Magnífica carta pastoral de Mons. Antonio María Rouco Varela, "Crecer en sabiduría y en gracia: misión de la familia cristiana", que constituye el plan pastoral 2009-2010 para la Archidiócesis de Madrid.
Carta Pastoral del Cardenal-Arzobispo de MadridLa familia:vida y esperanza para la humanidad
Domingo 24 de junio de 2008
1. El Plan de Dios sobre la familia.
a) La familia de Nazaret
b) La familia, icono de la Iglesia
c) La gracia del matrimonio cristiano
d) El testimonio de las familias cristianas
2. Desafíos actuales
a) Revolución sexual e ideología de género
b) Las raíces: secularización del matrimonio
c) La privatización del amor
d) El sujeto emotivo utilitario, un sujeto débil
e) Una posibilidad abierta en nuestra sociedad
2. Unión de fe y vida: una vocación al amor
a) Conocer el corazón del hombre
b) La vocación al amor
c) Creer en el amor. Ser hijo para ser esposo y ser padre
d) El don de los hijos y la fecundidad
3. En la comunión de la Iglesia: “Mirad cómo se aman”
a) Una llamada a toda la Iglesia diocesana
b) Cooperación de presbíteros y matrimonios
c) Coordinación entre parroquias y movimientos
d) Una reflexión común y el empeño de la formación
4. Testimonio de esperanza
a) Preparación remota y próxima al matrimonio
b) Cursillos prematrimoniales
c) Primeros años de matrimonio
d) Un “corazón que ve”
e) Situaciones difíciles o irregulares
f) La dimensión social y la atención a los emigrantes y ancianos
5. Madre del Amor Hermoso
Desde que en 1994, el venerable Juan Pablo II interpelara a la familia en el primer encuentro mundial de las familias con la pregunta «Familia, ¿qué dices de ti misma?», evocando la pregunta que los padres del Concilio Vaticano II plantearon a la Iglesia: “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”, el tema de la familia no deja de acaparar la atención de pastores y fieles preocupados por su identidad y misión en el mundo. Ya el Concilio, en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, al tratar de los problemas actuales que aquejan el mundo, se propuso como el primero de ellos el matrimonio y la familia. En verdad, fue una visión profética de las enormes dificultades que en los últimos tiempos han aquejado a la institución familiar envuelta en desprecios públicos, anuncios de su desaparición inminente y, últimamente, claros ataques a su naturaleza y estabilidad.
Juan Pablo II llamó a las familias en múltiples ocasiones a dar valiente testimonio de la fe vivida en su propio seno con la fuerza necesaria para proponer el amor fiel que necesita urgentemente nuestro mundo. Más recientemente en España, recordamos con emoción la inmensa multitud de familias reunidas en torno a Benedicto XVI en la celebración del V Encuentro Mundial de las Familias en Valencia en Julio de 2006 en la que el Papa nos iluminó con su magisterio de Pastor de la Iglesia Universal. Como un eco del mismo, hemos de mencionar el inolvidable acontecimiento que supuso para nuestra diócesis y para toda España, la jornada del 30 de diciembre del año pasado con la presencia tan elocuente de una muchedumbre de familias que testimoniaban el bien de la familia para toda la sociedad. Todos estos eventos están además enmarcados en una ilusionada promoción de la familia en la Iglesia en España a partir de la Instrucción Pastoral La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad (27-IV-2001) y la publicación del Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España (21-XI-2003).
Estos hechos de gracia deben encontrar ahora un cauce especial en nuestra diócesis que vive gozosamente los primeros pasos de la aplicación del Sínodo Diocesano. En sus Constituciones se quiso dar una respuesta concreta a una insistente preocupación por los temas familiares, expresada por muchas personas, que se ha recogido en algunos de los decretos sinodales.
Por eso, después de la misión joven que se ha extendido al ámbito de la realidad matrimonial y familiar, llega la hora de proponer un plan integral de Pastoral Familiar para nuestra archidiócesis que sea capaz de potenciar con nuevo ímpetu la conciencia del ser y de la misión cristiana de las familias. Esto requiere sin duda nuevos evangelizadores capaces de anunciar el Evangelio del matrimonio y la familia. Y requiere sobre todo la confianza en el plan de Dios, que nos ha dado en la unión del hombre y de la mujer un signo sacramental tan elocuente del amor entre Dios y los hombres, entre Cristo y la Iglesia.
1. El Plan de Dios sobre la familia.
“El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). En esta afirmación se encuentra el fundamento de toda la vida cristiana y la luz que ilumina toda nuestra existencia. Dios ha querido habitar en medio de los hombres y, como Buen Samaritano (cfr. Lc 10,30-37), ha descendido de su altura para hacerse hermano de los hombres y manifestarnos su amor sin límites. En el misterio de la Encarnación, el Hijo de Dios ha asumido nuestra naturaleza humana de manera que nada humano le es ajeno, excepto el pecado. El Hijo de Dios se ha hecho hijo de los hombres en el seno de la Virgen María por obra del Espíritu Santo. La Encarnación es el misterio más asombroso de la fe cristiana porque presenta ante nuestros ojos al «Dios con nosotros», el Enmanuel, participando de nuestra condición humana, la cual permite hacerse contemporáneo de cada hombre (cf. GS 22,2). El Hijo de Dios, al encarnarse, no se avergonzó de llamarnos hermanos (cf. Heb 2,11), puesto que asumió nuestra carne y sangre (cf. Heb 2,14) para compartir el destino de los hombres mediante una solidaridad real con cada uno de nosotros.
a) La familia de Nazaret
El Salvador asumió nuestra humanidad de modo pleno y universal, pero lo hizo habitando en lo concreto de la historia. La primera realidad humana que aparece asumida e iluminada por el Dios encarnado es la familia. Dios se ha hecho prójimo del hombre naciendo en el seno de una familia, formada por María y José. Aunque la concepción del Hijo de Dios en el seno de María Virgen es obra del Espíritu Santo, y san José es padre adoptivo de Jesús, su nacimiento santifica la realidad familiar en la que nace y se convierte así en el lugar privilegiado donde el Hijo de Dios formará su carácter y personalidad, desarrollará todas sus capacidades y crecerá «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2,52). En la familia aprenderá el oficio con el que gane el pan de cada día y practicará las virtudes domésticas que hacen de la familia de Nazaret el icono perfecto de toda familia humana.
Desde sus orígenes la Iglesia confiesa que Jesucristo ha “nacido de mujer” (Ga 4,4), de quien ha asumido la carne que dará sentido y plenitud a la naturaleza humana. Naciendo en una familia, no sólo revela el significado de la primera célula de la sociedad y de la Iglesia, sino que consagra las relaciones humanas que se establecen dentro de ella según el plan de Dios. El Hijo de Dios, viviendo en el seno de una familia, aprende a ser hombre y en la relación única con la Virgen María y con San José se puede apreciar ya la primera Iglesia –la Iglesia doméstica– donde se realiza la salvación de los hombres. La familia aparece como el “hogar” primero en el que el Hijo de Dios es acogido con amor y en el que aprenderá los significados esenciales de su existencia: vivir y morir, trabajar y darse a los demás, orar al Padre y amar a todos los hombres sin excepción.
b) La familia, icono de la Iglesia
Al insertarse en la historia humana gracias a la familia en la que nace, crece y se desarrolla como persona, Jesucristo nos revela el plan de Dios que quiere hacer de la familia una imagen de la Iglesia. Porque Cristo, al tomar nuestra carne, ha puesto el fundamento de una comunión que traspasa los límites de la familia. Al unirse a nuestra naturaleza humana, el Hijo de Dios se ha unido a todos los hombres, a quienes llama a convertirse en «hijos de Dios» y hacer de la humanidad la gran familia de Dios. Este misterio de profunda solidaridad, que brota de la Encarnación, manifiesta que “para el hombre el Creador no es un poder anónimo y lejano: es el Padre: «Nosotros somos llamados hijos de Dios y en verdad lo somos» (1Jn 3,1) y, por tanto, somos hermanos los unos de los otros, en Dios”. Jesucristo llamará madre y hermanos (cf. Mt 12,50) a quienes escuchan su palabra y la ponen en práctica, indicando que Él establece una nueva familia en la que los lazos no son ya los de la carne y la sangre, sino los que nacen de la fe en Él, fundamento último de la vida. Estos lazos son más importantes que los estrictamente familiares, por lo que Jesucristo exigirá ser amado por encima del padre y de la madre, de los hijos, y hasta de la propia vida. Con estas exigencias, Cristo indica que ha venido a establecer un nuevo modo de vivir, una nueva existencia que no se superpone a la del nacimiento natural sino que le da su último y definitivo sentido.
c) La gracia del matrimonio cristiano
El Prólogo del Evangelio de Juan está orientado a revelar la gracia que comporta el habitar de Cristo entre nosotros. Es en el “hábitat” propio del hombre donde hay que descubrir la verdad del don de Dios que nos otorga un nuevo nacimiento. Los que acogen a Cristo por la fe experimentan un nuevo nacimiento, que no tiene su origen en la voluntad del hombre, ni en la carne y sangre, sino en el mismo Dios que nos otorga su misma vida (cf. Jn 1,13). Este nacimiento a la vida de Dios es el fruto de la encarnación de Cristo, que nos ayuda a entender nuestra existencia desde una perspectiva trascendente. Jesucristo viene a revelarnos el amor único e infinito de Dios para permitirnos vivir la novedad de este amor en toda nuestra existencia. No se trata de vivir dos vidas: la humana y la divina, como si fueran paralelas. Se trata de que vivamos nuestra vida, la única que tenemos, con la certeza de que ha sido trasformada por la encarnación de Cristo, gracias a la cual, hemos sido divinizados. Nuestra vida, de modo análogo a la de Cristo, es análogamente al mismo tiempo humana y divina
De esta primacía del amor de Dios es signo el matrimonio cristiano. En él se pone de manifiesto que Dios ha salido al encuentro del hombre en su Hijo Jesucristo. Dios ha querido unirse al hombre, como el esposo se une a la esposa –según la imagen de los profetas– y lo ha hecho en el sacrificio de Cristo, que ha dado la vida por nosotros. Esta entrega de Cristo es vista por san Pablo como el gran signo de amor a la Iglesia que queda para siempre unida a Él. Ella es la esposa de Cristo (cf. Ef 5,25-33). Y esta unión encuentra en el matrimonio un especial signo visible y tangible del amor entre ambos. Por eso el matrimonio está llamado a dar razón del amor de Cristo y la Iglesia, misterio que da sentido y explicación al amor humano, que llega a su plenitud en Cristo. El hombre aspiraba a amar así, con el amor que no pasa nunca (cfr. 1Co 13,8). Pero lo que no podía alcanzar por su pecado, Cristo lo ha hecho posible en la entrega de la cruz. El amor humano queda radicalmente abierto a la plenitud que sólo Dios puede conceder, como nos ha recordado el Papa Benedicto XVI: “A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano.”
d) El testimonio de las familias cristianas
Para vivir el amor de esta manera, el hombre y la mujer que fundan una familia cristiana necesitan siempre de la Iglesia. En ella, y sólo en ella, puede hacerse realidad este amor que sustenta el sacramento. Porque sólo en la Iglesia se hace verdad cada día que Cristo se entrega por ella para hacerla perfecta en el amor, que ella le devuelve como «santa e inmaculada». Por ello, evangelizar la familia significa que los matrimonios cristianos vivan con verdad y gozo lo que significa «casarse en el Señor». En la medida en que existan matrimonios fieles al sacramento recibido, la familia cristiana brillará en medio de nuestro mundo con todo su esplendor. Los problemas de la familia en nuestro tiempo nacen en gran medida de la carencia de un amor verdadero, que no puede sustituirse por falsos amores, reducidos a meros sentimientos de atracción y deseo, a impulsos afectivos carentes de una verdadera determinación de amar, o a un paliativo del temor a vivir en soledad. Los retos que plantea la sociedad a la familia, a su estabilidad y al desarrollo acorde con su propia naturaleza sólo hallarán solución si el hombre y la mujer se abren a la mutua entrega con la conciencia clara de que el amor que les une viene de Dios y tiende a Dios. Será así un amor fecundo, abierto a la vida, un amor que da sentido a la entrega generosa y sacrificada entre los esposos, que se convierten para sus hijos en los testigos inmediatos del amor de Cristo con la Iglesia.
Los matrimonios cristianos vivirán su mutua donación como la aportación más hermosa que pueden hacer a la Iglesia de la que reciben continuamente la imagen de lo que están llamados a ser, signo del amor de Cristo con su pueblo. Y el pueblo de Dios crecerá gracias al testimonio de las familias cristianas. Comprendemos, pues, que el matrimonio y la familia sean realidades que exigen una permanente evangelización, pues la vida de la Iglesia depende de la vitalidad de las familias que la constituyen. La evangelización tiene, por tanto, en la familia un reto permanente, de forma que la pastoral familiar constituye «una dimensión esencial de toda evangelización». El motivo último es claro: la familia es el primer referente de la experiencia de amor para cualquier hombre. Es en ella donde experimenta la importancia irreemplazable de sentirse amado para aprender a amar. Todo hombre necesita experimentar un amor sobre el que construir su vida como sobre roca firme (cfr. Mt 7,24-27), un amor que permanece.
Si la transmisión del Evangelio no llega a educar al hombre en el amor de forma que se convierta en el fundamento del hogar cristiano, se corre el riesgo de considerar el Evangelio como algo secundario, reservado para personas especiales con una peculiar sensibilidad religiosa, pero no como una propuesta de alcance universal. De ahí la necesidad de que la familia descubra su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo como icono de la nueva humanidad que Dios ha establecido en Cristo. La renovación de la Iglesia pasa, pues, por recuperar este “alma familiar” que le es propia, y que se hace visible en tantas familias cristianas que viven con la conciencia clara de ser signos del amor de Dios, escuelas de verdadera humanidad, y casas abiertas a los problemas de los hombres. Viviendo así, se hace próxima a las inquietudes de los hombres y atenta a la necesidad más profunda del hombre que consiste en “aprender a amar”. Es el modo como la Iglesia mira a la humanidad entera y comparte de forma íntima sus alegrías y sus penas. Por lo que podemos exclamar sin duda con Juan Pablo II: “¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!”
2. Desafíos actuales
No podemos ignorar la realidad que nos rodea, en la que esta hermosa verdad del matrimonio y la familia se ve acosada por graves deformaciones y obstáculos. Los obispos españoles hemos hablado extensamente sobre esta situación con el objeto de exponer cómo entendemos y valoramos la situación real de la familia en España. Todos conocemos por experiencias muy próximas las dificultades para llevar adelante una familia, y que ésta, en vez de ayuda, recibe bombardeos insistentes de confusión dirigidos al mismo concepto del matrimonio y la familia. Se mezclan verdades con claras mentiras para extender la idea de que cualquier opinión sobre estos temas es perfectamente válida, ocultando el impacto devastador que este vacío de verdad tiene en toda la sociedad, en especial en los más jóvenes, pues se trata de una cuestión tan trascendental para sus vidas.
La atención que merece la Evangelización sobre la familia debe tener en cuenta, como una realidad social arraigada en España, que la familia formada por un hombre y una mujer abiertos a la vida es, con mucho, la institución más valorada por los españoles. El problema del rechazo de la familia surge de una ideología que deforma el lenguaje y que impide hacer realidad los deseos más profundos de los hombres. “Podemos constatar así una profunda fractura entre una cultura determinada y exclusivista que impone una visión deformada sobre el matrimonio, sobre la familia, y la realidad social de nuestro país que, a pesar de la poderosa presión mediática, valora muy positivamente la institución familiar.”
Por eso, hay que destacar con fuerza, en un momento en el que las ideologías vuelven a estar vigentes, las raíces ideológicas de dicha fractura. Desenmascarando esta diferencia entre el deseo real de los hombres y lo que ofrece una cierta cultura ambiental podemos ofrecer un cauce abierto a la fuerza renovadora del Evangelio con toda su capacidad de sanar al hombre.
a) Revolución sexual e ideología del género
No debemos olvidar que vivimos todavía bajo el influjo de la revolución sexual que comenzó en los años sesenta del siglo pasado. En ella, se propugnó la fascinación de una libertad sin barrera alguna, de un impudor entendido como difusión de liberación, de una separación radical entre sexualidad y procreación por la extensión de los medios anticonceptivos. Al mismo tiempo se desarrolló una cierta “cultura de muerte”, debida sobre todo a la aceptación legal del aborto como un medio exigido por la libertad sexual que se preconizaba y que se ha convertido en un auténtico cáncer de nuestra sociedad, la primera de las “estructuras de pecado” que nos asedian.
Esta revolución ha provocado un profundo vacío y una necesidad de responder al desafío que se originó y que no ha encontrado todavía una clara contestación. En los últimos años la confusión sobre estos temas se ha agudizado progresivamente por la difusión desde ámbitos políticos e internacionales de la denominada “ideología del género”, que ha condicionado perniciosamente distintas legislaciones nacionales, en especial la española, y que puede resumirse al fin y al cabo en la separación radical entre el sexo y el amor. Dicha teoría, surgida de análisis sociológicos muy parciales, sostiene la absoluta separación entre el sexo, considerado como una realidad meramente biológica, manipulable por medios científicos y técnicos, y lo que se denomina “género”, que sería el modo concreto, personal y cultural de configurar el propio comportamiento sexual.
Aceptado este principio, se habría de reconocer, incluso legalmente, la igual dignidad de todos los géneros y, por consiguiente, la discriminación que supondría cualquier distinción entre los mismos. Con este argumento tan débil y falaz se ha extendido hasta extremos inimaginables todo un lenguaje de “género” que invade cada vez más hasta las más sencillas realidades vitales y cotidianas. A partir de estos presupuestos se rechaza la pretensión de que la diferencia sexual entre el varón y la mujer, sea una dimensión humana de máximo rango, y se llega al absurdo de oponerse a la obvia identidad sexual de la naturaleza humana, necesaria para realizar la historia personal del amor. Todo queda a merced de la satisfacción de los deseos subjetivos en una sexualidad ambigua que se considera maleable.
La reforma del Código Civil en materia de matrimonio, de 2005, ha redefinido y desnaturalizado el contrato matrimonial eliminando la diferencia sexual de los contrayentes como elemento esencial del mismo. Lo que el Código llama matrimonio no es ahora la unión de un hombre y una mujer. Las palabras “esposo” y “esposa” han sido sustituidas por el concepto genérico de “cónyuge” (A y B). De este modo, el ser esposo o esposa ha dejado de ser una realidad específicamente reconocida y protegida por la ley, como si lo que está en juego con esas palabras fuera una opción privada de algunos y no un bien público digno no sólo de ser definido y tutelado en cuanto tal, sino también de ser cuidado y promovido por las leyes. Es un ejemplo grave de cómo la ideología de género, cuando se convierte en ley, no propicia el respeto de los derechos de nadie, sino que lesiona los derechos de todos; en este caso, los derechos de todos los esposos y esposas actuales y futuros a ver reconocida, protegida y promovida su realidad. Esta legislación, al concebir el matrimonio como si fuera una mera relación afectiva, de hecho ha dejado de reconocer la institución matrimonial, que se define más bien por los bienes que aporta a la sociedad, a saber: la complementariedad de los sexos en su diferencia y la fecundidad del amor conyugal.
El desafío enorme que provoca la perniciosa “ideología del género” en todos los ámbitos de la sociedad se agrava aún más en la actualidad en la medida en que se quiere introducir por todos los medios en el ámbito educativo, incluso sin contar para ello con el consentimiento de la familia. Está claro que esto llevaría a un triunfo casi definitivo de esta ideología.
b) Las raíces: secularización del matrimonio
Si éstas son las señales principales del desafío cultural con el que nos encontramos, no podemos pasar por alto sus raíces aún más profundas. Estas son las que, al minar por dentro la percepción del plan de Dios sobre el amor entre hombre y mujer, han dejado a nuestra sociedad inerme ante el acoso de un sexo convertido en simple objeto de consumo. Así se configura una cultura verdaderamente “pansexualista”, que desprecia a todo aquel que quiera introducir una valoración moral respecto a algunos modos de comprensión de la sexualidad.
Posiblemente, la causa primera de esta debilidad estriba en un hecho fundamental del cual los cristianos no somos del todo conscientes. Se trata de la hegemonía, incluso entre los fieles, de una idea secularizada del matrimonio. Esto es, se considera que la presencia de Dios en el amor entre un hombre y una mujer es algo accesorio, que los contrayentes “ponen” por su propia voluntad como un añadido a un amor que sería completo por sí mismo, sin más horizonte que el formar una convivencia satisfactoria para ambas partes. Esta valoración surge por vez primera con la Reforma en el siglo XVI, y significa una ruptura respecto al hecho comprobado de que las culturas de todos los tiempos han considerado el matrimonio una realidad sagrada. En todas las culturas se ha reconocido valor trascendente a la unión abierta a la vida de un hombre con una mujer hasta el punto de que se ha ratificado mediante una manifestación pública de su significado religioso. Detrás de la propuesta secularizadora dominante en la actualidad, podemos ver la perniciosa separación que existe en la mente de muchos entre el eros humano y el agape divino, como si no hubiera comunicación entre ellos. El Papa, al señalar la unidad profunda de ambos en el plan de Dios, nos indica al mismo tiempo que es fundamental la superación de esta postura para poder llevar a cabo una auténtica evangelización. Si Dios no habla al corazón del hombre por medio del amor humano, es decir, si se quita del amor personal el valor trascendente que contiene, la revelación divina será ajena a lo genuinamente humano. En definitiva, Cristo no sería la plenitud del hombre, ni tampoco de su amor esponsal.
Son muchas las personas que perciben el valor sacramental del matrimonio como algo ajeno al amor que les une, el cual sería válido por sí mismo. No descubren ni viven en consecuencia el profundo valor de misterio que envuelve su amor conyugal. De esta forma, el peligro de encerrarlo en un intimismo a merced de la debilidad de una simple interpretación romántica del amor es muy grande.
c) La privatización del amor
Podemos ahora entender de qué modo la consecuencia inmediata de la secularización del matrimonio ha sido la privatización del amor. Este ha sido un fenómeno de inmensas proporciones. Dentro del proceso de subjetivización de la fe, considerada por la modernidad como algo irracional que debe reducirse a lo íntimo de la conciencia y sin relevancia social alguna, el valor trascendente del amor ha sufrido un gran deterioro. Se ha considerado el amor como una realidad también irracional, valiosa sólo en la intimidad. De hecho, se han ido suprimiendo cuidadosamente todas las referencias al amor en el ámbito público: la política, las relaciones sociales, la economía. De aquí proviene el hecho de considerar que las cuestiones sobre el matrimonio y la familia no pertenecen a la moral social, sino a la privada, por lo que un radical pluralismo cultural en este punto no tendría consecuencias sociales apreciables. El Papa Benedicto XVI nos advierte de la falacia de pretender fundar la sociedad sin apoyo alguno en el amor y de la perniciosa idea de una concepción dialéctica entre amor y justicia, como si el primero fuera importante en el ámbito privado y el segundo en el público. Es un hecho notorio que el subjetivismo ha debilitado el amor de tantos esposos, y la simple justicia, entendida de un modo meramente procedimental, no ha sabido ayudar a una valoración de los bienes sociales que la familia aporta a la sociedad. Más bien, se han querido resolver los problemas crecientes que brotan de matrimonios rotos, familias desestructuradas y la violencia doméstica consecuente, con medidas que acentúan todavía más esta privatización, con lo que el mal todavía se agrava considerablemente.
Con esta breve reflexión podemos comprender mejor la profundidad de la cuestión y el enorme alcance de sus consecuencias a todos los niveles: personal, familiar y social. Una vez más, emerge la evidencia de que nos encontramos ante un punto central de la evangelización: callar ante este desafío cultural al que se enfrenta el cristianismo sería una traición a la misión recibida del mismo Cristo de dar testimonio de su amor en medio del mundo.
d) El sujeto emotivo utilitario, un sujeto débil
Miremos ahora a los que sufren las consecuencias de esta situación. Me refiero a la multitud de personas que ven rotas sus vidas, a las mujeres que se han visto impulsadas al crimen del aborto, a los niños con carencias afectivas graves, que incluso tantas veces son objeto de abusos sexuales, a la extensión creciente de la violencia doméstica, a los adolescentes sin ilusión, avejentados prematuramente y sin fuerza para poder construir una vida verdaderamente humana. Es un sufrimiento de inmensas proporciones, sin duda una de las “nuevas pobrezas” de nuestra sociedad, y una de las más graves. Hay que reconocer además que no siempre los cristianos hemos sabido dar respuesta como Iglesia a estas personas dolientes.
El drama mayor es siempre el que sucede en la persona concreta. Por eso, no podemos terminar esta mirada sobre la situación actual sin darnos cuenta de qué modo le afecta al hombre en su ser más íntimo la ambigüedad cultural de la que he hablado. El influjo cultural tiende a formar un hombre fragmentado que vive de modo diverso en el ámbito público y el privado. En el primero, se desenvuelve de una forma pragmática con una capacidad notable de llegar a acuerdos de intereses, esto es, desde una racionalidad fundamentalmente utilitaria. En cambio, esta misma persona, en lo más íntimo, está cada vez más dominada por sus emociones. Convencida por el subjetivismo de que la felicidad consiste en dar satisfacción a todos sus deseos, no sabe dirigirlos, y su vida íntima se siente dominada por ellos. Por eso mismo, empieza a desconfiar de su amor que siente vacilante y vive muy inseguro ante cualquier compromiso que le suponga una entrega. La fascinación de una libertad sin límites queda en él progresivamente enturbiada por una sensación de esclavitud, de pérdida de lo que más desea en su vida sin saber muy bien el porqué. A este sujeto, definido como emotivo y utilitario, le es muy difícil comprender los aspectos más básicos del Evangelio, y oscurecido muchas veces por las frustraciones que experimenta en su vida, llega incluso a sospechar con resentimiento de que el anuncio del matrimonio y la familia no es una buena noticia para él.
En fin, y ésta es la más clara manifestación de la profundidad del desafío ante el que nos hallamos, todo acaba en la soledad, posiblemente el peor mal de nuestra sociedad individualista. La afirmación no admite discusión: “no es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18), y la primera palabra de Dios para sacar al hombre de la soledad fue el reconocimiento del amor humano lleno de una dimensión de entrega (Gn 2,24). Se hace evidente entonces la urgencia de articular una respuesta en un tema que afecta de tal manera a lo central del Evangelio.
Detrás de estas debilidades es preciso reconocer las profundas carencias debidas a un sistema educativo que dificulta tantas veces la madurez personal y afectiva de los jóvenes. Se ha alargado la adolescencia hasta tal punto de que muchas personas llegan al matrimonio con un amor inmaduro y temeroso ante el futuro. Esto indica, al mismo tiempo, hasta qué punto resulta especialmente difícil a las familias llevar a cabo su tarea educativa, por falta de ayuda y por sentirse muchas veces desautorizadas por determinadas concepciones sociales y por algunas propuestas educativas.
e) Una posibilidad abierta en nuestra sociedad
Ante este panorama de nuestra sociedad, no podemos concluir que todo son dificultades. Más bien, por la misma gravedad de la crisis, se constata que en la actualidad empieza a darse una necesidad pública de hablar de la familia y de ayudarla. Ha pasado de ser un tema sin repercusión alguna en los intereses políticos, a que se reconozca que debe ser tenida cada vez más en cuenta. Crece, pues, la conciencia de que son estos los problemas que más preocupan a los ciudadanos.
Es cierto que esto se realiza, como hemos visto, dentro de unas claves ideológicas negativamente radicalizadas, pero se ha de considerar esta coyuntura como una llamada urgente a anunciar por parte de la Iglesia la verdad en la que tantos hombres se reconocen y en la que necesitan ser confirmados. Así hemos podido experimentar con gozo la impresionante respuesta que existe en las personas cuando se presenta con claridad la propuesta cristiana. Es verdad que despierta incomprensiones, pero este hecho es una comprobación clara del carácter ideológico de determinada cultura actual, que fomenta además un peligroso resentimiento. Ante esta situación, sólo una mirada de misericordia (cfr. Mt 9,36) puede vencer y sanar el sufrimiento y abandono que padecen muchas familias.
3. Unión de fe y vida: la vocación al amor
El marco en que debemos situar la propuesta diocesana de la pastoral familiar lo ofrece con gran lucidez el Concilio Vaticano II cuando asegura: “La ruptura entre la fe que profesan y la vida ordinaria de muchos debe ser contada como uno de los más graves errores de nuestro tiempo”. Cuando la fe no se percibe como una luz que permite al hombre guiarse en los aspectos fundamentales de la vida; cuando en ella los cristianos no saben obtener respuestas para los grandes desafíos que encuentran en tantos momentos; cuando los jóvenes no hallan en ella criterios que les permita comprender su propia sexualidad; entonces, o se abandona la fe porque resulta irrelevante o se la vive mezquinamente recluida en un pequeño ámbito y sin repercusión alguna en la vida. Es más, en estos temas vitales, hasta personas que se sienten pertenecientes a la Iglesia, e incluso participan en acciones pastorales y catequéticas, piensan que es difícil en ocasiones vivir las exigencias que plantea la obediencia a la Iglesia; son muchas las que las asumen como una carga penosa, que no desean poner en los hombros de los demás. En fin, se da también el caso de las que se contentan con vivirlo en pequeños grupos cerrados como forma de contrarrestar el impacto de una cultura hostil, pero que pierden el impulso apostólico y se sienten a veces amenazadas por el desánimo de la incomprensión y la tentación del aislamiento.
a) Conocer el corazón del hombre
La magnitud del desafío y la desorientación de muchos no pueden hacernos perder la sabiduría del Evangelio que consiste en el profundo conocimiento del corazón del hombre. Las reacciones anteriores son lógicas si se percibe la fe como otra ideología más y no como una vida nueva que responde al deseo más profundo de los hombres. Cualquiera que haya evangelizado en este campo, habrá experimentado que las personas, al hablarles con sinceridad de estos temas, se sienten comprendidas y se les abre un horizonte nuevo de existencia. Es decir, es un ámbito en el que la novedad del Evangelio se puede percibir con una especial claridad. En una sociedad que despierta todo tipo de deseos y ofrece colmarlos con satisfacciones inmediatas, el conocimiento verdadero del deseo humano es una ayuda preciosa al hombre confuso y sin dirección. Sólo así puede descubrir el sentido real de la salvación que Dios le ofrece, aunque para ello deba “purificar sus deseos y sus esperanzas” y “liberarse de las mentiras ocultas con que se engaña a sí mismo”.
Ciertamente, para llegar al corazón del hombre es necesario afrontar toda la importancia de la acción evangelizadora con profundidad, saber llevar a las personas al encuentro con Cristo Salvador. No siempre nuestras estructuras mentales y pastorales responden adecuadamente a algunas de las cuestiones que surgen en este campo pastoral ni nos mostramos suficientemente cercanos a las personas.
b) La vocación al amor
El eje central de cualquier pastoral familiar no consiste en una sucesión de actuaciones, ni en una adecuada interrelación entre las mismas, sino en comprender realmente el plan de Dios sobre cada hombre, un plan que afecta a la historia de amor personal que cada uno ha de saber construir. En definitiva, toda pastoral familiar debe orientarse a descubrir y a realizar la vocación al amor de todo hombre y de toda mujer. Así lo presentó Juan Pablo II en su primera encíclica resaltando la verdad del evangelio: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente.”
Se trata, por tanto, de secundar la iniciativa divina: es Él el que quiere encontrarse con cada hombre para revelarle el plan de amor al que le llama. Lo hace del modo más adecuado al hombre: llama con “lazos de amor” (Os 11,4). El amor se percibe así como una llamada que implica siempre la propia libertad; de esta forma es el otro el que despierta mi libertad y no es un límite de la misma. Nos encontramos ante un amor que invita y capacita a construir una vida que ilumina por consiguiente la auténtica identidad humana. El hombre “no sabe quién es” si no ama, si no ama de un modo que descubre a quién entregar su vida por amor. Es el centro mismo del Evangelio, visto desde la iniciativa de un Dios que interviene desde dentro en la historia de los hombres. Es verdad: “el hombre, la única criatura en la tierra que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en el sincero don de sí”.
c) Creer en el amor: ser hijo, para ser esposo y ser padre
La revelación del amor ilumina nuestra vida y nos permite interpretar la diversidad de nuestras experiencias en la medida en que conducen a una vida plena. Se trata de un amor que experimentamos en nuestra carne, que afecta todo nuestro ser, incluido el cuerpo. De este modo, integra las capacidades sexuales humanas, de forma que sólo en la respuesta a este amor, a esta vocación originaria, se puede decir con exactitud que el hombre encuentra su nombre (cfr. Gn 2,18-24), esto es, su verdadera identidad. La identidad humana se realiza en los distintos tiempos de su vida unidos por una lógica de amor. Así se ha de comprender la vocación al amor a partir de los tres pasos siguientes: “ser hijo, para ser esposo y llegar a ser padre”. Esta es la verdad original contenida en el corazón del hombre y que alienta sus esperanzas en medio de dificultades y sombras. Es en ella donde el hombre puede “encontrarse a sí mismo”, ser consciente de su misión, y responder a la cuestión inicial: “¿Qué dices de ti mismo?” (cfr. Jn 1,22). Por eso mismo, en esta vocación al amor se encuentra toda la verdad de la pastoral familiar de la Iglesia.
Comprendemos, pues, la importancia decisiva de la revelación del plan de amor de Dios que nos hace exclamar: “hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1Jn 4,16). Se trata de la revelación de un amor capaz de sanar las heridas de un hombre abatido y sin fuerzas (cfr. Lc 10,30); y que lo transforma en lo más profundo al hacerlo hijo de Dios (Jn 1,12; 1Jn 3,1). Es el amor de Cristo como esposo (cfr. Jn 3,29), que asume en sí el amor esponsal de todo hombre, ya sea conyugal o virginal, y nos ayuda a descubrir también el amor de la Iglesia. Por último, la presencia del Espíritu Santo santifica el amor y lo convierte en un amor fecundo que transmite una vida nacida del don de Dios y que “salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14).
d) El don de los hijos y la fecundidad
El invierno demográfico que viene padeciendo España no es sólo un preocupante dato sociológico, remite también a lo que podemos llamar la crisis del amor. Los hijos son el fruto más granado del amor conyugal. Una sociedad que goza de una bonanza económica y sanitaria nunca vista y que, sin embargo, no tiene hijos y envejece de modo igualmente nunca visto –fenómeno único en la historia– ha de preguntarse por el vigor del amor y de la verdad de la vida conyugal.
El amor conyugal es verdadero y vigoroso cuando está abierto al don de los hijos. “Existe una unidad lógica entre el don de sí y la vocación a formar la comunidad familiar”, es decir, a recibir los hijos, ya que tal vocación va implicada en la aceptación plena del esposo o de la esposa en su integridad personal, con inclusión de su posible ser padre o madre. “En la trascendencia de la misión familiar del matrimonio y de la dimensión personal de la fecundidad está la raíz primera de la irrevocabilidad de las relaciones matrimoniales y familiares”.
La aceptación social del aborto, masiva y “legalmente” practicado, la manipulación caprichosa e irrespetuosa de la vida humana que se da en la producción de seres humanos en los laboratorios, así como la esterilización de las relaciones conyugales por los diversos caminos de la contracepción son, en el fondo, aspectos diversos del drama de la negación de la verdad del amor conyugal, que sólo podrá ser superado mediante el cultivo del amor de los esposos en toda su exigencia y en toda su belleza.
4. En la comunión de la Iglesia: “mirad como se aman”
No es sencillo responder personalmente a la invitación que supone la vocación al amor; tampoco es fácil a la Iglesia diocesana descubrir y ordenar todas sus potencialidades para ayudar a los hombres de nuestro tiempo en esta fascinante tarea de aprender a amar. Pero no podemos renunciar al esfuerzo de hacer nuestra la misión que el mismo Señor nos ha concedido como un don. El amor mutuo es señal del discípulo de Cristo (cfr. Jn 13,35) y lo convierte así en testigo del amor divino que nos salva.
No se puede llevar a cabo la ingente tarea de una pastoral centrada en la vocación al amor sino desde la profunda convicción de vivir la Iglesia como misterio de una comunión de amor. Aquí radica nuestra credibilidad, como nos recuerda el Maestro: “Que sean uno como Tú Padre en mí, y Yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea” (Jn 17,21).
a) Una llamada a toda la Iglesia diocesana
Esta misión pastoral es una invitación a toda la Iglesia diocesana, pastores, consagrados y fieles laicos, cada uno con su propio carisma y dedicación. Redescubrir la propia vocación al amor vivida gozosamente en la Iglesia es el modo de hacer de nuestro testimonio la manifestación de un amor más grande que nosotros mismos. La pastoral familiar es así un signo especialmente manifiesto y creíble del amor que Cristo como Esposo ha concedido a su Iglesia (Ef 5,25).
Si la Iglesia manifiesta en la Eucaristía la unidad con Cristo esposo y se edifica como Cuerpo al alimentarse del Cuerpo de Cristo, «La Eucaristía corrobora de manera inagotable la unidad y el amor indisolubles de cada matrimonio cristiano». De hecho, la fidelidad en el amor es un testimonio indiscutible del don que supera la “dureza de corazón” (cfr. Mt 19,8), y que permite comprender y vivir la indisolubilidad como manifestación del plan de Dios y la fuerza de la gracia. En realidad, es el amor esponsal de Cristo el que conforma a la misma Iglesia “para presentarla a sí mismo resplandeciente, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada” (Ef 5,27). Cuando se olvida testimoniar el amor, las acciones pastorales pueden quedar regidas por una lógica de mera efectividad o de corrección formal que está condenada a la esterilidad.
La Iglesia misma como “misterio de comunión” tiene la misión de hacer realidad este amor entre los hombres, convirtiéndoles en “hombres de comunión”. A ello nos invitaba Juan Pablo II al comienzo de este nuevo milenio al proponernos a todos los cristianos lo que el denominaba una “espiritualidad de comunión” como el fundamento primero de toda actividad pastoral en la Iglesia.
b) Cooperación de presbíteros y matrimonios
En este campo de la pastoral matrimonial es esencial la cooperación franca y decidida entre los presbíteros y los matrimonios. Es ejemplar la unión pastoral que se estableció entre Pablo y el matrimonio de Aquila y Priscila; en ella tenemos un modelo a seguir de la fecundidad de esta coordinación de carismas en una misma misión. El sacramento del orden y el del matrimonio aparecen implicados mutuamente en la misión de la Iglesia como signos sacramentales y fecundos de la esponsalidad eclesial. Es esencial que exista una comunión afectiva y efectiva entre ambos, para que la Iglesia pueda ser cada vez más “una gran familia”, la de los hijos de Dios.
De este modo los presbíteros pueden sentirse renovados en su ministerio dirigido a fomentar y alimentar la vocación al amor de todo hombre, ofreciéndole las fuentes de la gracia, la caridad, el apoyo y consejo necesarios para aprender a amar. No se puede entender la pastoral familiar como un peso más que se encomienda a los sacerdotes, ya excesivamente cargados de trabajo; sería un modo inadecuado de comprender la cooperación anterior. Antes bien, consiste en un cambio de mentalidad tal que los sacerdotes sepan acoger una ayuda fundamental en su misión con las familias, que necesitan a su vez el apoyo real del sacerdote en los sacramentos y el consejo. Este es un aspecto tan decisivo que, sin él, todas las demás iniciativas pueden resultar infructuosas.
c) Coordinación entre parroquias, movimientos y consagrados
Atender a las familias con la complejidad de los problemas que las atenazan requiere la unión de criterios y de acción. No siempre nuestras estructuras pastorales son capaces de responder a esta verdad de la familia y al dolor de tantas personas que necesitan ayuda. Las familias todavía no perciben la cercanía de la Iglesia a las dificultades que viven y, al querer resolverlas por sí solas, se ven débiles y enredadas en un entorno que no las ayuda a afrontarlas, sino que les facilita falsas soluciones. Dentro de la comunión de la Iglesia, en esta misión de anunciar y favorecer la vocación al amor, hemos de cuidar al mismo tiempo la cercanía a la familia y la ayuda adecuada. Esto supone necesariamente una tarea especial de coordinación entre las parroquias, los movimientos y los consagrados.
Como nos recordaba Benedicto XVI en la inolvidable jornada de Valencia: “es muy importante la labor de las parroquias, así como de las diversas asociaciones eclesiales, llamadas a colaborar como redes de apoyo y mano cercana de la Iglesia para el crecimiento de la familia en la fe”. Toda parroquia debe ser un “lugar de acogida para las familias” en la que tengan el protagonismo que les corresponde. Para su realización y eficiencia es preciso que cuenten con una ayuda coordinada, ya sea del arciprestazgo, de la vicaría o de la delegación de pastoral familiar, para atender o saber orientar a las personas en sus distintas necesidades. Dada la estructura de nuestra diócesis, se percibe la necesidad de una potenciación de la ayuda que se pueda prestar desde las vicarías, lo cual nos lleva a pensar en el modo más eficaz de llevarlo a cabo.
Gracias a Dios y, sin duda, por una especial intervención de Espíritu Santo, son muchas las personas que en nuestra diócesis trabajan con generosidad y preparación en la ayuda y promoción de la familia. En especial, es de justicia agradecer a tantas asociaciones y movimientos la gran labor que han realizado en este ámbito, con el cuidado de una espiritualidad matrimonial, la insistencia en el matrimonio como vocación, el fomento de la solidaridad entre las familias, la evangelización directa sobre temas familiares, la profunda formación cristiana de los novios y la inmediata de preparación de los matrimonios, la atención a tantos problemas y sufrimientos de familias enteras en dificultades, las que sirven tan generosamente al “Evangelio de la vida”. Pero muchas veces la efectividad de estas iniciativas queda reducida a un ámbito privado, sin una repercusión social clara, lo que impide la toma de conciencia del valor real del matrimonio y la familia y de las ayudas que necesitan. En verdad, existen ahora caminos nuevos de intervención pública a favor de la familia que se van desarrollando con rapidez y que deben recibir un apoyo decidido de la comunidad eclesial diocesana. Pero, al mismo tiempo, hay que hacer una llamada a las asociaciones y movimientos para un mejor conocimiento mutuo y de la propia misión, para superar algunos individualismos y facilitar caminos comunes de acción que respeten la especificidad de cada carisma.
d) Una reflexión común y el empeño en la formación
Evidentemente, un panorama de tanta importancia ha de ser motivo para una reflexión común a todos los niveles: sacerdotes y matrimonios, parroquias, vicarías, movimientos y consagrados. Todas las iniciativas en este sentido serán una ayuda preciosa en este camino por recorrer. En todo caso, será necesario contar con algunos materiales concretos que permitan llevar a cabo esta toma de conciencia dentro de una comunión eclesial real, dialogante y misionera.
No se puede hablar de nueva evangelización sin nuevos evangelizadores. En el campo específico de la familia se percibe con una especial claridad que no basta con la buena intención. Ante la gravedad de los desafíos que se presentan es precisa una formación específica que permita descubrir el evangelio del matrimonio y la familia como auténtica buena noticia que contiene en sí misma la capacidad de vivir la historia de amor fiel, indisoluble y fecundo. Hemos de saber vivirla como expresión eficaz de una comunión verdadera en la verdad del Evangelio, en fidelidad al Magisterio y con un horizonte apasionante de misión. Ha de ser una formación sistemática y profunda a todos los niveles y que alcance a todos los llamados a esta tarea: sacerdotes, colaboradores y matrimonios. En ella se han de repasar los fundamentos teológicos y antropológicos del matrimonio y la familia para responder con convicción renovada a los desafíos culturales y a los problemas reales de las familias. Es imprescindible, por tanto, una sólida formación moral en estos temas, que permita iluminar a tantas personas confusas y envueltas en un relativismo agobiante. Confiamos a la Facultad de Teología “San Dámaso”, a los Institutos de Familia presentes en nuestra diócesis y a la escuela de agentes de pastoral esta urgente tarea que debe ser coordinada eficientemente.
5. Testimonio de esperanza
La pastoral familiar consiste de un modo peculiar en devolver a los hombres la confianza en el amor capaz de construir una vida. Hemos visto la urgencia de la necesidad de formar un sujeto cristiano, ante la fragilidad de tantas personas en este campo. Es el amor verdadero, que se recibe como una promesa, el que permite vivir de esperanza. En un mundo que vive de lo inmediato, y que cifra sus esperanzas en las soluciones técnicas o los acuerdos sociales, se ha perdido la genuina esperanza nacida del amor. Mira con temor al futuro y le cuesta prometer un amor “para siempre”. Es aquí donde se ha de centrar el anuncio y acompañamiento de la Iglesia, que es experta en vivir la esperanza nacida de las promesas de Dios que llegan a lo más íntimo del amor humano. Se trata, por tanto, de acompañar a todo hombre a vivir su vocación al amor en las distintas circunstancias de su vida.
a) Preparación remota y próxima al matrimonio
Esta esperanza comienza en la renovación profunda de la preparación al matrimonio. No se puede centrar exclusivamente en el curso prematrimonial que se ofrece en el momento en el que los novios ya han decidido casarse cuando resulta difícil afrontar sus muchas carencias. Hay que saber renovar la denominada preparación remota y la preparación próxima, donde se pueden abordar las cuestiones fundamentales que afectan al matrimonio y la familia.
Nuestro amor nace como respuesta a un amor recibido que nos antecede (cfr. 1Jn 4,10.19), y asumirlos en profundidad nos permite comprender de qué modo somos introducidos en la historia de amor de Dios que es anterior a nosotros. La mejor forma de prepararse a ser esposo es siendo buen hijo, consciente de ser hijo de Dios.
Es necesario cuidar con esmero la educación familiar de los niños, ofreciendo a las familias la ayuda para afrontar cuestiones que tantas veces las superan o que no saben cómo atender por sentirse confusas. Es el modo de formar las disposiciones estables y transmitir las convicciones que sean las bases para la construcción de la propia vida. Un punto imprescindible es la formación afectivo-sexual que todo preadolescente debe recibir, ya sea en un ámbito escolar o parroquial, siempre como una ayuda a los padres que son los primeros responsables de la misma. Debe consistir en un verdadero curso e incluir un acompañamiento personal y no reducirlo simplemente a unas charlas. Se trata de devolver a las familias su auténtica misión y prestarle el apoyo necesario en un momento en el que se encuentran en tantas ocasiones casi abandonadas.
Un momento específico de atención es la catequesis de los niños en la que se ha de intentar llegar a las familias, para que intervengan activamente en ella y los padres puedan asumir su papel de ser los primeros educadores de la fe de sus hijos. No puede faltar a ninguna catequesis una explicación detallada del plan de Dios sobre el matrimonio y la familia y se ha de potenciar en la medida de lo posible la catequesis familiar.
Igualmente, tal como el año pasado se ha intentado fomentar en toda la diócesis, es muy necesario cuidar el paso de los jóvenes al matrimonio de forma que sepan vivir el noviazgo como un auténtico tiempo de gracia, en el que Dios les está hablando a través del amor humano para una entrega singular llena de atractivo humano y presencia de Jesucristo. Cualquier pastoral juvenil debe acabar en una profunda comprensión de la vocación al amor y del modo cristiano de vivir el amor humano en la totalidad de su entrega. Sin ello, la separación entre la fe y la vida sería inevitable.
b) Cursos prematrimoniales
Sin estos dos pasos anteriores se observa un progresivo alejamiento de la vida eclesial de las personas que piden contraer matrimonio. Acoger la petición de unos novios para contraer matrimonio es un momento de difícil discernimiento cuando se trata de personas con una preparación espiritual casi nula y humana deficiente. Es importante en todo caso ofrecer en la preparación inmediata al matrimonio consistente en los cursos prematrimoniales y el encuentro con el sacerdote, el anuncio del Evangelio que les permita descubrir la presencia de Cristo en sus vidas, y la belleza que supone integrarse en una historia de amor que contiene una promesa de Dios. Es un punto destacado en el Sínodo y en el que la coordinación de los cursos es esencial. Como la experiencia enseña, es un tiempo muy constructivo en el que las personas agradecen sentirse escuchadas y permite ofrecer una nueva imagen de la Iglesia atenta a las necesidades reales de las personas.
c) Primeros años de matrimonio
Naturalmente, esto incluye el acompañamiento a los matrimonios en sus primeros años de casados. Son los momentos en los que hay que saber construir una convivencia, una tarea que no siempre resulta fácil por las jornadas laborales, los obstáculos también interiores para una comunicación profunda, la prevención a tener hijos pronto, un cierto individualismo de fondo, y, sobre todo, el no saber vivir el perdón entre los esposos, que hace que se acumulen ofensas y se sientan cada vez más distanciados el uno del otro. La cercanía de otros matrimonios y la ayuda pastoral es vital para saber renovar el amor conyugal en esos momentos. De otro modo, hemos de lamentar rápidas crisis y decisiones precipitadas. Pero, sobre todo, hay que evitar que personas, que en verdad han puesto su esperanza en la Iglesia, se sientan abandonadas. Es importante la acogida en nuestras comunidades de estos hermanos nuestros tan necesitados de apoyo y comprensión.
Un momento relevante de acción pastoral es la acogida de los padres al pedir el bautizo de sus hijos. La comunidad parroquial debe saber extremar la acogida de los padres para que comprendan la vida de fe en comunidad y su responsabilidad de la educación de la fe del nuevo bautizado.
d) Un “corazón que ve”
La construcción de la auténtica “comunidad de vida y amor” que es el matrimonio, requiere siempre la “purificación del corazón”. Así nos lo recordaba el Siervo de Dios Juan Pablo II cuando hablaba de la “redención del corazón” como un paso imprescindible para la vocación al amor. De nuevo nos lo ha señalado Benedicto XVI al insistir en el “corazón que ve” como una exigencia interna del amor, que supera el nivel de lo meramente afectivo y permite llegar a conocer la capacidad propia del amor para construir una vida.
La familia se ha de llamar así “esperanza de la sociedad”, pues es en ella donde se vive de un modo especial el hecho de entregar la vida para dar una vida abundante (cfr. Jn 10,10). Cultivar esta esperanza es ahora una urgente llamada a la atención a las familias en los distintos momentos de su vida.
“Ver” significa aquí desarrollar una especial sensibilidad hacia el amor humano dentro de la niebla que extienden las ideologías. Al mismo tiempo, es saber reconocer las necesidades de la vocación al amor y ser capaz de encontrar caminos para vivirla con plenitud. El Papa lo pide especialmente para las personas que colaboran en las actividades caritativas de la Iglesia, de las cuales la pastoral familiar es una acción eminente. Nunca podemos perderlo de vista, porque es un requisito imprescindible para afrontar el desafío que se vive en estos temas del amor humano.
e) Situaciones difíciles e irregulares
Esta atención debe llegar siempre a las familias que sufren la pérdida de un ser querido, las que se hallan en una situación de ruptura, con todas las dificultades sobrevenidas de divorcios, en especial en lo que respecta a la sana educación de los hijos, los abandonos, todo género de violencias, etc. Es un campo enorme y siempre creciente de situaciones que requieren una ayuda específica y que no siempre está al alcance de los sacerdotes o incluso de la comunidad parroquial poder ofrecerla. Por eso se ha de ver el modo de coordinar la actividad de los Centros de Orientación Familiar ya existentes y cuidar la creación de otros nuevos que permitan una ayuda real y efectiva a estos casos que, como la experiencia enseña, si existe buena voluntad por ambas partes y llegan en el momento adecuado, se pueden resolver casi siempre felizmente. En este punto la comunión eclesial es especialmente importante, para actuar en concordancia con el Magisterio de la Iglesia y bajo la guía de sus pastores. No son válidas las soluciones simplistas que en general ocultan el centro del problema. La real atención de estas situaciones es muy importante para la presencia y la imagen de la Iglesia ante los hombres.
f) La dimensión social y la atención a los emigrantes y ancianos
Toda esta labor no sería del todo fructífera si no llega a influir en las estructuras sociales, lo cual incluye el fomento de verdaderas políticas familiares, que recojan y valoren el protagonismo real de la familia en nuestra sociedad. Todo ello requiere la atención a los medios de comunicación, la formación de profesionales en lo que concierne a los temas familiares como es el caso de ginecólogos, especialistas en cuidados paliativos, abogados, psicólogos, siquiatras. En todos estos campos se juega la recuperación de la valoración social del matrimonio y la familia y el reconocimiento real de los bienes que aporta a la sociedad. Hay que tener siempre en cuenta las cuestiones principales de este ámbito como son la compatibilidad entre trabajo y familia, el problema de vivienda y el reconocimiento de la responsabilidad de los padres en la educación.
En este vasto panorama el protagonismo es fundamentalmente de los laicos y las familias. Son los competentes para hacer conocer y proponer nuevas soluciones a los múltiples problemas que les agobian. El fomento de la participación ciudadana es indispensable para el buen funcionamiento de nuestra sociedad. En esta labor además los laicos se verán apoyados por muchas personas de buena voluntad que comparten las mismas inquietudes.
Dentro del campo social un problema de grandes dimensiones es el de las familias de los inmigrantes. En muchos casos, arrastran la situación dramática de una dolorosa separación familiar, el vivir en condiciones indignas para una familia, el fenómeno de desarraigo y de falta de adaptación ante modos distintos de vivir. Todo ello produce unos efectos nocivos sobre estas familias y un alto grado de desestructuración de las mismas. Hay que saber atender las características especiales de estos casos, especialmente dolorosos. En la medida de lo posible deberían encontrar en la Iglesia el hogar familiar que les ayude a vivir con estabilidad y confianza.
No podemos olvidarnos de las dificultades de los ancianos, que aumentan por el crecimiento de la edad media de nuestro país. Se ha de aprovechar la capacidad y experiencia de vida de estas personas para que se sientan útiles. En la actualidad son muchas veces los abuelos los que ayudan de un modo más eficaz a la transmisión de la fe y a la solución de los problemas de sus familias. Atenderlos en sus necesidades, tanto físicas como afectivas, es el testimonio de una caridad que permanece.
6. Madre del amor hermoso
“Familia, tú eres gaudium et spes! ¡Tú eres el gozo y la esperanza!”. Así terminó su discurso el Siervo de Dios Juan Pablo II en aquel primer Encuentro Mundial de las Familias. Reconocía en la familia esa vitalidad asombrosa y fecunda en la que se encienden las esperanzas de los hombres. Este asombro esperanzado tiene su origen en el reconocimiento de la belleza del plan de Dios que se realiza en el amor humano.
El “amor hermoso” es la razón más profunda de la “santa esperanza” (cfr. Sir 24,17) que la Iglesia reconoce en la sabiduría divina y humana cuyo modelo más brillante es María. A Ella, en la advocación de La Almudena, que desde hace siglos guarda los muros de nuestra Villa como los de un hogar, dirigimos los deseos y las ilusiones de las familias de nuestra diócesis y a Ella le pedimos que nos abra los caminos de esta nueva evangelización a la que nos sentimos llamados. “¡Muestra que eres Madre!”.