En medio de tan procelosas tempestades, y corriendo tiempos tan turbios y aciagos, despertó Dios a sus grandes profetas, para que hicieran resonar en Judá el eco de su palabra y sacaran de su profundo olvido y hondo letargo a los reyes idólatras, a los sacerdotes ociosos y a aquellas bárbaras muchedumbres, dadas a sediciones y tumultos. Jamás en ningún pueblo de la tierra, antiguo ni moderno, hubo una institución tan admirable, tan santa y tan popular como la de los profetas del pueblo de Dios.
Atenas tuvo poetas y oradores; Roma, tribunos y poetas. Los profetas del pueblo de Dios fueron poetas, tribunos y oradores a un tiempo mismo; como los poetas, cantaban las perfecciones divinas; como los tribunos, defendían los intereses populares; como los oradores, proponían lo que juzgaban conforme a las conveniencias del Estado. Un profeta era más que Homero, más que Demóstenes, más que Graco; era Graco, Homero y Demóstenes a un mismo tiempo. El profeta era el hombre que daba de mano a todo regalo de la carne y a todo amor de la vida, y que, mensajero de Dios, tenía el encargo de poner su palabra en el oído del pueblo, en el oído de los sacerdotes y en el oído de los reyes. Por eso los profetas amenazaban, imprecaban, maldecían; por eso dejaban escaparse de sus pechos, poderosas, tremendas, aquellas voces de temor y de espanto que se oían en Jerusalén cuando venía sobre ella con ejército fortísimo y numerosísimo el rey de Babilonia, ministro de las venganzas de Jehová, y de sus iras celestiales.
Los poetas cesáreos miraban siempre, antes de hablar, los semblantes de los príncipes. Los oradores y los tribunos de Atenas y de Roma tenían puestos los ojos, antes de soltar los torrentes de su elocuencia, en los semblantes del pueblo; los profetas de Israel cerraban los ojos para no lisonjear ni los gustos de los pueblos ni los antojos de los reyes, atentos sólo a lo que Dios les decía interiormente en sus almas; por eso hicieron frente a los odios implacables de los príncipes, que, habiendo puesto su sacrílega mano en el templo de Dios, no temían ponerla en el rostro augusto de sus profetas; por eso resistieron con constantísimo semblante a la grande indignación y bramido popular, creciendo su constancia al compás de la persecución y al compás de las olas de aquellas furiosas tempestades, sin que se doblegasen sus almas sublimes al miedo de los tormentos; por eso, en fin, casi todos, o entregaron sus gargantas al cuchillo o buscaron en tierras extrañas un triste sepulcro.
Yo no sé, señores, si hay en la Historia un espectáculo más bello que el de los profetas del pueblo de Dios luchando armados con el solo misterio de la palabra, contra todas las potestades de la tierra. Yo no sé si ha habido en el mundo poetas más altos, oradores más elocuentes, hombres más grandes, más santos y más libres; nada faltó a su gloria: ni la santidad de la vida, ni la santidad de la causa que sustentaron, ni la corona del martirio.
Discurso académico sobre la Biblia Juan Donoso Cortés
Escultura "El profeta" de Pablo Gargallo