San Buenaventura, el teólogo de Cristo, que da sentido a la historia, testigo del amor (Benedicto XVI)
Aprovecho el genial lienzo sobre San Buenaventura –procedente de San Francisco el Grande de Lima- y que se expone en la muestra del Banco de Crédito del Perú, para compartirle en el día de su fiesta las magistrales reflexiones del Papa Benedicto XVI. A mí me encanto especialmente lo que afirma sobre el sentido cristiano de la historia frente a Joaquín de Fiore. ¿Cómo respondió san Buenaventura a la exigencia práctica y teórica? 1. San Buenaventura rechaza la idea del ritmo trinitario de la historia. Dios es uno para toda la historia y no se divide en tres divinidades. En consecuencia, la historia es una, aunque es un camino y – según san Buenaventura – un camino de progreso.
2. Jesucristo es la última palabra de Dios – en él Dios lo ha dicho todo, donándose a sí mismo. Más que si mismo, Dios no puede decir, ni dar. El Espíritu Santo es Espíritu del Padre y del Hijo. Cristo mismo dice del Espíritu Santo: "...os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14, 26), "tomaráde lo mío y os lo comunicará" (Jn 16, 15). Por tanto no hay otro Evangelio más alto, no hay otra Iglesia que esperar. Por eso también la Orden de san Francisco debe insertarse en esta Iglesia, en su fe, en su ordenamiento jerárquico.
3. Esto no significa que la Iglesia está inmóvil, fija en el pasado y no pueda haber novedades en ella. Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt, las obras de Cristo no van atrás, no disminuyen, sino que progresan, dice el Santo en la carta De tribus quaestionibus.
03 de marzo de 2010 |
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 3 de marzo de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis realizada hoy por el Papa en el Aula Pablo VI, ante grupos de peregrinos de todo el mundo, sobre san Buenaventura, Doctor de la Iglesia.
Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera hablar de san Buenaventura de Bagnoregio. Os confío que, al proponeros este argumento, advierto una cierta nostalgia, porque recuerdo las investigaciones que, como joven estudioso, realicé precisamente sobre este autor, particularmente querido para mí. Su conocimiento ha incidido no poco en mi formación. Con mucha alegría hace pocos meses me dirigió en peregrinación a su lugar natal, Bagnoregio, una pequeña ciudad italiana, en el Lacio, que custodia con veneración su memoria.
Nacido probablemente en 1217 y muerto en 1274, vivió en el siglo XIII, una época en la que la fe cristiana, penetrada profundamente en la cultura y en la sociedad de Europa, inspiró obras imperecederas en el campo de la literatura, de las artes visuales, de la filosofía y de la teología. Entre las grandes figuras cristianas que contribuyeron a la composición de esta armonía entre fe y cultura destaca precisamente Buenaventura, hombre de acción y de contemplación, de profunda piedad y de prudencia en el gobierno.
Se llamaba Giovanni da Fidanza. Un episodio que sucedió cuando era aún muchacho marcó profundamente su vida, como él mismo relata. Había sido afectado por una grave enfermedad y ni siquiera su padre, que era médico, esperaba ya salvarlo de la muerte. Su madre, entonces, recurrió a la intercesión de san Francisco de Asís, canonizado hacía poco. Y Giovanni se curó. La figura del Pobrecillo de Asís se le hizo aún más familiar algún año después, cuando se encontraba en París, donde se había dirigido para sus estudios. Había obtenido el diploma de Maestro de Artes, que podríamos comparar al de un prestigioso Liceo de nuestra época. En ese punto, como tantos jóvenes del pasado y también de hoy, Giovanni se planteó una pregunta crucial: "¿Qué debo hacer con mi vida?". Fascinado por el testimonio de fervor y radicalidad evangélica de los Frailes Menores, que habían llegado a París en 1219, Giovanni llamó a las puertas del Convento franciscano de esa ciudad, y pidió ser acogido en la gran familia de los discípulos de san Francisco. Muchos años después, explicó las razones de su elección: en san Francisco y en el movimiento iniciado por él reconocía la acción de Cristo. Escribía así en una carta dirigida a otro fraile: "Confieso ante Dios que la razón que me hizo amar más la vida del beato Francisco es que se parece a los inicios y al crecimiento de la Iglesia. La Iglesia comenzó con simples pescadores, y se enriqueció en seguida con doctores muy ilustres y sabios; la religión del beato Francisco no fue establecida por la prudencia de los hombres, sino por Cristo" (Epistula de tribus quaestionibus ad magistrum innominatum, en Opere di San Bonaventura. Introduzione generale, Roma 1990, p. 29).
Por tanto, en torno al año 1243 Giovanni vistió el sayal franciscano y asumió el nombre de Buenaventura. Fue en seguida dirigido a los estudios y frecuentó la Facultad de Teología de la Universidad de París, siguiendo un conjunto de cursos muy difíciles. Consiguió los diversos títulos requeridos por la carrera académica, los de "bachiller bíblico" y de "bachiller sentenciario". Así Buenaventura estudió a fondo la Sagrada Escritura, las Sentencias de Pietro Lombardo, el manual de teología de aquel tiempo, y a los más importantes autores de teología y, en contacto con los maestros y estudiantes que llegaban a París desde toda Europa, maduró su propia reflexión personal y una sensibilidad espiritual de gran valor que, en el transcurso de los años siguientes, supo traslucir en sus obras y en sus sermones, convirtiéndose así en uno de los teólogos más importantes de la historia de la Iglesia. Es significativo recordar el título de la tesis que defendió para ser habilitado en la enseñanza de la teología, la licentia ubique docendi, como se decía entonces. Su disertación llevaba por título Cuestiones sobre el conocimiento de Cristo. Este argumento muestra el papel central que Cristo tuvo siempre en la vida y en la enseñanza de Buenaventura. Podemos decir sin más que todo su pensamiento fue profundamente cristocéntrico.
En aquellos años en París, la ciudad de adopción de Buenaventura, estallaba una violenta polémica contra los Frailes Menores de san Francisco de Asís y los Frailes Predicadores de santo Domingo de Guzmán. Se discutía su derecho de enseñar en la Universidad y se ponía en duda incluso la autenticidad de su vida consagrada. Ciertamente, los cambios introducidos por las Órdenes Mendicantes en la manera de entender la vida religiosa, de la que hablé en las catequesis precedentes, eran tan innovadoras que no todos llegaban a comprenderles. Se añadían también, como alguna vez sucede también entre personas sinceramente religiosas, motivos de debilidad humana, como la envidia y los celos. Buenaventura, aunque rodeado de la oposición de los demás maestros universitarios, había ya comenzado a enseñan en la cátedra de teología de los Franciscanos y, para responder a quienes criticaban a las Órdenes Mendicantes, compuso un escrito titulado La perfección evangélica. En este escrito demuestra cómo las Órdenes Mendicantes, especialmente los Frailes Menores, practicando los votos de pobreza, de castidad y de obediencia, seguían los consejos del propio Evangelio. Más allá de estas circunstancias históricas, la enseñanza proporcionada por Buenaventura en esta obra suya y en su vida permanece siempre actual: la Iglesia se hace luminosa y bella por la fidelidad a la vocación de esos hijos suyos y de esas hijas suyas que no sólo ponen en práctica los preceptos evangélicos, sino que, por gracia de Dios, están llamados a observar sus consejos y dan testimonio así, con su estilo de vida pobre, casto y obediente, de que el Evangelio es fuente de gozo y de perfección.
El conflicto se apaciguó, al menos por un cierto tiempo y, por intervención personal del papa Alejandro IV, en 1257, Buenaventura fue reconocido oficialmente como doctor y maestro de la Universidad parisina. Con todo, tuvo que renunciar a este prestigioso cargo, porque en ese mismo año el Capítulo general de la Orden le eligió Ministro general.
Desempeñó este cargo durante diecisiete años con sabiduría y dedicación, visitando las provincias, escribiendo a los hermanos, interviniendo a veces con una cierta severidad para eliminar los abusos. Cuando Buenaventura comenzó este servicio, la Orden de los Frailes Menores se había desarrollado de un modo prodigioso: eran más de 30.000 los frailes dispersos en todo Occidente, con presencias misioneras en el norte de África, en Oriente Medio y también en Pekín. Era necesario consolidar esta expansión y sobre todo conferirle, en plena fidelidad al carisma de Francisco, unidad de acción y de espíritu. De hecho, entre los seguidores del santo de Asís se registraban diversas formas de interpretar su mensaje y existía realmente el riesgo de una fractura interna. Para evitar este peligro, el Capítulo general de la Orden en Narbona, en 1260, aceptó y ratificó un texto propuesto por Buenaventura, en el que se unificaban las normas que regulaban la vida cotidiana de los Frailes Menores. Buenaventura intuía, con todo, que las disposiciones legislativas, aun inspiradas en la sabiduría y en la moderación, no eran suficientes para asegurar la comunión del espíritu y de los corazones. Era necesario compartir los mismos ideales y las mismas motivaciones. Por este motivo. Buenaventura quiso presentar el auténtico carisma de Francisco, su vida y su enseñanza. Por ello recogió con gran celo documentos relativos al Pobrecillo y escuchó con atención los recuerdos de aquellos que habían conocido directamente a Francisco. De ahí nació una biografía, históricamente bien fundada, del santo de Asís, titulada Legenda Maior, redactada también de forma más sucinta y llamada por ello Legenda minor. La palabra latina, a diferencia de la italiana (y tb. del término español "leyenda", n.d.t.) no indica un fruto de la fantasía, sino al contrario, Legenda significa un texto autorizado, "que leer" oficialmente. De hecho, el Capítulo general de los Frailes Menores de 1263, reunido en Pisa, reconoció en la biografía de san Buenaventura el retrato más fiel del Fundador y esta se convirtió, así, en la biografía oficial del Santo.
¿Cuál es la imagen de san Francisco que surge del corazón y de la pluma de su hijo devoto y sucesor, san Buenaventura? El punto esencial: Francisco es un alter Christus, un hombre que buscó apasionadamente a Cristo. En el amor que empuja a la imitación, se conformó enteramente a Él. Buenaventura señalaba este ideal vivo a todos los seguidores de Francisco. Este ideal, válido para todo cristiano, ayer, hoy y siempre, fue indicado como programa también para la Iglesia del Tercer Milenio por mi Predecesor, el Venerable Juan Pablo II. Este programa, escribía en la Carta Tertio Millennio ineunte, se centra "en Cristo mismo, a quien conocer, amar, imitar, para vivir en él la vida trinitaria, y transformar con él la historia hasta su cumplimiento en la Jerusalén celeste" (n. 29).
En 1273 la vida de san Buenaventura conoció otro cambio. El Papa Gregorio X lo quiso consagrar obispo y nombrar cardenal. Le pidió también que preparara un importantísimo acontecimiento eclesial: el II Concilio Ecuménico de Lyon, que tenía como objetivo el restablecimiento de la comunión entre la Iglesia latina y la griega. Él se dedicó a esta tarea con diligencia, pero no llegó a ver la conclusión de aquella cumbre ecuménica, porque murió durante su celebración. Un anónimo notario pontificio compuso un elogio de Buenaventura, que nos ofrece un retrato conclusivo de este gran santo y excelente teólogo: "Hombre bueno, afable, piadoso y misericordioso, lleno de virtudes, amado por Dios y por los hombres... Dios de hecho le había dado tal gracia, que todos aquellos que lo veían quedaban invadidos por un amor que el corazón no podía ocultar" (cfr J.G. Bougerol, Bonaventura, en A. Vauchez (vv.aa.), Storia dei santi e della santità cristiana. Vol. VI. L'epoca del rinnovamento evangelico, Milán 1991, p. 91).
Recojamos la herencia de este santo Doctor de la Iglesia, que nos recuerda el sentido de nuestra vida con estas palabras: "En la tierra... podemos contemplar la inmensidad divina mediante el razonamiento y la admiración; en la patria celeste, en cambio, mediante la visión, cuando seremos hechos semejantes a Dios, y mediante el éxtasis... entraremos en el gozo de Dios" (La conoscenza di Cristo, q. 6, conclusione, en Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 187).
Benedicto XVI: San Buenaventura y el sentido de la Historia
10 de marzo de 2010 | 4718 hits
Queridos hermanos y hermanas,
la semana pasada hablé sobre la vida y la personalidad de san Buenaventura de Bagnoregio. Esta mañana quisiera proseguir con su presentación, deteniéndome en una parte de su obra literaria y de su doctrina.
Como ya decía, san Buenaventura, entre sus muchos méritos, tuvo el de interpretar auténtica y fielmente la figura de san Francisco de Asís, venerado y estudiado por él con gran amor. De modo particular, en los tiempos de san Buenaventura, una corriente de Frailes Menores, llamados "espirituales", sostenía que con san Francisco se había inaugurado una fase totalmente nueva de la historia, habría aparecido el "Evangelio eterno" del que habla el Apocalipsis, que sustituía al Nuevo Testamento. Este grupo afirmaba que la Iglesia había agotado ya su papel histórico, y que su lugar lo ocupaba una comunidad carismática de hombres libres guiados interiormente por el Espíritu, es decir, los "Franciscanos espirituales". En la base de las ideas de este grupo estaban los escritos de un abad cisterciense, Joaquín de Fiore, muerto en 1202. En sus obras, él afirmaba un ritmo trinitario de la historia. Consideraba el Antiguo Testamento como la era del Padre, seguida por el tiempo del Hijo, el tiempo de la Iglesia. Habría que esperar la tercera era, la del Espíritu Santo. Toda la historia era así interpretada como una historia de progreso: de la severidad del Antiguo Testamento a la relativa libertad del tiempo del Hijo, en la Iglesia, hasta la plena libertad de los Hijos de Dios, en el periodo del Espíritu Santo, que habría sido también, finalmente, el periodo de la paz entre los hombres, de la reconciliación de los pueblos y de las religiones. Joaquín de Fiore había suscitado la esperanza de que el inicio del nuevo tiempo habría venido de un nuevo monaquismo. Así es comprensible que un grupo de franciscanos creyese reconocer en san Francisco de Asís al iniciador del tiempo nuevo y en su Orden la comunidad del periodo nuevo – la comunidad del tiempo del Espíritu Santo, que dejaba tras de sí a la Iglesia jerárquica, para iniciar la nueva Iglesia del Espíritu, ya no ligada a las viejas estructuras.
Existía por tanto el riesgo de un gravísimo malentendido del mensaje de san Francisco, de su humilde fidelidad al Evangelio y a la Iglesia, y este equívoco comportaba una visión errónea del Cristianismo en su conjunto.
San Buenaventura, que en 1257 se convirtió en Ministro General de la Orden Franciscana, se encontró frente a una gran tensión dentro de su misma orden a causa precisamente de quienes sostenían la mencionada corriente de los "franciscanos espirituales", que se remitía a Joaquín de Fiore. Precisamente para responder a este grupo y volver a dar unidad a la Orden, san Buenaventura estudió con cuidado los escritos auténticos de Joaquín de Fiore y los atribuidos a él y, teniendo en cuenta la necesidad de presentar correctamente la figura y el mensaje de su amado san Francisco, quiso exponer una visión correcta de la teología de la historia. San Buenaventura afrontó el problema precisamente en su última obra, una recopilación de conferencias a los monjes del estudio parisino, que quedó incompleta y que se terminó a través de las transcripciones de los oyentes, titulada Hexaëmeron, es decir, una explicación alegórica de los seis días de la Creación. Los Padres de la Iglesia consideraban los seis o siete días del relato sobre la creación como profecía de la historia del mundo, de la humanidad. Los siete días representaban para ellos siete periodos de la historia, más tarde interpretados también como siete milenios. Con Cristo habríamos entrado en el último, es decir, en el sexto periodo de la historia, al que seguiría después el gran sábado de Dios. San Buenaventura supone esta interpretación histórica de la relación de los días de la creación, pero de una forma muy libre e innovadora. Para él dos fenómenos de su tiempo hacen necesaria una nueva interpretación del curso de la historia:
El primero: la figura de san Francisco, el hombre totalmente unido a Cristo hasta la comunión de los estigmas, casi un alter Christus, y con san Francisco la nueva comunidad creada por él, distinta del monaquismo conocido hasta entonces. Este fenómeno exigía una nueva interpretación, como novedad de Dios aparecida en ese momento.
El segundo: la postura de Joaquín de Fiore, que anunciaba un nuevo monaquismo y un periodo totalmente nuevo de la historia, yendo más allá de la revelación del Nuevo Testamento, exigía una respuesta.
Como Ministro General de la Orden de los Franciscanos, san Buenaventura había visto en seguida que con la concepción espiritualista, inspirada por Joaquín de Fiore, la Orden no era gobernable, sino que iba lógicamente hacia la anarquía. Dos eran para él las consecuencias:
La primera: la necesidad práctica de estructuras y de inserción en la realidad de la Iglesia jerárquica, de la Iglesia real, necesitaba un fundamento teológico, también porque los demás, los que seguían la concepción espiritualista, mostraban un aparente fundamento teológico.
La segunda: aún teniendo en cuenta el realismo necesario, no había que perder la novedad de la figura de san Francisco.
¿Cómo respondió san Buenaventura a la exigencia práctica y teórica? De su respuesta puedo dar aquí sólo un resumen muy esquemático e incompleto en algunos puntos:
1. San Buenaventura rechaza la idea del ritmo trinitario de la historia. Dios es uno para toda la historia y no se divide en tres divinidades. En consecuencia, la historia es una, aunque es un camino y – según san Buenaventura – un camino de progreso.
2. Jesucristo es la última palabra de Dios – en él Dios lo ha dicho todo, donándose a sí mismo. Más que si mismo, Dios no puede decir, ni dar. El Espíritu Santo es Espíritu del Padre y del Hijo. Cristo mismo dice del Espíritu Santo: "...os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14, 26), "tomaráde lo mío y os lo comunicará" (Jn 16, 15). Por tanto no hay otro Evangelio más alto, no hay otra Iglesia que esperar. Por eso también la Orden de san Francisco debe insertarse en esta Iglesia, en su fe, en su ordenamiento jerárquico.
3. Esto no significa que la Iglesia está inmóvil, fija en el pasado y no pueda haber novedades en ella. Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt, las obras de Cristo no van atrás, no disminuyen, sino que progresan, dice el Santo en la carta De tribus quaestionibus. Así san Buenaventura formula explícitamente la idea del progreso, y esta es una novedad respecto a los Padres de la Iglesia y a gran parte de sus contemporáneos. Para san Buenaventura Cristo ya no es, como lo era para los Padres de la Iglesia, el final, sino el centro de la historia; con Cristo la historia no termina, sino que comienza un nuevo periodo. Otra consecuencia es la siguiente: hasta aquel momento dominaba la idea de que los Padres de la Iglesia eran el culmen absoluto de la teología, todas las generaciones siguientes podían solo ser sus discípulas. También san Buenaventura reconoce a los Padres como maestros para siempre, pero el fenómeno de san Francisco le da la certeza de que la riqueza de la palabra de Dios es inagotable y que también en las nuevas generaciones pueden aparecer nuevas luces. La unicidad de Cristo garantiza también novedad y renovación en todos los periodos de la historia.
Ciertamente, la Orden franciscana – así subraya – pertenece a la Iglesia de Jesucristo, a la Iglesia apostólica y no puede construirse un espiritualismo utópico. Pero, al mismo tiempo, es válida la novedad de esta Orden respecto del monaquismo clásico, y san Buenaventura – como dije en la Catequesis precedente – defendió esta novedad contra los ataques del Clero secular de París: los franciscanos no tienen un monasterio fijo, pueden estar presentes en todas partes para anunciar el Evangelio. Precisamente, la ruptura con la estabilidad, característica del monaquismo, a favor de una nueva flexibilidad, restituyó a la Iglesia el dinamismo misionero.
En este punto, quizás sea útil decir que también hoy existen visiones según las cuales toda la historia de la Iglesia en el segundo milenio habría sido un ocaso permanente; algunos ven el ocaso inmediatamente después del Nuevo Testamento. En realidad, Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt, las obras de Cristo no van hacia atrás, sino que progresan. ¿Qué sería la Iglesia sin la nueva espiritualidad de los cistercienses, de los franciscanos y dominicos, de la espiritualidad de santa Teresa de Ávila y de san Juan de la Cruz, etc.? También hoy vale esta afirmación: Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt, van adelante. San Buenaventura nos enseña el conjunto del necesario discernimiento, también severo, del realismo sobrio y de la apertura a los nuevos carismas dados por Cristo, en el Espíritu Santo, a su Iglesia. Y mientras se repite esta esta idea del ocaso, hay también otra idea, este "utopismo espiritualista", que se repite. Sabemos de hecho que tras el Concilio Vaticano II algunos estaban convencidos de que todo fuese nuevo, que hubiese otra Iglesia, que la Iglesia preconciliar hubiese acabado y que tendríamos otra, totalmente "otra". ¡Un utopismo anárquico! Y gracias a Dios los sabios timoneles de la barca de Pedro, el papa Pablo VI y el papa Juan Pablo II, por una parte defendieron la novedad del Concilio y por la otra, al mismo tiempo, defendieron la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que es siempre Iglesia de pecadores y siempre lugar de Gracia.
4. En este sentido, san Buenaventura, como Ministro General de los franciscanos, tomó una línea de gobierno en la que estaba muy claro que la nueva Orden no podía, como comunidad, vivir a la misma "altura escatológica" de san Francisco, en el que él ve anticipado el mundo futuro, sino que – guiado, al mismo tiempo, por un sano realismo y por el valor espiritual – debía acercarse lo más posible a la realización máxima del Sermón de la Montaña, que para san Francisco fue "la" regla, aun teniendo en cuenta los límites del hombre, marcado por el pecado original.
Vemos así que para san Buenaventura, gobernar no era sencillamente un hacer, sino que era sobre todo pensar y rezar. En la base de su gobierno encontramos siempre la oración y el pensamiento; todas sus decisiones resultan de la reflexión, del pensamiento iluminado por la oración. Su contacto íntimo con Cristo acompañó siempre su trabajo de Ministro General y por ello compuso una serie de escritos teológico-místicos, que expresan el ánimo de su gobierno y manifiestan la intención de guiar interiormente a la Orden, es decir, de gobernar no sólo mediante mandatos y estructuras, sino guiando e iluminando las almas, orientando a Cristo.
De estos escritos suyos, que son el alma de su gobierno y que muestran el camino a recorrer sea uno solo o como comunidad, quisiera mencionar solo uno, su obra maestra,Itinerarium mentis in Deum, que es un "manual" de contemplación mística. Este libro fue concebido en un lugar de profunda espiritualidad: el monte de la Verna, donde san Francisco recibió los estigmas. En la introducción el autor ilustra las circunstancias que dieron origen a este escrito suyo: "Mientras meditaba sobre las posibilidades del alma de ascender a Dios, se me presentó, por otro lado, ese acontecimiento admirable ocurrido en aquel lugar al beato Francisco, es decir, la visión del Serafín alado en forma de Crucificado. Y meditando sobre esto, en seguida me dí cuenta de que esta visión me ofrecía el éxtasis contemplativo del mismo padre Francisco y al mismo tiempo el camino que conduce a él" (Itinerario della mente in Dio, Prologo, 2, en Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 499).
Las seis alas del Serafín se convierten así en el símbolo de seis etapas que conducen progresivamente al hombre al conocimiento de Dios a través de la observación del mundo y de las criaturas y a través de la exploración de la propia alma con sus facultades, hasta la unión gratificante con la Trinidad por medio de Cristo, a imitación de san Francisco de Asís. Las últimas palabras del Itinerarium de san Buenaventura, que responden a la pregunta de cómo se puede alcanzar esta comunión mística con Dios, se habrían hecho descender a lo profundo del corazón: "Si ahora anhelas saber cómo sucede esto (la comunión mística con Dios), interroga a la gracia, no a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al gemido de la oración, no al estudio de la letra; al esposo, no al maestro; a Dios, no al hombre; a la niebla, no a la claridad; no a la luce, sino al fuego que lo inflama todo y transporta a Dios con las fuertes unciones y los afectos ardentísimos... Entremos por tanto en la niebla, acallemos a los afanes, a las pasiones y a los fantasmas; pasemos con Cristo Crucificado de este mundo al Padre, para que, tras haberle visto, digamos con Felipe: esto me basta" (ibid., VII, 6).
Queridos amigos, acojamos la invitación que nos dirige san Buenaventura, el Doctor Seráfico, y pongámonos en la escuela del Maestro divino: escuchemos su Palabra de vida y de verdad, que resuena en lo íntimo de nuestra alma. Purifiquemos nuestros pensamientos y nuestras acciones, para que Él pueda habitar en nosotros y nosotros podamos comprender su Voz divina, que nos atra hacia la felicidad verdadera.
Benedicto XVI: San Buenaventura y la primacía del amor
17 de marzo de 2010 | 3986 hits
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 17 de marzo de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis dirigida hoy por el Papa Benedicto XVI a los peregrinos congregados en la Plaza de San Pedro para la Audiencia General, dedicada una vez más a san Buenaventura de Bagnoregio.
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Queridos hermanos y hermanas,
esta mañana, continuando la reflexión del miércoles pasado, quisiera profundizar con vosotros otros aspectos de la doctrina de san Buenaventura de Bagnoregio. Es un eminente teólogo, que merece ser puesto junto a otro grandísimo pensador, su contemporáneo, santo Tomás de Aquino. Ambos escrutaron los misterios de la Revelación, valorando los recursos de la razón humana, en ese fecundo diálogo entre fe y razón que caracteriza al Medioevo cristiano, convirtiéndola en una época de gran vivacidad intelectual, ademas que de fe y de renovación eclesial, a menudo no evidenciada lo suficiente. Otras analogías les unen: tanto Buenaventura, franciscano, como Tomás, dominico, pertenecían a las Órdenes Mendicantes que, con su frescura espiritual, como he recordado en las catequesis anteriores, renovaron, en el siglo XIII, a la Iglesia entera y atrajeron a muchos seguidores. Los dos sirvieron a la Iglesia con diligencia, con pasión y con amor, hasta el punto que fueron invitados a participar en el Concilio Ecuménico de Lyon de 1274, el mismo año en que murieron: Tomás mientras se dirigía a Lyon, Buenaventura durante la celebración del mismo Concilio. También en la Plaza de San Pedro, las estatuas de los dos santos están paralelas, colocadas precisamente al principio de la Columnata, partiendo desde la fachada de la Basílica Vaticana: una en el Brazo de la izquierda y la otra en el Brazo de la derecha. A pesar de todos estos aspectos, podemos distinguir en los dos santos dos aproximaciones distintas a la investigación filosófica y teológica, que muestran la originalidad y la profundidad de pensamiento de uno y del otro. Quisiera señalar algunas de estas diferencias.
Una primera diferencia concierne el concepto de teología. Ambos doctores se preguntan si la teología es una ciencia práctica o una ciencia teórica, especulativa. Santo Tomás reflexiona sobre dos posibles respuestas contrarias. La primera dice: la teología es reflexión sobre la fe y el objetivo de la fe es que el hombre llegue a ser bueno, viva según la voluntad de Dios. Por tanto, el fin de la teología debería ser el de guiar por el camino correcto, bueno; en consecuencia ésta, en el fondo, es una ciencia practica. La otra postura dice: la teología intenta conocer a Dios. Nosotros somos obra de Dios; Dios está por encima de nuestro actuar, Dios opera en nosotros el actuar correcto. Por tanto, se trata sustancialmente no de nuestro hacer, sino de conocer a Dios, no de nuestro obrar. La conclusión de santo Tomás es: la teología implica ambos aspectos: es teórica, intenta conocer a Dios cada vez más, y es práctica: intenta orientar nuestra vida al bien. Pero hay una primacía del conocimiento: debemos sobre todo conocer a Dios, después viene el actuar según Dios (Summa Theologiae Ia, q. 1, art. 4). Esta primacía del conocimiento frente a la praxis es significativa para la orientación fundamental de santo Tomás.
La respuesta de san Buenaventura es muy parecida, pero los acentos son distintos. San Buenaventura conoce los mismos argumentos en una y en la otra dirección, como santo Tomás, pero para responder a la pregunta de si la teología es una ciencia es una ciencia práctica o teórica, san Buenaventura hace una triple distinción – alarga, por tanto, la alternativa entre teórica (primacía del conocimiento) y práctica (primacía de la praxis), añadiendo una tercera actitud, que llama "sapiencial", y afirmando que la sabiduría abraza ambos aspectos. Y después prosigue:: la sabiduría busca la contemplación (como la más alta forma de conocimiento) y tiene como intención ut boni fiamus – que seamos buenos, sobre todo esto:: que seamos buenos (cfr Breviloquium, Prologus, 5). Después añade: "La fe está en el intelecto, de manera tal que provoca el afecto. Por ejemplo: conocer que Cristo murió 'por nosotros' no se queda en conocimiento, sino que se convierte necesariamente en afecto, en amor" (Proemium in I Sent., q. 3).
En la misma línea se mueve su defensa de la teología, es decir, de la reflexión racional y metódica de la fe. San Buenaventura recoge algunos argumentos contra el hacer teología, quizás difundidos también en una parte de los frailes franciscanos y presentes también en nuestro tiempo: la razón vaciaría la fe, sería una postura violenta hacia la Palabra de Dios, debemos escuchar y no analizar la Palabra de Dios (cfr Carta de san Francisco de Asís a san Antonio de Padua). A estos argumentos contra la teología, que demuestran los peligros existentes en la misma teología, el santo responde: es verdad que hay un modo arrogante de hacer teología, una soberbia de la razón, que se pone por encia de la Palabra de Dios. Pero la verdadera teología, el trabajo racional de la verdadera y de la buena teología tiene otro origen, no la soberbia de la razón. Quien ama quiere conocer cada vez mejor y más a lo amado; la verdadera teología no empeña la razón y su búsqueda motivada por la soberbia,sed propter amorem eius cui assentit – motivada por el amor de Aquel, al que ha dado su consenso" (Proemium in I Sent., q. 2), y quiere conocer mejor al amado: esta es la intención fundamental de la teología. Para san Buenaventura es por tanto determinante al final la primacía del amor.
En consecuencia, santo Tomás y sna Buenaventura definen de modo distinto el destino último del hombre, su felicidad plena: para santo Tomás el fin supremo, a que se dirige nuestro deseo, es ver a Dios. En este sencillo acto de ver a Dios encuentran solución todos los problemas: somos felices, no necesitamos nada más.
Para san Buenaventura el destino último del hombre es en cambio: amar a Dios, el encuentro y la unión de su amor y del nuestro. Ésta es para él la definición más adecuada de nuestra felicidad.
En esta línea, podríamos decir también que la categoría más alta para santo Tomás es lo verdadero, mientras que para san Buenaventura es el bien. Sería erróneo ver en estas dos respuestas una contradicción. Para ambos lo verdadero es también el bien, y el bien es también lo verdadero; ver a Dios es amar y amar es ver. Se trata por tanto de acentos distintos de una visión fundamentalmente común. Ambos acentos han formado tradiciones diversas y espiritualidades diversas y así han mostrado la fecundidad de la fe, una en la diversidad de sus expresiones.
Volvamos a san Buenaventura. Es evidente que el acento específico de su teología, del que he dado solo un ejemplo, se explica a partir del carisma franciscano: el Pobrecillo de Asís, más allá de los debates intelectuales de su tiempo, había mostrado con toda su vida la primacía del amor: era un icono viviente y enamorado de Cristo y así hizo presente, en su tiempo, la figura del Señor – convenció a sus contemporáneos no con las palabras, sino con su vida. En todas las obras de san Buenaventura, también en sus obras científicas, de escuela, se ve y se encuentra esta inspiración franciscana; es decir, se nota que piensa partiendo del encuentro con el Pobrecillo de Asís. Pero para entender la elaboración concreta del tema "primacía del amor", debemos tener presente también una otra fuente: los escritos del llamado Pseudo-Dionisio, un teólogo sirio del siglo VI, que se escondió bajo el pseudónimo de Dionisio el Areopagita, señalando, con este nombre, una figura de los Hechos de los Apóstoles (cfr 17,34). Este teólogo había creado una teología litúrgica y una teología mística, y había hablado ampliamente de las diversas órdenes de los ángeles. Sus escritos fueron traducidos al latín en el siglo IX; en la época de san Buenaventura – estamos en el siglo XIII – aparecía una nueva tradición, que provocó el interés del santo y de otros teólogos de su siglo. Dos cosas atraían en particular la atención de san Buenaventura:
1. El Pseudo-Dionisio habla de nueve órdenes de los ángeles, cuyos nombres había encontrado en la Escritura y luego había ordenado a su manera, desde los simples ángeles hasta los serafines. San Buenaventura interpreta estas órdenes de ángeles como escalones en el acercamiento de la criatura a Dios. Así estos pueden representar el camino humano, la subida hacia la comunión con Dios. Para san Buenaventura no hay ninguna duda: san Francisco de Asís pertenecía al orden seráfico, al orden supremo, al coro de los serafines, es decir: era puro fuego de amor. Y así deberían haber sido los franciscanos. Pero san Buenaventura sabía bien que este último grado de acercamiento a Dios no puede ser insertado en un ordenamiento jurídico, sino que es siempre un don particular de Dios. Por esto la estructura de la Orden franciscana es más modesta, más realista, pero debe ayudar a los miembrps a acercarse cada vez más a una existencia seráfica de puro amor. El pasado miércoles hablé sobre esta síntesis entre realismo sobrio y radicalidad evangélica en el pensamiento y en el actuar de san Buenaventura.
2. San Buenaventura, sin embargo, encontró en los escritos del Pseudo-Dionisio otro elemento, para él aún más importante. Mientras para san Agustín el intellectus, el ver con la razón y el corazón, era la última categoría del conocimiento, el Pseudo-Dionisio da aún otro paso: en la subida hacia Dios se puede llegar a un punto en que la razón ya no ve más. Pero en la noche del intelecto el amor ve aún – ve lo que permanece inaccesible para la razón. El amor se extiende más allá de la razón, ve más, entra más profundamente en el misterio de Dios. San Buenaventura quedó fascinado por esta visión, que se encontraba con su espiritualidad franciscana. Precisamente en la noche oscura de la Cruz aparece toda la grandeza del amor divino; donde la razón ya no ve más, ve el amor. Las palabras conclusivas de su "Itinerario de la mente en Dios", en una lectura superficial, pueden parecer como la expresión exagerada de una devoción sin contenido; leídas, en cambio, a la luz de la teología de la Cruz de san Buenaventura, son una expresión límpida y realista de la espiritualidad franciscana: "Si ahora anhelas saber cómo sucede esto (es decir, la subida hacia Dios), interroga a la gracia, no a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al gemido de la oración, no al estudio de la letra;... no a la luz, sino al fuego que inflama y transporta todo en Dios" (VII, 6). Todo esto no es anti intelectual ni tampoco anti racional: supone el camino de la razón, pero lo trasciende en el amor de Cristo crucificado. Con esta transformación de la mística del Pseudo-Dionisio, san Buenaventura se coloca en los inicios de una gran corriente mística, que ha elevado y purificado mucho la mente humana: es un culmen en la historia del espíritu humano.
Esta teología de la Cruz, nacida del encuentro entre la teología del Pseudo-Dionisio y la espiritualidad franciscana, no debe hacernos olvidar que san Buenaventura comparte con san Francisco de Asís también el amor por la creación, la alegría por la belleza de la creación de Dios. Cito sobre este punto una frase del primer capítulo del "Itinerario": "Aquel… que no ve los esplendores innumerables de las criaturas, está ciego; aquel que no se despierta por sus muchas voces, está sordo; quien no alaba a Dios por todas estas maravillas, está mudo; quien con tantos signos no se eleva al primer principio, es necio" (I, 15). Toda la creación habla en voz alta de Dios, del Dios bueno y bello; de su amor.
Toda nuestra vida es por tanto para san Buenaventura un "itinerario", una peregrinación – una subida hacia Dios. Pero solo con nuestras fuerzas no podemos subir hacia la altura de Dios. Dios mismo debe ayudarnos, debe "subirnos". Por eso es necesaria la oración. La oración – así dice el santo – es la madre y el origen de la elevación – sursum actio, acción que nos lleva a lo alto – dice Buenaventura. Concluyo por ello con la oración, con la que comienza su "Itinerario": "Oremos por tanto y digamos al Señor Dios nuestro: 'Condúceme, Señor, en tu camino y yo caminaré en tu verdad. Que mi corazón se alegre al temer tu nombre'" (I, 1).