Uno de los regalos de mi visita a la Argentina es el reencuentro con la figura del Cardenal Eduardo Pironio, ya Siervo de Dios. Me cautivó siempre por su alegría sencilla y serena, su pasión por los jóvenes (él fue el artífice de las jornadas mundiales con Juan Pablo II, iniciadas precisamente en Buenos Aires), su vibración por la Iglesia, su apertura con los laicos y particularmente hacia los institutos seculares, su “debilidad” por María. He tenido la suerte de orar ante su tumba en el santuario mariano de Luján y leer varios libros sobre él... En la presentación de la obra escribe: “Quisiera que la publicación de este libro fuese un sencillo homenaje, desde mi pobreza, a la memoria de un hombre que iluminó la Iglesia con su doctrina y santidad, amó profundamente a Jesucristo y al hombre, y sufrió un largo y fecundo martirio interior. ¡Paz a su alma buena!”
Les comparto un texto precioso de una de las meditaciones impartidas en el curso de los Ejercicios Espirituales en presencia de Pablo VI, allá por la Cuaresma de 1974. Es la XV y se titula “la alegría en la Iglesia”, pp.223-224:
“Una Iglesia en oración es, esencialmente, una Iglesia alegre, porque Cristo vive en ella, porque tiene la experiencia del mor del Padre y la acción del Espíritu Santo.
Una Iglesia pascual tiene que ser, esencialmente, una Iglesia que manifiesta y comunica la alegría de la interioridad, de la cruz, de la donación.
Hoy hace falta la alegría en el mundo. Hace falta la alegría EN LA Iglesia. Quizá los verdaderos profetas sean hoy los hombres capaces de engendrar alegría y esperanza en el corazón de los que sufren y buscan. Quizá –por la seriedad del Evangelio y la experiencia de la cruz- nos hayamos olvidados de sonreír. Sabiendo que el mundo no espera de nosotros grandes gestos ni palabras elocuentes; sólo espera que les mostremos, en la serenidad y alegría de nuestros rostros, que Dios ha venido para salvarnos.
La alegría nace de la oración y la cruz. Solamente las almas que viven silenciosas al pie de la cruz, como María, son capaces de sonreír; sólo ellas tienen derecho a la alegría; porque allí perciben el amor del Padre y la infalible fecundidad del sufrimiento. Sólo aquellos a quienes el Señor marcó privilegiadamente con la cruz pueden hablar bien de la alegría. La alegría es fruto del amor y del Espíritu Santo: “el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz” (Gal 5,22). Por eso, la comunidad cristiana primitiva era alegre porque estaba fuertemente invadida por el Espíritu Santo y formaba un solo corazón y una sola alma”
El Cardenal Tarsicio Bertone, Secretario de Estado, en la concelebración eucarística en memoria del Cardenal argentino Eduardo Francisco Pironio con ocasión de la Jornada de estudio sobre su figura y su obra, celebrada el 6 de febrero de 2007 en el Pontificio Ateneo “Regina Apostolorum” de Roma, le dedicó esta Homilía El Cardenal Pironio, artífice junto a Juan Pablo II de las Jornadas Mundiales de la Juventud, falleció en Roma el 5 de febrero de 1998 y en el 23 de junio de 2006 se inició en esta ciudad el proceso de beatificación. Fue Obispo de Mar del Plata, Secretario y Presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), Prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y presidente del Consejo Pontificio para los Laicos.
“La palabra de Dios que hemos escuchado en las tres lecturas recién proclamadas nos invita a centrar nuestra atención en algunos aspectos fundamentales del sagrado ministerio según el Antiguo y el Nuevo Testamento, para poderlos descubrir en la figura del siervo de Dios Cardenal Eduardo Francisco Pironio, de cuya santa muerte recordamos el noveno aniversario.
La primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio (Dt 10, 8-9), alude al oficio particular de los hijos de Leví en el pueblo de Israel. Este pasaje fue comentado espléndidamente por el Santo Padre Benedicto XVI en el discurso que pronunció con ocasión de las felicitaciones navideñas a la Curia romana. Vale la pena citar algunas frases:
“Después de tomar posesión de la Tierra, cada tribu obtiene por sorteo su lote de la Tierra santa y así participa en el gran don prometido al patriarca Abraham. Sólo la tribu de Leví no recibe ningún lote: su lote es Dios mismo. Esta afirmación tenía, ciertamente, un sentido muy práctico. Los sacerdotes no vivían, como las demás tribus, del trabajo de la tierra, sino de las ofertas. Sin embargo, la afirmación es aún más profunda: Dios mismo es el verdadero fundamento de la vida del sacerdote, la base de su existencia, la tierra de su vida. El sacerdote puede y debe decir también hoy con el levita: “Dominus pars hereditatis meae et calicis mei”. Dios mismo es mi lote de tierra, el fundamento externo e interno de mi existencia. Esta visión teocéntrica de la vida sacerdotal es necesaria precisamente en nuestro mundo totalmente funcionalista, en el que todo se basa en realizaciones calculables y comprobables. El sacerdote debe conocer realmente a Dios desde su interior y así llevarlo a los hombres: este es el servicio principal que la humanidad necesita hoy"” (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de diciembre de 2006, pp. 6-7).
El apóstol San Pablo, en la segunda lectura, retomando las imágenes presentes en los vaticinios de los profetas Jeremías y Ezequiel, ve su realización en el ministerio neotestamentario. “He aquí que vendrán días —oráculo de Yahveh— en que yo pactaré con la casa de Israel una nueva alianza; (...) pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré" (Jr 31, 31-33). "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo. (...) Infundiré mi espíritu en vosotros” (Ez 36, 26-27). “Sois una carta de Cristo —dice san Pablo— redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones” (2 Co 3, 3). Y declara que él es “ministro de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu” (2 Co 3, 6).
Pero el alma, el impulso interior del nuevo ministerio, lo encontramos en el pasaje del evangelio de San Juan: el amor que Dios Padre tiene por Jesús, su Hijo, éste lo comunica a sus discípulos: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” (Jn 15, 9). Jesús quiere que sus discípulos “permanezcan” en el amor que él les tiene; pero esto sólo es posible si demuestran responder a su amor, cumpliendo todo lo que él les ha enseñado y mandado.
Esta relación mutua de amor es fuente de alegría para Jesús y él la transmite con abundancia a sus discípulos. La reciprocidad de amor y de alegría entre Jesús y los suyos debe extenderse también a los discípulos entre sí: amarse unos a otros con el mismo amor con que él los ha amado. Entonces se llega a ser “amigos de Jesús”, porque a través de la circulación de amor se realiza una profunda experiencia de Dios: es el conocimiento —en sentido bíblico— fuerte. El amor y el conocimiento experimental de Dios están en la base de la misión: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto” (Jn 15, 16).
La luz de este nuevo ministerio, guiado por el Espíritu Santo y como continuación y expansión del amor del Padre y del Señor Jesús en el amor a los hermanos, resplandece magníficamente en la vida y en la misión del Cardenal Eduardo Francisco Pironio, que hizo de su vida y de su ministerio un continuo acto de alabanza y de amor a Dios y a los hermanos, sostenido por una fe inquebrantable y una gozosa esperanza.
“Magníficat”: es la palabra con que resume toda su vida de hombre, de cristiano, de sacerdote, de obispo y de cardenal. Es casi un estribillo de su vida; en su Testamento repite esta palabra trece veces. Le brota de lo más profundo de su ser, llena de gratitud, de alegría y de misericordia; es una palabra de dolor, de ternura y de esperanza.
“Magníficat” por el don de la vida; por el don inestimable del bautismo.
“Magníficat” por el sacerdocio, por el episcopado: “Me he sentido extraordinariamente feliz de ser sacerdote y quisiera transmitir esta alegría profunda a los jóvenes de hoy (...). He querido ser “padre, hermano y amigo” de los sacerdotes, religiosos y religiosas, de todo el pueblo de Dios. He querido ser una simple presencia de “Cristo, esperanza de la gloria”. (...) Doy gracias al Señor por haberme hecho comprender que el cardenalato es una vocación al martirio, un llamado al servicio pastoral y una forma más honda de paternidad espiritual. Me siento así feliz de ser mártir, de ser pastor, de ser padre” (Testamento espiritual del cardenal Eduardo Pironio: L'Osservatore Romano, edición en lengua española: 13 de febrero de 1998, p. 7).
El Santo Padre Juan Pablo II, en la homilía de la misa en sufragio del Cardenal, afirmó: “Fue testigo de la fe valiente que sabe fiarse de Dios, incluso cuando, en los designios misteriosos de su Providencia, permite la prueba. (...) Su existencia fue un cántico de fe al Dios de la vida. (...) Dio testimonio de su fe en la alegría (...), alegría de servir al Evangelio en los diversos y arduos encargos que se le confiaron” (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de febrero de 1998, p. 6).
El Cardenal Pironio fue para muchos creyentes presencia del Señor, transparencia del Evangelio, acción luminosa del Espíritu. Hizo el bien, y la bondad dio fecundidad a su vida. Su presencia estuvo siempre acompañada por una gran cordialidad y sencillez. Suscitaba simpatía y comunión espontánea; transmitía paz y alegría; con la palabra infundía fuerza y esperanza, sobre todo a los jóvenes, de los que era un auténtico amigo. Dirigir a él la mirada y el recuerdo significa aceptar el desafío de ser presencia del Señor en la sociedad y en la Iglesia. Se trata de hacerlo con mirada serena y con una escucha atenta, comunicativa y humilde. Como lo hizo él, que supo estar en el centro sin ser el centro.
“Mi vida sacerdotal estuvo siempre marcada por tres amores y presencias: el Padre, María santísima, la cruz” (Testamento). Y creo que no nos equivocamos si a estos tres amores añadimos un cuarto: la Iglesia.
El Cardenal Pironio amó apasionadamente a la Iglesia, pueblo de Dios, misterio de comunión misionera, como habitualmente la definía. Dio su vida y trabajó intensamente por una Iglesia “peregrina, pobre y pascual”, una Iglesia de la alegría y de la esperanza, solidaria con las tristezas y los sufrimientos de los hombres, como la descubrió desde el Concilio; una Iglesia madre que, como tal, enseña. Estuvo presente en el corazón de la Iglesia con su santidad personal, su ministerio, su prestigio. En un mundo cada vez más cerrado por el egoísmo y la violencia que nace del odio, la Iglesia —decía— está llamada a dar testimonio del amor y a educar nuevamente a los hombres en el amor.
El Cardenal Pironio, hombre de Dios, irradiaba la santidad de Dios en la Iglesia. Que la luz de esta santidad, reflejada en el rostro y en la vida de testigos como el Cardenal Pironio, siga resplandeciendo e iluminando nuestro camino.
Acogemos con gratitud al Señor el don que nos hizo a nosotros, a toda la Iglesia, en la persona, en la vida y en el ministerio del siervo de Dios Cardenal Pironio, y albergamos la esperanza de que pronto la santa Madre Iglesia reconozca su santidad y lo proponga como ejemplo de vida e intercesor ante Dios por todos nosotros y por la Iglesia entera