martes, 24 de julio de 2012

UNIVERSIDAD CATÓLICA: ¡SÉ LO QUE DEBES SER!

Me parece que el “hueso” que todos tratan de roer es el asunto de nuestra querida PUCP es el de la IDENTIDAD de una Universidad Católica. Queremos ser católicos como marca el magisterio de la Iglesia o queremos serlo a nuestra manera? El gran don Miguel de Unamuno que se proclamaba “hereje de todas las herejías” también solía decir: “Y sólo hay una forma de ser católico: Creer y vivir como cree y vive la Iglesia Católica”. Ser o no ser, ésa es la cuestión. El actual Prefecto de la Congregación para la Educación Católica . CARDENAL ZENON GROCHOLEWSKI pronunció una conferencia al respecto en Buenos Aires en el 2005 y que fue reproducida en diversos medios. Les comparto todo el texto que es lo mejor que he encontrado sobre lo que nos preocupa en el Perú y en el mundo universitario católico. Los que tengan poco tiempo, lean al menos III, 1. Identidad católica.

En diciembre del 2010, en Roma, el Prefecto de la Congregación para la Educación Católica del Vaticano recibió en audiencia al rector de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Dr. Marcial Rubio Correa. Fue una reunión cordial en la que el Rector informó al Cardenal Zenon Grocholewski sobre la situación de la PUCP. Fue la tercera audiencia del Rector en la Sagrada Congregación durante su año y medio de gobierno en la Universidad.

UNIVERSIDAD CATÓLICA: ¡SÉ LO QUE DEBES SER!
Identidad y misión de la Universidad Católica

ZENON CARDENAL GROCHOLEWSKI

Introducción

Es de verdad una alegría grande para mí visitar por tercera vez esta Pontificia Universidad Católica Argentina. Agradezco por eso su gentil invitación. Mi conferencia quiere ser una pequeña aportación en torno al fondo de la actual crisis del pensamiento humano. El pensador español, José Luis Pinillos, comienza así su libro ‘El corazón del laberinto’:

“Como saben los niños, el Laberinto era el palacio de un antiguo rey de Creta, llamado Minos. Allí estaba encerrado el Minotauro, un temible monstruo con cabeza de toro y cuerpo de hombre, al que todos los años se le entregaban siete doncellas y siete efebos traídos de Atenas. El laberinto era, entonces, un intrincado cruce de salas y pasillos del que nadie había logrado salir, hasta que Teseo se dejó guiar por el hilo de Ariadna. Luego, con el tiempo, un laberinto ha pasado a ser una cosa enredada, un asunto al que no se le ve la salida, un embrollo. La actual situación del mundo pertenece por derecho propio a este género” (Editorial Espasa Calpe, Madrid, 1997, p.9).

Sí, la imagen del “laberinto” me parece especialmente acertada para describir la situación de la cultura en el mundo occidental, ahora que nos vamos adentrando en el nuevo milenio. Un “laberinto” en el que vivir no es ya vivir, sino sobrevivir a la desesperación que produce no encontrar la salida. Perdidos en los vericuetos del laberinto de nuestra civilización – de la que tan orgullosos nos mostramos a veces– nos afanamos en buscar a ciegas la salida. Estoy convencido que la Universidad Católica tiene mucho que aportar para la causa del hombre y de la sociedad en esta situación.

I. Recorriendo el laberinto

Pero para poder entender bien y encuadrar correctamente la aportación que la Universidad Católica está llamada a dar, es necesario que nos preguntemos: ¿Cómo es que hemos llegado a esta situación? ¿Qué idea podemos tener del trazado del laberinto en que nos encontramos? Ciertamente, de la misma manera que el mítico laberinto de Creta, el de nuestros días tiene también un Dédalo que lo ha construido. Juan Pablo II, en los más de 26 años de su Magisterio, ha ido delineando el trazado de este laberinto. Sin ánimo de presentar ahora una exposición completa sobre este tema, me limito a comentar algunos trazos que podemos encontrar en tres encíclicas fundamentales en las que desarrolla toda una temática antropológica. Me refiero a Veritatis splendor, publicada en 1993, Evangelium vitae en 1995 y Fides et ratio en 1998.

1. Abandono de la metafísica

En primer lugar, creo que en nuestro tiempo, caracterizado como periodo de rápidos y complejos cambios, la búsqueda de la verdad última ha quedado frecuentemente oscurecida. Las verdades “estables”, que el hombre estaba seguro de haber alcanzado y que eran auténticos puntos de referencia, son infravaloradas y dejadas de lado; entretanto se abre paso un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas (Fides et ratio, 5).
Así, podemos descubrir en nuestro ambiente cultural occidental una difundida desconfianza hacia las afirmaciones universales y absolutas, sobre todo por parte de quienes consideran que la verdad es el resultado del consenso y no ya de la adecuación del intelecto a la realidad objetiva (Fides et ratio, 56).
Lógicamente con estos presupuestos no queda indemne el campo moral. La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad y por la cultura, lleva a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley natural y, por tanto, de la existencia de “normas objetivas de moralidad”, válidas para todos los hombres: de ayer, de hoy y de mañana (Veritatis splendor, 53).
¿Cómo es que hemos llegado hasta aquí? Podemos comprenderlo a partir de la filosofía moderna. Sin duda, ella tiene el gran mérito de haber concentrado su atención en el hombre y alcanzó con ello válidos frutos y logros, llegando a abarcar de alguna manera todas las ramas del saber. Pero los resultados positivos no deben llevarnos a dejar a un lado el grave error que cometió la filosofía al dedicarse sólo a indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, olvidando que éste está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo trasciende.
Sin la trascendencia cada uno queda a merced del arbitrio y su condición de persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser dominado por la técnica.
La filosofía moderna, dejando de orientar su investigación sobre el ser, concentró su atención sobre el conocimiento humano; y en lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, prefirió destacar sus límites y condicionamientos. ¿Cuál fue el resultado? La caída en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general (Fides et ratio, 5).

2. La crisis del sentido

En segundo lugar, me parece que el fenómeno de la fragmentariedad del saber en el ámbito cultural hodierno hace difícil y, a menudo, vana la búsqueda de un sentido. Vivimos inmersos en medio de una baraunda de datos y de hechos que forman la trama de la existencia, por lo que muchos llegan a preguntarse si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido.
La pluralidad de las teorías que se disputan la respuesta a esta cuestión o los diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar esta duda radical, que fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las diversas manifestaciones del nihilismo. Ya no hay posibilidad alguna de alcanzar la meta de la verdad. La existencia humana es sólo una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que lo efímero tiene la primacía. No hay lugar para asumir compromiso definitivo alguno, ya que todo es fugaz y provisional (Fides et ratio, 46).
La consecuencia de esto es que a menudo el espíritu humano está sujeto a una forma de pensamiento ambiguo, que lo lleva a encerrarse todavía más en sí mismo dentro de los límites de su propia inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente (Fides et ratio, 81).
Así, para algunas corrientes de pensamiento “postmoderno” (1) el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz.

3. La separación entre la fe y la razón

Un tercer rasgo podría llamarse la separación entre la fe y la razón. A partir de la baja Edad Media, debido al excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores, se radicalizaron las posturas en el campo del saber, llegándose de hecho a una filosofía separada y absolutamente autónoma con respecto a los contenidos de la fe.
Lo que el pensamiento patrístico y medieval había concebido y realizado como una unidad profunda, generadora de un conocimiento capaz de llegar a las formas más altas de la especulación, fue destruido por los sistemas que asumieron la posición de un conocimiento racional separado de la fe o alternativo a ella (Fides et ratio, 45).
Las radicalizaciones más influyentes son bien conocidas, sobre todo en la historia de Occidente. En el siglo XIX algunos representantes del idealismo intentaron, de diversos modos, transformar la fe y sus contenidos, incluso el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, por medio de estructuras dialécticas concebidas racionalmente.
A este pensamiento se añadieron diferentes formas de humanismo ateo, elaboradas filosóficamente, que presentaron la fe como nociva y alienante para el desarrollo de la plena racionalidad. No tuvieron reparo en presentarse como nuevas religiones, creando la base de proyectos que, en el plano político y social, desembocaron en sistemas totalitarios traumáticos para la humanidad.
Por otra parte, en el ámbito de la investigación científica se fue imponiendo una mentalidad positivista que no sólo se alejó de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo, sino que olvidó toda relación con la visión metafísica y moral (Fides et ratio, 46).

4. Eclipse del sentido de Dios y del hombre

Al cuarto rasgo lo podríamos enunciar como el eclipse del sentido de Dios y del sentido del hombre. Augusto del Noce escribía en 1986: “En la sociedad presente se debería hablar de absolutización del momento económico, en el que tienden a desaparecer las nociones del bien y del mal y se sustituyen por las del éxito y el fracaso. Se está formando la sociedad más desacralizada que la Historia haya conocido jamás” (L’ora di una nuova laicitá, Il Sabato, Roma, 25-X-86). Y en efecto así es. El centro del drama vivido por el hombre contemporáneo está en el eclipse del sentido de Dios y del hombre. Perdiendo el sentido de Dios se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida (Evangelium vitae, 21). El hombre queda amenazado y contaminado, como afirma el Concilio Vaticano II: “La criatura sin el Creador desaparece [...] Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida” (Gaudium et spes, 36). En realidad, viviendo “como si Dios no existiera”, el hombre pierde no sólo el misterio de Dios, sino también el del mundo y el de su propio ser (Evangelium vitae, 22).
¿A dónde nos ha conducido este eclipse? A un materialismo práctico, en el que han proliferado el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo. El único fin que cuenta es la consecución del propio bienestar material. La llamada “calidad de vida” se interpreta, principal o exclusivamente, como eficiencia económica, consumismo desordenado, belleza y goce de la vida física, olvidando las dimensiones más profundas de la existencia. Hemos sustituido los valores del ser por los del tener (Evangelium vitae, 23).

5. Nueva mentalidad cientifista

Un quinto rasgo podría ser constituido por la nueva mentalidad cientifista. Los éxitos innegables de la investigación científica y de la tecnología han contribuido a difundir una nueva mentalidad cientifista, la cual continúa considerando sin sentido las afirmaciones de carácter metafísico; como lo hiciera en el pasado el positivismo y el neopositivismo. En esta perspectiva los valores quedan relegados a meros productos de la emotividad y la noción de ser es marginada para dar lugar a lo puro y simplemente fáctico.
La ciencia se prepara a dominar todos los aspectos de la existencia humana a través del progreso tecnológico. El hombre como demiurgo, podrá llegar por sí solo a conseguir el pleno dominio de su destino. Para este nuevo cientifismo la cuestión sobre el sentido de la vida es considerada como algo que pertenece al campo de lo irracional o de lo imaginario. Lo que es técnicamente realizable llega a ser por ello moralmente admisible (Fides et ratio, 88).
Sin embargo, la terrible experiencia del mal lleva, en esta mentalidad, hacia el nihilismo. La dramática experiencia de los males que continúan aquejando a la humanidad en el inicio del milenio, hacen añicos el optimismo racionalista que veía en la historia el avance victorioso de la razón y de la ciencia, fuente de felicidad y de libertad. La tentación de la desesperación está presente y muy a la mano (Fides et ratio, 91).

6. Un falso concepto de libertad

De modo muy semejante –y esto formaría el sexto rasgo– en algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, el cual sería la fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas.
Se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido, indebidamente, la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia.
De este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de “acuerdo con uno mismo”, de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral. Se ha llegado a una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás (Veritatis splendor, 32).
Pero lamentablemente, una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. Verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente (Fides et ratio, 90).
Cuando la libertad es absolutizada en clave individualista, se vacía de su contenido original y se contradice en su misma vocación y dignidad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho (Evangelium vitae, 19).

7. El riesgo de alianza entre democracia y relativismo ético

Finalmente, un último rasgo: el riesgo de establecer una alianza entre “democracia” y “relativismo ético”.
En el campo social se ha ido afirmando, por una parte, un concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos de orden axiológico y por tanto inmutables. La admisibilidad o no de un determinado comportamiento se decide con el voto de la mayoría parlamentaria. Las consecuencias de semejante planteamiento son evidentes: las grandes decisiones morales del hombre se subordinan, de hecho, a las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos institucionales (Fides et ratio, 89).
La vida social se está adentrando, por otra parte, en las arenas movedizas de un relativismo absoluto, en el que todo es pactable, todo es negociable: incluso, el primero de los derechos fundamentales, el de la vida. Este relativismo ético es la raíz común de las tendencias que caracterizan muchos aspectos de la cultura contemporánea.
Algunos llegan a afirmar falazmente que esto es la condición necesaria de la democracia, ya que sólo esto garantiza la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría,
mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevan al autoritarismo y a la intolerancia (Evangelium vitae, 70).
No deja de resultar sorprendente y paradójico que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza son considerados como poco fiables desde el punto de vista democrático, porque no sostienen que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos (Centesimus annus, 46).
En realidad, no podemos mitificar la democracia, convirtiéndola en un sucedáneo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. La democracia es un instrumento y no un fin. Su carácter “moral” no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse. Por tanto, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve.
Su valor se mantiene o cae según los valores que encarna y promueve; y en la base de esos valores no pueden estar provisionales y volubles “mayorías” de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que sea punto de referencia normativa de la misma ley civil (Evangelium vitae, 70).
Si en la democracia no existen verdades y principios últimos que guíen y orienten la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. De este modo la democracia se precipita por la pendiente que le lleva al totalitarismo (Veritatis splendor, 101; Evangelium vitae, 20).

8. Punto de llegada final

A modo de conclusión de cuanto he dicho, me gustaría ahora esbozar las líneas de la figura dibujada por estos distintos rasgos, como punto de llegada final.

a. En primer lugar, creo que podemos sospechar que nos encontramos ante una profunda crisis de la cultura, la cual engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y de sus deberes (Evangelium vitae, 11).
Hay factores que evidencian la crisis cultural de Occidente: la sustitución
– de la verdad por la verificación,
– de la bondad por la utilidad,
– de la belleza por la sensualidad,
– de la unidad por la fragmentariedad.

b. En segundo lugar, estimo que es posible contatar este hecho: la pérdida de contacto con la verdad objetiva ha llevado al ser humano a la pérdida de fundamento de su dignidad. De este modo se hace posible borrar de su rostro los rasgos que manifiestan su semejanza con Dios, para llevarlo progresivamente a una destructiva voluntad de poder o a la desesperación de la soledad (Fides et ratio, 90).

c. En tercer lugar, me parece que la pregunta que hizo un día Pilato hoy se está repitiendo: “¿Qué es la verdad?”. Esta pregunta emerge también hoy desde la triste perplejidad de un hombre que, a menudo, ya no sabe quién es, de dónde viene, ni adónde va (Veritatis splendor, 84).

d. En cuarto lugar, siento que el ser humano, hoy, se muestra paradójico y contradictorio. Después de que ha descubierto la idea de los “derechos humanos” –como derechos inherentes a cada persona y previos a toda Constitución y legislación de los Estados– incurre en una sorprendente contradicción: justo en una época en la que se proclaman solemnemente los derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte (Evangelium vitae, 18).

e. En quinto lugar, creo que nos sentimos en grado de poder descalificar a Francis Fukuyama, profesor norteamericano de origen japonés, quien había creído que con el capitalismo como sistema económico y con la democracia liberal como sistema político, había llegado, nada menos, que el ‘final de la historia’, y había aparecido ‘el último hombre’ (The End of History and the last Man, 1992). En el neoliberalismo capitalista habría hallado el hombre, al fin, la liberación y la satisfacción de todas sus aspiraciones.
Al contrario, dejando a un lado este optimismo idealista, vemos hoy al ser humano amenazado individual y socialmente. A las tradicionales y dolorosas plagas del hambre, las enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se añaden otras con nuevas facetas y dimensiones inquietantes. Estamos ante una objetiva “conjura contra la vida”, que ve implicadas, incluso, a instituciones internacionales, y que utiliza con frecuencia a los medios de comunicación social que se convierten en cómplices de esta conjura, creando en la opinión pública una cultura de muerte que presenta el recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la misma eutanasia como un signo de progreso y conquista de libertad (Evangelium vitae, 3 y 17).
Algunas experiencias de la humanidad, singularmente en el siglo pasado, han convertido el sueño ilustrado de la humanidad en pesadilla. El hombre se sabe amenazado por su poder, y esa amenaza, que es real, nos hace caer en la cuenta de la ambivalencia de la técnica.

f. En sexto lugar, es quizás posible comprender que una civilización con perfil puramente materialista está condenando al hombre a la esclavitud. Esta civilización materialista, no obstante sus declaraciones “humanísticas”, acepta la primacía de las cosas sobre la persona humana. La mera categoría del “progreso” económico se convierte en una categoría superior que subordina el conjunto de la existencia humana a sus exigencias parciales, sofoca al hombre, disgrega la sociedad y acaba por ahogarlo en sus propias tensiones y en sus mismos excesos (Redemptor hominis, 16).

A la luz de todo lo anterior, qué apropiada aparece para nuestra situación actual la advertencia de San Pablo a Timoteo: “Vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se buscarán una multitud de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas.!” (2 Tim, 4, 1-5).

II. La Universidad Católica indica la salida del laberinto

¿Cómo hallar la salida del laberinto en que nos encontramos? ¿Quién indicará el camino con el hilo de Ariadna? Está aquí el papel fundamental que la Universidad Católica debe desempeñar como servicio a la persona humana y a la sociedad. La identidad y misión de la Universidad Católica está claramente descrita en la Constitución Apostólica “Ex corde Ecclesiae” promulgada por el Papa Juan Pablo II el 15 de agosto de 1990.
Es significativo señalar que el título de este documento pontificio recoge muy bien el espíritu que lo anima, porque es perfectamente demostrable desde los orígenes de la institución universitaria hasta nuestros días, (2) y a pesar de las vicisitudes históricas, una vinculación estrecha entre la Iglesia y la Universidad, que ha dado lugar a una fecunda tradición intelectual universitaria católica. Por eso, Juan Pablo II pudo escoger como título “Ex corde Ecclesiae”, pues, efectivamente, la universidad ha brotado del corazón y permanece en el corazón de la Iglesia.

1. Identidad católica

Podrá parecer un tópico decirlo, pero el objetivo fundamental de una Universidad Católica es el de ser, a la vez y al mismo tiempo, “Universidad” y “Católica”. No existe oposición alguna, sino armonía y complementariedad entre los dos términos porque el primer objetivo de la universidad es la investigación y la afirmación de la verdad. La Universidad Católica, en cuanto católica, está enriquecida por una dimensión más amplia, en cuanto que busca la verdad completa, que procede de Cristo, Verbo encarnado.
“Por su carácter católico, la Universidad goza de una mayor capacidad para la búsqueda desinteresada de la verdad; búsqueda, que no está subordinada ni condicionada por intereses particulares de ningún género” (Ex corde Ecclesiae, 7).
La Universidad Católica, en cuanto Universidad, no quita nada sino que potencia ese esfuerzo riguroso y crítico con el que toda comunidad académica seria contribuye a la tutela y desarrollo de la dignidad humana y de la herencia cultural mediante la investigación, la enseñanza y los diversos servicios ofrecidos a las comunidades locales, nacionales e internacionales (Ex corde Ecclesiae, 12).
El carácter católico asegura de modo institucional la presencia cristiana en el mundo cultural universitario. La constitución apostólica “Ex corde Ecclesiae” expone las características esenciales de la identidad católica de la Universidad en cuatro puntos:

1) Una inspiración cristiana de parte no sólo de cada uno, sino también de la Comunidad universitaria como tal; (por tanto, abarca no sólo la dimensión personal sino también la institucional);
2) una incesante reflexión, a la luz de la fe católica, sobre el creciente tesoro del conocimiento humano, al que busca ofrecer una contribución con las propias investigaciones;
3) la fidelidad al mensaje cristiano tal como lo presenta la Iglesia;
4) el compromiso institucional al servicio del pueblo de Dios y de la familia humana en su itinerario hacia el objetivo trascendente que da significado a la vida (Ex corde Ecclesiae, 13).

2. Algunas tareas específicas de la misión de la Universidad Catolica

Desde estas perspectivas, haré ahora algunas consideraciones en torno a las tareas específicas de la misión de la Universidad Catolica.

a. Integración del saber

Hoy, a causa de la fragmentación de la ciencia humana provocada por la moderna especialización, se percibe agudamente en todas partes la necesidad de integrar las diversas ramas del saber. Aunque esta
especialización es particularmente característica de las disciplinas científicas, existe también en las ciencias humanas.
En las Universidades Católicas debe darse una viva preocupación por lograr la integración del saber, la cual se proyecte no sólo a nivel horizontal sino, también, a nivel vertical y trascendente. Es decir, la Universidad Católica, con la asistencia de la filosofía y de la teología, es un lugar idóneo para ir a la raíz de los problemas y responder a las cuestiones urgentes y a los desafíos de hoy con una visión integral del ser humano y con la preocupación por la promoción del bien genuino del hombre y de la sociedad.
Esta aportación de la Universidad Católica es de un valor inestimable para la condición del ser humano. Dice, efectivamente, Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio: “El hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber. Éste es uno de los cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a lo largo del próximo milenio de la era cristiana. El aspecto sectorial del saber, en la medida en que comporta un acercamiento parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación del sentido, impide la unidad interior del hombre contemporáneo” (85).

b. Diálogo entre fe y razón

Otro problema es el diálogo entre la fe y la razón. Precisamente a través de la promoción de la integración del saber, la Universidad Católica se empeña a fondo en este diálogo mostrando cómo la fe y la razón se encuentran en la única verdad.
Este diálogo evidencia que la investigación metódica en todos los campos del saber, si se realiza de una forma auténticamente científica y conforme a las leyes morales, nunca será en realidad contraria a la fe, “porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en el mismo Dios” (Gaudium et spes, 36; cf. Ex corde Ecclesiae, 17).
Este diálogo es particularmente fecundo y enriquecedor tanto para la fe como para la razón: la fe, con sus contenidos teológicos, ofrece a todas las otras disciplinas del saber una perspectiva y una orientación que no están contenidas en sus metodologías, y una ayuda para examinar de qué modo sus descubrimientos influyen sobre las personas y la sociedad. La inspiración cristiana permite incluir en la investigación y búsqueda “la dimensión moral, espiritual y religiosa y valorar las conquistas de la ciencia y de la tecnología en la perspectiva total de la persona humana” (Ex corde Ecclesiae, 7).
Por su parte, la fe recibe de los hallazgos de las otras disciplinas del saber un enriquecimiento que la lleva a una mayor comprensión del mundo de hoy y hace que la investigación teológica se adapte mejor a las exigencias actuales (Ex corde Ecclesiae, 19).

c. La preocupación ética

En tercer lugar, la preocupación ética debe caracterizar a la Universidad Católica.
Puesto que el saber debe servir a la persona humana, en una Universidad Católica la investigación se realiza siempre con la preocupación por las implicaciones éticas y morales, inherentes tanto a los métodos como a sus descubrimientos.
Preocupación que es particularmente urgente hoy en el campo de la investigación científica y tecnológica, pues en el momento actual de la humanidad, como dijo Juan Pablo II en la UNESCO en 1980, “es esencial que nos convenzamos de la prioridad de lo ético sobre lo técnico, de la primacía de la persona humana sobre las cosas, de la superioridad del espíritu sobre la materia. Solamente si el saber está unido a la conciencia, servirá a la causa del hombre. Los hombres de ciencia ayudarán realmente a la humanidad sólo si conservan el sentido de la trascendencia del hombre sobre el mundo y de Dios sobre el hombre” (Ex corde Ecclesiae, 18).

d. Diálogo cultural

Finalmente, digamos también una palabra sobre un tema que reviste importancia singular: el diálogo cultural.
Ha sido observado justamente que el diálogo de la Iglesia con la cultura de nuestro tiempo es el sector vital, en el que se juega mayormente el destino de la Iglesia y del mundo en la hora presente. “Si es verdad que el Evangelio no puede ser identificado con la cultura, antes bien trasciende todas las culturas, también es cierto que –como ha anotado el papa Pablo VI– el Reino anunciado por el Evangelio es vivido por personas profundamente vinculadas a una cultura, y la construcción del Reino no puede dejar de servirse de ciertos elementos de la cultura o de las culturas humanas” (Ex corde Ecclesiae, 44).
En efecto, precisamente aquí en Medellín, en 1986, Juan Pablo II dijo: “Una fe que se colocara al margen de todo lo que es humano, y por lo tanto de todo lo que es cultura, sería una fe que no refleja la plenitud de lo que la palabra de Dios manifiesta y revela, una fe decapitada, peor todavía, una fe en proceso de autoanulación” (Palabras dirigidas a los intelectuales, estudiantes y personal universitario en Medellín, 5 de julio de 1986, n. 3). Estas importantes palabras, pronunciadas en esta bella ciudad, han merecido, incluso, encontrar un lugar dentro del texto de la Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiae, n. 44.
En este diálogo con las culturas la Iglesia pone en resalto sobre todo los elementos que determinan el valor de una cultura, o sea “en primer lugar, el significado de la persona humana, su libertad, su dignidad, su sentido de la responsabilidad y su apertura a la trascendencia. Con el respeto a la persona está relacionado el valor eminente de la familia, célula primaria de toda cultura humana (Ex corde Ecclesiae, 45).
Por tanto, defendiendo “la identidad de las culturas tradicionales”, la Iglesia debe ayudarles a incorporar los valores verdaderos “sin sacrificar el propio patrimonio, que es una riqueza para toda la familia humana” (ibidem).
Es, pues, difícil no comprender que “la Universidad Católica es el lugar primario y privilegiado para un fructuoso diálogo entre el Evangelio y la cultura” (ibidem, 43). En consecuencia, la Ex corde Ecclesiae proclama: “La Universidad Católica debe estar cada vez más atenta a las culturas del mundo de hoy, así como a las diversas tradiciones culturales existentes dentro de la Iglesia, con el fin de promover un constante y provechoso diálogo entre el Evangelio y la sociedad actual” (ibidem, 45).
En esta perspectiva, pues, un campo especialmente importante para la Universidad Católica debe ser el diálogo entre el pensamiento cristiano y las ciencias modernas; campo en el que el investigador cristiano deberá mostrar cómo la inteligencia humana se enriquece con esa verdad superior que deriva del Evangelio (Ex corde Ecclesiae, 46).

Conclusión: Universidad Católica ¡Sé lo que debes ser!

Podemos así hacer ya nuestra conclusión final. Hemos visto cómo el hombre moderno, confiado en exceso en sí mismo por los logros obtenidos, ha creído que se basta a sí mismo. Como consecuencia de esto, el Occidente actual queda marcado por el giro antropocéntrico de su cultura que, en cierta medida, se ve corroborado por el éxito inmediato de la ciencia y de la técnica.
Pero hemos visto también cómo, debido a su carácter limitado, el método científico no es apto para llegar a lo más profundo de la realidad, a la esencia de las cosas y a sus causas últimas. Así la cosmovisión moderna ha quedado prisionera en lo superficial, profesando agnosticismo sobre cuanto está más allá de lo fenoménico; es decir, sobre todo lo que no es demostrable.
¿Quién nos ayudará, nos hemos preguntado, a encontrar el hilo de Ariadna para salir de este laberinto? ¿Podemos hallar la salida?
Un amplio sector de la cultura contemporánea ha desistido y se prepara para instalarse en el laberinto lo más cómodamente posible, o, en realidad será más acertado decir, lo menos dolorosamente posible.
Sobre todo, hemos querido afirmar que corresponde a la Universidad Católica, en esta encrucijada de la historia, mostrar la salida de esta situación. La Universidad Católica constituye, sin duda alguna, uno de los mejores instrumentos que la Iglesia ofrece a nuestra época que está en busca de certeza y sabiduría (Ex corde Ecclesiae, 10).
Mediante la enseñanza de sus aulas y la investigación de sus profesores y diveros Institutos la Universidad Católica presta una indispensable contribución a la Iglesia, poniendo en sus manos los resultados de sus esfuerzos científicos que le ayudarán a ella a dar respuesta a los problemas y exigencias de la sociedad humana en cada época (Ex corde Ecclesiae, 31).
Qué apropiadas aparecen y con cuánta más razón las palabras del filósofo español Ortega y Gasset sobre la función y vocación de la cultura en general, si las aplicamos a esa cultura cristiana que debe forjarse y emanar de la Universidad Católica: “La vida es un caos, una selva salvaje, una confusión. El hombre se pierde en ella. Pero su mente reacciona ante esa sensación de naufragio y perdimiento: trabaja por encontrar en la selva ‘vías’, ‘caminos’; es decir: ideas claras y firmes sobre el Universo, convicciones positivas sobre lo que son las cosas y el mundo. El conjunto, el sistema de ellas, es la cultura en el sentido verdadero de la palabra; todo lo contrario que ornamento. Cultura es lo que salva del naufragio vital, lo que permite al hombre vivir sin que su vida sea tragedia sin sentido o radical envilecimiento” (Misión de la Universidad, en Obras Completas, Revista de Occidente, Madrid, 1947, vol.VI, p.321).
Querida Comunidad Universitaria: como Universidad Católica están llamados a ser instrumento, cada vez más eficaz, del progreso cultural auténtico de este país, tanto para las personas individuales como para la sociedad.
Que su seria y responsable dedicación al trabajo intelectual se oriente a estudiar en profundidad las raíces y las causas de los graves problemas de nuestro tiempo, prestando especial atención a sus dimensiones éticas y religiosas.
Si es necesario, y sin miedos ni complejos, tengan la valentía de expresar también las verdades incómodas, las que no halagan a la opinión pública, pero que son tan necesarias para salvaguardar el bien auténtico de la sociedad (Ex corde Ecclesiae, 32).
Recuperemos la utilería metafísica para salir de este laberinto actual. Devolvamos al hombre de hoy la plena dignidad de su condición de persona humana. Aquí radica toda la problemática, teórica y práctica, acerca de la cultura y del humanismo. La verdadera aporía en que se encuentra hoy la humanidad está en el concepto de persona, en la antropología, dentro de la cual hay que afirmar, como lo hacía el entonces Cardinal Ratzinger, que: “La destrucción de la Trascendencia, es la mutilación radical del hombre, de la que brotan todas sus frustraciones” (Joseph Ratzinger, Iglesia, Ecumenismo y Política, Madrid, 1987, 231).
Sin descuidar en modo alguno la adquisición de conocimientos útiles, la Universidad Católica se distinga por su libre búsqueda de toda la verdad acerca de la naturaleza, del hombre y de Dios. Por su humanismo universal se dedique por entero a la búsqueda de todos los aspectos de la verdad en sus relaciones esenciales con la Verdad suprema que es Dios (Ex corde Ecclesiae, 4).
En el mensaje de Jesucristo tenemos la verdad plena sobre el hombre y la sociedad, la cual ilumina y orienta nuestro trabajo. Difundámoslo como luz que disipe las tinieblas de tantas mentes que navegan hoy a la deriva en el mar de la cultura.
Si el Capitalismo, como creador de humanismo, está fracasando, al interesarse por el hombre sólo en cuanto productor y consumidor; si la sola razón, como medio único de progreso cultural humano, está igualmente fracasando, queda planteado y abierto el reto para la Universidad Católica de generar una cultura que brote del hontanar fecundo del amor. Este es el proyecto proclamado en el Evangelio y, por eso, la tarea más esperanzadora de la Iglesia y de la Universidad Católica en el Tercer Milenio es educar en el amor y difundir el amor. Sabemos que no hay soluciones radicales vertiginosas. La vía de solución es a largo plazo y pasa por la educación y la cultura. Sabemos que las sociedades no se transforman por la revolución impaciente sino por la educación paciente.
Por eso, la Ex corde Ecclesiae nos asegura que “Las Comunidades universitarias de los distintos continentes [...] son [...] el signo vivo y prometedor de la fecundidad de la inteligencia cristiana en el corazón de cada cultura. Ellas dan una fundada esperanza de un nuevo florecimiento de la cultura cristiana en el contexto múltiple y rico de nuestro tiempo cambiante, el cual se encuentra ciertamente frente a serios retos, pero también es portador de grandes promesas bajo la acción del Espíritu de verdad y de amor” (Ex corde Ecclesiae, 2).
Y así es evidente también que el futuro de la Universidad Católica depende en grandísima parte del empeño competente y generoso del laicado católico (Ex corde Ecclesiae, 25). Por ello, al finalizar estas palabras me permito presentar a Ustedes, a todos en conjunto y a cada uno en particular, una petición y expresarles, a la vez, un deseo lleno de esperanza: ¡Universidad Católica, sé lo que debes ser!

 

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