora y de Coruña, de varios consejeros de Hacienda, Indias, Órdenes y Guerra, de tres oficiales de Guardias y de varios Padres graves de diferentes religiones. Aquel acto tenía algo de conminatorio; recuérdese que entre los invitados estaba Campomanes. La Inquisición, aunque herida y aportillada, daba por última vez muestra de su poder ya mermado y decadente, abatiendo en el asistente de Sevilla al volterianismo de la corte y convidando al triunfo a sus propios enemigos.
Olavide salió de la ceremonia sin el hábito de Santiago, con extremada palidez en el rostro y conducido por dos familiares del Santo Tribunal. Oyó con terror grande leer la sentencia y al fin exclamó: «Yo no he perdido nunca la fe aunque lo diga el fiscal.» Y tras esto cayó en tierra desmayado. Tres horas había durado la lectura de la sumaria; los cargos eran 66, confirmados por 78 testigos. Se le declaraba hereje convicto y formal, miembro podrido de la religión; se le desterraba a cuarenta leguas de la corte y sitios reales, sin poder volver tampoco a América, ni a las colonias de Sierra Morena, ni a Sevilla; se le recluía en un convento por ocho años para que aprendiese la doctrina cristiana y ayunase todos los viernes; se le degradaba y exoneraba de todos sus cargos, sin que pudiera en adelante llevar espada, ni vestir oro, plata, seda, ni paño de lujo, ni montar a caballo; quedaban confiscados sus bienes e inhabilitados sus descendientes hasta la quinta generación.
Cuando volvió en sí, hizo la profesión de fe con vela verde en la mano, pero sin coroza, porque le dispensó el inquisidor, así como de la fustigación con varillas.
Los enemigos de Olavide, que tenía muchos por el asunto de las colonias, se desataron contra él indignamente después de su desgracia. Corre manuscrita entre los curiosos una sátira insulsa y chabacana, cuyo rótulo dice: El siglo ilustrado, vida de D. Guindo Cerezo, nacido, educado, instruido y muerto según las luces del presente siglo, dada a luz para seguro modelo de las costumbres, por D. Justo Vera de la Ventosa (2365). Es un cúmulo de injurias sandias, despreciables y sin chiste. Por no servir, ni para la biografía de Olavide sirve, porque el anónimo maldiciente estaba muy poco enterado de los hechos y [499] aventuras del personaje contra quien muestra tan ciego ensañamiento.
A muchos pareció excesivo el rigor con que se trató a éste, y quizá lo era, habida consideración al tiempo, en que las penas de infamia iban cayendo en desuso. Sobre todo, parecía poco equitativo que se castigasen con tanta dureza las imprudencias de un subalterno, mientras que seguían impunes, no por mejores, sino por más disimulados o más poderosos, los Arandas y los Rodas, enemigos mucho más pestíferos de la Iglesia.
Olavide era una cabeza ligera, un enfant terrible, menos perverso de índole que largo de lengua, y sobre él descargó a tempestad. Comenzó por abatirse y anonadarse, pero luego vino a mejores pensamientos, no cayó en desesperación y la fe volvió a su alma. Retraído en el monasterio de Sahagún, sin más libros que los de Fr. Luis de Granada y el P. Señeri, tornó a cultivar con espíritu cristiano la poesía, que había sido recreación de sus primeros años, y compuso los únicos versos suyos que no son enteramente prosaicos. Llámanse en las copias manuscritas Ecos de Olavide(2366), y vienen a ser una paráfrasis del Miserere, que luego incluyó, retocada, en su traducción completa de los Salmos del real profeta:
| Señor: misericordia; a tus pies llega | ||
| el mayor pecador, mas ya contrito, | ||
que a tu infinita paternal clemencia | |||
pide humilde perdón de sus delitos. | |||
A mis oídos les darán entonces | |||
con tu perdón consuelo y regocijo, | |||
y mis huesos exámines y yertos | |||
serán ya de tu cuerpo miembros vivos. | |||
Porque, si tú quisieras otra ofrenda, | |||
ninguna te negará el amor mío, | |||
pero no quieres tú más holocausto | |||
que un puro amor y un ánimo sumiso. | |||
Señor, pues amas y deseas tanto | |||
a tu siervo salvar, dispón benigno | |||
que en la inmortal Jerusalén del alma | |||
se labre de tu amor el edificio. |
El arrepentimiento de Olavide ya entonces parece sincero, pero aún no había echado raíces bastante profundas. Era necesario que la desgracia viniera a labrar en aquella alma superficial [500] y distraída no como sobre arena, sino como sobre piedra. Burlando la confianza del inquisidor general, y no sin connivencia secreta de la corte, huyó a Francia, y allí vivió algunos años con el supuesto título de conde del Pilo (2367), trabando amistad con varios literatos franceses, especialmente con el caballero Florián, ingenio amanerado y de buena intención, discreto fabulista y uno de los que acabaron de enterrar la novela pastoril. Olavide le ayudó a refundir la Galatea, de Cervantes, mereciendo que en recompensa le llamase «español tan célebre por sus talentos como por sus desgracias».
Los enciclopedistas recibieron en triunfo a Olavide, y aunque de España se reclamó su extradición, el mismo obispo de Rhodez, en cuya diócesis vivía, le dio medios para refugiarse en Ginebra. La revolución le abrió de nuevo las puertas de Francia y le declaró ciudadano adoptivo de la república una e indivisible, con lo cual, tornado él a su antiguo vómito, escribió contra los frailes (2368) y compró gran cantidad de bienes nacionales. La conciencia no le remordía aún y esperaba vivir tranquilo en cómodo aunque inhonesto retiro. Pero no le sucedió como pensaba. Dejémosle hablar a él mismo en mal castellano, pero con mucha sinceridad:
«La Francia estaba entonces cubierta de terror y llena de prisiones. En ella se amontonaban millares de infelices, y los preferidos para esta violencia eran los más nobles, los más sabios o los hombres más virtuosos del reino. Yo no tenía ninguno de estos títulos, y, por otra parte, esperaba que el silencio de mi soledad y la oscuridad de mi retiro me esconderían de tan general persecución. Pero no fue así..En la noche del 16 de abril de 1794, la casa de mi habitación (2369) se halló de repente cercada de soldados, y por orden de la Junta de Seguridad General fui conducido a la prisión de mi departamento (2370). En aquel tiempo, la persecución era el primer paso para el suplicio. Procuré someterme a las órdenes de la divina Providencia... ¡Pero pobre de mí! ¿Qué podría hacer yo? Viejo, secular, sin más instrucción que la muy precisa para mí mismo y encerrado en una cárcel con pocos libros que me guiasen y ningunos amigos que me dirigiesen» (2371).
Y más adelante, Olavide se retrata en la persona de «aquel filósofo que no dejaba de tener algún talento y que nació con muchos bienes de fortuna. Pero, habiendo recibido en su niñez la educación ordinaria, había aprendido superficialmente su religión; no la había estudiado después, y en su edad adulta casi no la conocía, o, por mejor decir, sólo la conocía con el [501] falso y calumnioso semblante con que la pinta la iniquidad sofística... Un infortunio lo condujo a donde pudiera escuchar las pruebas que persuaden su verdad, y, a pesar de su oposición natural y, lo que es más, de sus envejecidas malas costumbres, no pudo resistir a su evidencia, y, después de quedar convencido, tuvo valor, con la asistencia del cielo, para mudar sus ideas y reformar su vida (2372).
Dudar de la buena fe de estas palabras y atribuirlas a interés o a miedo, sería calumniar la naturaleza humana, mentir contra la historia y no conocer a Olavide, alma buena en el fondo y de semillas cristianas, aunque hubiese pecado de vano, presumido y locuaz.
No dudo, pues, aunque lo nieguen los viejos, por la antigua mala reputación de Olavide, y lo nieguen algunos modernos, por repugnarles que el espectáculo de la libertad revolucionaria fuera bastante medicina para curar de su envejecida impiedad a un filósofo incrédulo, víctima de los rigores inquisitoriales; no dudo, repito, que la conversión de Olavide fue sincera y cumplida y no una añagaza para volver libremente a España. Léase el libro que entonces escribió, El Evangelio en triunfo o historia de un filósofo desengañado, donde, si la ejecución no satisface, el fondo por lo menos es intachable, sin vislumbres, ni aun remotos, de doblez e hipocresía. Ya lo veremos al analizar más adelante esta obra entre las demás impugnaciones españoles del enciclopedismo. Dicen, y con alguna apariencia de razón, que expone con mucha fuerza los argumentos racionales de los incrédulos y que se muestra flojo en la defensa, acudiendo a razones históricas o a impulsos del sentimiento, pero esto no arguye mala fe, sino medianía de entendimiento, como la tuvo Olavide en todo, y poca habilidad y muy escasa teología, que él reconoce y deplora. Así y todo, a fuerza de ser tan buena la causa y tan firme el arrepentimiento del autor, no ha de tenerse por vulgar su libro, y fue además buena obra, por ser de quien era, volviendo al redil mucha oveja descarriada.
Del éxito inmediato tampoco puede dudarse; publicada en Valencia en 1798 sin nombre de autor, se reimprimió cuatro veces en un año, y llegó hasta el último rincón de España, provocando una reacción favorable a Olavide. De ella participó el egregio inquisidor general D. Francisco Antonio Lorenzana, y aquel mismo año le permitió volver a España. Llorente dice que entonces le conoció en Aranjuez, y que tendría unos setenta y cuatro años. Para la mayor parte de los españoles, su nombre y sus fortunas eran objeto de admiración, de estupor. Los vientos corrían favorables a sus antiguas ideas; pero Dios había tocado en su alma y le llamaba a penitencia. Desengañado de las pompas y halagos del mundo, rechazó todas las ofertas de Urquijo y se retiró a una soledad de Andalucía, donde vivió como filósofo cristiano, pensando en los [502] días antiguos y en los años eternos, hasta que le visitó amigablemente, y no digamos que le salteó, la muerte en Baza el año 1804, dejando con el buen olor de sus virtudes edificados a los mismos que habían sido testigos o cómplices de sus escandalosas mocedades.
Además de El Evangelio en triunfo, publicó Olavide una traducción de los Salmos, estudio predilecto de los impíos convertidos, como lo mostró La Harpe, haciendo al mismo tiempo que Olavide, y en una cárcel no muy distante, el mismo trabajo. Pero en verdad que, si La Harpe y Olavide trabajaron para su justificación y para el buen ejemplo de sus prójimos, ni las letras francesas ni las españolas ganaron mucho con su piadosa tarea. Ni uno ni otro sabían hebreo, y tradujeron muy a tientas sobre el latín de la Vulgata, intachable en lo esencial de la doctrina, pero no en cuanto a los ápices poéticos. De aquí que sus traducciones carezcan en absoluto de sabor oriental y profético y nada conserven de la exuberante imaginativa, de la oscuridad solemne, de la majestad sumisa y de aquel volar insólito que levanta el alma entre tierra y cielo y le hace percibir un como dejo de los sagrados arcanos cuando se leen los Salmos originales. Además, Olavide no pasaba de medianísimo versificador; a veces acentúa mal, y siempre huye de las imágenes y de cuanto puede dar color estilo, absurdo empeño cuando se traduce una poesía colorista por excelencia, como la hebrea, en que las más altas ideas se revisten siempre de fantasmas sensibles. El metro que eligió con monótona uniformidad (romance endecasílabo) contribuye a la prolijidad y al desleimiento del conjunto. No sólo queda inferior Olavide a aquellos grandes e inspirados traductores nuestros del siglo XVI, especialmente a Fr. Luis de León, alma hebrea y tan impetuosamente lírica cuando traduce a David como serena cuando interpreta a Horacio. No sólo cede la palma a David Abenatar Melo y otros judíos, crudos y desiguales en el decir, pero vigorosos a trechos, sino que, dentro de su misma época y escuela de llaneza prosaica, queda a larga distancia del sevillano González-Carvajal, no muy poeta, pero grande hablista, amamantado a los pechos de la magnífica poesía de Fr. Luis de León, que le nutre y vigoriza y le levanta mucho cuando pensamientos ajenos le sostienen. A Olavide ni siquiera llega a inflamarle el calor de los Libros santos. Véase algún trozo de los mejores. Sea el salmo 109: Dixit Dominus Domino meo:
| Dijo el Señor al que es el Señor mío: | ||
| Siéntate a mi derecha hasta que haga | ||
que, puestos a tus pies tus enemigos, | |||
servir de apoyo puedan a tus plantas. | |||
Hará el Señor que de Sión augusta | |||
de tu ínclita virtud salga la vara, | |||
que en medio de tus mismos enemigos | |||
los venza, los domine y los abata. [503] | |||
Esta vara es el cetro de tu imperio, | |||
y lo empuñó tu mano soberana | |||
cuando todo el poder, toda la gloria, | |||
de mi eterna virtud mi amor te pasa. | |||
En medio de las luces y esplendores | |||
que en el cielo a mis santos acompañan, | |||
pues te engendré en mi seno antes que hiciera | |||
al lucero magnífico del alba. | |||
El Señor lo afirmó con juramento, | |||
y nunca se desmiente su palabra; | |||
tú eres, le dice, Sacerdote eterno, | |||
Melchisedech el orden te prepara. | |||
El Señor que te tiene a tu derecha, | |||
en el día fatal de su venganza, | |||
redujo a polvo y convirtió en ceniza | |||
a los más grandes reyes y monarcas. | |||
Juzgará las naciones. De ruinas | |||
al universo llenará su saña, | |||
porque destrozará muchas cabezas | |||
que su ley violan y su culto atacan. | |||
En el torrente que el camino corta | |||
se detendrá para beber de su agua, | |||
y por eso de gloria revestido, | |||
alza la frente y su cabeza exalta (2373). |
Además de los Salmos, tradujo Olavide todos los cánticos esparcidos en la Escritura, desde los dos de Moisés hasta el de Simeón, y también varios himnos de la Iglesia, v. gr., el Ave Maris Stella, el Stabat Mater, el Dies irae, el Te Deum, el Pange lingua y el Veni Creator; todo ello con bien escaso numen. Y ojalá que se hubiera limitado a traducir tan excelentes originales; pero, desgraciadamente, le dio por ser poeta original y cantó en lánguidos y rastreros versos pareados El fin del hombre, El alma, La inmortalidad del alma, La Providencia, El amor del mundo, La penitencia y otros magníficos asuntos hasta dieciséis, coleccionados luego con el título de Poemas christianos (2374). Olavide serpit humi en todo el libro; válgale por disculpa que quiso hacer obra de devoción y no de arte; para eso anuncia en el prólogo que ha desterrado de sus versos lasimágenes y los colores. Así salieron ellos de incoloros y prosaicos. El desengaño le hizo creyente, pero no llegó a hacerle poeta. [504] Increíble parece que quien había pasado por tan raras vicisitudes y sentido tal tormento de encontrados efectos, no hallase en el fondo de su alma alguna chispa del fuego sagrado, ni se levantase nunca de la triste insipidez que denuncian estos versos elegidos al azar, porque todos los restantes son de la misma ralea:
| En la tierra los míseros mortales | ||
| están llenos de penas y de males, | ||
que el turbulento mundo les produce, | |||
y, con todo, este mundo les seduce. | |||
A muchos atormenta, a otros engaña, | |||
o bien los alucina, o bien los daña. | |||
A unos trata con ásperos rigores, | |||
a otros vende muy caros sus favores, | |||
y estos mismos favores que les vende, | |||
los trueca presto en mal que los ofende. |
Harto nos hemos alejado del asunto para completar la monografía de Olavide
3. Marcelino Menéndez Pelayo Historia de la poesía hispanoamericana", C.IX, Perú
[p. 149]…Así también se hizo famoso en España y en Francia, no menos por sus talentos que por sus desgracias, D. Pablo de Olavide, en quien, por decirlo así, se encarnó el espíritu innovador en tiempo de Carlos III. Sus obras son inseparables de su vida, y por eso conviene indicar algo acerca de los sucesos capitales de su azarosa existencia. [1]
Olavide, nacido en Lima en 1725, discípulo aventajado de la Universidad de San Marcos, donde recibió el grado de doctor en Cánones a los diez y siete años de edad, opositor a cátedras, oidor de aquella Real Audiencia y auditor general de Guerra del virreinato del Perú, hubiera envejecido tranquilamente en su carrera de hombre de toga, si de repente no viniera a sacarle de la oscuridad el horrible terremoto de 1746. Cuando se trató de reparar los efectos de aquel desastre, mostró serenidad, aplomo y desinterés, y por su mano pasaron los caudales de los mayores negociantes de la plaza, dejándole con mucha reputación de íntegro. Pero no faltó quien murmurase de él, sobre todo, por haber aplicado a la construcción de un nuevo teatro el fondo remanente después de aquella calamidad. Se le mandó venir a Madrid a rendir cuentas. Propicia se le mostró la fortuna en España. Gallardo de aspecto, cortés, elegante y atildado en sus modales, ligero y brillante en su conversación, cayó en gracia a una viuda riquísima, heredera de dos capitalistas, y logró fácilmente su mano. Desde entonces la casa de Olavide, en Leganés y en Madrid, fué una especie de salón, de los primeros que se conocieron en España. Olavide, agradable, insinuante, culto a la francesa, con aficiones filosóficas y artísticas, que alimentaba en sus frecuentes viajes a París, ostentoso y espléndido, corresponsal de los enciclopedistas y gran lector de sus libros, comenzó a hacer ruidoso alarde de sus tendencias [p. 150]innovadoras, que frisaban con la impiedad declarada. El Conde de Aranda se entusiasmó con él y le protegió mucho, haciéndole síndico personero de la villa de Madrid y director del Hospicio de San Fernando. Los ratos de ocio los dedicaba a las bellas letras: puso en su casa un teatro de aficionados, como era moda en Francia, y como le tenía el mismo Voltaire en Ferney, y para él tradujo algunas tragedias y comedias francesas. Moratín [1] le atribuye sólo la Zelmira (traducción de Du Belloy), laHipermenestra (de Lamierre) y El desertor francés (de Sedaine); pero don Antonio Alcalá Galiano [2] añade a ellas una que corrió anónima de la Zaida («Zayre») de Voltaire, tan ajustada al original, que de ella se valió como texto D. Vicente García de la Huerta para su famosa Jaira, convirtiendo los desmayados y rastreros versos de Olavide en rotundo y bizarro romance endecasílabo. Realmente Olavide poco tenía de poeta, ni en lo profano, ni en lo sagrado, que después cultivó tanto: sus versos suelen ser mala prosa rimada, sin nervio ni calor ni viveza de fantasía. Aunque dotado de cualidades brillantes, era de instrucción flaca y superficial, y sin resistencia se dejó arrastrar por el torrente de la filosofía del siglo XVIII, no al modo cauteloso que Campomanes y otros graves varones, sino con todo el fogoso atropellamiento de los pocos años, [p. 151] de las vagas lecturas y de la imaginación americana. Olavide cautivó, arrebató, despertó admiración, simpatía y envidia, y acabó por dar tristísima y memorable caída.
Pero antes la protección de Aranda le ensalzó a la cumbre, en 1767 era ya Asistente de Sevilla e Intendente de los cuatro reinos de Andalucía. De aquel tiempo data su famoso plan de reforma de aquella Universidad, el más radicalmente revolucionario que se formulase por entonces, respirando todo él rabioso centralismo y odio encarnizado a las libertades universitarias, no menos que a los estudios de Teología y Filosofía, «cuestiones frívolas e inútiles, pues o son superiores al ingenio de los hombres, o incapaces de traer utilidad, aun cuando fuese posible demostrarlas...». Al lado de esto, el plan contenía muy sanas advertencias para la reforma de los estudios de Matemáticas y Física, de Lenguas e Historia, las cuales, puestas en práctica, fueron elevando aquella célebre escuela al grado de prosperidad que alcanzaba a fines del siglo XVIII. En todas las reformas de aquel reinado hay que distinguir la parte verdaderamente útil y positiva, de los muchos sueños y temeridades infecundas que se mezclaron con ella. [1]
Olavide era un iluso de filantropía, pero con cándida y buena fe, que a ratos le hace simpático. En Sevilla protegió a su modo las Letras y todavía más la Economía Política, y tuvo la gloria de alentar y guiar los primeros pasos de Jovellanos. De la tertulia de Olavide, y con ocasión de una disputa sobre las innovaciones dramáticas de la Chausée y Diderot, salió la comedia de El Delincuente honrado, tierna y bien escrita, aunque algo lánguida y declamatoria; como que su ilustre autor se propuso por principal fin en ella «inspirar aquel dulce horror con que responden las almas sensibles al que defiende los derechos de la humanidad». Rasgos tan candorosos como éste, y más cuando vienen de tan grande hombre como Jovellanos, no deben perderse ni olvidarse, porque pintan la época mejor que lo harían largas disertaciones. La Julia y el Tratado de los delitos y de las penas entusiasmaban por [p. 152] igual a aquellos hombres; y para que la afectación llegase a su colmo, juntaban la mascarada pastoril de la Arcadia con la filantropía de los discípulos de Rousseau, llamándose entre ellos «el mayoral Jovino» y«el fecundo Elpino». Este último era Olavide, de quien Jovellanos conservó siempre muy buen recuerdo, bastando la amistad de tal varón para hacer indulgente con él al más áspero censor. Ni en próspera ni en adversa fortuna le flaqueó el cariño de Jovino, que aun en 1778 describía en la epístola a sus amigos de Sevilla
Mil pueblos que del seno enmarañado
De los Marianos montes, patria un tiempo
De fieras alimañas, de repente
Nacieron cultivados, do a despecho
De la rabiosa envidia, la esperanza
De mil generaciones se alimenta:
Lugares algún día venturosos,
Del gozo y la inocencia frecuentados.
Y con la triste y vacilante sombra
Del sin ventura Elpino ya infamados
Y a su primer horror restituídos,
Entre los mil proyectos, más o menos razonables o utópicos, que en aquella época de furor económico se propalaban para remediar la despoblación de España y abrir al cultivo las tierras eriales y baldías, era uno de los más favorecidos por la opinión de los gobernantes el de las colonias agrícolas. Ya Ensenada había pensado establecerlas, y en tiempo de Aranda volvió a agitarse la idea con ocasión de un Memorial de cierto arbitrista prusiano, D. Juan Gaspar Thurriegel. Campomanes entro en sus designios, redactó una consulta favorable en 27 de febrero de 1767, y sin dilación comenzó a tratarse de poblar los yermos de Sierra Morena, albergue hasta entonces de forajidos, célebres en los romances de ciegos, y terror de los hombres de bien. Thurriegel se comprometió a traer, en ocho meses, seis mil alemanes y flamencos católicos, y la concesión se firmó el 2 de abril de 1767, el mismo día que la pragmática de expulsión de los jesuítas.
Para establecer la colonia fué designado, con título de Superintendente, Olavide, como el más a propósito por lo vasto y emprendedor de su índole. No se descuidó un punto, y con el ardor propio de su condición novelera y con amplios auxilios oficiales, [p. 153] fundó en breve plazo hasta trece poblaciones, muchas de las cuales subsisten para gloria imperecedera de su nombre. Por desgracia propia, el Superintendente no se detuvo en la poesía bucólica, y pronto empezaron las murmuraciones contra él entre los mismos colonos. Un suizo, D. José Antonio Yauch, se quejó, en un memorial de 14 de marzo de 1769, de la falta de pasto espiritual que se advertía en las colonias, a la vez que de malversaciones, abandono y malos tratamientos a los nuevos pobladores. Confirmó algo de estas acusaciones el Obispo de Jaén: envióse de visitadores al Consejero Valiente, a D. Ricardo Wall y al Marqués de la Corona, y tampoco fueron del todo favorables a Olavide sus informes. Entre los colonos habían venido disimuladamente algunos protestantes, y en cambio, faltaban clérigos católicos de su nación y lengua. De conventos no se hable: Aranda los había prohibido para entonces y para en adelante, en términos expresos, en el pliego de condiciones que ajustó con Thurriegel. Al cabo vinieron de Suiza capuchinos, y por superior de ellos Fr. Romualdo de Friburgo, que escandalizado de la libertad de los discursos del colonizador, hizo causa común con los muchos enemigos que éste tenía dentro del Consejo y entre los émulos de Aranda. Las imprudencias, temeridades y bizarrías de Olavide iban comprometiéndole más a cada momento. Ponderaba con hipérboles asiáticas el progreso de las colonias, y sus émulos lo negaban todo. Él se quejaba de que los capuchinos le alborotaban la colonia, y ellos de que pervertía a los colonos con su irreligión manifiesta. Al cabo, Fr. Romualdo de Friburgo delató en forma a Olavide, en septiembre de 1775, por hereje, ateo y materialista, o a lo menos naturalista y negador de lo sobrenatural, de la Revelación, de la Providencia y de los milagros, de la eficacia de la oración y buenas obras; asiduo lector de Voltaire y de Rousseau, con quienes tenía frecuente correspondencia; poseedor de imágenes y figuras desnudas y libidinosas; inobservante de los ayunos y abstinencias eclesiásticas y distinción de manjares; profanador de los días de fiesta, y, finalmente, hombre de mal ejemplo y piedra de escándalo para sus colonos. A estos graves cargos se añadían otros enteramente risibles, como el de defender el movimiento de la tierra y oponerse al toque de las campanas en días de nublado.
[p. 154] El Santo Oficio impetró licencia del Rey para procesar a Olavide, aprovechando la caída y ausencia de Aranda. Se le mandó venir a Madrid para tratar de asuntos relativos a las colonias. Él temió el nublado que se le venía encima, y escribió a su amigo Roda pidiéndole consejo. En la carta, que es de 7 de febrero de 1776, le decía: «Cargado de muchos desórdenes de mi juventud, de que pido a Dios perdón, no hallo en mí ninguno contra la religión. Nacido y criado en un país donde no se conoce otra que la que profesamos, no me ha dejado hasta ahora Dios de su mano por haber faltado nunca a ella: he hecho gloria de la que, por gracia del Señor, tengo; y derramaría por ella hasta la última gota de mi sangre... Yo no soy teólogo, ni en estas materias alcanzo más que lo que mis padres y maestros me enseñaron conforme a la doctrina de la Iglesia... Y estoy persuadido de que en las cosas de la fe de nada sirve la razón, porque nada alcanza..., siendo la dócil obediencia el mejor sacrificio de un cristiano...»
Que Olavide ocultaba o desfiguraba aquí una parte de la verdad parece claro, no sólo por las resultas del proceso, sino por el valor autobiográfico que unánimemente conceden sus biógrafos a las confesiones de El Evangelio en Triunfo, donde se leen pasajes como éste: «La lectura de los libros filosóficos había pervertido enteramente mis ideas. Yo había concebido, no sólo el más alto desprecio, sino también la aversión más activa contra todo lo que pertenecía a la Iglesia. Creyendo que el cristianismo era una invención humana, como todas las religiones, no podía mirar la Iglesia sino como el hogar o centro de sus principales ministros, que abusaban de la credulidad en favor de sus intereses. Todas sus sociedades me parecían cavernas de impostores, sus creencias ridículas, sus ritos irrisorios...» (Carta segunda.)
Roda, que tenía en el fondo tan poca religión como Olavide, pero que a toda costa evitaba ponerse en aventura, le dejó en manos del Santo Oficio, contentándose con recomendar la mayor lenidad posible al Inquisidor general. Éralo entonces el antiguo Obispo de Salamanca, D. Felipe Beltrán, varón piadoso y docto, no sin alguna punta de regalismo, e inclinado por ende a la tolerancia con los innovadores, aunque en este caso no lo mostró mucho. De grado o por fuerza, tuvo que condenar a Olavide, pero le excusó la humillación de un auto público, reduciendo la [p. 155] lectura de la sentencia a un autillo a puerta cerrada, al cual se dió, sin embargo, inusitada solemnidad. Verificóse ésta en la mañana del 24 de noviembre de 1778, con asistencia de varios grandes de España, consejeros de Hacienda, Indias, Órdenes y Guerra, oficiales de guardias y padres graves de diferentes religiones. Aquel acto tenía algo de conminatorio: la Inquisición; aunque herida y aportillada, daba por última vez muestra de su poder, ya mermado y decadente, abatiendo en el Asistente de Sevilla al volterianismo de la corte y convidando al triunfo a sus propios enemigos.
Olavide salió a la ceremonia sin el hábito de Santiago (de cuya Orden era caballero), con extremada palidez en el rostro y conducido por dos familiares del Santo Oficio. Oyó con grandes muestras de terror la lectura de la sentencia, y al fin exclamó: «Yo no he perdido nunca la fe, aunque lo diga el fiscal.» Y tras esto cayó en tierra desmayado. Tres horas había durado la lectura de la sumaria: los cargos eran sesenta y seis, confirmados por setenta y ocho testigos. Se le declaraba hereje convicto y formal, miembro podrido de la religión; se le desterraba a cuarenta leguas de la corte y sitios reales, sin poder volver tampoco a América, ni a las colonias de Sierra-Morena, ni a Sevilla; se le recluía en un convento por ocho años para que aprendiese la doctrina cristiana y ayunase todos los viernes; se le degradaba y exoneraba de todos sus cargos, sin que pudiese en adelante llevar espada, ni vestir oro, plata, seda ni paños de lujo, ni montar a caballo; quedaban confiscados sus bienes e inhabilitados sus descendientes hasta la quinta generación. Cuando volvió en sí, hizo la profesión de fe, con vela verde en la mano, pero sin coroza, porque le dispensó de ello el Inquisidor, lo mismo que de la fustigación con varillas.
Los enemigos de Olavide (que tenía muchos por su rápido encumbramiento y por el asunto de las colonias) se desataron contra él indignamente después de su desgracia. Corre manuscrita entre los curiosos una sátira insulsa y chabacana, cuyo rótulo dice:El Siglo Ilustrado, vida de D. Guindo Cerezo, nacido, educado, instruído y muerto según las luces del presente siglo, dada a luz para seguro modelo de las costumbres, por D. Justo Vera de la Ventosa. [1] [p. 156] Es un cúmulo de injurias sandias, despreciables y sin chiste. Por no servir, ni para la biografía de Olavide sirve, porque el anónimo maldiciente estaba muy poco enterado de los hechos y aventuras del personaje contra quien muestra tan ciego ensañamiento.
Olavide era una cabeza ligera, menos perverso de índole que largo de lengua, y sobre él descargó la tempestad, mientras que por más disimulados o más poderosos seguían impunes sus antiguos protectores los Arandas y los Rodas, enemigos mucho más peligrosos de la Iglesia. Comenzó por abatirse y anonadarse bajo el peso de aquella condenación infamante; pero luego vino a mejores pensamientos, y la fe volvió a su alma. Retraído en el Monasterio de Sahagún, sin más libros que los de Fr. Luis de Granada y el P. Segneri, tornó a cultivar con espíritu cristiano la poesía, que había sido recreación de sus primeros años, y compuso los únicos versos suyos que no son enteramente prosaicos. Llámanse en las copias manuscritas Ecos de Olavide , y vienen a ser una paráfrasis del Miserere , que luego incluyó retocada en su traducción completa de los Salmos del Real Profeta.[1]
El arrepentimiento de Olavide ya entonces parece sincero, pero aún no había echado raíces bastante profundas. Burlando [p. 157] la confianza del Inquisidor general, no sin connivencia secreta de la corte, huyó a Francia, y allí vivió algunos años con el supuesto titulo de Conde del Pilo, trabando amistad con varios literatos franceses, especialmente con el caballero Florián, ingenio amanerado, discreto fabulista y uno de los que acabaron de enterrar la novela pastoril. Olavide le ayudó a refundir laGalatea de Cervantes, mereciendo que en recompensa le llamase «español tan célebre por sus talentos como por sus desgracias».
Los enciclopedistas recibieron con palmas a Olavide. Diderot escribió una noticia de su vida. [1] Marmontel le saludó en sesión pública de la Academia Francesa con estos enfáticos versos:
Le citoyen flêtri par l'absurde fureur
D'un zèle mille fois plus affreux que l'erreur,
Au pied d'un tribunal que la lumière offense,
Accusé sans témoins, condamné sans défense,
Pour avoir méprisé d'infâmes délateurs,
En peuplant les déserts d'heureux cultivateurs;
Qu'il regarde ces monts où fleurit l'industrie,
Et fier de ses bienfaits, qu'il plaigne sa patrie.
Le temps la changera, comm'il a tout changé:
D'une indigne prison Galilée est vengé.
Estas injurias en acto solemne exasperaron al Gobierno español, y Floridablanca reclamó la extradición de Olavide en 1781; pero el Obispo de Rhodez, en cuya diócesis se había refugiado, le dió medios para huir a Ginebra. El Cardenal de Brienne volvió a abrirle poco después las puertas de Francia, y la Convención le llamó a la barra para decretarle una corona cívica y el título de ciudadano adoptivo de la República una e indivisible. Dicen (aunque no he podido comprobarlo) que entonces, volviendo a hacer alarde de sus antiguas ideas, escribió contra las ordenes monásticas, y compró gran cantidad de bienes nacionales. La conciencia no le remordía aún y esperaba vivir tranquilo en cómodo, aunque inhonesto retiro, lejos del tumulto de París, en una casa de campo de Meung-sur-Loire que había pertenecido a los obispos [p. 158] de Orleans. Pero no le sucedió como pensaba. Dejémosle hablar a él en mal castellano, pero con mucha sinceridad:
«La Francia estaba entonces cubierta de terror y llena de prisiones. En ellas se amontonaban millares de infelices, y los preferidos para esta violencia eran los más nobles, los más sabios o los hombres más virtuosos del reino. Yo no tenía ninguno de estos títulos, y, por otra parte, esperaba que el silencio de mi soledad y la obscuridad de mi retiro me esconderían de tan general persecución. Pero no fué así. En la noche del 16 de abril de 1794, la casa de mi habitación se halló de repente cercada de soldados. y por orden de la Junta de Seguridad general fuí conducido a la prisión de mi departamento. En aquel tiempo la persecución era el primer paso para el suplicio. Procuré someterme a las órdenes de la divina Providencia... Pero ¡pobre de mí!, ¿qué podría yo hacer? Viejo, secular, sin más instrucción que la muy precisa para mí mismo, y encerrado en una cárcel con pocos libros que me guiasen, y ningunos amigos que me dirigiesen.» [1]
Y más adelante Olavide se retrata en la persona de aquel «filósofo que no dejaba de tener algún talento y que nació con muchos bienes de fortuna. Pero habiendo recibido en su niñez la educación ordinaria, había aprendido superficialmente su religión; no la había estudiado después, y en su edad adulta casi no la conocía, o, por mejor decir, sólo la conocía con el falso y calumnioso semblante con que la pinta la iniquidad sofística... Un infortunio lo condujo a donde pudiese escuchar las pruebas que persuaden su verdad; y a pesar de su oposición natural y, lo que es más, de sus envejecidas malas costumbres, no pudo resistir a su evidencia, y después de quedar convencido, tuvo valor, con la asistencia del cielo, para mudar sus ideas y reformar su vida».
Dudar de la buena fe de estas palabras y atribuirlas a interés o a miedo, sería calumniar la naturaleza humana y no conocer a Olavide, alma buena en el fondo y con semillas cristianas, por mucho que hubiese pecado de vano, presumido y locuaz.
No dudo, pues (aunque lo negasen los viejos por la antigua [p. 159] mala reputación de Olavide), que su conversión fué sincera y cumplida y no una añagaza para volver libremente a España. Léase el libro que entonces escribió, El Evangelio en triunfo o historia de un filósofo desengañado , donde si la ejecución no satisface, el fondo, por lo menos, es intachable, sin vislumbres, ni aun remotos, de doblez o de hipocresía.
Pocos leen hoy este libro, pero conserva nombradía tradicional por circunstancias no dependientes de su mérito. El autor era un impío convertido, penitenciado por el Santo Oficio, espectador y víctima de la Revolución francesa. Sus extrañas fortunas hacían que unos le mirasen con asombro, otros con recelo, achacando el extraordinario y súbito cambio de sus ideas, éstos a propio interés y móviles mundanos, aquéllos a la dura lección del escarmiento. Acertaban estos últimos, como luego lo mostró la vida austera y penitente de Olavide y su muerte cristianísima. Dios había visitado terriblemente aquella alma, que no hubiera podido levantarse sin un poderoso impulso de la gracia divina. Todas las páginas de El Evangelio en triunfo, libro, por otra parte, mediano, porque no alcanzaba a más el talento de su autor, respiran convicción y fe. Fué, sin duda, obra grata a los ojos de Dios, expiación de anteriores extravíos, y buen ejemplo, que por lo ruidoso de quien le daba hizo honda impresión en el ánimo de muchos, y trajo a puerto de salvación a otros infelices como el autor. Así debe juzgarse El Evangelio en triunfo, más como acto piadoso que como libro. Fué la abjuración, la retractación brillante de un incrédulo, la reparación solemne de un pecado de escándalo. Imagínese el poder de tal ejemplo a fines del siglo XVII, y cuán hondamente debió de resonar en las almas aquella voz que salía de las cárceles del Terror, adorando y bendiciendo lo que toda su vida había trabajado por destruir. El éxito fué inmenso: en un solo año se hicieron tres ediciones de los cuatro voluminosos tomos de El Evangelio en triunfo.
Con todo eso, la malicia de algunos espíritus suspicaces no dejó de cebarse en las intenciones del autor. Decían que exponía con mucha fuerza los argumentos de los incrédulos contra la divinidad de Jesucristo y la autenticidad de los libros santos, y que se mostraba frío y débil en la refutación. Algo de verdad puede haber en esto, pero por una razón que fácilmente se alcanza; [p. 160] Olavide había vuelto sinceramente a la fe, pero con la fe no había adquirido la ciencia teológica ni el genio de escritor que nunca tuvo. Su lectura predilecta y continua durante la mayor parte de su vida, habían sido las obras de Voltaire y de los enciclopedistas: aquello lo conocía bien, y estaba muy al tanto de todas las objeciones. Pero en teología católica y en filosofía cristiana claudicaba, porque jamás las había estudiado (como él mismo confiesa) ni leído apenas libro alguno que tratase de ellas. Así es que su instrucción dogmática, a pesar de las buenas lecturas en que se empeñó después de su conversión, no pasaba de un nivel vulgarísimo, bueno para el simple creyente, pero no para el apologista de la religión contra los incrédulos. Además, como su talento, aunque lúcido y despierto, no se alzaba mucho de la medianía, tampoco pudo suplir con él lo que de ciencia le faltaba; así es que resultaron flojas algunas partes de su apología, si bien, a fuerza de sinceridad y de firmeza, y de ser tan burda la crítica religiosa de los volterianos, fácilmente suele lograr la victoria.
Literariamente, el libro de Olavide vale poco, y está escrito medio en francés (corno era de recelar, dadas sus lecturas favoritas y su larga residencia en París); no sólo atestado de galicismos de palabras y de giros, sino de rasgos enfáticos y declamatorios de la peor escuela de entonces. Pero también tiene en muchos pasajes unción y fervor, y aunque siempre sea peligrosa la excesiva intervención del sentimiento en tesis dogmáticas, no hay duda que lo que en el libro interesa principalmente es el drama psicológico de la conversión del impío, la historia de los combates de su propia alma, de la cual el autor levanta todos los velos. Es cierto que a la fuerza teológica de los argumentos del libro daña esta especie de novela lacrimosa, en que están como ahogadas la preparación y la demostración evangélicas. Quizá Olavide debió escoger entre escribir una defensa de la religión, o escribir sus propias Confesiones. Prefirió mezclar ambas cosas, y resultó una producción híbrida; pero que tal como está, fué de las primeras en que el espíritu de restauración religiosa invocó los auxilios de la imaginación y del sentimiento, uno de los precedentes indudables de El Genio del Cristianismo; razón bastante poderosa para que no se la pueda olvidar en la cronología literaria.
[p. 161] Del éxito inmediato tampoco puede dudarse. Publicada en Valencia en 1798, sin nombre de autor, llegó hasta el último rincón de España, provocando una reacción favorable a Olavide. Aquel mismo año se le permitió volver a la Península, después de diez y ocho de expatriación, y no sólo se le reintegró en todos sus honores, sino que llegó la munificencia de Carlos IV hasta conferirle una pensión anual de 90.000 reales, extraordinaria para aquellos tiempos y aun para éstos, pero que se consideró sin duda como indemnización de anteriores quebrantos y confiscaciones. Para la mayor parte de los españoles, su nombre y sus aventuras eran objeto de admiración y de estupor. Los vientos empezaban a correr favorables a sus antiguas ideas; pero Dios había tocado en su alma, y le llamaba a penitencia. Desengañado de las pompas y halagos del mundo, rechazó todas las ofertas del ministro Urquijo y de Godoy, y se retiró a una soledad de Andalucía, donde vivió como filósofo cristiano, pensando en los días antiguos y en los años eternos, hasta que le visitó amigablemente la muerte en Baeza el año 1804, dejando con el buen olor de sus virtudes edificados a los mismos que habían sido testigos o cómplices de sus escandalosas mocedades, que él quizá con demasiada severidad llamaba infames.
Además de El Evangelio en triunfo, publicó Olavide una traducción de los Salmos, estudio predilecto de los impíos convertidos, como por aquellos días lo mostraba La Harpe, haciendo en una cárcel no muy distante de la de Olavide el mismo trabajo. Pero en verdad, que si La Harpe y Olavide trabajaron para justificación propia y para buen ejemplo de sus prójimos, ni las letras francesas ni las españolas ganaron mucho con su piadosa tarea. Ni uno ni otro sabían hebreo, y tradujeron muy a tientas sobre el latín de la Vulgata, intachable en lo esencial de la doctrina, pero no en cuanto a los ápices literarios. De aquí que sus traducciones carezcan en absoluto de sabor oriental y profético, y nada conserven de la exuberante imaginativa, de la oscuridad solemne, de la majestad sumisa, y de aquel volar insólito que levanta el alma entre tierra y cielo, y le hace percibir un como dejo de los sagrados arcanos, cuando se leen los Salmos originales. Por otra parte, Olavide no pasaba de medianísimo versificador: a veces acentúa mal, y siempre huye de las imágenes y de cuanto puede [p. 162] dar color al estilo; absurdo empeño cuando se traduce una poesía colorista por excelencia, como la hebrea, en que las más altas ideas se revisten siempre de figura sensible. El metro que eligió con monótona uniformidad (romance endecasílabo) contribuye a la prolijidad y desleimiento del conjunto, además de ser poco apto para la poesía lírica. No sólo resulta inferior Olavide a aquellos grandes e inspirados traductores nuestros del siglo XVI, especialmente a Fr. Luis de León, alma hebrea y tan impetuosamente lírica cuando traduce a David, como serena y clásica cuando interpreta a Horacio; no sólo cede la palma a David Abenatar Melo y a otros judíos, crudos y desiguales en el decir, pero vigorosos a trechos, sino que dentro de su misma época y escuela de llaneza prosaica queda a larga distancia del sevillano González Carvajal, no muy poeta, pero sí grande hablista amamantado a los pechos de la magnífica poesía de Fr. Luis de León, que le nutre y vigoriza y le levanta mucho cuando pensamientos ajenos le sostienen. A Olavide ni siquiera llega a inflamarle el calor de los libros santos, ni el carbón que tocó y purificó los labios de Isaías, deja ninguna huella al pasar por los suyos.
Tradujo Olavide, además de los Salmos, todos los Cánticos esparcidos en la Escritura, desde los dos de Moisés hasta el de Simeón, y también varios himnos de la Iglesia, v. gr., el Ave Maris Stella, el Stabat Mater, el Dies Irae, el Te Deum, el Pange lingua y el Veni Creator: todo ello con bien escaso numen. Y ojalá que se hubiera limitado a trasladar tan excelentes originales; pero desgraciadamente le dió por ser poeta original, y cantó en lánguidos y rastreros versos pareados El Fin del hombre, El Alma, La Inmortalidad del alma, La Providencia, El Amor del mundo, La Penitencia, y otros magníficos asuntos hasta diez y seis, coleccionados luego con el título de Poemas Christianos. Olavide serpit humi en todo el libro: válgale por disculpa que quiso hacer obra de devoción y no de literatura; para eso anuncia en el prólogo que ha desterrado de sus versos las imágenesy los colores. Así salieron ellos de incoloros y prosaicos. El desengaño le hizo creyente, pero no llegó a hacerle poeta. Increíble parece que quien había pasado por tan raras vicisitudes y sentido tal tormenta de encontrados afectos, no hallase en el fondo de su [p. 163] alma alguna chispa del fuego sagrado, ni se levantase casi nunca de la triste insipidez que caracteriza sus versos. [1]
Mientras Olavide llenaba a Europa con el ruido de sus andanzas y fortunas, continuaba en el Penú el movimiento literario, promovido eficazmente por la Sociedad de Amigos o Amantes del País, de la cual fué presidente Baquíjano y Carrillo, e individuos Unanue, [2] Rodríguez de Mendoza, Arrese, Morales y Duares, el oidor Cerdán, Egaña, Calero y Moreira, el Obispo Pérez Calama, los canónigos Bermúdez y Millán de Aguirre, el Jeronimiano Fr. Diego de Cisneros, gran propagador de los libros de los enciclopedistas; el Mercenario Calatayud, y otros varios eclesiásticos, tales como Laguna, Romero, Girval y Sobreviela. Bajo sus auspicios comenzó a publicarse en 1791 el Mercurio Peruano, revista importante que llegó a constar de doce tomos, y que Humboldt parece haber estimado en mucho. Por el mismo tiempo apareció el Diario Erudito, Económico y Comercial de Lima,que sólo duró tres años.
D:/Documents%20and%20Settings/Administrador/Mis%20documentos/Downloads/Dialnet-PabloDeOlavide17251803ATravesDeSusEscritos-2153133.pdf
Olavide y Jaúregui, Pablo Antonio de, 1725-1802
Poemas christianos, en que se exponen con sencillez las verdades mas importantes de la Religion / por el autor del Evangelio en triunfo ; publicados por un amigo del autor En Madrid : en la imprenta de Joseph Doblado, 1799