jueves, 7 de julio de 2016

Marcelino Menéndez Pelayo "Historia de la poesía hispanoamericana", C.IX, Perú

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Marcelino Menéndez Pelayo "Historia de la poesía hispanoamericana", C.IX, Perú

Fué el Virreinato del Perú la más opulenta y culta de las colonias españolas de la América del Sur; la que alcanzó a ser visitada por más eminentes ingenios de la Península, y la que, por haber gozado del beneficio de la imprenta desde fines del siglo XVI, pudo salvar del olvido mayor número de muestras de su primitiva producción literaria. Pero, más desgraciada que México, no ha logrado todavía un Icazbalceta que recoja cuidadosamente todas las reliquias del período colonial y levante con ellas imperecedero monumento. Faltos, pues, de un guía tan docto y autorizado, hemos tenido que recoger afanosamente las noticias literarias del Perú en fuentes muy varias y dispersas, y seguramente nuestro trabajo hubiera resultado incompletísimo, sobre todo, para los primeros tiempos de la colonia, si generosamente no se hubiera brindado a enriquecerle con noticias peregrinas el que, sin agravio de nadie, podemos llamar nuestro primer americanista, D. Marcos Jiménez de la Espada.

De sus investigaciones resulta que la poesía castellana en el Perú es casi tan antigua como la conquista misma: se remonta al período de las guerras civiles. El más antiguo poema conocido, obra de autor anónimo, no está aún en el metro italiano, sino en coplas de arte mayor, en el metro de Juan de Mena. Titúlase Nueva obra y breve en prosa y en metro sobre la muerte del Ilustre Señor el Adelantado D. Diego de Almagro, Governador y Capitán General por su Cathólica y Real Magestad del Emperador y Rey [p. 64] Nuestro Señor en el nuevo Reyno de Toledo llamado Perú, Descubridor y Conquistador y sustentador desta rica provincia.

La prosa se reduce a una corta introducción o argumento sumario. El metro a treinta y nueve estrofas o coplas de arte mayor; la primera dice:


       Cathólica, Sacra, Real Majestad, 
       César augusto, muy alto Monarca, 
       Fuerte reparo de Roma y su barca 
       En todo lo humano de más potestad: 
       Rey que procura saber la verdad, 
       Crisol do se funde la reta justicia; 
       Pastor, que no obstante cualquier amicicia, 
       conserva el ganado por una igualdad.

La última:

       Debiendo Pizarro haber de cumplir 
       El pleito homenaje por él otorgado 
       Venir a esta corte y a vuestro mandado 
       Donde el jüez le mandó remitir; 
       No solamente no quiso venir, 
       Mas quebrantarlo con otros tiranos, 
       Y la venganza tomó por sus manos; 
       Sólo por esto se debe punir.

La obra es, pues, de un ferviente partidario de Almagro y enemigo de los Pizarros, que en la introducción se declara testigo del suceso, y al propio tiempo confiesa su poca habilidad para versificar...: «el marqués D. Francisco Pizarro y sus hermanos, los cuales mataron a D. Diego de Almagro de su honra, vida y hacienda, según el metro adelante veréis, porque pasó así verdaderamente, y antes fué más en efeto, por el defeto de no hallar consonantes por darlo más sabroso, aunque según fué cruel no dejará de amargaros de lo que aquí se cuenta, aunque mucho más lo sentiríades, si como lo leéis lo hubieseis visto como el que lo escribe, que se halló en ello y lo vió».

Parece que este poema, a pesar del carácter arcaico del metro, no puede ser anterior a 1548, puesto que en la Introducciónse lee: «Y después el Rey ha mandado degollar a Gonzalo Pizarro.» Pero tampoco es imposible que la introducción se escribiera mucho después [p. 65] del poema, y cuando el autor pensó en publicarle, según se infiere de la censura de Fr. Félix de León que acompaña a esta rarísima pieza en el manuscrito del Archivo de Indias, donde se conserva. Hay de ella copia incorrecta en la colección de manuscritos de D. Martín Fernández de Navarrete.

Don Alonso Enríquez, aquel estrafalario aventurero que se decía el Caballero Desbaratado , y cuyas divertidísimas Memorias, sólo comparables con las de otro fanfarrón de la misma laya, don Diego Duque de Estrada (el Desengañado de sí mismo), frisan tantas veces con la novela de aventuras y con la picaresca, incluyó en el Libro de su vida y costumbres [1] la obra anterior, descartando la prosa y la censura, añadiendo una copla más, y encabezándolo todo de esta suerte: «Obra en metro sobre la muerte que fué dada al ilustre Don Diego de AImagro, la cual obra se dirige a S. M. con cierto romance lamentando la dicha muerte, y no la hizo el autor del libro, porque es parte, y no sabe trovar.»

El texto de D. Alonso Enríquez difiere bastante del manuscrito de Sevilla, ya por errores de copia, ya por cambios de palabras, de frases y aun de versos enteros, que pueden ser correcciones.

El romance prometido en el encabezamiento viene en seguida con este epígrafe: «Síguese el romance hecho por otro arte sobre el mismo caso, el cual se ha de cantar al tono de «El buen conde Fernán González». curiosa prueba de la costumbre que en el siglo XVI duraba, de aplicar a romances nuevos los tonos de los antiguos. Este romance, sumamente prosaico y desmayado, consta no menos que de 362 versos.

Quedan otros romances históricos del tiempo de las guerras civiles: dos versan sobre la rota del rebelde Francisco Hernández Girón en Pucará, y se encuentran al fin de la Relación de lo acaecido en el Perú desde que Francisco Hernández Girón se alzó hasta el día que murió, recientemente publicada; [2] otro sobre las crueldades del tirano Lope de Aguirre. [3]

[p. 66] Suelen consignarse en las crónicas y relaciones históricas de la conquista algunas coplillas populares y anónimas, muchas de ellas de carácter soldadesco, y todas de sabor arcaico. Es de las más curiosas la que cantaban los soldados del campo real en la campaña contra el rebelde Francisco Hernández Girón por los años 1553-54, aludiendo al Dr. Fr. Hierónimo de Loaisa, arzobispo de Lima, y al Licdo. Hernando de Santillán, oidor de aquella Audiencia, y después presidente de la de Quito, y, por último, obispo de las Charcas:


       El uno jugar, y el otro dormir, 
       ¡Oh, qué gentil! 
       No comer y apercibir, 
       ¡Oh, qué gentil! 
       El uno duerme y el otro juega; 
       Así va la guerra..

[p. 67] El dormilón era Santillán. el jugador (de ajedrez) el Arzobispo. [1]

Tampoco es para olvidada la de Los mis cabellicos , madre , que cantaba el diabólico Carbajal el día de Xaquijaiguana. Otra copla sonaba en el campo de los almagristas por el año de 1537:

       Almagro pide la paz, 
       Los Pizarros ¡guerra, guerra! 
       Ellos todos morirán 
       Y otro mandará la tierra... [2]

Si la conquista del Perú no tuvo la suerte de encontrar un Ercilla, no por eso faltó quien en pésimos metros se arrojara a cantarla dentro del mismo siglo XVI. Existe en la Biblioteca Imperial de Viena un poema anónimo, Conquista de la Nueva Castilla,obra al parecer desconocida hasta que en 1848 un librero de Lyon la sacó a luz en forma por demás incorrecta y desaliñada, y sin dar bastantes señas del manuscrito que le sirvió de original. Tiene por verdadero título: Relación de la conquista y del descubrimiento que hizo el Gobernador Don Francisco Pizarro en demanda de las provincias y reinos que ahora llamamos Nueva Castilla. Hace principio desde la primera vez que partió de Panamá hasta todo lo que en la prisión de Atabalipa sucedió, la cual está partida en dos partes: la primera comienza describiendo el tiempo en que se hizo a la vela en Panamá.

La segunda parte lleva este encabezamiento: «Aquí hace principio la segunda parte, que habla en la segunda vez que el magnífico señor gobernador don Francisco Pizarro partió de Panamá en demanda de la provincia de Tumbez, hasta la prisión de Atabalipa y conquista de la gran ciudad del Cuzco, la cual comienza así; hablando el Gobernador .»

La primera parte tiene cinco cantos, la segunda tres: todo el poema consta de doscientas ochenta y tres octavas, pero construídas, no al modo ordinario, sino rimando entre sí los versos [p. 68] primero, cuarto y octavo, el segundo con el tercero y el sexto con el séptimo. Se ve que el autor quiso hacerlos endecasílabos, pero hay muchos de doce y diez sílabas, o por impericia suya, o por descuido del copista, o por ignorancia del editor francés. De todo esto resulta un conjunto bárbaro y desapacible, y no sin razón ha podido escribir Ticknor que no hubiera hecho peor poema el más rudo de los soldados de Pizarro. Tiene, no obstante, la curiosidad de rior a la Araucana, y, por consiguiente, el primogénito, aunque enteco y raquítico, de la interminable familia de poemas históricos de asunto americano, cuya elaboración todavía no ha cesado. De la dedicatoria «Al muy magnífico señor Juan Vázquez de Molina, secretario de la Emperatriz e Reina, nuestra señora, y de su Consejo», se infiere que el anónimo poeta escribía a mediados del siglo XVI. [1]

Otros dos poemas se compusieron en el Perú durante el siglo XVI, aunque ninguno de ellos llegó a ver la luz pública, y parecen haber sido ignorados por todos nuestros bibliógrafos. Titúlase el primero Los actos y hazañas valerosas del capitán Diego Hernández de Serpa, dirigidos al Illustrísimo señor don Diego de Zúñiga y de Avellaneda, Conde de Miranda, enviados de las Indias por Pedro de la Cadena, perpetuo servidor de su Señoría Ilustrísima. Consta la obra de un Introyto y diez y siete cantos que el autor llama actos, todos en versos sueltos, o más bien en prosa vil, como puede juzgarse por este principio del actoprimero:


       En la felice y fuerte y noble España 
       Nasció este gran varón tan venturado, 
       En la fresca ribera del Océano, 
       En la villa de Palos estimada... 
       .................................................................... 
       Sobre mil y quinientos veinte y cuatro 
       Llegó a la rica isla de Cubagua. [2]

[p. 69] El capitán Serpa, héroe de este infeliz poema, había acompañado a Ordax en la desastrosa jornada del Orinoco (1532); en 3 de agosto de 1549 concertó con la Audiencia de Santo Domingo la conquista y población del territorio comprendido entre el Marañón y el Orinoco, o sea, la actual Guayana, y aunque por entonces tuvo que suspender la empresa de orden superior, no desistió de su pensamiento, y en 15 de mayo de 1568 volvió a capitular con el Rey la misma conquista (más un trozo de la costa de Cumaná) con el nombre de Nueva Andalucía. En aquella costa fundó las ciudades de Nueva Córdoba y Santiago, y queriendo internarse a buscar las orillas del Orinoco, murió en un reencuentro con cierta nación de indios Cumanagotos.

Como se ve, las hazañas de Diego Hernández de Serpa acaecieron muy lejos del Perú, y dentro de la gobernación de Venezuela. Pero no sucede lo mismo con su biógrafo y cantor Pedro de la Cadena, que era vecino de Zamora de los Alcaides en la provincia de Quito. Además de su poema, escribió y presentó al Consejo de Indias un libro en prosa del gobierno de las Indias, sobre el cual informó el secretario de dicho Consejo Licdo. Benito López de Gamboa, en 16 de marzo de 1576, diciendo que aunque escrito con método, tenía poca substancia, pero que atendida la buena intención del autor, convenía gratificarle y juntar su libro con otro que ya estaba en el Consejo y era de más provecho, obra del Licdo. Juan de Matienzo, oidor de las Charcas, y tenerlos ambos en secreto por ser cosa de gobierno, consultándolos cuando conviniera.

Otro poeta, llamado D. Diego de Aguilar y Córdoba, florecía en Huánuco a fines del siglo XVI. En 25 de febrero de 1596 firmaba allí la dedicatoria de su poema El Marañón, terminado en 1578 y revisado después por diferentes testigos del suceso que en él se narra, que no es otro que el desgraciado viaje de Pedro de Ursúa. Los preliminares de la obra nos dan razón de otros versificadores, que son, sin duda, de los más antiguos de la colonia: Carlos de Maluenda, poeta polígloto, que por raro caso escribe un soneto en francés y otro en italiano: el general Alonso Picado, probablemente de la familia de este apellido naturalizada en Arequipa: Miguel Cabello de Balboa, eclesiástico muy erudito y práctico y entendido en viajes y exploraciones de los [p. 70] Andes, autor de la Miscelánea Austral. que es una especie de compilación histórica dividida en tres partes, de las cuales la última (que anda traducida al francés por Ternaux-Compans) contiene interesantes noticias relativas a la historia antigua de Quito y conquista del Perú: Gonzalo Fernández de Sotomayor, D. Sancho Marañón, D. Pedro Paniagua de Loaisa, hijo, según parece, de otro del mismo nombre, extremeño, que sirvió a Gasca en negocios muy arduos, así de guerra como de diplomacia en tiempo de la rebelión de Gonzalo Pizarro, y murió en 1554 en la batalla de Pucará: D. Diego Vaca de la Vega, gobernador de Mainas, fundador de la ciudad de San Francisco de Borja del Marañón; y, finalmente, un religioso amigo delautor. De estos sonetos me ha comunicado el Sr. Espada los siguientes, que son muy aceptables, sobre todo el de Cabello Balboa:


       DE MIGUEL CABELLO BALBOA

           La casta abeja en la florida vega, 
       Con susurro suave y bullicioso, 
       Para su laberinto artificioso 
       De varias flores el manjar congrega. 
           No menos a la adelfa el gusto allega 
       Que al romero y al cárdamo oloroso, 
       Porque todo lo vuelve provechoso 
       Después que a su sutil boca se apega. 
           Igual te juzgo, cordobés ilustre, 
       Después que renació de tu memoria 
       El Marañón, de sangre y muerte lleno; 
           Que de su obscuridad sacaste lustre, 
       Y de su vituperio tanta gloria, 
       Que en bálsamo conviertes su veneno.

       DE D. PEDRO PANIAGUA DE LOAISA 

           Celebre el mundo, oh Marañón famoso, 
       Tus claras ondas y tesoro ardiente, 
       Obscureciendo la caudal corriente 
       Del sacro Nilo y Ganges caudaloso. 
           Pues el supremo vuelo victorioso 
       Desta águila sin par, divinamente 
       Sube al cielo tu nombre y clara fuente 
       Do eternamente has de quedar glorioso. 
           Mas tú entre las doradas aguas canta 
        [p. 71] Con dulce son el suyo celebrando 
       Deste tu insigne historiador tan grave; 
           Que a tal grandeza otra grandeza tanta 
       Sólo basta a dar gloria, eternizando 
       Lo que en ser de mortal hombre no cabe.

       DE D. DIEGO VACA DE LA VEGA 

           Si el lauro se le debe justamente 
       Al que pretende con insigne historia 
       Hacer firme y eterna la memoria 
       De algún valor heroico o eminente; 
           Si con divino ingenio y llama ardiente 
       Librándole del tiempo le da gloria, 
       Haciendo de finita y transitoria 
       Que sea infinita y dure eternamente. 
           A vos se os deben tres (sin otros ciento), 
       Uno por este libro tan famoso, 
       El otro porque a vuestra patria ha dado 
           Inmortal nombre vuestro fundamento, 
       Otro a vuestro discurso milagroso 
       A quien el mundo está tan obligado. [1]

Aunque del siglo XVI no tenemos ninguna justa o certamen poético del Perú , ni relación de fiesta en que se intercalen versos, desde muy temprano vemos asociada la poesía a los grandes regocijos públicos. Así nos refiere el palentino Diego Fernández en su Historia del Perú (parte 1.ª, lib. 2.º, cap. LXVIII), que cuando entró el presidente Gasca en la ciudad de los Reyes (Lima) el 27 de septiembre de 1546, y fué recibido con grandes festejos, «salieron con una hermosa danza tantos danzantes como pueblos principales había en el Perú, y cada uno dijo una copla en nombre de su pueblo, representando lo que en demostración de su fidelidad había hecho». Y el historiador inserta las coplas, que por malas se omiten aquí.

Desde mediados del siglo XVI tenía Lima Universidad: desde fines del mismo siglo, imprenta. Fué aquélla la muy célebre de [p. 72] San Marcos, émula de la de México y la más concurrida, próspera y opulenta de la América del Sur, fundada por Real cédula del emperador Carlos V y su madre D.ª Juana, dada en Valladolid a 21 de septiembre de 1555, y confirmada por Bula pontificia de San Pío V en 25 de julio de 1571. Sus cátedras eran de Jurisprudencia, Teología, Medicina y Filosofía, y conservó su crédito y su antigua organización hasta después de la guerra de la independencia americana. En el Cuzco se fundó en 1598 otra Universidad de menos nombre, que logró algún desarrollo en el siglo XVII, al cual pertenecen muchas fundaciones de enseñanza como los Seminarios de Arequipa, Trujillo y la pequeña Universidad de Huamanga, además de los numerosos colegios de humanidades que los jesuítas fueron estableciendo en todos los puntos principales del Virreinato, llegando a doce sus casas en tiempo de la expulsión.

La imprenta fué más tardía que la Universidad: apareció cuarenta años después que en México, y bajo los auspicios y protección de los Padres de la Compañía. Fué Antonio Ricardo, que ya había tenido taller en México, el primero impresor en los reinos del Pirú, como él se titula en sus libros. El más antiguo en que se encuentra estampado su nombre es la Doctrina Christiana y cathecismo para instrucción de los Indios y de las demás personas que han de ser enseñadas en nuestra sancta Fe. Con un conffesionario y otras cosas necessarias para los que doctrinan... Compuesto por auctoridad del Concilio Provincial que se celebró en la Ciudad de los Reyes el año de 1583. Y por la misma traduzido en las dos lenguas generales de este Reyno, Quichua y Aymara. Año de 1 584. [1] Sólo de diez obras salidas de aquella imprenta en el siglo XVI dan razón hasta ahora los mas diligentes bibliógrafos, y sólo una de amena literatura hay entre ellas: el Arauco Domado, del chileno Pedro de Oña. Las restantes son confesionarios y catecismos, un arte y vocabulario de la lengua quichua, [p. 73] constituciones y ordenanzas, un libro de reducciones de plata y oro, y algún papel en derecho. [1]

No puede decirse, sin embargo, que, aun siendo escaso, sea nulo el caudal literario del Perú en el primer siglo de la colonia. Es verdad que no produjo ningún poeta, pero sí un prosista de primer orden, nacido en el Cuzco en 1540, y no criollo, sino mestizo, hijo de un conquistador de ilustre linaje montañés, célebre en armas y en letras, y de una india principal, sobrina de Huayna Capac. El primer libro de autor peruano que salió de las prensas de Europa fué, seguramente, la traduzión del Indio de los tres diálogos de amor de León Hebreo, hecha de italiano en español por Garcilasso Inga de la Vega, natural de la gran Ciudad del Cuzco, cabeza de Reynos y provincias del Pirú, trabajada en Córdoba e impresa en Madrid, en 1590.

Aunque el inca Garcilaso, como él gustaba de llamarse, se preciase por aquel entonces más de arcabuces y de criar y hazer caballos que de escribir libros, es grande ya en la versión de aquel libro filosófico que él devolvió a España, primera patria de su autor, la belleza y gallardía de la prosa; que tanto contrasta con el desaliño del texto italiano, traducción del original castellano que se ha perdido.

Pero la celebridad de Garcilaso, como uno de los más amenos y floridos narradores que en nuestra lengua pueden encontrarse, se funda en sus obras históricas, o que dió por tales: «La Florida del Inca o Historia del Adelantado Hernando de Soto»; los«Comentarios Reales que tratan del origen de los Incas, reyes que fueron del Perú; de su idolatría, leyes y gobierno en paz y en guerra; de sus vidas y conquistas, y de todo lo que fué aquel imperio, y su República, antes que los españoles pasaran a él»; la «Historia General del Perú, que trata el descubrimiento de él, y cómo lo ganaron los españoles; [p. 74] las guerras civiles que hubo entre Pizarros y Almagros sobre la partija de la tierra; castigo y levantamiento de los tyranos y otros sucessos particulares».

El primero y el último de estos libros pertenecen en rigor a la literatura histórica; pero deben utilizarse con cierta cautela. En La Florida ha notado Bancroft errores de detalle, que fácilmente se explican porque Garcilaso no conocía la América del Norte, y tuvo que fiarse de los relatos orales y escritos de algunos compañeros de Hernando de Soto. Para los sucesos del descubrimiento y conquista del Perú, la autoridad del inca es muy secundaria por lo tardía y porque generalmente se reduce a transcribir o glosar las narraciones de autores ya impresos como López de Gomara, Agustín de Zárate y el palentino Diego Fernández. Cuando abandona el testimonio de estos historiadores, no siempre copiosos pero sí fidedignos, es para extraviarse en compañía del jesuíta Blas Valera, cuyos manuscritos utilizó en parte; mestizo como él, y como él apasionado de la antigua civilización indiana. El crítico que con más habilidad ha defendido a Garcilaso de la nota de historiador anovelado, reconoce la falsedad del colorido general en las principales narraciones de los dos primeros libros de su Historia (por ejemplo, la de la de la prisión de Atahualpa). «Movido del afán de presentar a los incas por el lado más favorable y halagüeño, altera y desnaturaliza el carácter de este período. La dura majestad, la bárbara grandeza del imperio del Inca, que tanto se destacan en la pintoresca relación de Jerez, se borran y se pierden en la suya para dar paso a una pintura, que aquí merece plenamente el calificativo denovelesca.» [1] En otras cosas habla de memoria, como dijo el licenciado Montesinos, o se fía de anécdotas soldadescas. No conoció las riquísimas crónicas de Cieza de León, que son la principal fuente para la historia de las guerras civiles, pero al tratar de las rebeliones de Gonzalo Pizarro (en que su padre estuvo gravemente complicado), y de Francisco Hernández Girón, la cual presenció él mismo, tiene valor original su relato.

Pero donde suelta las riendas a su exuberante fantasía es en [p. 75] los Comentarios Reales, libro el más genuinamente americano que en tiempo alguno se ha escrito, y quizá el único en que verdaderamente ha quedado un reflejo del alma de las razas vencidas. Prescott ha dicho con razón que los escritos de Garcilaso son una emanación del espíritu indio «an emanationfrom the indian mind». Pero esto ha de entenderse con su cuenta y razón, o más bien ha de completarse advirtiendo que aunque la sangre de su madre, que era prima de Atahualpa, hirviese tan alborotadamente en sus venas, él, al fin, no era indio de raza pura, y era, además, neófito cristiano y hombre de cultura clásica, por lo cual las tradiciones indígenas y los cuentos de su madre tenían que experimentar una rara transformación al pasar por su mente semibárbara, semieducada. [1] Así se formó en el espíritu de Garcilaso lo que pudiéramos llamar la novela peruana o la leyenda incásica, que ciertamente otros habían comenzado a inventar, [2] pero que sólo de sus manos recibió forma definitiva, logrando engañar a la posteridad, porque había empezado por engañarse a sí mismo, poniendo en el libro toda su alma crédula y supersticiosa. [3] Los [p. 76] Comentarios Reales no son texto histórico; son una novela utópica como la de Tomás Moro, como la Ciudad del Sol de Campanella, como laOcéana de Harrington; el sueño de un imperio patriarcal y regido con riendas de seda, de un siglo de oro gobernado por una especie de teocracia filosófica. Garcilaso hizo aceptar estos sueños por el mismo tono de candor con que los narraba y la sinceridad con que acaso los creía, y a él somos deudores de aquella ilusión filantrópica que en el siglo XVIII dictaba a Voltaire la AIzira y a Marmontel su fastidiosa novela de Los Incas, y que en el canto de Olmedo evocaba tan inoportunamente, en medio del campo de Junín, la sombra de Huayna-Capac, para felicitar a los descendientes de los que ahorcaron a Atahualpa. Para lograr tan 
persistente efecto se necesita una fuerza de imaginación muy superior a la vulgar, y es cierto que el inca Garcilaso la tenía tan poderosa cuanto deficiente era su discernimiento crítico. Como prosista, es el mayor nombre de la literatura americana colonial:[p. 77] él y Alarcón, el dramaturgo, los dos verdaderos clásicos nuestros nacidos en América.

Y con esto ya es hora de volver los ojos a la numerosa falange de poetas que en los últimos años del siglo XVI y en los primeros del XVII, es decir, en la época más venturosa para las letras españolas, alegraban y ennoblecían con su canto las márgenes del Rimac. Si de sus obras resta muy poco, queda a lo menos honorífica mención de algunos de ellos en las páginas inmortales de Lope de Vega y de Cervantes, que citan poetas peruanos en mayor número que poetas de México. Consultemos primeramente, el Canto de Calíope. impreso en 1584 con la Galatea. Llega Cervantes a hablar de los ingenios soberanos de la región antártica, y nos presenta ante todo al mexicano Terrazas, y a un poeta arequipeño, Diego Martínez de Rivera:


       Uno de Nueva España y nuevo Apolo; 
       Del Perú el otro, un sol único y solo, 
       .................................................................. 
       Pues su divino ingenio ha producido 
       En Arequipa eterna primavera: 
       Este es Diego Martínez de Rivera.

De Arequipa era también el general Alonso Picado, de quien conocemos un soneto en loor del poema El Marañón. Cervantes le elogia en estos términos:


       Aquí, debajo de felice estrella, 
       Un resplandor salió tan señalado, 
       Que de su lumbre la menor centella 
       Nombre de Oriente al Occidente ha dado: 
       Cuando esta luz nasció, nasció con ella 
       Todo el valor: nasció Alonso Picado; 
       Nasció mi hermano [1] y el de Palas junto; 
       Que ambas vimos en él vivo trasunto.

De otros ocho poetas, al parecer residentes todos en el Perú, hace mención Cervantes, aun sin incluir a Enrique Garcés, de quien haremos mérito tratando de Bolivia. Uno de estos poetas es D. Diego de Aguilar, el autor de El Marañón:

        [p. 78] En todo cuanto pedirá el deseo, 
       Un Diego ilustre de Aguilar admira, 
       Un águila real que en vuelo veo 
       Alzarse a do llegar ninguno aspira; 
       Su pluma entre cien mil gana trofeo; 
       Que ante ella la más alta se retira: 
       Su estilo y su valor tan celebrado 
       Guanuco lo dirá, pues lo ha gozado.

De los citados en las siguientes octavas, no tenemos noticia alguna:


       Pues si he de dar la gloria a ti debida, 
       Gran Alonso de Estrada, hoy eres dino 
       Que no se cante así tan de corrida 
       Tu ser y entendimiento peregrino; 
       Contigo está la tierra enriquecida, 
       Que al Betis mil tesoros da continuo, 
       Y aun no da el cambio igual; que no hay tal paga 
       Que a tan dichosa deuda satisfaga. 
           Por prenda rara desta tierra ilustre, 
       Claro don Juan, te nos ha dado el cielo, 
       De Ávalos gloria y de Ribera lustre, 
       Honra del propio y del ajeno suelo... 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
           El que en la dulce Patria está contento, 
       Las puras aguas de Limar gozando, 
       La famosa ribera, el fresco viento 
       Con sus divinos versos alegrando, 
       Venga, y veréis por suma deste cuento, 
       Su heroico brío y discreción mirando, 
       Que es Sancho de Ribera, en toda parte 
       Febo primero y sin segundo Marte. 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
           Un Gonzalo Fernández se me ofrece, 
       Gran capitán del escuadrón de Apolo, 
       Que hoy de Sotomayor ensoberbece 
       El nombre con su nombre heroico y solo; 
       En verso admira y en saber florece 
       En cuanto mira el uno y otro polo, 
       Y si en la pluma en tanto grado agrada, 
       No menos es famoso por la espada. 
           Un Rodrigo Fernández de Pineda, 
       Cuya vena inmortal, cuya excelente 
       Y rara habilidad, gran parte hereda 
        Del licor sacro de la equina fuente; 
       Pues cuanto quiere dél no se le veda, 
        [p. 79] Pues de tal gloria goza en Occidente, 
       Tenga también aquí tan larga parte, 
       Cual la merecen hoy su ingenio y arte. 
           Pues de una fértil y preciosa planta 
       De allá traspuesta en el mayor collado 
       Que en toda la Tesalia se levanta, 
       Planta que ya dichoso fruto ha dado, 
       ¿Callaré yo lo que la fama canta 
       Del ilustre don Pedro de Alvarado, 
       Ilustre, pero ya no menos claro 
       Por su divino ingenio al mundo raro?

De Pedro de Montesdoca, llamado por antonomasia el Indiano, tenemos algún dato más. Era sevillano, y al parecer, muy amigo de Cervantes, que volvió a acordarse de él en el Viaje del Parnaso. Primero había dicho:


           Este mesmo famoso insigne valle [1] 
       Un tiempo al Betis usurpar solía 
       Un nuevo Homero, a quien podemos dalle 
       La corona de ingenio y gallardía; 
       Las Gracias le cortaron a su talle, 
       Y el cielo en todas lo mejor le envía: 
       Éste, ya en vuestro Tajo conoscido, 
        Pedro de Montesdoca es su apellido.

Y treinta años después le recordaba de esta cariñosa manera en el cap. IV del Viaje del Parnaso:


           Desde el indio apartado, del remoto 
       Mundo llegó mi amigo Montesdoca, 
       Y el que anudó de Arauco el hilo roto. [2]

Pero todavía es más expresivo el elogio que Vicente Espinel, no tan pródigo de ellos, le tributa en el canto 2.º de su poema alegórico La Casa de la memoria, impreso con sus Rimas en 1591:


           Tú, que las ondas y el caudal corriente 
       Del patrio Betis sin razón negaste, 
       
 Y en alto estilo de un ingenio ardiente 
       A Lima en Occidente celebraste, 
        [p. 80] Vuelve el tributo a quien tan justamente 
       Debes el claro nombre que ganaste, 
        Pedro de Montes de Oca, que no es Lima 
       Dino de tan aguda y pura lima. 
           Nunca ha podido la interior carcoma 
       Del ignorante vulgo derribarte; 
       Que la razón al fin lo vence y doma, 
       Y vive la verdad en toda parte: 
       Las armas en defensa tuya toma 
       El propio Apolo para eternizarte; 
       Viva Clarinda y viva tu memoria, 
       Que es tu nombre y será dina de gloria.

Esta Clarinda, que era sin duda una muy principal dama limeña, no fué sólo señora de los pensamientos del indiano Montesdoca, sino de otro poeta de los elogiados en el Canto de Calíope, el capitán Juan de Salcedo Villandrando, de quien dijo Cervantes:


           Del capitán Salcedo está bien claro 
       Que llega su divino entendimiento 
       Al punto más subido, agudo y raro 
       Que puede imaginar el pensamiento...

De este Salcedo, pues, dijo la anónima poetisa peruana, autora del Discurso en loor de la Poesía:


           A ti, Juan de Salcedo Villandrando, 
       El mesmo Apolo Délfico se rinda, 
       A tu nombre su lira dedicando, 
           Pues nunca sale por la cumbre Pinda 
       Con tanto resplandor, cuanto demuestras 
       Cantando en alabanza de Clarinda.

Del capitán Salcedo hay versos laudatorios al frente de la Miscelánea Austral de D. Diego de Ávalos y Figueroa (1602), y los hay también de un D. Diego de Carvajal, que puede ser muy bien el D. Diego de Sarmiento y Carvajal elogiado por Cervantes:


           Feliz don Diego de Sarmiento ilustre 
       Y Carvajal famoso, producido 
       De nuestro coro, y de Hipocrene lustre, 
       Mozo en la edad, anciano en el sentido. 
       De siglo en siglo irá, de lustre en lustre 
        [p. 81] (A pesar de las aguas del olvido) 
       Tu nombre, con tus obras excelentes, 
       De lengua en lenguas y de gente en gentes.

De los ingenios americanos para quienes hay palmas en la silva 2.ª del Laurel de Apolo, dos por lo menos pertenecen a Lima:Cristóbal de la 0, sobre cuyo nombre hace Lope de Vega un insulso juego de palabras, y un hermano de León Pinelo, Juan Rodríguez de León, presbítero, de quien D. Nicolás Antonio cita varias obras en prosa y verso: La Perla, vida de Santa Margarita, virgen y mártir (Madrid, 1629); El Predicador de las gentes San Pablo, ciencia, preceptos, avisos y obligaciones de los predicadores evangélicos, con doctrina del Apóstol (1638); Panegírico castellano-latino al rey D. Felipe IV (México, 1639);Parecer sobre la ingenuidad del arte de la pintura (impreso con los diálogos de Vicente Carducho, 1633); Cuaresma meditada,en epígramas; El Martyrologio de los que han padecido en las Indias por la Fe; Relación del viaje de los galeones de la Real Armada de las Indias el año de 1607, con descripción de los puertos en que entraron.

Peruana era también la desconocida poetisa Amarilis, que antes de 1621 escribió a Lope de Vega, de quien era ferviente admiradora, una elegante epístola en silva, que con la respuesta de Lope de Vega en tercetos (Belardo a Amarilis), fué inserta a continuación de su Filomena. Persona muy docta y muy enterada de las cosas de Lope de Vega [1] ha insinuado alguna duda sobre la existencia de tal poetisa indiana, juzgando mera ficción poética su carta, y equivalente el nombre de Amarilis al de doña Marta de Nevares Santoyo, postrera amiga de Lope. Pero aun prescindiendo de que el Fénix de los Ingenios aplicó el nombre poético de Amarilis a diversas personas, como por sus cartas y versos parece, hay tal tono de verdad en la epístola, y son tales las señas que la encubierta poetisa da de su patria, y aun de su familia, que no sólo no puedo dudar de que tal carta fué dirigida real y efectivamente desde América a Lope, sino que me atrevo a señalar [p. 82] de acuerdo con La Barrera, el nombre probable de la encubierta Musa [1] que hace de este modo su autobiografía:


           Quiero, pues, comenzar a darte cuenta 
       De mis padres y patria y de mi estado, 
       
 Porque sepas quien te ama y quien te escribe: 
       Bien que ya la memoria me atormenta, 
       Renovando el dolor, que aunque llorado, 
       Está presente y en el alma vive... 
           En este imperio oculto que el sol baña, 
       Más de Baco piadoso que de Alcides, 
       Entre un trópico frío y otro ardiente, 
       A donde fuerzas ínclitas de España, 
       Con varios casos y continuas lides 
       Fama inmortal ganaron a su gente: 
       Donde Neptuno engasta su tridente 
       En nácar y oro fino: 
       Cuando Pizarro con su flota vino, 
       Fundó ciudades y dejó memorias, 
       Que eternas quedarán en las historias: 
       A quien un valle ameno, 
       De tantos bienes y delicias lleno, 
       Que siempre es primavera, 
       Merced del sueño de la cuarta esfera, 
        La Ciudad de León fué edificada, 
       Y con hado dichoso 
       Quedó de héroes fortísimos poblada. 
       Es frontera de bárbaros y ha sido 
       Terror de los tiranos, que intentaron 
       Contra su rey enarbolar bandera: 
       Al que en Jauja por ellos fué rendido 
       Su atrevido estandarte le arrastraron, 
       Y volvieron el reino a cuyo era. 
       Bien pudiera, Belardo, si quisiera, 
       En gracia de los cielos, 
       Decir hazañas de mis dos abuelos, 
        Que aqueste nuevo mundo conquistaron 
         Y esta ciudad también edificaron, 
        Do vasallos tuvieron 
        Y por su rey su vida y sangre dieron: 
       Mas es discurso largo, 
       Que la fama ha tomado ya a su cargo, 
       Si acaso la desgracia desta tierra, 
       Que corre en este tiempo, 
       Tantos ilustres méritos no entierra. 
            [p. 83] De padres nobles dos hermanos fuimos, 
       Que nos dejaron con temprana muerte 
       Aun no desnudas de pueriles paños. 
       El cielo y una tía que tuvimos 
       Suplió la soledad de nuestra suerte: 
       ........................................................... 
       De la beldad que el cielo acá reparte 
       Nos cupo, según dicen, mucha parte, 
       Con otras muchas prendas: 
       No son poco bastantes las haciendas 
       Al continuo sustento; 
       Y estamos juntas, con tan gran contento, 
       Que una alma a entrambas rige y nos gobierna, 
       Sin que haya tuyo y mío, 
       Sino paz amorosa, dulce y tierna. 
           Ha sido mi Belisa celebrada, 
       Que éste es su nombre, y Amarilis mío 
       Entrambas de afición favorecidas: 
       Yo he sido a dulces musas inclinada; 
       Mi hermana, aunque menor, tiene más brío, 
       Y partes, por quien es, muy conocidas. 
       Al fin todas han sido merecidas 
       Con alegre himeneo 
       De un joven venturoso, que en trofeo 
       A su fortuna y vencedora palma, 
       Alegre la rindió prendas del alma. 
       Yo siguiendo otro trato, 
        Contenta vivo en limpio celibato, 
       Con virginal estado, 
       A Dios con gran afecto consagrado, 
       Y espero en su bondad y su grandeza 
       Me tendrá de su mano 
       Guardando inmaculada mi pureza.

Las señas no pueden ser más explícitas. Si la incógnita dama había nacido en la ciudad de León de Huánuco (situada en el actual departamento de Junín, a cuarenta y tantas leguas al Norte de Lima) y descendía de los conquistadores de aquella tierra y fundadores de aquella ciudad, su apellido debía de ser el muy ilustre de Alvarado, puesto que el fundador de la ciudad de León de Huánuco, llamada también León de los Caballeros, fué el capitán Gómez de Alvarado, hermano del Adelantado D. Pedro, de inmortal memoria en los fastos de América. Y aunque es cierto que la primitiva fundación de Alvarado en 1539 quedó [p. 84]luego casi desierta, hasta que la reedificó Pedro Barroso y acabó de asentarla Pedro de Puelles, los términos en que la poetisa se explica, cuadran más bien al fundador primero y a su hermano, de quienes podía decirse con más razón que de Barroso,


       Que aqueste nuevo mundo conquistaron.

Y si atendemos a que el nombre poético de Amarilis es, por lo común rebozo del de María , tendremos completos el nombre y apellido de la discreta doncella de Huánuco: D.ª María de Alvarado.

No se tenga por inútil esta disquisición, porque quien tales versos hacía en América a principios del siglo XVII, y no en ninguno de los grandes emporios de cultura, como México o Lima, sino en uno de los más apartados rincones de los Andes, ofrecería un curioso fenómeno de historia literaria, aunque no tuviésemos en consideración su sexo. Apenas hay en su Epístola el menor vestigio de mal gusto, ni de amaneramiento; todo es natural, llano y decoroso, con cierta sencilla gravedad y no afectado señorío. La poetisa hace su corte literaria a Lope de Vega, pero con tanta discreción, con tan insinuante y cortés gentileza, con tacto tan femenino y delicado, que el gran poeta debió de quedar lisonjeado con la alabanza y no ofendido con las nubes del importuno incienso. Viene a declararse platónicamente enamorada de él, amor inofensivo a tan larga distancia, pero único que ella estima digno de su noble naturaleza:


       El sustentarse amor sin esperanza, 
       Es fineza tan rara, que quisiera 
       Saber si en algún pecho se ha hallado; 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
       Mas nunca tuve por dichoso estado 
       Amar bienes posibles, 
       Sino aquellos que son más imposibles. 
       A éstos ha de aspirar mi alma osada, 
       Pues para más alteza fué criada 
       Que la que el mundo enseña; 
       Y así quiero hacer una reseña 
       De amor dificultoso, 
       Que sin pensar desvela mi reposo, 
       Amando a quien no veo, y me lastima: 
        [p. 85] ¡Ved qué extraños contrarios, 
       Venidos de otro mundo y de otro clima! 
           Al fin en éste donde el Sur me esconde 
       Oí, Belardo, tus conceptos bellos, 
       Tu dulzura y estilo milagroso, 
       . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
       Y admirando tu ingenio portentoso, 
       No pude reportarme 
       De descubrirme a ti, y a mí, dañarme. 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
           Oí tu voz, Belardo; más ¿qué digo? 
       No Belardo, milagro han de llamarte: 
       Este es tu nombre, el cielo te le ha dado; 
       Y Amor, que nunca tuvo paz conmigo, 
       Te me representó parte por parte, 
       En ti más que en sus fuerzas confiado. 
       Mostróse en esta empresa más osado, 
       Por ser el artificio 
       Peregrino en la traza y el oficio, 
        Otras puertas del alma quebrantando. 
       No por los ojos míos, que velando 
       Están con gran pureza; 
       Mas por oídos, cuya fortaleza 
       Ha sido y es tan fuerte, 
       Que por ellos no entró sombra de muerte, 
       Que tales son palabras desmandadas, 
       Si vírgenes las oyen, 
       Que a Dios han sido y son sacrificadas. 
       Con gran razón a tu valor inmenso 
       Consagran mil deidades sus labores, 
       Cuando manijan perlas en sus faldas: 
       Todo ese mundo allí te paga censo, 
       Y éste de acá, mediante tus favores, 
       Crece en riquezas de oro y esmeraldas: 
       Potosí, que sustenta en sus espaldas 
       Entre el invierno crudo 
       Aquel peso, que Atlante ya no pudo, 
       Confiesa que su fama te la debe; 
       Y quien del claro Lima el agua bebe, 
       Sus primicias te ofrece, 
       Después que con sus dones se engrandece, 
       Acrecentando ofrendas 
       A tus excelsas y admirables prendas: 
       Yo que aquestas grandezas voy mirando, 
       Entretenida en ellas, 
       Las voy en mis entrañas celebrando.

[p. 86] ¡Qué galano y qué exquisito elogio! Entre los innumerables panegiristas españoles, latinos e italianos de Lope, cuyos versos llenan volúmenes enteros, nadie alcanzó a este grado de admiración profunda y concentrada. Pero aún es más hermoso lo que sigue: Lope había escrito El Peregrino en su patria , y la docta poetisa le exhorta a buscar su verdadera patria en el cielo, donde ella espera unirse a él en amor santo e imperecedero:


       En tu patria, Belardo, mas no es tuya, 
       No sientas mucho verte peregrino... 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
       Que otro origen tuviste más divino 
       Y otra gloria mayor, si la buscares. 
       ¡Oh, cuánto acertarás, si imaginares 
       Que es patria tuya el cielo, 
       Y que eres peregrino acá en el suelo! 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
       Pues, peregrino mío, 
       Vuelve a tu natural: póngante brío, 
       No las murallas, que elevó tu canto 
       En Tébas engañosas, 
       Mas las eternas, que te importan tanto. 
       Allá deseo en santo amor gozarte, 
       Pues acá es imposible poder verte, 
       Y temo tus peligros y mis faltas: 
       Tabla tiene el naufragio, y escaparte 
       Puedes en ella de la eterna muerte, 
       Si del bien frágil al divino saltas; 
       Las singulares gracias con que esmaltas 
       Tus soberanas obras, 
       Con que fama inmortal continuo cobras, 
       Empléalas de hoy más en versos lindos, 
       En soberanos y divinos Pindos: 
       Tus divinos concetos 
       Allí serán más dulces y perfectos; 
       Que el mundo a quien le sigue, 
       En vez de premio al bienhechor persigue, 
       Y contra la virtud apresta el arco 
       Con ponzoñosas flechas 
       De la maligna aljaba de Aristarco. 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Con hechicero candor se declara Amarilis inexperta en sucesos amorosos, como quien emplea su tiempo en dulces coloquios con el cielo, y termina pidiendo a Lope un don poético

        [p. 87] Para bien de tu alma y mi consuelo.

Le ruega, pues, que escriba en verso la vida y martirio de una santa de su particular devoción y de la de su hermana:


       Yo y mi hermana una santa celebramos, 
       Cuya vida de nadie ha sido escrita, 
       Como empresa que muchos han temido; 
       El verla de tu mano deseamos; 
       Tu dulce musa alienta y resucita, 
       Y ponla con estilo tan subido, 
       Que sea donde quiera conocido 
       Y agradecido sea 
       De nuestra santa virgen Dorotea. 
       ¡Oh, qué sujeto, mi Belardo, tienes, 
       Con que de lauro coronar tus sienes! 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
       Desta divina y admirable santa 
       Su santidad refiere, 
       Y dulcemente su martirio canta.

Engolosinado con la belleza de esta epístola, que es sin duda la mejor pieza poética del Perú en sus primeros tiempos, la he ido transcribiendo casi toda. Séame lícito añadir algunos versos más, notables unos por la gala, bizarría y aun despilfarro de la dicción poética, semejante a la del mismo Lope y a la de Valbuena, otros por la suave y afectuosa modestia:


       Finalmente, Belardo, yo te ofrezco 
       Una alma pura a tu valor rendida: 
       Acepta el don, que puedes estimallo; 
       Y dándome por fe lo que merezco, 
       Quedará mi intención favorecida. 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
       Y para darte más, no sé si hallo. 
       Déte el cielo favores, 
       Las dos Arabias bálsamo y olores, 
       Cambaya sus diamantes, Tíbar oro, 
       Marfil Sofala, Persia su tesoro, 
       Perlas los orientales, 
       El Rojo mar finísimos corales, 
       Balajes los Ceilanes, 
       Áloe precioso Sárnaos y Campanes, 
       Rubíes Pegugamba, y Nubia algalia, 
        [p. 88] Ametistes Rarsinga, 
       Y prósperos sucesos Acidalia 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
       Ya veo que tendrás por cosa nueva, 
       No que te ofrezca censo un mundo nuevo, 
       Que a ti cien mil que hubiese te le dieran; 
       Mas que mi musa rústica se atreva 
       A emprender el asunto a que me arrojo, 
       Hazaña que cien Tassos no emprendieran: 
       Ellos al fin son hombres, y temieran; 
       Mas la mujer, que es fuerte, 
       No teme alguna vez la misma muerte. 
       Pero si he parecídote atrevida, 
       A lo menos parézcate rendida; 
       Que fines desiguales 
       Amor los hace con su fuerza iguales; 
       Y quédote debiendo, 
       No que me sufras, mas que estés oyendo 
       Con singular paciencia mis simplezas, 
        Ocupado contino 
       En tantas excelencias y grandezas. 
           Versos cansados, ¿qué furor os lleva 
       A ser sujeto de simpleza indiana, 
       Y a poneros en mano de Belardo? 
       Al fin, aunque amarguéis, por fruta nueva 
       Os vendrán a probar, aunque sin gana, 
       Y verán vuestro gusto bronco y tardo: 
       El ingenio gallardo, 
       En cuya mesa habéis de ser honrados, 
       Hará vuestros intentos disculpados: 
       Navegad: buen viaje: haced la vela: 
       Guiad un alma que sin alas vuela.

Lope de Vega contestó en la epístola de Belardo a Amarilis, que tiene buenos trozos y curiosas noticias de su persona y de su vida, pero que dista mucho de ser la mejor de las suyas. Por esta vez perdone Lope: la humilde poetisa ultramarina lleva la palma. Él, que tanto pecaba por el lado de la galantería, fácilmente hubiera perdonado este juicio, y aun se hubiera complacido en la derrota; ni quien es opulento en grado tan soberano y excepcional, pierde nada por algunos tercetos más o menos felices. De los requiebros que dirige a su encubierta admiradora, pondré alguna muestra, para completar este curioso capítulo de costumbres literarias:

            [p. 89] Bien sé que en responder crédito empeño; 
       Vos, de la línea equinoccial sirena, 
       Me despertáis de tan profundo sueño. 
           ¡Qué rica tela, qué abundante y llena 
       De cuanto al más retórico acompaña! 
       ¡Qué bien parece que es indiana vena! 
           Yo no lo niego: ingenios tiene España; 
       Libros dirán lo que su musa luce, 
       Y en propia rima imitación extraña; 
           Mas los que el clima antártico produce 
       Sutiles son, notables son en todo; 
       Lisonja aquí ni emulación me induce. 
           Apenas de escribiros hallo el modo, 
       Si bien me le enseñáis en vuestros versos, 
       A cuyo dulce estilo me acomodo. 
           En mares tan remotos y diversos, 
       ¿Cómo podré yo veros, ni escribiros 
       Mis sucesos, o prósperos, o adversos? 
           Del alma que os adora sé deciros 
       Que es gran tercera la divina fama; 
       Por imposible me costáis suspiros. 
           Amo naturalmente a quien me ama, 
       Y no sé aborrecer quien me aborrece; 
       Que a la naturaleza el odio infama. 
       Yo os amo juntamente, y tanto crece 
       Mi amor, cuanto en mi idea os imagino 
       Con el valor que vuestro honor merece. 
       A vuestra luz mi pensamiento inclino, 
       De cuyo sol antípoda me veo, 
        Cual suele lo mortal de lo divino. 
       .................................................................. 
           Que no son menester las esperanzas 
       Donde se ven las almas inmortales, 
       No sujetas a olvidos ni a mudanzas.

Y cortésmente se excusa al fin de la epístola de no escribir el poema de Santa Dorotea, dejándolo a la devoción de la misma poetisa:


           Y pues habéis el alma consagrado 
       Al cándido pastor de Dorotea, 
       Que inclinó la cabeza en su cayado, 
           Cantad su vida vos, pues que se emplea 
       Virgen sujeto en casto pensamiento, 
       Para que el mundo sus grandezas vea. [1] 
       .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

[p. 90] ¿Es esta Amarilis la misma poetisa celebrada en el laurel de Apolo como fénix rara de Santa Fe de Bogotá? No es inverosímil que de Huánuco pasara a establecerse al Nuevo Reino de Granada, pero no me atrevo a afirmarlo.

Ni menos a identificarla, porque diferencias de estilo lo vedan, con otra egregia poetisa peruana, discípula del sevillano Diego Mexía, cuyo Parnaso Antártico honró con su Discurso en loor de la Poesía, que íntegro va en nuestra colección académica, no sólo como precioso documento de historia literaria, por las noticias rarísimas que contiene de ingenios del Virreinato, sino como un curioso ensayo de Poética, como un bello trozo de inspiración didáctica, del cual ha dicho, no sin razón, el ilustre colombiano Pombo que «rara vez en verso castellano se ha discurrido más alta y poéticamente sobre la poesía». [1] Compárese, por ejemplo, con el Ejemplar Poético de Juan de la Cueva, que es del mismo tiempo y de la misma escuela y hasta del mismo metro. y se verá cuánto más excelsa concepción de la poesía tenía la grande anónima , y qué forma tan elegante y graciosa alcanzó a dar a sus nociones estéticas, a pesar de las sombras de pedantismo que empañan algunas páginas, y la flaqueza de versificación que se advierte en otras. [2]

[p. 91] Quién fuera ella, parece hoy imposible adivinarlo. Mexía nos la presenta como «una señora principal de este Reino, muy versada en la lengua Toscana y Portuguesa, por cuyo mandamiento y por justos respetos no se escribe su nombre, con el qual discurso (por ser de una heroica dama) fué justo dar principio a nuestras heroicas epístolas». Ni era ella sola la mujer que honrase entonces las letras en el Perú, puesto que habla de otras tres, aunque sin nombrarlas:

       Y aun yo conozco en el Perú tres damas 
       Que han dado en poesía heroicas muestras...

Una de ellas sería probablemente la Amarilis, que escribió a Lope; otra, quizá, la D.ª Jerónima, de Quito, que entonces se consideraba como parte del Perú. En cuanto a los poetas, fué la anónima más explícita, dándonos como el Laurel de Apolo o elCanto [p. 92] de Calíope de la colonia. Hasta diez y siete cita por sus nombres: unos venidos de España, otros naturales da las regiones antárticas. De algunos hemos hablado ya; otros son totalmente desconocidos o no han dejado más memoria que algún soneto laudatorio o composición de certamen; y de los restantes pasamos a dar breve razón, conforme a lo que de sus obras resulta. [1]

Tuvo el Perú, de igual suerte que México, la fortuna de ser [p. 93] visitado en el siglo de oro por muy preclaros ingenios españoles, que dejaron allí una tradición castiza y de buen gusto. Casi todos estos poetas eran andaluces, y los más pertenecían a la escuela sevillana, de la cual la primitiva poesía de la América española puede considerarse como una rama o continuación. Fué de los primeros el ya citado Diego Mexía, el más feliz traductor de las Heroídas de Ovidio que hasta ahora ha logrado nuestra lengua, traductor fiel no tanto a la letra, como al espíritu poético, lánguido y muelle del original; hábil en la expresión de los afectos y ternezas de amor; versificador desigual y negligente, en quien no son raros los aciertos exquisitos, contrapesados por gran número de prosaísmos y locuciones forzadas. La ley rígida y estrecha del terceto que en toda su versión adoptó, no es molde adecuado para el dístico latino, y hubo de arrastrarle muchas veces a desleír los pensamientos en larga y soñolienta paráfrasis. La Epístola de Safo a Faón descuella entre todas por el mayor número de bellezas: no sin razón la eligió Quintana para muestra en su Colección de Poesías Selectas, honra que a poquísimas traducciones quiso dispensar su severo juicio. «El tono elegíaco (dice aquel gran maestro) está bastante sostenido en toda la obra, y son pocos las de su clase que presenten trozos tan naturales, tan bien sentidos y tan felizmente expresados, como la pintura que Safo hace de sí misma cuando le dan la noticia de la fuga de su amante. la del bosque donde entra a veces a meditar en su tristeza y a recordar sus pasadas delicias, y la de su ilusión, en que se figura que Faón viene surcando los mares a buscarla.» [1]

El trabajo de Diego Mexía, aunque por la patria de su autor no sea americano, lo es por la tierra en que se emprendió y terminó, como largamente declara el autor en su curiosísimo prólogo: «Navegando el año passado de noventa y seis, desde las riquíssimas provincias del Pirú a los Reinos de la Nueva España (más por curiosidad de verlos que por el interés que por mis empleos pretendía), mi navío padesció tan grave tormenta en el golfo llamado comúnmente del Papagayo, que a mí y a mis compañeros nos fué [p. 94] representada la verdadera hora de la muerte. Pues demás de se nos rendir todos los árboles (víspera del gran Patrón de las Españas, a las doze horas de la noche), con espantoso ruido, sin que vela ni astilla de árbol quedasse en el navío, con muerte arrebatada de un hombre, el combatido bajel daba tan temerarios balances, con más de dos mil quintales de azogue que por carga infernal llevaba, sin mucho vino y plata y otras mercaderías de que estaba suficientemente cargado, que cada momento nos hallábamos hundidos en las soberbias ondas. Pero Dios (que es piadoso padre) milagrosamente y fuera de toda esperanza humana (habiéndonos desahuciado el piloto) con las bombas en la mano y dos bandolas, nos arrojó día de la Transfiguración en Acaxu, puerto de Sonsonate. Aquí desembarqué la persona y plata, y no queriendo tentar a Dios en desaparejado navío, determiné ir por tierra a la gran ciudad de México, cabeza (y con razón) de la Nueva España. Fuéme dificultosísimo el camino, por ser de trescientas leguas; las aguas eran grandes por ser tiempo de ivierno; el camino áspero, los lodos y páramos muchos, los ríos peligrosos y los pueblos mal proveídos, por el cocoliste y pestilencia general que en los indios había. Demás desto, y del fastidio y molimiento que el prolijo caminar trae consigo, me martirizó una continua melancolía por la infelicísima nueva de Cádiz y quema de la flota mexicana, de que fuí sabidor en el principio deste mi largo viaje. Estas razones y caminar a passo fastidioso de requa (que no es la menor en semejantes calamidades), me obligaron (por engañar a mis propios trabajos) a leer algunos ratos en un libro de las Epístolas del verdaderamente poeta Ovidio Nasón, el cual, para matalotaje del espíritu, por no hallar otro libro, compré a un estudiante en Sonsonate. De leerlo vino el aficionarme a él, y la afición me obligó a repassarlo, y lo uno y lo otro y la ociosidad me dieron ánimo a traducir, con mi tosco y totalmente rústico estilo y lenguaje, algunas epístolas de las que rnás me deleitaron. Tanto duró el camino y tanta fué mi constancia, que cuando llegué a la gran ciudad de México Tenustlitan, hallé traduzidas, en tres meses, de veinte y una epístolas las catorce... Y considerando que mi entrada en la Nueva España (respecto de la grande falta de ropa y mercaderías que en ella había) se dilataba por un año, me pareció que no era justo desistir desta impresa; y más, animado [p. 95] de los pareceres de algunos hombres doctos: y así mediante la perseverancia le di el fin que pretendía.»

Conste, pues, que el lauro poético de Diego Mexía ha de repartirse entre México, Guatemala y el Perú, y que esta traducción no fué obra de pacífico humanista, labrada y pulida en quieto y estudioso retiro, sino diversión y alivio de interminables jornadas por tierras bárbaras y remotas, tras de tormentas, huracanes y naufragios. «El ingenio (dice el autor) y talento que Dios fué servido de darme, si es alguno, es bien poco, y esse ocupado y distraydo en negocios de familia y en buscar los alimentos necesarios a la vida; la inquietud del espíritu es tan grande como la del cuerpo, pues ha veinte años que navego mares y camino tierras por diferentes climas, alturas y temperamentos, barbarizando entre bárbaros, de suerte que me admiro cómo la lengua materna no se me ha olvidado... La comunicación con hombres dotos (aunque en estas partes hay muchos) es tan poca, cuan poco es el tiempo que donde ellos están habito, demás que en estas partes se platica poco desta materia, digo de la verdadera poesía y artificioso metrificar; que de hacer coplas a bulto, antes no hay quien no lo profese. Porque los sabios que desto podrían tratar, sólo tratan de interés y ganancias, que es a lo que acá los trajo su voluntad, y es de tal modo que el que más doto viene se vuelve más perulero... ¡Oh, dichosos (y otra vez dichosos) los que gozan de la quietud de España, pues con tanta facilidad y con tantas ayudas de costa pueden ocuparse en ejercicios virtuosos y darse a los estudios de las letras! y ¡oh, mil veces dinos de ser alabados los que a cualquier género de virtud se aplican en las Indias, pues demás de no haber premio para ella, rompen por tantos montes de dificultades para conseguirla!» [1]

[p. 96] Mucho más que del culto ingenio de Mexía puede gloriarse Lima de haber dado hospitalidad en su convento de Predicadores, como regente de Estudios y maestro y Lector de Teología, al que [p. 97] sin empacho poedemos llamar el primero de nuestros épicos sagrados, émulo victorioso del obispo Jerónimo Vida y digno de emparejar a veces con Milton y Klopstock. Fué éste el dominico sevillano Fray Diego de Ojeda, grande entre los raros poetas de su Orden, y de primera nota entre los de España, por más que tanto tiempo pesara sobre él un injustísimo olvido, de que por fin vino a redimirle la alta y serena crítica de Quintana. No hay en la Cristiada, ni cuadraba al sublime y tremendo asunto que el religioso poeta eligió, la fantasía intemperante y deslumbradora, el lujo oriental o tropical del Bernardo, ni tampoco la novedad de materia y color que realzan la Araucana; pero es, sin disputa, el mejor compuesto de nuestros poemas, el más racional en su traza y distribución de partes, el que penetra en esferas más altas del sentimiento poético, el más lleno de calor, de elocuencia patética, de afectos humanos, de viva y penetrante efusión, que en ciertos pasajes, como el cuadro de los azotes, es capaz de arrancar lágrimas al lector menos pío. La ardiente elocuencia de nuestros ascéticos, la del venerable Granada, sobre todo, en sus Meditaciones sobre la Pasión, nadie la ha igualado entre nuestros poetas, salvo el P. Ojeda. Si en España no estuviera el gusto tan rematadamente estragado, no andaría la Cristiada confundida y olvidada en un rincón de la Biblioteca de Autores Españoles.sino que se multiplicarían sus ediciones para deleite de las almas devotas, no menos que de los hombres de buen gusto. Quintana harto hizo con sacarla de la oscuridad y recomendarla, venciendo su genial indiferencia respecto de la poesía religiosa. «La pompa y brillantez de las descripciones (dice), la belleza general de los versos y del estilo corresponden casi siempre a la grandeza de la intención y de los pensamientos... El lenguaje de la Cristiada es propio, puro, natural, ajeno enteramente de la afectación, pedantería, conceptos y falsas flores que corrompieron después la elocuencia y la poesía castellana... No se hallarán en Ojeda imitaciones de otros poetas antiguos ni modernos; el lenguaje de la [p. 98] Escritura y de los libros ascéticos son las fuentes de su dicción, que hierve toda de expresiones sublimes a veces, a veces tiernas y dulces, y frecuentemente también tocando en familiares y bajas por su extremada naturalidad y sencillez.» [1]

A esta familiaridad, que a veces degenera en prosaísmo y bajeza; a ciertos resabios escolásticos y de controversia teológica (que no sería difícil encontrar también en Dante y en Milton); a la falta de plenitud y cadencia en algunos versos y de esmerada construcción en muchas octavas; a la falta de energía con que están presentados los caracteres, atribuye principalmente Quintana el que la Cristiada, con valer todo lo que vale, y ser, bajo muchos respectos, superior a todos los productos de nuestra musa épica, no pueda clasificarse sin reserva entre las obras maestras de su género, aunque, mirada a trozos, llegue a confundirse con ellas. Yo creo que lo que principalmente la daña es cierto género de ejecución menuda y algo candorosa, cierto abandono infantil, más propio de libro de devoción que de poema épico, y una verbosidad desatada que roba nervio a la dicción y energía a las situaciones, y deja ver con frecuencia detrás del poeta al orador sagrado. Pero cuando Ojeda acierta, ¿quién de nuestros épicos acierta como él? La vestidura que lleva el Salvador al Huerto, en la cual estaban representados los pecados del mundo; la Oración personificada que sube al cielo a pedir a Dios por su Hijo; el hermoso movimiento lírico con que el poeta interviene en el cuadro de los azotes Yo pequé, mi Señor, y tú padeces...; los consuelos del arcángel Gabriel a la Virgen María vaticinándole la resurrección de su Hijo; el cuadro todo de la Crucifixión, y especialmente el momento del eclipse...; estas y otras innumerables cosas que hay en el poema de nuestro dominico, son de magnífica y soberana poesía, y todo hombre de buen gusto dirá como dijo Quintana del último de los trozos mencionados: «Yo no conozco cosa que se aventaje en grandeza a este pedazo de poesía, y puede ir a la par con cualquiera de las ideas sublimes que se admiran en Homero, Dante, Miguel Ángel, Milton y los demás poetas y pintores de esta fuerza.»

¡Singular privilegio del suelo americano, el que en él hayan [p. 99] sido compuestas las tres principales epopeyas de nuestro siglo de oro: la histórica en Chile, la sagrada en el Perú, la novelesca y fantástica en México, Jamaica y Puerto Rico! [1]

Juntamente con el P. Ojeda daba culto a las musas otro dominico sevillano, Fr. Juan Gálvez, residente en el convento de Trujillo cuando la poetisa anónima escribía, dándonos razón de su patria:

       El uno está Truxillo enriqueciendo; 
       A Lima el otro, y ambos a Sevilla 
       La estáis con vuestra musa ennobleciendo.

«Fray Juan de Galves y Fr. Diego de Ojeda, uno en su Historia de Cortés y otro en su Cristiada, bien osarán publicar que las aguas del río Lima, que baña la ciudad de su nombre, no envidiarán jamás a las de Beocia», añade el Licdo. Bermúdez y Alfaro en el prólogo de la Hispálica de Luis de Belmonte. Nada sabemos [p. 100] de este poema sobre Hernán Cortés, y si su autor merecía realmente ser nombrado en compañía de tal poeta como Ojeda, nunca nos consolaremos de su pérdida.

Mucho se ha perdido también, pero bastante conservamos, de las excelentes obras de Luis de Belmonte Bermúdez, aunque en la memoria de los curiosos apenas le sobreviva otra cosa que su comedia de El Diablo Predicador, de tan atrevida y fantástica invención en la parte seria, de tan intenso y picante donaire en la parte cómica, la cual sirvió de remoto ejemplar a una de las escenas episódicas del incomparable Don Alvaro. Pero el repertorio dramático de Belmonte ya escribiendo sólo, ya en colaboración, es mucho más copioso y de los más notables entre los de segundo orden.

Perdióse un libro suyo de doce novelas, muy celebrado por el donaire, invención y agudeza de su prosa, en que comenzaba Belmonte por reanudar el hilo de la postrera de las Ejemplares de Cervantes, haciendo la vida del perro Cipión como el manco sano había escrito la de Berganza. De sus obras poéticas, aun permanece manuscrita en dos códices, uno de la Colombina y otro de Granada (biblioteca de los duques de Gor), la principal de todas; es decir, La Hispálica, poema sobre la conquista de Sevilla, rico de valientes octavas, y por todo extremo superior a la Bética de Juan de la Cueva. Con ser tan varia la fecundidad literaria de Belmonte, aún fué mayor la variedad y extrañeza de los sucesos de su vida, desde que muy joven abandonó las orillas del patrio Betis, «gastando los años mejores de su vida en peregrinaciones navales». El Licdo. Bermúdez y Alfaro, amigo, y, al parecer, deudo suyo, nos refiere sus andanzas en el prólogo que puso al frente de La Hispálica : [1]

«Pasó a Nueva España en sus primeros años, y como su inclinación le guiase a ver nuevas provincias, navegó a las del Pirú el año siguiente, [2] donde, a ejemplo de los floridos ingenios de Lima, volvió al estudio afable de las musas, alcanzando gran [p. 101] parte de la doctrina que en sus obras descubre... Escribió Luis de Belmonte un poema vario en la invención, porque lo pedía el sujeto, de sucesos de aquellas provincias, con la sucesión de los virreyes suyos, que otro lo tuviera por caudal principal, y él apenas se acuerda de haberlo hecho; tanto se ha vencido con la fuerza del trabajo.

Ofrecióse a la sazón salir una armada a las regiones del Austro, y como semejantes armadas tienen necesidad de cronistas, que así lo encarga S. M. expresamente, buscó el general Pedro Fernández de Quirós persona que hiciese este oficio, y asimismo quien usase el de secretario, que no siendo menester mucho para persuadir a nuestro autor, por su inclinación natural, aceptó la plaza, hallándose en él las partes que requerían ambos oficios, porque en razón de letra no conocemos en España quien le exceda, y no sin dificultad se podrá hallar quien le iguale, si bien estima en poco un don tan excelente, siendo, como es, con el extremo que en él se conoce.

Hizo su peregrino viaje, descubriendo en tres bajeles la armada, incultas y no domadas regiones, costeando la Nueva Guinea y las islas que llaman de Salomón, y parte de las dos Javas, Mayor y Menor, engolfándose después en el extendido archipiélago de San Lázaro, y, en fin, poniendo (como él mismo dice en una estancia) nombres a los mares, puertos y ríos; y más copiosamente en los últimos capítulos de un libro suyo en prosa, que saldrá entre las demás obras, guardando en silencio la historia de su jornada, que escribió en versos heroicos, hasta darle la última lima, por lo poco que se agrada de sus mismas obras.

Gastó en la mar once meses y veinte días, que en golfos jamás descubiertos, con hambre y sed, tanto de la tierra como del sustento, claro es, que serían los peligros grandes y los trabajos inmensos. Su almirante y lancha arribaron a las Malucas, a la sazón que acababa de ganarlas D. Pedro de Acuña, gobernador de Filipinas; y la capitana en que venía Luis de Belmonte, destrozada y perdida con la fuerza de los vientos, que pareció milagro, cobró a los seis meses últimos la costa de la Nueva España, prolongándola ochocientas leguas por la banda del Sur. Al fin, por varios casos, llegó a seguro puerto; pasó a México segunda vez, donde, no pudiendo olvidar el manjar sagrado de las Musas, [p. 102] escribió, entre muchas comedias, que algunas hay impresas, la Vida del patriarca Ignacio de Loyola, en versos castellanos, que de su género dudo que alguno se le aventaje. Haráse en España la segunda impresión, [1] y le concederán el lugar que ha tenido en todas las provincias de Indias...

[p. 103] «Llegó a Madrid Luis de Belmonte queriendo con su General volver a la conquista de las regiones que dejaron descubiertas; pero causas legítimas, bien contra su inclinación y gusto, le forzaron a no proseguir la empresa, si bien ha gastado el tiempo aprovechadamente en los estudios que sigue, no dejando por ver las mejores ciudades de España, sólo a fin de comunicar los ingenios dellas.»

El mismo aventurero poeta alude bizarramente a sus descubrimientos y peregrinaciones navales en una digresión de La Hispálica:


           Yo, apenas conocido en nuestro Polo, 
       ¿Cómo podré sonar en la sujeta 
       Región del Austro, de fiereza armado, 
       Si bien la visité como soldado? 
           Penetra el mundo, sin moverse el dueño, 
       La fama de la pluma y de la espada, 
       Y en tanto que reposa en blando sueño, 
       Llega su nombre a la región helada. 
       Pues yo que, alegre, la persona empeño 
       Por la región del sol más abrasada, 
       No quisiera más fama que en aquellas 
       Provincias que medí con propias huellas. 
            [p. 104] Más ondas nuevas penetré que vieron 
       Colón, Cortés, Pizarro y Magallanes, 
       Pues tocando las que ellos descubrieron, 
       pasé con los cruzados tafetanes. 
       Un capitán seguí de quien temieron, 
       Midiendo estrellas y afijando imanes, 
       Las no domadas ondas de Anfitrite, 
       Que ya no tiene el orbe quien le imite. 
           El pecho puse a la mayor jornada, 
       Llegando al sol los pensamientos míos, 
       Y tocando en la tierra, en vano armada, 
       Nombre dimos al mar, nombre a los ríos, 
       Como de Arauco en la jamás domada 
       Región, notaba los soberbios bríos 
       Ercilla, de los bárbaros chilenos: 
       Si bien yo anduve más y escribí menos.

No toca a nuestro propósito la controversia en estos últimos años suscitada acerca del autor probable de la Relación del descubrimiento de las regiones australes, que su editor atribuyó a Luis de Belmonte, contrariando tal opinión el malogrado cronista de nuestra marina D. Francisco Javier de Salas. [1] Lo cierto es que gran parte de esta relación pasó a la letra al libro de los Hechos de D. García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, que compuso en 1613 el Dr. Cristóbal Suárez de Figueroa, así como la galana prosa de este libro, en la parte que se refiere a la sumisión del valle de Arauco por D. García, sirvió de base a la desatinadísima comedia que Belmonte, asistido de otros ocho ingenios, entre los cuales los había tan insignes como Alarcón, Guillén de Castro, Mira de Amescua y Luis Vélez, dieron a los teatros en 1622 con el título de Algunas hazañas de las muchas de D. García Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete. [2]

[p. 105] No sabemos que ninguna de las obras de Belmonte saliese de las prensas de Lima. No así las de D. Diego de Ávalos y Figueroa y D. Rodrigo de Carvajal y Robles, que por este tiempo se contaban entre los más lucidos ingenios de la colonia. Es curiosísimo y entretenido libro, cuanto apreciable por su rareza bibliográfica, el de la Miscelánea Austral que en 1603 estampaba el patriarca de la imprenta peruana, Antonio Ricardo. Dividióle su autor, don Diego de Ávalos, en cuarenta y cuatro coloquios, de que son interlocutores Delio y Cilena, y en los cuales, sin orden alguno, se trata de las materias más diversas: del amor y de las cualidades que debe tener el amante, de los celos, de la música, de las calidades de los caballos, de la verdad, de la vergüenza, de la perfección de las damas, del origen de las sortijas o anillos, de la conversación, de las imágenes y templos de Venus, de los sueños y del sueño, de las ventajas de la lengua toscana para la música, del uso de las estampas y daños de la ociosidad, del ave Fénix, del pelícano, del cisne y del águila, de los minerales, animales y vegetales del Perú, de las propiedades de la piedra bezoar, de los edificios antiguos del Perú, del origen de los Incas y de sus leyes y ritos, de los sacrificios que los indios usaban, de la antigua riqueza de España en oro y plata, elogio de la ciudad de Écija, de donde era oriundo Ávalos, etc. Es, pues, una Silva de varia lección, harto semejante a la de Pero Mexía en lo inconexo y abigarrado de las materias. Intercálanse en ella muchos y no despreciables versos, entre los cuales merecen citarse un fragmento de traducción en verso de las Lágrimas de San Pedro de Tansillo, y un largo poema en octava rima y en seis cantos, que viene a ser como la segunda parte del libro, y lleva por título Defensa de Damas... donde se alegan memorables historias, y donde florecen algunas sentencias, refutando lo que algunos philósophos decretaron contra las mujeres, y provando ser falso, con casos verdaderos, en diversos tiempos succedidos. [1]

[p. 106] En nuestra Biblioteca Nacional se conserva un ejemplar del rarísimo poema La conquista de Antequera, por el capitán D. Rodrigo de Carvajal y Robles, impreso en Lima en 1627: obra dignísima de reproducirse, tanto por la curiosidad histórica de las noticias que contiene, como por su indudable mérito poético, superior al de otros que han sido muy celebrados.

De otro poema inédito del mismo autor, sobre La batalla de Toro, no queda más recuerdo que la cita de N. Antonio. Aparte de estas obras de asunto no americano, sólo podemos juzgar a D. Rodrigo de Carvajal por un poema de circunstancias, donde no es de celebrar otra cosa que la habitual lozanía de la versificación, [p. 107] en que no desmiente Carvajal y Robles el carácter distintivo de aquel floridísimo grupo de poetas antequeranos, que él fué a representar en el Nuevo Mundo: los Tejadas, Espinosas, Martínez y Cristobalinas. Lope de Vega cantó de él en la silva 2.ª del Laurel de Apolo:


           Aquí con alta pluma don Rodrigo 
       De Carvajal y Robles, describiendo 
       La famosa conquista de Antequera, 
       Halló la fama, y la llevó consigo; 
       Tantas regiones penetrando y viendo, 
       Que del Betis le trajo a la ribera, 
       Y haciendo por su hijo 
       Festivo regocijo, 
       Las bellas ninfas el laurel partieron, 
       Y como ya dulces musas vieron 
       Restituídas a su patria amada, 
       Tomó la pluma Amor, Marte la espada.

Es autor Carvajal de la descripción en quince silvas de las Fiestas que celebró Lima al nacimiento del príncipe Don Baltasar Carlos; libro de la mayor rareza, impreso en aquella ciudad el año 1632, cuando el poeta se hallaba de Corregidor y Justicia Mayor de la provincia de Colesuyo por Su Majestad. Ocurrió durante las fiestas un terremoto, y el trozo en que se describe es de los más valientes del poema. Elogiáronle en términos cultos y ampulosos, conforme al gusto crespo y enmarañado que comenzaba a prevalecer en nuestras letras de aquende y allende, el Maestro Fr. Lucas de Mendoza, agustino, catedrático de Escritura en la Universidad de Lima, y el Chantre de Arequipa Fr. D. Fulgencio Maldonado. «Grandes fueron las fiestas (dice el primero), mas nunca tan del todo grandes, como en la relación de D. Rodrigo de Carvajal y Robles; que son por extremo dichosos en crecer los asuntos que este caballero cría al calor de sus manos. Antequera, su patria, debe la inmortalidad a su poema con más verdad que a sus muros. Y estas fiestas que ya por humanas pasaron presto, tendrán de divinas la duración, perpetuándose en este libro, en quien he hallado mucho que admirar y nada que corregir.» «Embósquese en estas silvas (pondera el Chantre arequipeño) el que quisiere sentir como Lope, y hallaráse una vez y otra y mil veces cogido de suspensión, causada, ya de lo dulce de sus descripciones, [p. 108] ya de la hermosura y pompa de las voces; y los que entraren más adentro, hallarán más rigurosas observaciones del arte.» Un poeta anónimo que escribe un soneto en alabanza del autor, se atreve a decir, jugando con su apellido, que, con la publicación de tal poema,

       Ya vuelve el siglo de oro; ya los robles 
       Sudando miel como en la edad primera, 
       El reino de Saturno pronostican.

Tan desaforadas hipérboles no deben prevenirnos desfavorablemente contra el libro de las Fiestas. que es de los mejores o más tolerables de su género. [1] No he visto la Relación en verso que el franciscano Fr. Juan de Ayllón publicó en 1630 de las que se celebraron en Lima con motivo del octavario de los XXIII mártires del Japón; pero el Sr. Palma afirma que en ella campean los más extravagantes retruécanos y las más enigmáticas antítesis. [2]

Otras hubo de mejor estilo: la Relación de las exequias de la reina D.ª   Margarita de Austria, siendo virrey el Marqués de Montes-Claros (1613), contiene fáciles versos que deben de ser de la vena del mismo Padre agustino Fr. Martín de León, a quien pertenecen el Sermón de honras y la Relación en prosa. [3]

[p. 109] Pero la dominación del buen gusto fué tan efímera en el Perú como en México. Puede decirse que el último rayo de pura luz literaria que en el siglo XVII atravesó las tinieblas que comenzaban espesarse sobre las escuelas de Lima, fué el virreinato del Príncipe de Esquilache D. Francisco de Borja, verdadero príncipe a la italiana y verdadero poeta, aunque distase bastante de ser príncipe de la poesía, como le llamó la adulación de sus contemporáneos. Pero de esto al injustificado olvido en que desde fines del siglo XVIII yacen sus obras, hay mucha distancia. Es de los poetas de segundo orden que vienen inmediatamente después de los grandes; y entre los líricos del siglo XVII, pocos son los que merecen más que él una rehabilitación cumplida, que algún día ha de serle otorgada. No tuvo fuerzas ni nervio para el cultivo de los géneros superiores de la poesía. Su Nápoles recuperada es una insípida y amanerada imitación del Tasso, sin jugo, sin interés, sin grandeza y hasta sin verso alguno que se grabe en la memoria, porque todos son iguales en su fría y monótona corrección. Pero en las epístolas [p. 110] morales y en los sonetos, como discípulo al fin de Bartolomé Leonardo de Argensola, conservó una tradición de gusto maduro y severo, opuesta a los extravíos reinantes; y en los romances cortesanos y amorosos, en las letrillas y en todo género de versos cortos, que eran el legítimo campo de su numen, rivalizó a veces con Lope de Vega en gracia y frescura. Haría buen servicio quien del enorme tomo que forman sus obras poéticas en las dos ediciones de Amberes, entresacase en un pequeño volumen todo lo que merece vivir, condenando al olvido lo restante.

De 1615 a 1622 tuvo Esquilache el mando supremo de los reinos del Perú, con honra suya y provecho de la nación. Bajo su gobierno fueron rechazados los piratas y filibusteros que infestaban aquellas costas, fortificado el puerto del Callao, erigido el Tribunal del Consulado; recibieron sabias ordenanzas los establecimientos mineros de Potosí y Huancavélica; se fundó el Real Convictorio de San Bernardo para la educación de los hijos de indios nobles; se hizo la conquista de la comarca de los Maynas en el Marañón, y se fundó la ciudad de San Francisco de Borja, sintiéndose en ésta como en todas las demás providencias del Virrey el prepotente influjo que en su ánimo ejercían los jesuítas. Es maravilla que en ninguna de sus obras, con ser tantas, haga Esquilache la menor alusión (que yo recuerde) al Perú, ni a América, de tal modo que por ellas nadie inferiría que hubiera pisado siquiera las tierras antárticas. El picante y donosísimo cronista de la vida colonial de Lima, le atribuye la fundación de una academia literaria en su palacio, y hasta da los nombres de los que a ella concurrían; pero como no encontramos rastro de tal academia en ninguna parte, nos inclinamos a pensar que ésta es una de tantas ingeniosas travesuras del autor de lasTradiciones peruanas, que ni pretenden ser libro de historia, ni pierden nada por no serlo. [1] Academia en el palacio virreinal no hallamos hasta el [p. 111] tiempo del Marqués de Castell-dos-Rius; aunque hubiese virreyes muy cultos y estudiosos, como lo fué, además de Esquilache, el Conde de Santisteban del Puerto, D. Diego de Benavides y de la Cueva (1661-1666), autor de un tomo de versos latinos que lleva por título Horae Succisivae. [1]

Fué lástima que el período de mayor paz, abundancia y prosperidad de la colonia, coincidiese con la época más fatal de nuestra decadencia literaria. Lima, que era el principal centro de cultura. de la América del Sur; Lima, que se honraba con Universidad tan floreciente y tan bien dotada como la de San Marcos; [2] Lima, donde la imprenta tomó tantas alas en el siglo XVII, puesto que pasan de cuatrocientas las publicaciones de aquel siglo que han llegado a catalogar los más diligentes bibliógrafos, raras todas y de alto precio en el mercado, aunque muchas sean breves opúsculos, sermones, alegaciones en derecho, vidas de santos, exequias y fiestas; Lima, que en 1602 tenia ya teatro público, el que después se llamó de la Comedia Vieja; Lima, la primera ciudad del Nuevo Mundo donde se conoció la prensa periódica en forma muy próxima a la presente, cuando pocas ciudades de Europa podían jactarse de poseerla; [3] Lima, que podía envanecerse con un polígrafo [p. 112] tan docto y tan juicioso como León Pinelo, útil hoy mismo a los bibliógrafos y a los ilustradores del Derecho de Indias, ofrece, a pesar de tantas ventajas, muy exiguo contingente a la literatura poética del siglo XVII, prescindiendo de los ingenios que le prestó la metrópoli, y que por su educación más bien corresponden al siglo XVI, aunque escribiesen en los primeros años del siguiente. Algunos infelices ensayos épicos, ya de tema histórico, como las Ármas Antárticas o conquista del Perú, de D. Juan de Miramontes y Zuazola, que ni siquiera llegaron a imprimirse, a pesar de haberse encomendado el autor al patrocinio del Virrey, Marqués de Montesclaros (1607-1616); ya de materia piadosa, como El Angélico, compuesto en alabanza de Santo Tomás por el dominico Fr. Adriano de Alecio; El Santuario de Nuestra Señora de Copacavana, del maestro Fr. Fernando de Valverde, agustino, a quien acredita de elegante prosista su Vida de Jesu Christo; ya de índole encomiástica y descriptiva, como el Poema heroyco hispano latino, panegírico de la fundación y grandezas de la muy Noble y Leal ciudad de Lima, del jesuíta Rodrigo de Valdés, el cual tiene la gracia de poderse leer a un tiempo en latín y en castellano, lo cual quiere decir que no está escrito en ninguno de ambos idiomas, sino en una jerigonza bárbara. Si a esto se agrega alguna rarísima poesía lírica que se imprimió suelta, como la correcta y bien sentida elegía de un cierto Sanabria a la muerte de su hija, tendremos reunida casi toda la cosecha, ni muy abundante ni muy conocida. [1] Pero el libro que más fielmente indica el principio [p. 113] de la depravación del gusto, sin llegar todavía a los extremos de delirio que hallaremos en el siglo XVIII, es la Solemnidad Fúnebre y Exequias de Felipe IV.celebradas en 1666 por la Real Audiencia [p. 114] de Lima, en su Iglesia Metropolitana, e impresas el mismo año. Fué colector de este libro y autor de la relación de las honras don Diego de León Pinelo, no muy inferior a su hermano en dotes de erudición y varia literatura; pero en la relación misma abundan los rasgos de mal gusto, y son, por de contado, mucho mayores en las inscripciones y hieroglyphicos del túmulo, en el indigesto sermón del Dr. Juan Santoyo de Palma, digno de Fr. Gerundio de Campazas, y en las poesías latinas y castellanas con que se adornó el pórtico de la iglesia. Hay acrósticos y centones, dísticos retrógrados, emblemas, sonetos que son a un tiempo latinos y castellanos, laberintos cuyas letras se pueden leer de innumerables maneras, diciendo siempre lo mismo; en suma, todos los primores registrados en Caramuel y en Rengifo. La mayor parte de los poetas latinos (que no son los peores, sin duda porque la imitación directa y aun servil de buenos modelos los contiene) son anónimos: sólo constan los nombres de D. Juan Ramón, Tomás Santiago Concha y Pedro Santiago Concha: las restantes figuran como obras colectivas del colegio de San Pablo de la Compañía de Jesús, del colegio de San Ildefonso de la Orden de San Agustín, y de los estudiantes religiosos del convento grande de Predicadores. [p. 115] Los poetas castellanos son D. Luis de Figueroa Bustamante, el mismo D. Diego de León Pinelo, el Licdo. Pedro Espinosa de los Monteros, el presbítero D. Juan de Villegas, el mercenario Fr. Luis Galindo de San Ramón, D. Pedro de León Girón, don Jerónimo Vázquez de Herrera, corregidor del Cercado; el agustino Fr. José de la Cruz, el licenciado D. Francisco Cano Moral y Peralta, el bachiller Lucas de Tapia, el cura rector del puerto de Arica D. Bernardino de Cervantes y Lugo, D. Diego de Velasco, Bernardo Gutiérrez y Torices, el bachiller Baltasar de Cuéllar, el oficial real de la Caja de Lima D. Francisco Colmenares de Lara, el capitán Bartolomé de León Atienza, D. Francisco Reinoso, D. Antonio de Espinel, D. Juan de Buendía y Pastrana, colegial de San Martín; D. Juan de Urdaide, el maestro Evia, guayaquileño, a quien ya conocemos; José Antonio Dávila, don José de Castro Isagaga... Todos estos oscuros poetastros, que debían de ser por entonces lo más florido del Parnaso limeño, compiten entre sí en hinchazón y conceptismo; pero algunos, especialmente Dávila, Figueroa Bustamante y el P. Galindo, versifican con robustez y quizá fueran dignos de haber nacido en época menos infeliz. [1]

La prueba de que no faltaban estudios ni ingenio, sino acertada dirección en los unos y recta aplicación en el otro, nos la da el hecho de haber salido precisamente del Perú la mejor y más ingeniosa poética culterana, tan docta y tan aguda que, a no ser la causa pésima y detestable, pudiéramos decir de su defensor con palabras de Virgilio:

                                  Si Pergama dextra 
                Defendi possent: etiam hac defensa fuissent.

Me refiero al Apologético del limeño Dr. Juan de Espinosa Medrano: obrilla estampada en la capital del Perú en 1694, y uno de los frutos más sabrosos de la primitiva literatura criolla. [2] Lo que [p. 116] parecería increíble, si no supiéramos de sobra lo mucho que ciega a los hombres el espíritu de su tiempo, es que el Dr. Espinosa Medrano, que conocía tan bien la literatura clásica, que escribía por lo general con tanta claridad y llaneza y mostraba tan buen sentido en la crítica de las aberraciones en que incurrió Manuel de Faria y Sousa en su comentario a Camoens, gastase miserablemente tales dotes en componer unApologético del Polifemo y de las Soledades de Góngora.

Con mucho donaire y razón se burlaba el doctor limeño de las lucubraciones alegóricas en que tanto sudaba el comentador portugués para oscurecer el clarísimo texto de Los Lusiadas: «¿Quién le dixo a Manuel de Faria que los poetas habían de tener misterios? ¿O cuándo los halló en Camoens? Debe de querer que una Octava Rima tenga los sentidos de la Escritura, o que en la corteza de la letra esconda como cláusula canónica otros arcanos recónditos, sacramentos abstrusos, mysterios inephables.» Pero en vez de detenerse aquí, como la prudencia pedía, se arrojaba al extremo opuesto, y no menos temerario, de mirar en la poesía solamente el aspecto exterior y retórico, la pompa de palabras, el aliño de locución, entendiendo torpemente el concepto de la forma: «Alma poética pide Faria en Góngora... Si alma llamó las centellas del ardor intelectivo, mil almas tiene cada verso suyo, cada concepto mil vivezas.»

Mala defensa tenían los seiscientos y más ejemplos de hipérbaton latinizado que el comentador de Camoens había contado en Góngora; pero Espinosa Medrano, tomando la cuestión muy de raíz, emprendió probar que era atrevimiento insigne y muy digno de alabanza el enriquecer nuestra lengua con los despojos de su madre; no de otro modo que Horacio, curiosamente feliz,según [p. 117] la expresión de Petronio, remedió la pobreza de la suya con los tesoros del Ática. «Y amaneció entonces nuestra poesía, de tan divino taller, grande, sublime, alta, teórica, majestuosa y bellísima, digna de mayores ornatos, de pompas mayores... y quedaron comunes los arreos, indiferentes las galas. Adornáronla entonces con decencia los áureos collares que antes la abrumaban con melindre.» Y si no acertó Juan de Mena en la misma empresa, fué por haberla intentado en un siglo en que estaba la poesía castellana «desceñida, inculta, rústica y humilde, y era risa quererla cargar de los arreos de la latina... Cadenas de oro que sirvieron de adorno a robusta matrona, colgárselas a musa pueril, más es prenderla que ataviarla». Buscaba Espinosa en la literatura romana del Imperio los precedentes de la altisonancia y pompa del estilo gongórico, y reconoció, antes que otro alguno, el parentesco estrecho de sangre y temperamento poético entre los cordobeses del primer siglo y el cordobés de ahora: «Aquel hablar brioso, galante, sonoro y arrogante es quitárselo al ingenio español, quitarle el ingenio y la naturaleza. Luego que las Musas latinas conocieron a los españoles, se dexaron la femenina delicadeza de los italianos, y se pasaron a remedar la braveza hispana... Y esto no es tan nuevo que no haga cerca de diez y siete siglos que los españoles hablan como españoles... Y es muy del genio español nadar sobre las ondas de la poesía latina con la superioridad del óleo sobre las aguas.»

He dicho en otra parte, y no me arrepiento de ello, que el Apologético de Espinosa es una perla caída en el muladar de la poética culterana. ¿Y quién era este ingenioso, aunque extraviado preceptista? Conocíasele en su tiempo por el vulgar apodo de El Lunarejo, a causa de tener, no uno, sino varios lunares en el rostro. [1] En el colegio de San Antonio del Cuzco cursó todas las artes y ciencias que allí se enseñaban, «desde la ínfima de Gramática [p. 118] hasta la soberana de Theología». A los doce años tañía con habilidad y despejo diversos instrumentos musicales; a los catorce componía autos y comedias, de las cuales sólo ha quedado un título: El robo de Proserpina. A los diez y seis desempeñaba una cátedra de Artes, y en la enseñanza pasó toda su vida, sin que fuesen obstáculo las dignidades eclesiásticas que obtuvo de magistral, tesorero, chantre, y, finalmente, arcediano de la catedral del Cuzco. Andan impresos sermones suyos y otros opúsculos teológicos, en que campean su mucha doctrina y depravado gusto. Parece que escribió también un curso de Philosophia Thomistica. Sus contemporáneos le veneraron como un oráculo; en vida suya se escribió un libro entero de panegíricos a su nombre con el título, que entonces no parecía irónico, de Gloria enigmática del doctor Juan de Espinosa Medrano. En suma; este sabio y piadoso cuzqueño fué, por decirlo así, como el ensayo o primera prueba del famoso Peralta Barnuevo, con quien pronto vamos a hacer conocimiento. [1]

Un solo poeta peruano de fines del siglo XVII logró, merced a lo humilde de su condición y al género en que principalmente hubo de ejercitar su travieso ingenio, librarse de la plaga del gongorismo, pero no del conceptismo, o más bien del equivoquismo rastrero y de la afición a retruécanos y juegos de palabras. Llamóse este festivo coplero D. Juan del Valle y Caviedes, por apodo El poeta de la Ribera. Sobre él dejamos la palabra a su casi descubridor y ferviente panegirista el Sr. Palma, que en 1873 dió a la estampa la colección de los versos de Caviedes, picantes como guindillas. [2]

[p. 119] «En 1859 tuvimos la fortuna de que viniera a nuestro poder un manuscrito de enredada y antigua escritura. Era una copia hecha en 1693 de los versos que, bajo el mordedor título de Diente [p. 120] del Parnaso, escribió por los años de 1683 a 1691, un limeño nombrado D. Juan del Valle y Caviedes.

Caviedes fué hijo de un acaudalado comerciante español, y hasta la edad de veinte años lo mantuvo el padre a su lado, empleándolo [p. 121] en ocupaciones mercantiles. A esa edad enviólo a España; pero a los tres años de residencia en la metrópoli regresó el joven a Lima, obligado por el fallecimiento del autor de sus días.

A los veinticuatro años se encontró Caviedes poseedor de modesta fortuna, y echóse a triunfar y darse vida de calavera, con gran detrimento de la herencia y no poco de la salud. Hasta entonces no se le había ocurrido nunca escribir versos; y fué en 1681 cuando vino a darse cuenta de que en su cerebro ardía el fuego de la inspiración.

Convaleciente de una grave enfermedad, fruto de sus excesos, resolvió reformar su conducta. Casóse, y con los restos de su fortuna puso, en una de las covachuelas o tenduchos vecinos al palacio de los Virreyes, lo que en esos tiempos se llamaba un[p. 122] cajón de ribera, especie de arca de Noé, donde se vendían al menudeo mil baratijas.

Pocos años después quedó viudo; y el poeta de la ribera (apodo con que era generalmente conocido), por consolar su pena, se dió al abuso de las bebidas alcohólicas, que remataron con él en 1692, antes de cumplir los cuarenta años, como él mismo lo presentía en uno de sus más galanos romances.

Por entonces era costosísima la impresión de un libro, y los versos de Caviedes volaban manuscritos de mano en mano, dando justa reputación al poeta. Después de su muerte fueron infinitas las copias que se sacaron de los dos libros que escribió, titulados Diente del Parnaso y Poesías Varias. En Lima, además del manuscrito que poseíamos, y que nos fué sustraído con otros papeles curiosos, hemos visto en bibliotecas particulares tres copias de estas obras, y en Valparaíso, en 1862, tuvimos ocasión de examinar otra en la colección de manuscritos americanos que posee el bibliófilo D. Gregorio Beeche.

Caviedes ha sido un poeta bien desgraciado. Muchas veces hemos encontrado versos suyos en periódicos del Perú y del extranjero, anónimos o suscritos por algún pelafustán. En vida fué Caviedes víctima de los médicos empíricos, y en muerte vino a serlo de la piratería literaria. Coleccionar hoy sus obras es practicar un acto de honrada reivindicación...

El bibliotecario de Lima D. Manuel de Odriozola, que tan útilmente sirve a la historia y a la literatura patrias dando a la estampa documentos poco o nada conocidos, es poseedor de una copia de los versos de Caviedes hecha en 1694...

Caviedes no se contaminó con las extravagancias y el mal gusto de su época, en que no hubo alumno de Apolo que no pagase tributo al gongorismo. En la regocijada musa de nuestro compatriota no hay ese alambicamiento culterano, esa manía de lucir erudición indigesta, que afea tanto las producciones de los mejores ingenios del siglo XVIII. A Caviedes lo salvarán de hundirse en el osario de las vulgaridades la sencillez y naturalidad de sus versos y la ninguna pretensión de sentar plaza de sabio. Décimas y romances tiene Caviedes tan frescos, tan castizos, que parecen escritos en nuestros días... En el género festivo y epigramático no ha producido hasta hoy la América española un poeta que [p. 123] aventaje a Caviedes. Tal es nuestra conciencia literaria. Las galanas espinelas a un médico corcovado, a quien llama más doblado que capa de pobre cuando nueva, y

       Más torcido que una ley 
       Cuando no quieren que sirva;

el sabroso coloquio entre la Muerte y un doctor moribundo; el repiqueteado romance a la bella Anarda, [1] y otras muchas de sus composiciones, no serían desdeñadas por el inmortal vate de la sátira contra el matrimonio.»

Reconoce Palma que los romances de Caviedes están afeados por gran número de expresiones groseras y malsonantes y de imágenes feas y nauseabundas; consecuencia, en parte, de los temas que, con predilección monótona, cultivó el poeta, acérrimo fustigador de la pedantería de los medicastros que infestaban la colonia, a quienes llamaba tumba con golilla y veneno con guantes. [2] Pero con todos sus defectos de pulcritud y de gusto, con [p. 124] todos sus resabios de poeta callejero y desmandado, Caviedes no debe ser confundido entre la turbamulta de imitadores de Quevedo que pululaban en España y sus colonias a fines del siglo XVII [p. 125] y principios del XVIII, y si es hipérbole notoria compararle con su modelo, de quien no tiene ni la penetrante intención, ni la intensa y amarga ironía, ni la varia y copiosa doctrina, ni la vasta concepción cómico-fantástica del mundo, ni el raudal inagotable de lengua, ni las portentosas invenciones de estilo, todavía se le debe un puesto honroso entre los poetas picarescos y provocantes a risa, en el coro de Camargo y Zárate, Fr. Damián Cornejo, Polo de Medina y Jacinto Alonso de Maluenda. El Duende del Parnaso, [p. 126] no es indigno de figurar en el mismo estante que El Buen Humor de las Musas, El Tropezón de la risa , y La Cozquilla del gusto.

Lazo entre la literatura peruana del siglo XVII y la del XVIII fué la tertulia o academia que en su palacio reunía por los años de 1709 y 1710 el Virrey Marqués de Castell-dos-Rius (D. Manuel Oms de Santa Pau de Sentmanat y Lanuza), antiguo embajador en París y en Lisboa, y aunque catalán, ardiente partidario de la causa de Felipe V. Consérvanse las actas de estas reuniones literarias en un códice titulado Flor de Academias, que poseyó don Pascual de Gayangos, [1] y del cual nos ha dado peregrinas noticias el diligentísimo historiador de nuestra poesía del siglo XVIII don Leopoldo Augusto de Cueto, Marqués de Valmar. Los principales ingenios que concurrían a leer versos en esta academia eran: el presbítero D. Miguel Sáenz Cascante, el Padre maestro Fr. Agustín Sanz, Vicario de los Mínimos, calificador del Santo Oficio, confesor y consultor del Virrey; el Marqués de Brenes (don Juan Eustaquio Vicentelo y Toledo), que había sido gobernador y capitán general de Tierra Firme; el Alguacil mayor de la Real Audiencia de Lima, D. Pedro José Bermúdez de la Torre; el Secretario del Virrey, D. Juan Manuel de Rojas y Solórzano, caballero de Santiago; el celebérrimo Dr. Peralta Barnuevo, catedrático de prima de Matemáticas en la Universidad, cosmógrafo [p. 127] e ingeniero mayor de los reinos del Perú; el festivo entremesista, don Jerónimo de Monforte; el Marqués del Villar del Tajo, general de la mar del Sur; el Conde de la Granja, D. Luis Antonio Oviedo y Herrera, gobernador de la provincia del Potosí.

«El mal gusto de la época (dice el Sr. Cueto) rebosa en esta abundante colección de versos artificiales y conceptuosos... Pero acaso por el aislamiento en que vivían los poetas en aquellas apartadas regiones, el cultismo ni subió allí a las nebulosas alturas de los Góngoras, ni descendió a la ruin y repugnante esfera de los Montoros. Los asuntos académicos son unas veces nobles y naturales, como, por ejemplo, a la victoria alcanzada por Felipe V en la batalla de Luzzara; otras, las más, son de aquellos que ponen en prensa el ingenio y provocan los juegos de metro y de palabra, los retruécanos y los conceptos. Ya expresan el rendimiento de amor a una dama, en redondillas, con la obligación de acabar cada una de ellas con un título de comedia; ya discurren sobre lo que bordaba Penélope en su famosa tela, o sobre cuál es defecto más tolerable en la mujer propia, la necedad o la fealdad; ya pintan a una dama en un romance con la precisión de haber de constar cada copla de un título de comedia, de otro de un libro, del nombre de una calle de Madrid o Lima y de un refrán; ya, en fin, escriben romances que son al mismo tiempo latinos y españoles. En medio de estas y otras extravagancias semejantes, asoma a menudo la fantasía viva y fecunda de aquellos ingenios extraviados. El Virrey tenía en su palacio un salón dispuesto para representaciones dramáticas. En algunas ocasiones se improvisaban comedias. Las reuniones empezaban con música, y el magnate mismo no se desdeñaba de tocar la guitarra delante de aquellos poetas, amigos suyos predilectos, que si bien libres, traviesos y conceptuosos, no son en sus versos ni licenciosos ni chocarreros.» [1]

A esta pintura, trazada de mano maestra, conviene añadir algunos rasgos individuales de los principales poetas. El Marqués de Castell-dos-Rius, traductor de los himnos del Angélico Doctor Santo Tomás, dió culto no sólo a las musas líricas, sino a las dramáticas [p. 128] y además de varias loas insertas en el códice, sábese que compuso e hizo representar en su teatro privado una tragedia, o más bien ópera, El Perseo, de la cual dice Peralta Barnuevo, en una de las notas de su poema Lima Fundada, que «tenía armoniosa música, preciosos trajes y hermosas decoraciones, y que en ella mostró el Virrey, no sólo la elegancia de su genio poético, sino la grandeza de su ánimo y el celo de su amor».

«Tenía el Marqués perverso gusto poético (advierte el Sr. Cueto). Él es quien ponía a los asuntos académicos, en sus tertulias literarias, tantas pueriles dificultades métricas, indignas de la verdadera poesía; y se trasluce en la Noticia proemial de la Flor de Academias que el culto y elegante Virrey blasonaba de que en la suya «se habían hecho usuales los primores más difíciles» y «que continuamente se componían allí poesías, ya retrógradas, ya con ecos, paranomasias y otras delicadas armonías y artificiosas elegancias.» [1]

Don Jerónimo de Monforte y Vera, poeta aragonés, se distinguía [p. 129] especialmente en la improvisación burlesca, y hay en el códice Flor de Academias muchas muestras de su jovial ingenio. En el prólogo se dice, hablando de él: «muy favorecido de las musas [p. 130] festivas, que le han inspirado las agradables poesías con que se han visto acreditados sus desvelos en los más plausibles teatros de Europa y en los más célebres Liceos de la América.» Residió [p. 131] muchos años en Lima. Con el título de El amor duende, escribió un sainete que fué representado en el Callao, en 1725, por la familia del Virrey Marqués de Castel-Fuerte, para celebrar la proclamación [p. 132] del rey Luis I. En la Fama póstuma, de Sor Juana Inés de la Cruz (1700), hay una elegía de Monforte, y son casi los únicos versos serios suyos que conocemos.

El Conde de la Granja, D. Luis Antonio de Oviedo y Herrera, fué natural de Madrid, y Álvarez Baena le incluye entre sus hijos ilustres; pero por afecto y larga residencia pertenece al Perú, donde se avecindó definitivamente después de haber sido gobernador de la provincia de Potosí. Nos quedan, como principales muestras de su numen, el Poema sacro de la Passión de N. S. Jesucristo, que es un larguísimo romance, quizá el más largo que existe en castellano, a excepción de la Vida de la Virgen,de D. Antonio de Mendoza; y otro poema, mucho más conocido y celebrado, en octavas reales, que tiene por asunto la Vida de Santa Rosa de Lima, patrona [p. 133] del Perú. [1] En calidad de tal poema, sin ser una maravilla, no es de las peores y más monstruosas obras de su género y de su tiempo, y sería grave ofensa compararle con la Hernandía, con La elocuencia del silencio y aun con Lima Fundada. El Conde de la Granja tiene más fantasía y versifica mejor que Peralta Barnuevo: la parte descriptiva es amena y se lee con gusto. Pero su mérito literario, al fin mediocre, no salvaría el libro del olvido, si no fuesen de gran curiosidad sus noticias, no sólo porque se refiere a la vida de la Santa más popular del mundo americano, [p. 134] sino por lo mucho que incluye de topografía e historia general del Perú. En este sentido tiene un valor local inapreciable. La descripción que en el primer canto se hace de las fábricas de la ciudad de Lima y fertilidad de sus valles; la valiente pintura de una erupción del Pichincha en el canto sexto; [1] el relato de las expediciones piráticas de los corsarios ingleses y holandeses, el Draque, los dos Aquines y Espilberghen; el catálogo rimado de los principales apellidos de la colonia, y otras muchas curiosidades que el libro contiene, le hacen digno de ser registrado por todo americanista; y hasta el mero aficionado a la poesía le hojea sin fastidio recreado por la viva imaginación del autor, que le inspira máquinas e invenciones de carácter bastante original y romántico, como la historia del mágico Bilcadma y del inca Yupangui, encadenado por fatídico decreto a un risco de los Andes.

Inferior al Conde de la Granja como poeta, pero muy superior a todos los peruanos y a la mayor parte de los españoles de su tiempo por las muestras de su saber enciclopédico y el número y variedad de sus escritos, se nos presenta el famoso polígrafo don Pedro de Peralta Barnuevo, monstruo de erudición, de quien sus contemporáneos escribieron las cosas más extraordinarias. Valga por muchos el testimonio del P. Feijóo en su discurso sobre Españoles americanos (tomo IV, discurso 6.º del Teatro crítico): «En Lima reside D. Pedro de Peralta y Barnuevo, catedrático de prima de Matemáticas, ingeniero y cosmógrafo mayor de aquel reino: sujeto de quien no se puede hablar sin admiración, pues que apenas (ni aun apenas) se hallará en toda Europa hombre alguno de superiores talentos y erudición. Sabe con perfección ocho lenguas, y en todas ocho versifica con notable elegancia. Tengo un librito que poco ha compuso, describiendo las honras [p. 135] del señor Duque de Parma, que se hicieron en Lima. Está bellamente escrito, y hay en él varios versos suyos harto buenos, en latín, italiano y español. [1] Es profundo matemático, en cuya facultad o facultades logra altos créditos entre los eruditos de otras naciones, pues ha merecido que la Academia Real de las Ciencias de París estampase en su historia algunas observaciones de eclipses, que ha remitido. Es historiador consumado, tanto en lo antiguo como en lo moderno, de modo que sin recurrir a más libros de los que tiene impresos en la bibliotheca de su memoria, satisface prontamente a cuantas preguntas se le hacen en materia de historia; sabe con perfección (aquella de que el presente estado de estas Facultades es capaz) la Filosofía, la Química, la Botánica, la Anatomía y la Medicina. Tiene hoy (es decir, en 1730 en que Feijóo escribía esto) sesenta y ocho años o algo más. En esta edad ejerce con sumo acierto, no sólo los empleos que hemos dicho arriba, más también el de contador de Cuentas y particiones de la Real Audiencia y demás tribunales de la ciudad, a que añade la presidencia de una Acedemia de Matemáticas y Elocuencia que formó a sus expensas. Una erudición tan vasta es acompañada de una crítica exquisita, de un juicio exactísimo, de una agilidad y claridad en concebir y explicarse admirables. Todo este cúmulo de dotes excelentes resplandecen y tienen perfecto uso en la edad casi septuagenaria de este esclarecido criollo.»

¿Qué es lo que la posteridad ha dejado en pie de la fama cuasi mitológica de Peralta Barnuevo, atestiguada por hombre de tan independiente y severo juicio como el P. Feijóo, tan mal avenido con los errores de la opinión vulgar? Cuesta trabajo decirlo: poco más que un nombre que no despierta ya eco ninguno de gloria literaria. Sus obras no se leen ni en América ni en España, y como muchas son raras, y no creo que ninguna biblioteca las posea todas ni nadie las haya visto juntas, es posible que en algunas de ellas, [p. 136] especialmente en las de índole científica, que han sido hasta ahora las menos estudiadas, [1] se contenga algo muy importante y que deje bien parado el entusiasmo del P. Feijóo.  Desgraciadamente, como historiador y como poeta, sus obras son bastante conocidas para que pueda ser juzgado sin remisión. Su erudición era estupenda sin duda, pero indigesta y de mal gusto: su criterio histórico de los más inciertos y extravagantes: su estilo en prosa y en verso enfático, retorcido y con todos los vicios de la decadencia literaria, que después del advenimiento de Luzán y de Feijóo no eran ya tolerables, ni aun en una remota colonia, de parte de un hombre que estaba en correspondencia con las principales Academias de Europa. Sus obras, entre grandes y pequeñas, suman el número de 48, y él o sus panegiristas tuvieron la extravagante idea de ponerlas por el orden de las letras de su nombre [p. 137] y apellidos, de modo que reuniendo las primeras letras de cada título lee uno de corrido: El doctor Don Pedro de Peralta Barnuevo Rocha y Benavides. Hay entre ellas Observaciones astronómicas, Regulación del tiempo en treinta y cinco efemérides, Observaciones náuticas, un Sistema astrológico demostrativo, una Aritmética especulativa, un plan de fortificaciones para Buenos Aires y otro para Lima, hasta convertirla en inexpugnable; y otros tratados de Matemáticas, Ingeniería y Arte Militar; uno de Metalurgia, Nuevo beneficio de metales; otroDel origen de los monstruos; varios informes jurídicos, un Arte de ortografía, numerosas oraciones universitarias que pronunció siendo Rector, una notabilísima Relación del gobierno del virrey marqués de Castel-Fuerte; y, finalmente (y citaremos casi íntegra la fastidiosa portada, porque da cabal razón del contenido), la Historia de España vindicada, en que se hace su más exacta descripción, la de sus excelencias y antiguas riquezas: se prueba su población, lengua y reyes verdaderos primitivos, su conquista y gobierno por los carthagineses y romanos: se describe la verdadera Cantabria: se fijan las más ciertas épocas o raíces del Nacimiento y Muerte de Nuestro Salvador: se defiende irrefragablemente la venida del Apóstol Santiago, la aparición de Nuestra Señora al Santo en el Pilar de Zaragoza, y las translaciones de su sagrado cuerpo: se vindica su historia primitiva eclesiástica, la de San Saturnino, San Fermín, Osio y otros sucessos: se refieren las persecuciones, los mártyres y demás santos, los Concilios y Progressos de su Religión hasta el siglo sexto: la historia de los emperadores y de los grandes varones: el origen e imperio de los Godos (Lima 1730). [1] Libro es éste de más aparato que substancia, y del cual puede prescindir sin gran pérdida el estudioso investigador de las cosas de la España Antigua, pues si bien es cierto que Peralta aplica y maneja con desembarazo los textos clásicos, y acierta en algunas cuestiones geográficas, como la del sitio de Cantabria, y combate con vigor los falsos cronicones, también lo [p. 138] es que en muchas otras cosas se muestra crédulo en demasía, acepta como hechos reales los mitos de Gerión, Hesperis, Gargoris y Abidis, y los viajes de Baco acompañado de Pan, suteniente general. Y por de contado pasa dócilmente por todas las tradiciones de nuestra primitiva historia eclesiástica, a las cuales ya Ferraras y otros habían puesto tantos reparos. De aquí el olvido en que cayó muy pronto el libro, y lo poco que se le cita y consulta. En vísperas de la España Sagrada, era ya un producto anacrónico.

La obra poética más considerable de Peralta Barnuevo, y la única que todavía tiene algún lector, no a título de poema, sino de libro de historia americana, es Lima Fundada o Conquista del Perú: Poema heroico en que se decanta toda la historia del descubrimiento y sujeción de sus provincias por D. Francisco Pizarro, y se contiene la serie de los Reyes, la historia de los Virreyes y Arzobispos que ha tenido, y la memoria de los Santos y Varones ilustres que la Ciudad y Reyno han producido. [1]Y, hablando con entera propiedad, no puede decirse que se lea el poema, que es una mezcla extraña de gongorismo y de prosaísmo, reuniendo en sí las dos contrarias aberraciones del siglo XVII y del XVIII, para que ningún rasgo de mal gusto le falte. Lo que se lee son las copiosas notas históricas y genealógicas que recargan las márgenes. [2]

Fué también Peralta Barnuevo poeta dramático, y bastante más feliz que en lo épico. Tenemos a la vista un códice de sus [p. 139] obras teatrales, que perteneció a la rica colección de nuestro difunto amigo D. José Sancho Rayón. En esta limpia y esmerada copia, que en el tejuelo se rotula Comedias del Fénix Americano, son tres las piezas incluidas: Triunfos de amor y poder, comedia mitológica, cuyo asunto son las transformaciones de la ninfa Io y de Argos el vigilante, entremezcladas con los amores de Hipomenes y Atalanta; Afectos vencen finezas, comedia calderoniana por el gusto de la de Afectos de odio y amor,o la de Duelos de amor y lealtad; Rodoguna, que es la tragedia de Corneille acomodada a las condiciones del teatro español con bastante destreza, harto mayor que la que mostró Cañizares en su imitación de la Ifigenia de Racine. Cada una de estas piezas lleva su loa, constando en la primera de ellas que la comedia Triunfos de amor y poder fué representada por orden del Excmo. Sr. D. Diego Ladrón de Guevara, obispo de Quito y virrey del Perú, en celebración de la victoria obtenido por las armas de Felipe V en los campos de Villaviciosa el año 1710, y que Afectos vencen finezas sirvió para festejar los años de otro Virrey, el Arzobispo de la Plata D. Diego Morcillo Rubio de Auñón. Completan el ramillete dos fines de fiesta y un entremés, con imitaciones visibles de Molière en La Medecin malgré lui y en Les Femmes Savantes. [1] Este tomo debía publicarse íntegro, no sólo porque los versos cómicos y trágicos de Peralta Barnuevo valen harto más que sus octavas épicas, sino por ser sus obras de las más antiguas que en nuestro teatro encabezaron la imitación del teatro francés; y la Rodoguna probablemente anterior al Cinna del Marqués de San Juan, que se imprimió en 1713, y que de seguro no fué destinada a las tablas, al paso que de laRodoguna sabemos que se representó en Lima, y tenía todas las condiciones necesarias para la escena.

La celebridad literaria de Peralta Barnuevo, el cargo que varias veces tuvo de Rector de la Universidad de San Marcos y su propia afición a todo lo aparatoso y rimbombante, le convirtieron en obligado cronista de todos los festejos y fúnebres solemnidades de su tiempo, y proveedor incansable y polígloto [p. 140] de versos e inscripciones para ellos. En este lamentable género de literatura compiló sucesivamente los raros libros que llevan por títulos: Lima triunfante; Glorias de la América, juegos pythios y júbilos de la Minerva peruana, en la entrada solemne del Marqués de Castell-dos-Rius (1708); el Panegírico y poesías con que se celebró la fausta feliz acción del recibimiento en las Escuelas del Virrey Príncipe de Santo Buono (1717); El Templo de la Fama vindicado, y unas estancias panegíricas en italiano al Cardenal Alberoni (1720); los Júbilos de Lima y fiestas reales en los casamientos del Príncipe D. Luis (después Luis I) y de la Princesa de Orleans (1723); la Fúnebre pompa en las exequias del Duque de Parma (1728); El Cielo en el Parnaso, certamen poético con que la Universidad de Lima festejó al Virrey Marqués de Villagarcía en 1736; La Galería de la Omnipotencia, con motivo de la canonización de Santo Toribio Alfonso de Mogrobejo; laRelación de la Sacra festiva pompa en acción de gracias por la exaltación a la cardenalicia dignidad de D. Gaspar de Molina(1739); el Parabién panegírico al nuevo Arzobispo de Lima D. José Antonio Gutiérrez de Ceballos, y seguramente otras de que no tenemos noticia.

Era el poeta laureado de los Virreyes, y no se daba punto de reposo para hilvanar versos de circunstancias, no sólo en castellano, sino en latín, en italiano y en francés: su vena adulatoria y estrafalaria llegó a un extremo casi de demencia cuando compuso el elogio del Virrey Armendáriz, Marqués de Castel-Fuerte, sin emplear en todo su discurso más letra vocal que la A. ¡Lástima de estudios tan torpemente malogrados! [1]

El ejemplo de Paralta Barnuevo, doblemente deplorable por los sólidos méritos de su varia doctrina, contagió a todos los poetas de certamen, que en número prodigioso hucieron rechinar las prensas de Lima con sus abortos durante todo el siglo XVIII. No hubo suceso próspero o infeliz que no se solemnizase con ridículos versos. La colección de estas antologías es manjar regalado para los bibliófilos; y el breve catálogo que de algunas de ellas [p. 141] presentamos en nota bastará a indicar, por la sola extravagancia de los títulos, lo depravado y absurdo de su contenido. Figuran en estos centones bastantes poetisas: D.ª Violante de Cisneros, monja definidora en el monasterio de la Concepción; D.ª María Manuela Carrillo de Andrade y Sotomayor, llamada en su tiempo la Límana Musa; Sor Rosa Corvalán; D.ª Rosalía de Astudillo y Herrera; D.ª Josefa Bravo de Lagunas, abadesa de Santa Clara, autora de un soneto a la muerte de la reina Bárbara, del cual son estos tercetos:


           Descansa en paz, pues tu virtud me avisa 
       La corona mejor que te declara 
       El que allá en las estrellas te eterniza; 
           Que a mí para seguirte me prepara 
       El religioso saco en su ceniza 
       Del fin postrero la verdad más clara.

Pero es maravilla encontrar en medio de tal fárrago alguna cosa racional: hay octavas en que todas las palabras empiezan con la letra C:

       ¡Cielos! Cómo canciones cantaremos 
       Con corazones casi consumidos...

versos en metáfora de música y en metáfora de imprenta; y se hace, sobre todo, grande ostentación de metrificar en diversidad de lenguas: en la Parentación solemne de la reina María Amalia de Sajonia (1761), se emplean, no sólo el latín, italiano y francés, sino el inglés, el alemán, el húngaro, el portugués, el catalán, el vascuence, el quichua y el dialecto de los indios de Moxos. Muchas cosas se enseñaban en la Universidad de San Marcos y en los colegios de la Compañía de Jesús; lo único que no se enseñaba era el buen gusto. [1] Estas coronas poéticas son, por decirlo así, [p. 142] las prostreras heces del culteranismo, que en las colonias mantuvo su dominación medio siglo rnás que en la península.

Fué de los últimos y más disparatados poetas de ocasión un [p. 143] mozo andaluz, de bastante chispa, pero todavía de mayor notoriedad por sus travesuras y pícara vida, que al fin dieron con él en el asilo de los Padres Betlemitas, maltrecho de cuerpo y agriado [p. 144] de voluntad. Llamábase el tal D. Esteban de Terralla y Landa: había sido coplero áulico del Virrey D. Teodoro de la Croix, y le llamaban el poeta de las adivinanzas, por ser grande improvisador de acertijos para damas y galanes en las tertulias. Como obligado cantor de todo festejo o duelo público, dió a la estampa sucesivamente el Lamento métrico general, llanto funesto y gemido triste por el nunca bien sentido doloroso ocaso de nuestro augusto monarca [p. 145] D. Carlos III (1789) (centón de sandeces y bufonadas tales, que, atendida la índole picaresca y maleante del poeta, quizá deban estimarse como pura y neta parodia de las relaciones de fiestas, al modo que antes lo había hecho el P. Isla en su Día grande de Navarra), la Alegría Universal, Lima Festiva y encomio poético al recibimiento del virrey Gil de Lemus (1790), El Sol en el Mediodía: año feliz y júbilo particular con que la nación Índica... solemnizó la exaltación al trono de Carlos IV (1790), poema descriptivo en endecasílabos pareados, con una introducción y once cantos, amén de muchas poesías líricas y cuatro loas,todo, al parecer, parto de su numen irrestañable. Pero ni este diluvio de versos de circunstancias, ni las poesías y artículos de costumbres, algunos bastantes chistosos, como la Semana del currutaco de Lima , que hacía insertar en el Diario Erudito, le dieron la notoriedad que el famoso libelo Lima por dentro y fuera, que por los años de 1792 escribió con el seudónimo de SimónAyanque . [1] Es [p. 146] una sátira contra la sociedad limeña en diez y siete romances de lo más pedestre, chabacano y grosero que puede leerse, llenos de alusiones sucias y nauseabundas, e inspirados, sin duda, por móviles de venganza, ruines y rastreros, como si el autor hubiese querido desquitarse en este solo libro del incienso que tan fastidiosamente había quemado en los tres anteriores.

El Cabildo o Ayuntamiento de Lima se ofendió gravemente de este librejo, y hasta intentó recogerle y proceder judicialmente contra su autor; pero como siempre la murmuración aplace a la mísera condición humana, los mismos peruanos contribuyeron a la divulgación del pasquín que con tan feos colores los presentaba; y a despecho de lc baladí de su ejecución literaria, Lima por dentro y fuera fué reimpreso varias veces en Cádiz, Madrid, México y Lima, y todavía en 1854 se hizo una edición de lujo en París con graciosas ilustraciones de un dibujante limeño, muy superiores al texto. En cuanto a éste, hay que atenerse al parecer de D. Felipe Pardo: [1] «Terralla no era escritor, ni satírico, ni poeta, sino un salvaje que se puso a decir en mal castellano y en renglones desiguales cuanta torpeza le vino a las mientes.» Quizá los únicos versos suyos dignos de recordarse son algunos del romance en que hizo su testamento satírico.

Como si no bastase la epidemia de los certámenes, exequias y fiestas reales para dar libre curso al furor métrico de los innumerables poetastros que infestaban en el siglo XVIII las orillas del [p. 147] Rimac, empezaron a escribirse en verso hasta los carteles de toros, y lo que es más, tuvo su Homero la estúpida lidia de gallos en el general D. Ignacio de Escandón, que en 1762 celebró en un romance, con el estrafalario rótulo de Época Galicana egira Gali-lea, la apertura de la primera casa pública destinada a aquella bárbara diversión en la capital del Perú. [1]

Pero aunque las manifestaciones escritas de la poesía fuesen en general tan infelices por el círculo estrecho y trivial en que se malograba su cultivo, no dejaba Lima de ser la tierra fecunda en buenos ingenios que celebra elegantemente el P. Vanière en el libro VI de su Praedium Rusticum:


       Fertilibus gens divas agris aurique metallo, 
       Ditior ingeniis hominum...

Y cuando alguno de sus hijos, saliendo de la monotonía de la vida criolla, daba muestras de sí en las cortes de Europa, solía llevarse detrás de sí la admiración y los plácemes de los doctos, porque, como ya he dicho y conviene no olvidar, lo que faltaba en México y en Lima a mediados del siglo XVIII no era caudal de ciencia, sino crítica y gusto. [2] Tal se mostró en París aquel estudioso y polígloto [p. 148] joven D. José Pardo de Figueroa, sobrino del Marqués de Castel-Fuerte, de quien dice el mismo P. Vanière que se hacía entender sin intérprete en todas las lenguas de Europa, y en ninguna ciudad podía considerársele como peregrino:


       ... si cuncti recte discantur ab uno; 
       Linguarum morumque sciens interprete nullo, 
        [p. 149] Europæ varias gentes qui nuper obibat, 
       Hospes ubique novus, nulla peregrinus in urbe.

Así también se hizo famoso en España y en Francia, no menos por sus talentos que por sus desgracias, D. Pablo de Olavide, en quien, por decirlo así, se encarnó el espíritu innovador en tiempo de Carlos III. Sus obras son inseparables de su vida, y por eso conviene indicar algo acerca de los sucesos capitales de su azarosa existencia. [1]

Olavide, nacido en Lima en 1725, discípulo aventajado de la Universidad de San Marcos, donde recibió el grado de doctor en Cánones a los diez y siete años de edad, opositor a cátedras, oidor de aquella Real Audiencia y auditor general de Guerra del virreinato del Perú, hubiera envejecido tranquilamente en su carrera de hombre de toga, si de repente no viniera a sacarle de la oscuridad el horrible terremoto de 1746. Cuando se trató de reparar los efectos de aquel desastre, mostró serenidad, aplomo y desinterés, y por su mano pasaron los caudales de los mayores negociantes de la plaza, dejándole con mucha reputación de íntegro. Pero no faltó quien murmurase de él, sobre todo, por haber aplicado a la construcción de un nuevo teatro el fondo remanente después de aquella calamidad. Se le mandó venir a Madrid a rendir cuentas. Propicia se le mostró la fortuna en España. Gallardo de aspecto, cortés, elegante y atildado en sus modales, ligero y brillante en su conversación, cayó en gracia a una viuda riquísima, heredera de dos capitalistas, y logró fácilmente su mano. Desde entonces la casa de Olavide, en Leganés y en Madrid, fué una especie de salón, de los primeros que se conocieron en España. Olavide, agradable, insinuante, culto a la francesa, con aficiones filosóficas y artísticas, que alimentaba en sus frecuentes viajes a París, ostentoso y espléndido, corresponsal de los enciclopedistas y gran lector de sus libros, comenzó a hacer ruidoso alarde de sus tendencias [p. 150]innovadoras, que frisaban con la impiedad declarada. El Conde de Aranda se entusiasmó con él y le protegió mucho, haciéndole síndico personero de la villa de Madrid y director del Hospicio de San Fernando. Los ratos de ocio los dedicaba a las bellas letras: puso en su casa un teatro de aficionados, como era moda en Francia, y como le tenía el mismo Voltaire en Ferney, y para él tradujo algunas tragedias y comedias francesas. Moratín [1] le atribuye sólo la Zelmira (traducción de Du Belloy), laHipermenestra (de Lamierre) y El desertor francés (de Sedaine); pero don Antonio Alcalá Galiano [2] añade a ellas una que corrió anónima de la Zaida («Zayre») de Voltaire, tan ajustada al original, que de ella se valió como texto D. Vicente García de la Huerta para su famosa Jaira, convirtiendo los desmayados y rastreros versos de Olavide en rotundo y bizarro romance endecasílabo. Realmente Olavide poco tenía de poeta, ni en lo profano, ni en lo sagrado, que después cultivó tanto: sus versos suelen ser mala prosa rimada, sin nervio ni calor ni viveza de fantasía. Aunque dotado de cualidades brillantes, era de instrucción flaca y superficial, y sin resistencia se dejó arrastrar por el torrente de la filosofía del siglo XVIII, no al modo cauteloso que Campomanes y otros graves varones, sino con todo el fogoso atropellamiento de los pocos años, [p. 151] de las vagas lecturas y de la imaginación americana. Olavide cautivó, arrebató, despertó admiración, simpatía y envidia, y acabó por dar tristísima y memorable caída.

Pero antes la protección de Aranda le ensalzó a la cumbre, en 1767 era ya Asistente de Sevilla e Intendente de los cuatro reinos de Andalucía. De aquel tiempo data su famoso plan de reforma de aquella Universidad, el más radicalmente revolucionario que se formulase por entonces, respirando todo él rabioso centralismo y odio encarnizado a las libertades universitarias, no menos que a los estudios de Teología y Filosofía, «cuestiones frívolas e inútiles, pues o son superiores al ingenio de los hombres, o incapaces de traer utilidad, aun cuando fuese posible demostrarlas...». Al lado de esto, el plan contenía muy sanas advertencias para la reforma de los estudios de Matemáticas y Física, de Lenguas e Historia, las cuales, puestas en práctica, fueron elevando aquella célebre escuela al grado de prosperidad que alcanzaba a fines del siglo XVIII. En todas las reformas de aquel reinado hay que distinguir la parte verdaderamente útil y positiva, de los muchos sueños y temeridades infecundas que se mezclaron con ella. [1]

Olavide era un iluso de filantropía, pero con cándida y buena fe, que a ratos le hace simpático. En Sevilla protegió a su modo las Letras y todavía más la Economía Política, y tuvo la gloria de alentar y guiar los primeros pasos de Jovellanos. De la tertulia de Olavide, y con ocasión de una disputa sobre las innovaciones dramáticas de la Chausée y Diderot, salió la comedia de El Delincuente honrado, tierna y bien escrita, aunque algo lánguida y declamatoria; como que su ilustre autor se propuso por principal fin en ella «inspirar aquel dulce horror con que responden las almas sensibles al que defiende los derechos de la humanidad». Rasgos tan candorosos como éste, y más cuando vienen de tan grande hombre como Jovellanos, no deben perderse ni olvidarse, porque pintan la época mejor que lo harían largas disertaciones. La Julia y el Tratado de los delitos y de las penas entusiasmaban por [p. 152] igual a aquellos hombres; y para que la afectación llegase a su colmo, juntaban la mascarada pastoril de la Arcadia con la filantropía de los discípulos de Rousseau, llamándose entre ellos «el mayoral Jovino» y«el fecundo Elpino». Este último era Olavide, de quien Jovellanos conservó siempre muy buen recuerdo, bastando la amistad de tal varón para hacer indulgente con él al más áspero censor. Ni en próspera ni en adversa fortuna le flaqueó el cariño de Jovino, que aun en 1778 describía en la epístola a sus amigos de Sevilla


       Mil pueblos que del seno enmarañado 
       De los Marianos montes, patria un tiempo 
       De fieras alimañas, de repente 
       Nacieron cultivados, do a despecho 
       De la rabiosa envidia, la esperanza 
       De mil generaciones se alimenta: 
       Lugares algún día venturosos, 
       Del gozo y la inocencia frecuentados. 
       Y con la triste y vacilante sombra 
       Del sin ventura Elpino ya infamados 
       Y a su primer horror restituídos,

Entre los mil proyectos, más o menos razonables o utópicos, que en aquella época de furor económico se propalaban para remediar la despoblación de España y abrir al cultivo las tierras eriales y baldías, era uno de los más favorecidos por la opinión de los gobernantes el de las colonias agrícolas. Ya Ensenada había pensado establecerlas, y en tiempo de Aranda volvió a agitarse la idea con ocasión de un Memorial de cierto arbitrista prusiano, D. Juan Gaspar Thurriegel. Campomanes entro en sus designios, redactó una consulta favorable en 27 de febrero de 1767, y sin dilación comenzó a tratarse de poblar los yermos de Sierra Morena, albergue hasta entonces de forajidos, célebres en los romances de ciegos, y terror de los hombres de bien. Thurriegel se comprometió a traer, en ocho meses, seis mil alemanes y flamencos católicos, y la concesión se firmó el 2 de abril de 1767, el mismo día que la pragmática de expulsión de los jesuítas.

Para establecer la colonia fué designado, con título de Superintendente, Olavide, como el más a propósito por lo vasto y emprendedor de su índole. No se descuidó un punto, y con el ardor propio de su condición novelera y con amplios auxilios oficiales, [p. 153] fundó en breve plazo hasta trece poblaciones, muchas de las cuales subsisten para gloria imperecedera de su nombre. Por desgracia propia, el Superintendente no se detuvo en la poesía bucólica, y pronto empezaron las murmuraciones contra él entre los mismos colonos. Un suizo, D. José Antonio Yauch, se quejó, en un memorial de 14 de marzo de 1769, de la falta de pasto espiritual que se advertía en las colonias, a la vez que de malversaciones, abandono y malos tratamientos a los nuevos pobladores. Confirmó algo de estas acusaciones el Obispo de Jaén: envióse de visitadores al Consejero Valiente, a D. Ricardo Wall y al Marqués de la Corona, y tampoco fueron del todo favorables a Olavide sus informes. Entre los colonos habían venido disimuladamente algunos protestantes, y en cambio, faltaban clérigos católicos de su nación y lengua. De conventos no se hable: Aranda los había prohibido para entonces y para en adelante, en términos expresos, en el pliego de condiciones que ajustó con Thurriegel. Al cabo vinieron de Suiza capuchinos, y por superior de ellos Fr. Romualdo de Friburgo, que escandalizado de la libertad de los discursos del colonizador, hizo causa común con los muchos enemigos que éste tenía dentro del Consejo y entre los émulos de Aranda. Las imprudencias, temeridades y bizarrías de Olavide iban comprometiéndole más a cada momento. Ponderaba con hipérboles asiáticas el progreso de las colonias, y sus émulos lo negaban todo. Él se quejaba de que los capuchinos le alborotaban la colonia, y ellos de que pervertía a los colonos con su irreligión manifiesta. Al cabo, Fr. Romualdo de Friburgo delató en forma a Olavide, en septiembre de 1775, por hereje, ateo y materialista, o a lo menos naturalista y negador de lo sobrenatural, de la Revelación, de la Providencia y de los milagros, de la eficacia de la oración y buenas obras; asiduo lector de Voltaire y de Rousseau, con quienes tenía frecuente correspondencia; poseedor de imágenes y figuras desnudas y libidinosas; inobservante de los ayunos y abstinencias eclesiásticas y distinción de manjares; profanador de los días de fiesta, y, finalmente, hombre de mal ejemplo y piedra de escándalo para sus colonos. A estos graves cargos se añadían otros enteramente risibles, como el de defender el movimiento de la tierra y oponerse al toque de las campanas en días de nublado.

[p. 154] El Santo Oficio impetró licencia del Rey para procesar a Olavide, aprovechando la caída y ausencia de Aranda. Se le mandó venir a Madrid para tratar de asuntos relativos a las colonias. Él temió el nublado que se le venía encima, y escribió a su amigo Roda pidiéndole consejo. En la carta, que es de 7 de febrero de 1776, le decía: «Cargado de muchos desórdenes de mi juventud, de que pido a Dios perdón, no hallo en mí ninguno contra la religión. Nacido y criado en un país donde no se conoce otra que la que profesamos, no me ha dejado hasta ahora Dios de su mano por haber faltado nunca a ella: he hecho gloria de la que, por gracia del Señor, tengo; y derramaría por ella hasta la última gota de mi sangre... Yo no soy teólogo, ni en estas materias alcanzo más que lo que mis padres y maestros me enseñaron conforme a la doctrina de la Iglesia... Y estoy persuadido de que en las cosas de la fe de nada sirve la razón, porque nada alcanza..., siendo la dócil obediencia el mejor sacrificio de un cristiano...»

Que Olavide ocultaba o desfiguraba aquí una parte de la verdad parece claro, no sólo por las resultas del proceso, sino por el valor autobiográfico que unánimemente conceden sus biógrafos a las confesiones de El Evangelio en Triunfo, donde se leen pasajes como éste: «La lectura de los libros filosóficos había pervertido enteramente mis ideas. Yo había concebido, no sólo el más alto desprecio, sino también la aversión más activa contra todo lo que pertenecía a la Iglesia. Creyendo que el cristianismo era una invención humana, como todas las religiones, no podía mirar la Iglesia sino como el hogar o centro de sus principales ministros, que abusaban de la credulidad en favor de sus intereses. Todas sus sociedades me parecían cavernas de impostores, sus creencias ridículas, sus ritos irrisorios...» (Carta segunda.)

Roda, que tenía en el fondo tan poca religión como Olavide, pero que a toda costa evitaba ponerse en aventura, le dejó en manos del Santo Oficio, contentándose con recomendar la mayor lenidad posible al Inquisidor general. Éralo entonces el antiguo Obispo de Salamanca, D. Felipe Beltrán, varón piadoso y docto, no sin alguna punta de regalismo, e inclinado por ende a la tolerancia con los innovadores, aunque en este caso no lo mostró mucho. De grado o por fuerza, tuvo que condenar a Olavide, pero le excusó la humillación de un auto público, reduciendo la [p. 155] lectura de la sentencia a un autillo a puerta cerrada, al cual se dió, sin embargo, inusitada solemnidad. Verificóse ésta en la mañana del 24 de noviembre de 1778, con asistencia de varios grandes de España, consejeros de Hacienda, Indias, Órdenes y Guerra, oficiales de guardias y padres graves de diferentes religiones. Aquel acto tenía algo de conminatorio: la Inquisición; aunque herida y aportillada, daba por última vez muestra de su poder, ya mermado y decadente, abatiendo en el Asistente de Sevilla al volterianismo de la corte y convidando al triunfo a sus propios enemigos.

Olavide salió a la ceremonia sin el hábito de Santiago (de cuya Orden era caballero), con extremada palidez en el rostro y conducido por dos familiares del Santo Oficio. Oyó con grandes muestras de terror la lectura de la sentencia, y al fin exclamó: «Yo no he perdido nunca la fe, aunque lo diga el fiscal.» Y tras esto cayó en tierra desmayado. Tres horas había durado la lectura de la sumaria: los cargos eran sesenta y seis, confirmados por setenta y ocho testigos. Se le declaraba hereje convicto y formal, miembro podrido de la religión; se le desterraba a cuarenta leguas de la corte y sitios reales, sin poder volver tampoco a América, ni a las colonias de Sierra-Morena, ni a Sevilla; se le recluía en un convento por ocho años para que aprendiese la doctrina cristiana y ayunase todos los viernes; se le degradaba y exoneraba de todos sus cargos, sin que pudiese en adelante llevar espada, ni vestir oro, plata, seda ni paños de lujo, ni montar a caballo; quedaban confiscados sus bienes e inhabilitados sus descendientes hasta la quinta generación. Cuando volvió en sí, hizo la profesión de fe, con vela verde en la mano, pero sin coroza, porque le dispensó de ello el Inquisidor, lo mismo que de la fustigación con varillas.

Los enemigos de Olavide (que tenía muchos por su rápido encumbramiento y por el asunto de las colonias) se desataron contra él indignamente después de su desgracia. Corre manuscrita entre los curiosos una sátira insulsa y chabacana, cuyo rótulo dice:El Siglo Ilustrado, vida de D. Guindo Cerezo, nacido, educado, instruído y muerto según las luces del presente siglo, dada a luz para seguro modelo de las costumbres, por D. Justo Vera de la Ventosa. [1] [p. 156] Es un cúmulo de injurias sandias, despreciables y sin chiste. Por no servir, ni para la biografía de Olavide sirve, porque el anónimo maldiciente estaba muy poco enterado de los hechos y aventuras del personaje contra quien muestra tan ciego ensañamiento.

Olavide era una cabeza ligera, menos perverso de índole que largo de lengua, y sobre él descargó la tempestad, mientras que por más disimulados o más poderosos seguían impunes sus antiguos protectores los Arandas y los Rodas, enemigos mucho más peligrosos de la Iglesia. Comenzó por abatirse y anonadarse bajo el peso de aquella condenación infamante; pero luego vino a mejores pensamientos, y la fe volvió a su alma. Retraído en el Monasterio de Sahagún, sin más libros que los de Fr. Luis de Granada y el P. Segneri, tornó a cultivar con espíritu cristiano la poesía, que había sido recreación de sus primeros años, y compuso los únicos versos suyos que no son enteramente prosaicos. Llámanse en las copias manuscritas Ecos de Olavide , y vienen a ser una paráfrasis del Miserere , que luego incluyó retocada en su traducción completa de los Salmos del Real Profeta.[1]

El arrepentimiento de Olavide ya entonces parece sincero, pero aún no había echado raíces bastante profundas. Burlando [p. 157] la confianza del Inquisidor general, no sin connivencia secreta de la corte, huyó a Francia, y allí vivió algunos años con el supuesto titulo de Conde del Pilo, trabando amistad con varios literatos franceses, especialmente con el caballero Florián, ingenio amanerado, discreto fabulista y uno de los que acabaron de enterrar la novela pastoril. Olavide le ayudó a refundir laGalatea de Cervantes, mereciendo que en recompensa le llamase «español tan célebre por sus talentos como por sus desgracias».

Los enciclopedistas recibieron con palmas a Olavide. Diderot escribió una noticia de su vida. [1] Marmontel le saludó en sesión pública de la Academia Francesa con estos enfáticos versos:


       Le citoyen flêtri par l'absurde fureur 
       D'un zèle mille fois plus affreux que l'erreur, 
       Au pied d'un tribunal que la lumière offense, 
       Accusé sans témoins, condamné sans défense, 
       Pour avoir méprisé d'infâmes délateurs, 
       En peuplant les déserts d'heureux cultivateurs; 
       Qu'il regarde ces monts où fleurit l'industrie, 
       Et fier de ses bienfaits, qu'il plaigne sa patrie. 
       Le temps la changera, comm'il a tout changé: 
       D'une indigne prison Galilée est vengé.

Estas injurias en acto solemne exasperaron al Gobierno español, y Floridablanca reclamó la extradición de Olavide en 1781; pero el Obispo de Rhodez, en cuya diócesis se había refugiado, le dió medios para huir a Ginebra. El Cardenal de Brienne volvió a abrirle poco después las puertas de Francia, y la Convención le llamó a la barra para decretarle una corona cívica y el título de ciudadano adoptivo de la República una e indivisible. Dicen (aunque no he podido comprobarlo) que entonces, volviendo a hacer alarde de sus antiguas ideas, escribió contra las ordenes monásticas, y compró gran cantidad de bienes nacionales. La conciencia no le remordía aún y esperaba vivir tranquilo en cómodo, aunque inhonesto retiro, lejos del tumulto de París, en una casa de campo de Meung-sur-Loire que había pertenecido a los obispos [p. 158] de Orleans. Pero no le sucedió como pensaba. Dejémosle hablar a él en mal castellano, pero con mucha sinceridad:

«La Francia estaba entonces cubierta de terror y llena de prisiones. En ellas se amontonaban millares de infelices, y los preferidos para esta violencia eran los más nobles, los más sabios o los hombres más virtuosos del reino. Yo no tenía ninguno de estos títulos, y, por otra parte, esperaba que el silencio de mi soledad y la obscuridad de mi retiro me esconderían de tan general persecución. Pero no fué así. En la noche del 16 de abril de 1794, la casa de mi habitación se halló de repente cercada de soldados. y por orden de la Junta de Seguridad general fuí conducido a la prisión de mi departamento. En aquel tiempo la persecución era el primer paso para el suplicio. Procuré someterme a las órdenes de la divina Providencia... Pero ¡pobre de mí!, ¿qué podría yo hacer? Viejo, secular, sin más instrucción que la muy precisa para mí mismo, y encerrado en una cárcel con pocos libros que me guiasen, y ningunos amigos que me dirigiesen.» [1]

Y más adelante Olavide se retrata en la persona de aquel «filósofo que no dejaba de tener algún talento y que nació con muchos bienes de fortuna. Pero habiendo recibido en su niñez la educación ordinaria, había aprendido superficialmente su religión; no la había estudiado después, y en su edad adulta casi no la conocía, o, por mejor decir, sólo la conocía con el falso y calumnioso semblante con que la pinta la iniquidad sofística... Un infortunio lo condujo a donde pudiese escuchar las pruebas que persuaden su verdad; y a pesar de su oposición natural y, lo que es más, de sus envejecidas malas costumbres, no pudo resistir a su evidencia, y después de quedar convencido, tuvo valor, con la asistencia del cielo, para mudar sus ideas y reformar su vida».

Dudar de la buena fe de estas palabras y atribuirlas a interés o a miedo, sería calumniar la naturaleza humana y no conocer a Olavide, alma buena en el fondo y con semillas cristianas, por mucho que hubiese pecado de vano, presumido y locuaz.

No dudo, pues (aunque lo negasen los viejos por la antigua [p. 159] mala reputación de Olavide), que su conversión fué sincera y cumplida y no una añagaza para volver libremente a España. Léase el libro que entonces escribió, El Evangelio en triunfo o historia de un filósofo desengañado , donde si la ejecución no satisface, el fondo, por lo menos, es intachable, sin vislumbres, ni aun remotos, de doblez o de hipocresía.

Pocos leen hoy este libro, pero conserva nombradía tradicional por circunstancias no dependientes de su mérito. El autor era un impío convertido, penitenciado por el Santo Oficio, espectador y víctima de la Revolución francesa. Sus extrañas fortunas hacían que unos le mirasen con asombro, otros con recelo, achacando el extraordinario y súbito cambio de sus ideas, éstos a propio interés y móviles mundanos, aquéllos a la dura lección del escarmiento. Acertaban estos últimos, como luego lo mostró la vida austera y penitente de Olavide y su muerte cristianísima. Dios había visitado terriblemente aquella alma, que no hubiera podido levantarse sin un poderoso impulso de la gracia divina. Todas las páginas de El Evangelio en triunfo, libro, por otra parte, mediano, porque no alcanzaba a más el talento de su autor, respiran convicción y fe. Fué, sin duda, obra grata a los ojos de Dios, expiación de anteriores extravíos, y buen ejemplo, que por lo ruidoso de quien le daba hizo honda impresión en el ánimo de muchos, y trajo a puerto de salvación a otros infelices como el autor. Así debe juzgarse El Evangelio en triunfo, más como acto piadoso que como libro. Fué la abjuración, la retractación brillante de un incrédulo, la reparación solemne de un pecado de escándalo. Imagínese el poder de tal ejemplo a fines del siglo XVII, y cuán hondamente debió de resonar en las almas aquella voz que salía de las cárceles del Terror, adorando y bendiciendo lo que toda su vida había trabajado por destruir. El éxito fué inmenso: en un solo año se hicieron tres ediciones de los cuatro voluminosos tomos de El Evangelio en triunfo.

Con todo eso, la malicia de algunos espíritus suspicaces no dejó de cebarse en las intenciones del autor. Decían que exponía con mucha fuerza los argumentos de los incrédulos contra la divinidad de Jesucristo y la autenticidad de los libros santos, y que se mostraba frío y débil en la refutación. Algo de verdad puede haber en esto, pero por una razón que fácilmente se alcanza; [p. 160] Olavide había vuelto sinceramente a la fe, pero con la fe no había adquirido la ciencia teológica ni el genio de escritor que nunca tuvo. Su lectura predilecta y continua durante la mayor parte de su vida, habían sido las obras de Voltaire y de los enciclopedistas: aquello lo conocía bien, y estaba muy al tanto de todas las objeciones. Pero en teología católica y en filosofía cristiana claudicaba, porque jamás las había estudiado (como él mismo confiesa) ni leído apenas libro alguno que tratase de ellas. Así es que su instrucción dogmática, a pesar de las buenas lecturas en que se empeñó después de su conversión, no pasaba de un nivel vulgarísimo, bueno para el simple creyente, pero no para el apologista de la religión contra los incrédulos. Además, como su talento, aunque lúcido y despierto, no se alzaba mucho de la medianía, tampoco pudo suplir con él lo que de ciencia le faltaba; así es que resultaron flojas algunas partes de su apología, si bien, a fuerza de sinceridad y de firmeza, y de ser tan burda la crítica religiosa de los volterianos, fácilmente suele lograr la victoria.

Literariamente, el libro de Olavide vale poco, y está escrito medio en francés (corno era de recelar, dadas sus lecturas favoritas y su larga residencia en París); no sólo atestado de galicismos de palabras y de giros, sino de rasgos enfáticos y declamatorios de la peor escuela de entonces. Pero también tiene en muchos pasajes unción y fervor, y aunque siempre sea peligrosa la excesiva intervención del sentimiento en tesis dogmáticas, no hay duda que lo que en el libro interesa principalmente es el drama psicológico de la conversión del impío, la historia de los combates de su propia alma, de la cual el autor levanta todos los velos. Es cierto que a la fuerza teológica de los argumentos del libro daña esta especie de novela lacrimosa, en que están como ahogadas la preparación y la demostración evangélicas. Quizá Olavide debió escoger entre escribir una defensa de la religión, o escribir sus propias Confesiones. Prefirió mezclar ambas cosas, y resultó una producción híbrida; pero que tal como está, fué de las primeras en que el espíritu de restauración religiosa invocó los auxilios de la imaginación y del sentimiento, uno de los precedentes indudables de El Genio del Cristianismo; razón bastante poderosa para que no se la pueda olvidar en la cronología literaria.

[p. 161] Del éxito inmediato tampoco puede dudarse. Publicada en Valencia en 1798, sin nombre de autor, llegó hasta el último rincón de España, provocando una reacción favorable a Olavide. Aquel mismo año se le permitió volver a la Península, después de diez y ocho de expatriación, y no sólo se le reintegró en todos sus honores, sino que llegó la munificencia de Carlos IV hasta conferirle una pensión anual de 90.000 reales, extraordinaria para aquellos tiempos y aun para éstos, pero que se consideró sin duda como indemnización de anteriores quebrantos y confiscaciones. Para la mayor parte de los españoles, su nombre y sus aventuras eran objeto de admiración y de estupor. Los vientos empezaban a correr favorables a sus antiguas ideas; pero Dios había tocado en su alma, y le llamaba a penitencia. Desengañado de las pompas y halagos del mundo, rechazó todas las ofertas del ministro Urquijo y de Godoy, y se retiró a una soledad de Andalucía, donde vivió como filósofo cristiano, pensando en los días antiguos y en los años eternos, hasta que le visitó amigablemente la muerte en Baeza el año 1804, dejando con el buen olor de sus virtudes edificados a los mismos que habían sido testigos o cómplices de sus escandalosas mocedades, que él quizá con demasiada severidad llamaba infames.

Además de El Evangelio en triunfo, publicó Olavide una traducción de los Salmos, estudio predilecto de los impíos convertidos, como por aquellos días lo mostraba La Harpe, haciendo en una cárcel no muy distante de la de Olavide el mismo trabajo. Pero en verdad, que si La Harpe y Olavide trabajaron para justificación propia y para buen ejemplo de sus prójimos, ni las letras francesas ni las españolas ganaron mucho con su piadosa tarea. Ni uno ni otro sabían hebreo, y tradujeron muy a tientas sobre el latín de la Vulgata, intachable en lo esencial de la doctrina, pero no en cuanto a los ápices literarios. De aquí que sus traducciones carezcan en absoluto de sabor oriental y profético, y nada conserven de la exuberante imaginativa, de la oscuridad solemne, de la majestad sumisa, y de aquel volar insólito que levanta el alma entre tierra y cielo, y le hace percibir un como dejo de los sagrados arcanos, cuando se leen los Salmos originales. Por otra parte, Olavide no pasaba de medianísimo versificador: a veces acentúa mal, y siempre huye de las imágenes y de cuanto puede [p. 162] dar color al estilo; absurdo empeño cuando se traduce una poesía colorista por excelencia, como la hebrea, en que las más altas ideas se revisten siempre de figura sensible. El metro que eligió con monótona uniformidad (romance endecasílabo) contribuye a la prolijidad y desleimiento del conjunto, además de ser poco apto para la poesía lírica. No sólo resulta inferior Olavide a aquellos grandes e inspirados traductores nuestros del siglo XVI, especialmente a Fr. Luis de León, alma hebrea y tan impetuosamente lírica cuando traduce a David, como serena y clásica cuando interpreta a Horacio; no sólo cede la palma a David Abenatar Melo y a otros judíos, crudos y desiguales en el decir, pero vigorosos a trechos, sino que dentro de su misma época y escuela de llaneza prosaica queda a larga distancia del sevillano González Carvajal, no muy poeta, pero sí grande hablista amamantado a los pechos de la magnífica poesía de Fr. Luis de León, que le nutre y vigoriza y le levanta mucho cuando pensamientos ajenos le sostienen. A Olavide ni siquiera llega a inflamarle el calor de los libros santos, ni el carbón que tocó y purificó los labios de Isaías, deja ninguna huella al pasar por los suyos.

Tradujo Olavide, además de los Salmos, todos los Cánticos esparcidos en la Escritura, desde los dos de Moisés hasta el de Simeón, y también varios himnos de la Iglesia, v. gr., el Ave Maris Stella, el Stabat Mater, el Dies Irae, el Te Deum, el Pange lingua y el Veni Creator: todo ello con bien escaso numen. Y ojalá que se hubiera limitado a trasladar tan excelentes originales; pero desgraciadamente le dió por ser poeta original, y cantó en lánguidos y rastreros versos pareados El Fin del hombre, El Alma, La Inmortalidad del alma, La Providencia, El Amor del mundo, La Penitencia, y otros magníficos asuntos hasta diez y seis, coleccionados luego con el título de Poemas Christianos. Olavide serpit humi en todo el libro: válgale por disculpa que quiso hacer obra de devoción y no de literatura; para eso anuncia en el prólogo que ha desterrado de sus versos las imágenesy los colores. Así salieron ellos de incoloros y prosaicos. El desengaño le hizo creyente, pero no llegó a hacerle poeta. Increíble parece que quien había pasado por tan raras vicisitudes y sentido tal tormenta de encontrados afectos, no hallase en el fondo de su [p. 163] alma alguna chispa del fuego sagrado, ni se levantase casi nunca de la triste insipidez que caracteriza sus versos. [1]

Mientras Olavide llenaba a Europa con el ruido de sus andanzas y fortunas, continuaba en el Penú el movimiento literario, promovido eficazmente por la Sociedad de Amigos o Amantes del País, de la cual fué presidente Baquíjano y Carrillo, e individuos Unanue, [2] Rodríguez de Mendoza, Arrese, Morales y Duares, el oidor Cerdán, Egaña, Calero y Moreira, el Obispo Pérez Calama, los canónigos Bermúdez y Millán de Aguirre, el Jeronimiano Fr. Diego de Cisneros, gran propagador de los libros de los enciclopedistas; el Mercenario Calatayud, y otros varios eclesiásticos, tales como Laguna, Romero, Girval y Sobreviela. Bajo sus auspicios comenzó a publicarse en 1791 el Mercurio Peruano, revista importante que llegó a constar de doce tomos, y que Humboldt parece haber estimado en mucho. Por el mismo tiempo apareció el Diario Erudito, Económico y Comercial de Lima,que sólo duró tres años.

[p. 164] Con estos papeles se educó la generación de la guerra de la Independencia, a la cual en rigor pertenece Olmedo, que nació peruano, aunque muriese ciudadano del Ecuador; y a la cual perteneció también el desgraciado poeta arequipeño D. Mariano Melgar, fusilado por los realistas después de la batalla de Humachiri en 1814, a los veintitrés años de edad. Este trágico y prematuro fin ha salvado del olvido el nombre del poeta, mucho más que el mérito de sus versos, que no pasan de ensayos de estudiante aprovechado. Algunas traducciones, como la de los Remedios de Amor, de Ovidio, que él llamó Arte de olvidar, acreditan sus buenas humanidades; pero sus odas y elegías pertenecen a la escuela prosaica del siglo XVIII, y aun con la mejor voluntad es imposible encontrar en ellas nada que anuncie un talento poético de orden superior. La titulada Al Autor del mar es, sin duda, la mejor; pero está versificada con tanto desaliño y tan poco nervio, que casi todas las intenciones líricas que realmente tiene, resultan frustradas. Melgar es conocido generalmente por el dictado de poeta de los yaravíes, por haber cultivado, no sin gracia, cierto género de poesía popular acomodada a una música indígena. Nuestra ignorancia de la lengua quichua y de las costumbres de los indios del Perú, nos impide determinar si en estos cantos hay o no un fondo tradicional. El prologuista de las poesías de Melgar nos dice que «el yaraví es una composición destinada a cantarse con acompañamiento de vihuela o de dos quenas; la música no tiene más que un tema fijo, sin ninguna variación; y esta monotonía del canto lo asemeja a un golpe muchas veces repetido...; así las notas del yaraví llevan poco a poco el alma a la melancolía... No es elyaraví la canción que debemos a los europeos...; los indígenas lo enseñaron a los españoles; y desde entonces se ha hecho de él una composición enteramente nacional en la música, y una canción enteramente especial en nuestra literatura... Siendo elyaraví la poesía primitiva de los indígenas, las mejores composiciones de este género se encuentran en quichua. Las que se han hecho en español son traducciones o imitaciones de aquéllas, y el verso que se ha adoptado para estas imitaciones es, por lo común, de ocho sílabas, en cuartetas o quintillas. Se emplea también el verso de menos sílabas; y es muy usada la interpolación de versos de cinco sílabas entre los de ocho, y a este yaraví se le llama de pie quebrado».

[p. 165] Prescindiendo de la cuestión de origen, en que nos reconocemos de todo punto incompetentes, no habiendo oído cantar nunca yaravíes ni entendiendo una palabra de la lengua en que, según dicen, están compuestos los mejores, sólo diremos que los diez yaravíes auténticos de Melgar (a quien por su popularidad se han atribuído otros muchos) nada tienen en la letra de indio ni de peruano, y son meramente cancioncitas amorosas bastante delicadas y sentidas, que ganarán mucho con el prestigio de la música, si ésta es tan blanda, insinuante y melancólica como dicen. [1] [p. 166] Son, sin duda, los versos más agradables de Melgar; naturales y sencillos, puros de todo rastro de afectación; pero creemos que el general Miller, que no tenía mucha obligación de entender de poesía castellana, se aventuró demasiado cuando llegó a compararlos nada menos que con las Melodías Irlandesas de Tomás Moore. [1]

Continuó todavía en los primeros años del siglo XIX la publicación de fiestas y certámenes poéticos, aunque por lo común [p. 167] con mejor gusto que en el anterior. De 1802 es la Fama Póstuma del Arzobispo D. Domingo González de la Reguera, y de 1816 la muy curiosa colección de obras de elocuencia y poesía con que la Universidad de San Marcos celebró el recibimiento del Virrey D. Joaquín de la Pezuela, vencedor en Viluma, en Ayohuma y Vilcapujio. Constan los autores de las dos piezas en prosa, que fueron el Dr. D. José Cavero y Salazar, Rector de aquella escuela, y el Dr. D. José Joaquín de Larriva y Ruiz, catedrático de prima de Filosofía. Los versos están firmados con las iniciales J. P. de V. y F. Ll. La mayor parte son latinos, acompañados de traducción castellana; no carecen de mérito, dentro de su género artificial, y prueban que la Universidad, hasta el último día de la dominación española, que fué casi el último día de su propia historia como organismo tradicional e independiente, no dejó de producir humanistas, ya que no era su misión formar poetas. [1]

El exaltado realismo de que hacen gala los Doctores de la Universidad peruana en esta especie de corona ofrecida al insigne caudillo español, no ha de atribuirse meramente a entusiasmo oficial ni a impulso de adulación. Las opiniones andaban muy divididas en el Perú, y seguramente prevalecían en número los partidarios de la metrópoli. [2] Hasta el último momento la causa española tuvo allí más secuaces que en ninguna otra parte de [p. 168] América; las tradiciones coloniales estaban muy arraigadas, merced a un largo régimen de prosperidad tranquila; Lima era copia fiel de las risueñas ciudades del Mediodía de España; y el fácil y alegre vivir de sus moradores, justamente enamorados de su suelo, de su cielo y de la hermosura de sus mujeres, les hacía muy llevadera la ausencia de libertades políticas, que los más de ellos ni entendían ni solicitaban. Sin la conspiración militar que dividió el ejército español y arrancó el mando a Pezuela, y sin el auxilio, nada desinteresado, de Bolívar y sus colombianos, sabe Dios cuándo y cómo se hubiese consumado la emancipación de aquella parte del continente americano, aunque fuese inevitable para un plazo más o menos largo. Pudieron contar, pues, Abascal y Pezuela con panegiristas ardientes y no sólo con mercenarios cantores.

Verdad es que, con la inconstancia propia del genio poético, pasaron casi todos ellos al partido vencedor al día siguiente de la batalla de Ayacucho, y el primero de todos aquel mismo doctor Larriva que había escrito en 1807 el elogio universitario de Abascal, en 1812 el discurso contra los insurgentes del Alto Perú, en 1816 el sermón en alabanza de Pezuela, y en 1819 la oración fúnebre de los prisioneros realistas fusilados por los insurrectos en la Punta de San Luis; pasando luego, y sin esfuerzo ni transición alguna, a pronunciar en 1824 la oración fúnebre de los patriotas muertos en Junín, en 1826 el elogio académico de Bolívar, contra quien se desató luego en sátiras e invectivas, pocos meses después de haberle puesto entre los semidioses:


       Mudamos de condición, 
       Pero fué sólo pasando 
       Del poder de Don Fernando 
       Al poder de Don Simón.

Era el tal Larriva (según refiere el Sr. Palma) un clérigo de costumbres nada ejemplares, poeta chistoso e improvisador de café, gran latino y hombre de muy despierto y agudo ingenio, como lo prueban sus fábulas, su poema burlesco de La Angulada y otras producciones suyas, que desgraciadamente por ser de índole personal y efímera, han padecido la suerte común de las de su clase, que es no sobrevivir a los acontecimientos a que aluden y perseverar [p. 169] sólo en las páginas de algún curioso libro de Historia. [1] Poetas muy afines a su estilo y manera fueron otros dos improvisadores, también eclesiásticos y de costumbres no menos relajadas: el presbítero Echegaray, que reparó con los buenos ejemplos de sus últimos años los escándalos de su mocedad, y el franciscano Fr. Mateo Chuecas y Espinosa, cuya vida se dilató hasta 1868, dándole tiempo también para enmendar sus desconcertadas costumbres, hacer un auto de fe con la mayor parte de sus versos profanos, y escribir algunas conversaciones ascéticas, de mérito. [2] [p. 170] A todos éstos había precedido el Ciego de la Merced, Fr. Francisco del Castillo, que falleció a fines del siglo XVIII, gran repentista, sobre todo en décimas de pie forzado. El Sr. Palma ha publicado algunas de sus picantes improvisaciones, dejando inéditas por lo licencioso y desvergonzado de la expresión otras muchas que tradicionalmente corren de boca en boca, y entre las cuales habrá seguramente algunas que sin razón se le achaquen: castigo providencial de todo el que alguna vez ha envilecido su musa con la obscenidad y el cinismo. [1]

Dejando aparte estos rezagados del siglo XVIII, la literatura peruana del siglo XIX empieza propiamente con el médico D. José Manuel Valdés y el diplomático D. José María de Pando. El doctor Valdés, protomédico del Perú y director del Colegio de Medicina y Cirugía de Lima, ocupó honesta y piadosamente sus ocios en una traducción de los Salmos, muy notable por la pureza de lengua y por la sencillez y dulzura del estilo, que sabe a Fr. Luis de León en algunos trozos. [2] Como hablista tiene muchas semejanzas [p. 171] con González Carvajal, aunque es más prosaico que él y versifica con más desaliño. D. José Joaquín de Mora celebró bellamente en una oda esta noble y decorosa versión del Salterio, que es, sin duda, la mejor que ha salido de América, y una de las mejores que tenemos en castellano. [1]

[p. 172] Don José María Pando es más célebre por las vicisitudes de su carrera política y por sus trabajos de publicista que por sus versos. Nacido en Lima en 1787, pero educado en Madrid, en el Seminario de Nobles, comenzó por servir a España en varios[p. 173] puestos diplomáticos, llegando a ministro de Estado en las postrimerías del régimen constitucional de 1823. Ciudadano del Perú desde 1824, fué ministro de Hacienda con Bolívar y plenipotenciario para el Congreso de Panamá. Sucesos posteriores le movieron a emigrar de su país y volver en 1835 a España, donde tomó parte activa en nuestra política hasta su muerte, acaecida en 1840. Era hombre de vasta lectura, muy conocedor de las ciencias sociales y de la historia moderna, y escribía en prosa con claridad y nervio. Sus producciones más conocidas son: Mercurio Peruano, periódico publicado en 1827;Pensamientos y apuntes sobre moral y política (Cádiz, 1837), y Elementos de Derecho internacional (Madrid, 1843), si bien esta última, que ha tenido mucha boga, apenas merece considerarse más que como un plagio de la excelente obra de D. Andrés Bello, a quien sigue paso a paso, copiando textualmente sus mismas palabras en casi todos los capítulos. [1] Hizo también elegantes poesías, aunque en escaso número; [p. 174] algunas traducciones de odas de Horacio, y una Epístolapolítica a Próspero, o sea a Bolívar, más elocuente que poética, pero bien escrita, con calor en algunos pasajes, con majestad en otros. ¡Lástima que el autor no hiciese el menor esfuerzo para evitar tantas y tantas asonancias indebidas como afean aquella larga tirada de versos sueltos! Sin duda, Pando tenía habituado el oído a la poesía italiana, en que las asonancias no se reparan. [1]

En 1831, por los días en que Pando figuraba al frente del partido conservador del Perú, llegó a Lima, expulsado de Chile por don Diego Portales, el ingenioso gaditano D. José Joaquín de Mora, a quien de aquí en adelante vamos a encontrar en casi todas las repúblicas americanas como maestro o como periodista: brillantísimo y a la postre benéfico aventurero literario, qui mores multorum hominum vidit et urbes.

Asociado en Lima con los hombres más distinguidos del país, tales como Pando, D. Felipe Pardo, D. Manuel Lorenzo Vidaurre, [2]D. José Cavero y Salazar, D. Andrés Martínez, el médico [p. 175] don Hipólito Unanue, etc., fundó el Ateneo del Perú, donde dió la enseñanza de derecho natural y público; imprimió unos Cursos de Lógica y Ética, según los principios de la escuela de Edimburgo (1832), y comenzó su extraño poema de Don Juan, imitación de Byron, del cual nunca llegó a escribir más que los cinco primeros cantos. [1] Era Mora, más bien que poeta inspirado, admirable versificador; en sus composiciones líricas resulta flojo y aun prosaico, pero en la narración joco-seria, en la fábula y en la sátira, su estilo es un raudal de chiste, de amenidad y desembarazo descriptivo, de felices ocurrencias y genial humorismo, calificativo que cuadra bien a quien principalmente se había formado en la escuela de los humoristas ingleses. Su ejemplo y su doctrina literaria fueron de gran provecho en Lima, hasta por lo mucho que armonizaban con ciertas tendencias del ingenio peruano: puede decirse que fué el segundo maestro de D. Felipe Pardo, después de Lista. Las dos epístolas que Mora dirigió a Pardo [2] están llenas de sabios consejos literarios e informadas por un templado eclecticismo, de sentido común o de escuela escocesa, que fué siempre el sello de la crítica de Mora. [3]

[p. 176] Don Felipe Pardo y Aliaga, uno de los discípulos predilectos de Lista, es el verdadero representante de nuestra escuela clásica en el antiguo Virreinato del Perú, y sin duda el más notable de los escritores limeños del siglo pasado, a lo menos de los que ya han pagado a la muerte el común tributo. Como hablista en verso, sólo a Bello cede la palma, y en la sátira política va delante de todos los americanos, si bien no respetase siempre los límites que separan toda composición poética (por reflexiva y didáctica que quiera ser) de un folleto o artículo de periódico. La Epístola a Delio, la parodia de Constitución y otras piezas por el mismo estilo, que son, sin duda, las más geniales y las más curiosas del poeta, adolecen a menudo de esa continua preocupación de los negocios del día, con lo cual, sin ganar en ardor y animación, pierden algo de aquel desinterés poético, de aquel puro culto del arte, que en Horacio y en los verdaderos satíricos horacianos, tales como Parini y D. Leandro Moratín, brilla siempre y se sobrepone a toda otra consideración de utilidad social inmediata. Aun con este lunar, que quizá no lo sea a los ojos de todos, Pardo debe ser respetado siempre, no sólo como escritor pulcro y atildado, sino como ingenioso observador de costumbres, y algunas de sus letrillas pueden figurar sin desventaja al lado de las de Bretón.

La educación de Pardo había sido severamente clásica, y clásicos fueron siempre sus modelos. Su poesía es fruto legítimo de la escuela culta y severa de fines del siglo XVIII, especialmente de la de Moratín, pero con más animación y alegría, con viveza criolla, con un género de chiste peculiarmente limeño, aunque de especie muy fina y aristocrática. Cultivó Pardo varios géneros y ninguno sin habilidad y fortuna: su oda A Olmedo y su magnífica traducción de la oda de Víctor Hugo A la columna de Vendome, prueban que no le faltaba numen lírico: sus versos de amor son fáciles y graciosos; en las octavas de El Perú hay primores descriptivos que parecen robados a Bello, de quien Pardo fué muy amigo y en cierto modo discípulo durante su destierro en Chile: el único canto que llegó a escribir del poema Isidora, es lo mejor que en este género de narraciones domésticas o de costumbres tiene la [p. 177] literatura americana, a excepción de los cuentos de Batres; y, finalmente, la fantasía en variedad de metros, que tituló La Lámpara, es un ensayo romántico, excepcional en sus obras, pero nada infeliz, como lo prueban estos versos:


       Lámpara solitaria ardí en el templo, 
       Y, aunque con luz escasa, ardí constante, 
       Y por siete años que bramó incesante, 
       No me apagó una vez el huracán.

Pero aunque fuese capaz de salir con lucimiento de cualquier empresa, porque para ello tenía caudal suficiente de doctrina y gusto, y prendas de versificador nada vulgares, su verdadera vocación fué la de poeta satírico, ya festivo y suavemente epigramático, como en sus letrillas, ya cáustico censor y austero moralista, como en las dos sátiras citadas, en las cuales se ve de cuerpo entero, no solo al poeta, sino al político conservador: naturalezas que en él habían llegado a ser inseparables. Su aversión a la anarquía, al desenfreno, al charlatanismo político, a las constituciones escritas en el papel y no en la conciencia de los pueblos, le llevaba hasta el chistoso extremo de invocar a cada momento en sus versos, no ya el sable del dictador, sino el garrote o la tranca, que consideraba como único remedio eficaz para la indisciplina de su país.

Pardo fué, no solamente poeta lírico, sino también poeta dramático, aunque en pocas obras, y todas de su juventud. [1] Es, después de Gorostiza, el más notable representante del teatro cómico en América, con la ventaja de no ser sus comedias puramente españolas en las costumbres que retratan, como lo son las de Gorostiza, en quien nada americano hay más que la patria de su autor; sino pensadas y escritas para un auditorio limeño, con tipos y escenas propias del país. Son tres estas comedias: Frutos de la educación, Don Leocadio, o el aniversario de Ayacucho, Una huérfana en Chorrillos. La segunda es un juguete muy graciosamente versificado, con imitación visible del estilo de Bretón. [p. 178] pero cuya idea fundamental está tomada de un vaudeville francés. Las otras dos son enteramente originales, y verdaderas y muy apreciables comedias de costumbres del género de Moratín y Gorostiza, sin ningún rasgo que pueda decirse peculiarmente bretoniano. En su propósito moral, que no es otro que poner de manifiesto los vicios de la mala educación, reproducen el tema de las dos comedias de Iriarte: El Señorito mimado y La Señorita mal criada, pero no adolecen de su frialdad pedagógica, y la pintura de las costumbres es viva y chistosa. El escrúpulo en la observancia de las unidades clásicas llega hasta el extremo de reducir la acción a plazo menor que el de veinticuatro horas. Las comedias de Pardo, aunque puedan tacharse de tímidas y acompasadas, son los productos más nobles y decorosos que hasta ahora ha dado la musa cómica del Perú, y valen tanto, por lo menos, como otras españolas muy celebradas del mismo género y escuela, por ejemplo, La Niña en casa, de Martínez de la Rosa.

No obstante, ha de confesarse que Pardo, más bien que poeta cómico espontáneo y original, es un satírico y moralista en forma dramática. Su genio era ese, y sus comedias ganan mucho si se las considera como sátiras dialogadas; así como los amenos cuadros de costumbres que publicó en 1840 con el título de El Espejo de mi tierra, profesando seguir las huellas de Larra y Mesonero Romanos, recuerdan más la punzante manera del primero, aunque sin su dejo amargo y misantrópico, que la inofensiva y bonachona del segundo. En prosa, lo mismo que en verso, fué Pardo correctísimo escritor, y hasta sus alegatos jurídicos y los documentos cancillerescos que suscribió, están redactados con buena literatura, muy rara en tal género de papeles, que pocos se atreverían a coleccionar como él lo hizo, sin detrimento alguno de su fama. [1]

[p. 179] Heredó la vena satírica de Pardo, aunque no su aticismo, ni su cultura, ni su delicado gusto, D. Manuel Ascensio Segura, también poeta festivo y articulista de costumbres, pero, sobre todo, poeta dramático. El Perú le debe un repertorio cómico, [p. 180] superior en cantidad y en calidad al que puede ofrecer ninguna otra sección de América. Hasta once comedias suyas se han coleccionado, y dió a las tablas otras dos, que todavía están inéditas. Las comedias de Segura lindan muchas veces con la farsa: aun las compuestas en tres o más actos son sainetes largos, excepto Ña Catita, que es genuina comedia de carácter, y estudio bien hecho de un carácter de beata maldiciente y embrollona, que por ciertos rasgos locales se salva del amaneramiento inherente a la repetición de tipo tan conocido en las tablas. Domina en los cuadros de Segura cierto mal tono que, según creemos, debe achacarse al poeta más bien que a la sociedad que describe. En Lances de Amancaes, por ejemplo, los personajes, que quieren ser caballeros y damas de la mejor sociedad limeña, pasan gran parte de la acción bebiendo pisco, y hablan y proceden en consonancia con tal refresco. Pero no hay duda que Segura hace reír con risa inextinguible; que sus piezas abundan en saladas ocurrencias del más puro criollismo; que despunta en ellas la vena aguda y jovial que hace de los peruanos, los andaluces de la América del Sur; que la versificación abundantísima y desenfadada, aunque incorrecta, recuerda la maravillosa espontaneidad de Narciso Serra, con quien ofrece Segura más puntos de analogía que con Bretón ni con D. Ramón de la Cruz, por más que con uno y otro se le haya comparado; y finalmente, que este autor tiene el mérito [p. 181] indisputable de haber reproducido con fidelidad y gracia los principales aspectos cómicos de la vida limeña, así en sus piezas de costumbres domésticas como en las de costumbres políticas, verbigracia, Un Juguete y El Resignado y aun en las farsas populares, como El Sargento Canuto.

El ingenio cómico de Segura ha dejado también algunos chispazos en sus letrillas, en sus sátiras políticas y en los artículos de costumbres que publicó en la Bolsa y en El Cometa, pero no aparece completo más que en sus obras escénicas. [1]

Perteneció a la misma generación literaria que D. Felipe Pardo y que Segura, aunque de menor edad que ellos, un hermano del primero, D. José Pardo y Aliaga, de excelente educación clásica, como lo prueba su oda A la independencia de América,laureada en un certamen de Chile; y de estro satírico no inferior al de su hermano, en algunas letrillas.

A estos nombres, a los cuales pueden añadirse, con algún otro más oscuro, los de D. José María Seguín, D. Manuel Ferreyros,[p. 182] don Jgnacio Novoa, [1] D. Miguel del Carpio, magistrado y estadista, que no por el mérito de sus versos, sino por su tertulia literaria y por la generosa protección que concedía a los literatos noveles, ha conseguido pasar a la historia, estaba reducido el grupo clásico de Lima por los años de 1848. Entonces entró en escena una nueva generación literaria, sobre la cual nos ha dado los más interesantes pormenores el ameno e ingenioso escritor don Ricardo Palma, que fué y continúa siendo uno de los principales ornamentos de ella. [2]

«De 1848 a 1860—escribe Palma—se desarrolló en el Perú... pasión febril por la literatura. Al largo período de revoluciones y motines, consecuencia lógica de lo prematuro de nuestra independencia, había sucedido una era de paz, orden y garantías. Fundábanse planteles de educación: la Escuela de Medicina adquiría prestigio, impulsada por su ilustre decano D. Cayetano Heredia; y el Convictorio de San Carlos, bajo la sabia dirección de D. Bartolomé Herrera, reconquistaba su antiguo esplendor. Por entonces llegaba de España D. Sebastián Lorente, era nombrado rector del Colegio de Guadalupe, y ante un crecido concurso daba lecciones orales de historia y de literatura. Lorente era un innovador de gran talento, y la victoria fué suya en la lucha con los rutinarios. La nueva generación le seguía y escuchaba como a un apóstol.» [3]

[p. 183] Efectivamente, aquella juventud literaria se entregó en cuerpo y alma al romanticismo español, como la de la República Argentina se había entregado al romanticismo francés. Espronceda, Zorrilla, Arolas, Bermúdez de Castro y Enrique Gil, contaron desde luego gran número de fervientes imitadores; pero quien fascinó y arrastró con su ejemplo a todos los principiantes, fué el inspirado aunque incorrectísimo poeta montañés Fernando Velarde, de quien ya hemos hablado al tratar de Guatemala, y cuyo gusto y estilo dejaron profunda huella en casi todas las repúblicas de América. Talento original, pero inculto y bravío; imaginación poderosa cuanto desequilibrada; un mal gusto que parecía ingénito e indomable, puesto que resistió a toda disciplina y fué creciendo monstruosamente con los años; alma vehemente, apasionada y triste, con dejos de candor infantil y visiones de iluminado; una potencia de versificador capaz de levantar en peso las moles de los Andes, pero de la cual usaba y abusaba sin tino ni juicio, convirtiéndose muchas veces en retumbante zurcidor de alejandrinos huecos; un sentimiento profundo y casi místico de la naturaleza; elevadas aunque confusas aspiraciones de ultratumba; un idealismo más germánico que español, ataviado con el sombrero de jipijapa y el lujo charro del indiano de nuestra costa cantábrica: todas estas cualidades, a primera vista inconciliables, concurrían en el fecundo y excéntrico vate de Hinojedo, a quien nuestra historia literaria ha olvidado malamente, porque en condiciones nativas fué superior a muchos, y en influencia fuera de su tierra sólo Zorrilla, Espronceda y Tassara pueden aventajarle entre nuestros románticos.

Cuando Velarde llegó al Perú después de haber residido algún tiempo en la isla de Cuba, ya había escrito algunos de sus mejores versos: la Despedida a Santander, El Pico de Teide, la Meditación en la isla de Pinos, todos los cuales coleccionó en un tomo publicado [p. 184] en Lima en 1848, con el título de Flores del Desierto. Redactó, además, durante dos años, un semanario de literatura, El Talismán , y se hizo tan notorio por los aciertos y esplendores de su musa, cuanto por el generoso ardor patriótico con que defendió el nombre de España, y por las rarezas de su irascible condición, que le atrajeron pesados lances, obligándole por fin a emigrar en 1855 a otras repúblicas, primero al Ecuador, después a Bolivia y a Chile y finalmente a Guatemala, siempre con la frente erguida y el canto varonil en los labios: dejando por donde quiera admiradores y discípulos,[1] halagado unas veces por la fortuna, reducido otras a la indigencia: raro personaje, sin duda, pero nunca vulgar ni indigno de su raza que tanta sangre y tanto sudor ha vertido en la América española. De su estancia en el Perú y repúblicas limítrofes, datan las principales composiciones de Velarde: las valientes octavas con que en 1851 saludó al pabellón español en medio de los insultos y agresiones de la plebe de Lima, el canto descriptivo de Los Andes del Ecuador, el otro canto en alejandrinos A la cordillera de los Andes, donde hay muestras de lo mejor y de lo peor de su estilo, y La Última Melodía Romántica, que por sí sola bastaría para acreditarle de gran poeta.

En el Perú tuvo Velarde émulos, pero tuvo en mayor número apasionados fanáticos, sobre todo, en la grey juvenil. Son los que Palma llama bohemios y cuyas memorias biográficas ha recogido con piadoso celo. Algunos de ellos, como el ilustre guayaquileño don Numa Pompilio Llona, el mismo Palma, D. Pedro Paz-Soldán y Unanue (Juan de Arona ), D. Luis Benjamín Cisneros, don Arnaldo Márquez (traductor de Shakespeare) y otros varios, viven. [2] De los que han muerto diremos algo, guiándonos principalmente [p. 185] por las noticias del Sr. Palma, puesto que no de todos hemos logrado ver las obras completas, y otros ni siquiera las han coleccionado.

Don Manuel del Castillo († 1871), «vate tan incorrecto como sentimental», era arequipeño como Melgar, y a imitación suya, compuso yaravíes, de los cuales puede servir como muestra el siguiente, que tiene reminiscencias de uno de nuestros más bellos romances viejos:


       Ya que para mí no vives, 
       ¿Por qué te vas y me dejas? 
                Prenda querida: 
       Viviré como la viuda 
       Tortolica que ha perdido 
                Su compañía. 
       Como la nave agitada 
       Por los vientos, que resiste 
                Del mar las iras, 
       Es juguete de las olas, 
       Y sin arribar al puerto 
                Se hunde y abisma. 
       Como paloma que el nido 
       Vió en la selva, por el rayo 
                Hecho cenizas, 
       Y cuando huía gimiendo, 
       El cazador la acechaba 
                Con saña impía. 
       Como árbol de fruto osado 
       Que enseñorea los prados 
                Su lozanía, 
       Miró secarse su savia 
       Porque el agua le faltó, 
                Que era su vida: 
       Así yo, querida prenda, 
       Seré tortolica viuda, 
                 Nave perdida. 
       Seré paloma sin nido, 
       Seré árbol de seco tronco 
                Si te retiras. [1]

[p. 186] Don Manuel Nicolás Corpancho (1830-1863), autor de dos dramas románticos, El Poeta Cruzado y El Templario, que nada tienen digno de alabanza más que la versificación, y de unos Ensayos Poéticos dados a luz en París en 1854, no tuvo tiempo para emanciparse de la imitación demasiado directa de Zorrilla, y sólo dejó versos armoniosos, pero sin carácter personal. Su ensayo épico Magallanes vale muy poco. La prematura y horrible muerte de Corpancho, a bordo de un buque que se incendió en alta mar, frustró las muchas esperanzas que en él se fundaban.

Don Clemente Althaus (1835-1881) aspiró a la pureza clásica, sin conseguirla más que de lejos. [1] Es bastante correcto en la[p. 187] forma y, en concepto de Palma, «el más académico de los poetas peruanos». «Como individuo (prosigue el mismo crítico), Althaus rayaba en excéntrico, y su pulcritud en afeminación... Se había creado para sí un mundo ideal, fantástico, y, naturalmente, mortificábanlo infinito las realidades de este mundo sensual y materializado.» Althaus murió en París completamente loco. Hay dos colecciones de sus poesías, una de 1863 y otra de 1872. [1] Sus versos atildados, limpios y cultos, pero con frecuencia fríos y secos. Esta regla tolera, sin embargo, felices excepciones. El Último Canto de Safo, que tiene acertadas reminiscencias de Leopardi, me parece la más acabada de sus piezas líricas. [2] Escribió también [p. 188] [p. 189] [p. 190] una tragedia clásica, Antioco, «más para leída que para representada». [1]

El mismo desastroso fin que Althaus tuvo otro notable lírico, don Adolfo García (1828-1883), que murió en la locura y en la miseria, y fué enterrado de limosna. Han sido muy celebradas sus quintillas A Bolívar. composición efectista del género de las décimas de nuestro López García Al Dos de Mayo; pero a mi juicio, los versos suyos que deben sobrevivirle son los de la elegante y delicada oda Mis recuerdos. [2]

Diamantes y perlas y Destellos y albores se rotulan las dos colecciones [p. 191] poéticas de D. Carlos Augusto Salaverry (1813-1840), hijo del infortunado general y Presidente de la República, que fué fusilado en Arequipa por el Protector Santa Cruz. No afirmaré que sean diamantes y perlas todo lo que contiene el tomo de Salaverry, que no anduvo muy modesto en el título; pero sí que en aquellos versos alborea y destella un numen lírico más vigoroso que el de Althaus, y más seguro de sus fuerzas que el de García. Tiene buenos sonetos. Pero lo mejor que conozco de sus obras es la inspirada y sentida elegíaAcuérdate de mí , a la cual pertenecen las siguientes estrofas:


       Ya no late, ni siente, ni aun respira 
       Petrificada el alma allá en lo interno; 
       ¡Tu cifra en mármol con buril eterno 
                Queda grabada en mí! 

       Ni hay queja al labio, ni a los ojos llanto; 
       Muerto para el amor y la ventura, 
       Está en tu corazón mi sepultura 
                Y el cadáver aquí. 

       En este corazón ya enmudecido 
       Cual la ruina de un templo silencioso, 
       Vacío, abandonado, pavoroso, 
                Sin luz y sin rumor: 

       Embalsamadas ondas de armonía 
       Elevábanse un tiempo en sus altares; 
       Y vibraban melódicos cantares 
                Los ecos de tu amor...


       Pero ¿qué es este mar? ¿qué es el espacio, 
       Qué la distancia de los altos montes? 
       ¿Ni qué son esos turbios horizontes 
                Que miro desde aquí; 

       Si al través del espacio y de las cumbres, 
       De ese ancho mar y de ese firmamento, 
       Vuela por el azul mi pensamiento 
                Y vive junto a ti? 

       Si yo tus alas invisible veo, 
       Te llevo dentro el alma, estás conmigo, 
       ¡Tú sombra soy, y adonde vas te sigo 
                De tus huellas en pos! 
        [p. 192] Y en vano intentan que mi nombre olvides 
       ¡Nacieron nuestras almas enlazadas, 
       Y en el mismo crisol purificadas 
                Por la mano de Dios! 

       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
       Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido; 
       Mi nombre está en la atmósfera, en la brisa, 
       Y ocultas al través de tu sonrisa 
                Lágrimas de dolor; 

       Pues mi recuerdo tu memoria asalta, 
       Y a pesar tuyo por mi amor suspiras, 
       Y hasta el ambiente mismo que respiras 
                Te repite mi amor. 

       ¡Oh! cuando vea en la desierta playa, 
       Con mi tristeza y mi dolor a solas, 
       El vaivén incesante de las olas, 
                 Me acordaré de ti; 

       Cuando veas que una ave solitaria 
       Cruza el espacio en moribundo vuelo, 
       Buscando un nido entre la mar y el cielo 
                ¡Acuérdate de mí! [1]

Salaverry dió culto también a las musas del teatro, pero con infeliz fortuna. Ninguno de sus dramas, incluso Atahualpa, que fué en su tiempo el más celebrado, sin duda por la fluidez de los versos, le ha sobrevivido. [2]

Mucho más joven que los hasta aquí citados era D. Constantino Carrasco (1841 † 1877), partidario del americanismo en poesía, autor de una silva muy celebrada Al Árbol de la quina, conocedor de la lengua quichua, y traductor en verso castellano del famoso Ollantay , que se ha querido dar por antiquísimo texto dramático de dicha literatura, pero que, leído desapasionadamente, no parece, a lo menos en las traducciones, más que una imitación de las comedias españolas, hecha por algún ingenioso misionero del [p. 193] siglo XVII, y quizá de tiempo muy posterior. Si en esto erramos, nuestra ignorancia nos disculpe, pero no somos los únicos en opinar así, y en el Perú mismo no falta quien nos acompañe en tal creencia. [1]

[p. 194] El estudio detenido de las colecciones, muy raras en Europa (si es que alguna completa existe), de la Revista de Limay del Correo del Perú, podría acrecentar con bastantes nombres este catálogo. [1] Pero no hay duda que la literatura del Perú independiente no conserva ya entre las de la América del Sur el puesto de primacía que tuvo durante la época colonial. A par con la decadencia política ha ido la decadencia literaria: las brillantes excepciones de Pardo, Segura, Palma y Juan de Arona no hacen más que confirmar la regla. Lima no es hoy la cabeza y el corazón de la América del Sur, como lo fué en los tiempos del Virreinato. No parece sino que un triste presentimiento hizo andar a los peruanos tan reacios en asociarse al movimiento de emancipación, cuyos beneficios han sido para ellos tan caramente comprados. Bolívar empezó por despojarles del hermoso puerto de Guayaquil, y por crear definitivamente con las provincias del Alto Perú una nueva República. Chile rompió todos sus antiguos lazos de dependencia y se levantó con la hegemonía política del Sur, afirmándola después con guerras y anexiones, siempre desastrosas para sus vecinos. Pueblos que en la historia colonial habían [p. 195] sido secundarios y olvidados, como Venezuela y Nueva Granada, levantaron su cabeza ceñida con los laureles de la guerra de la Independencia, y se repartieron la herencia de Bolívar, asumiendo ante Europa la representación de la causa americana. La Argentina se engrandeció como por encanto con la inmigración europea y con la conquista del desierto. Entretanto, el Perú, materialmente enriquecido por el guano y el salitre, pero devorado por las facciones, iba descendiendo rápidamente en la escala política, a despecho de sus inmensos recursos naturales y del talento vivo y despierto de sus hijos. Pero quien tuvo retuvo, como dice el proverbio vulgar; y aunque Lima no sea ya la Atenas del Sur, y aunque Buenos Aires, Santiago de Chile, Bogotá y Caracas hayan sido centros más activos de cultura moderna, nadie podrá negar a aquella hermosa y desventurada ciudad, ni el prestigio de su tradición gloriosa, ni el haber conservado en lengua y costumbres el sello español, que suele ser en América el único y verdadero americanismo: aquel especial matiz de ingenio castizo y de chiste indígena que avalora todas las producciones festivas de la musa peruana, desde las letrillas y sátiras de D. Felipe Pardo hasta las comedias de Segura, las Tradiciones de Palma y las humorísticas poesías de Paz-Soldán: un no sé qué indefinible de gracia desenvuelta y no pensada, que a cualquier español hace mirar con cariño y simpatía a aquellos que, bajo el antiguo régimen fueron, entre todos los criollos, los hijos mimados de España, tan españoles en todo, hasta en algunos de sus defectos y flaquezas.

[p. 65][1] . Colección de documentos inéditos para la Historia de España, tomo LXXXV, págs. 369-379.

[p. 65][2] . Colección de libros españoles raros o curiosos, tomo XIII, páginas 225-233.

[p. 65][3] . Breve romance de los hechos de Lope de Aguirre. Hállase al fin de la segunda parte de la Relación muy verdadera de todo lo sucedido en el río del Marañón en la provincia del Dorado, hecha por el gobernador Pedro de Orsúa... Escrita por Gonzálo de Zúñiga, uno de los soldados de la expedición. El título particular de esta segunda parte es de Lo sucedido en la Margarita.

Principia:

           Riberas del Marañón, 
       Do gran mal se ha congelado, 
       Se levantó un vizcaíno, 
       Muy peor que andaluzado.

Acaba:

           A nadie da confesión, 
       Porque no lo ha acostumbrado, 
       Y así se tiene por cierto 
        Ser el tal endemoniado.

Por estos últimos cuatro versos se prueba que aún vivía Aguirre cuando se compuso el romance, y antes que Zúñiga redactase la parte tercera, que trata de la entrada del sanguinario vizcaíno en Tierra Firme, por agosto de 1561.

(Colección de documentos inéditos del Archivo de Indias, tomo IV, págs 225 y 282. El Romance, 267-269.)

No fué el Perú teatro de las atrocidades de Lope de Aguirre (cantadas también por Juan de Castellanos), pero del Perú salió la expedición de Pedro de Orsúa, y, por consiguiente, no huelga aquí esta noticia.

[p. 67][1] . Publicó esta coplilla por primera vez el Sr. Espada, en la carta dedicatoria de su libro Tres relaciones de antigüedades peruanas.

[p. 67][2] . Cieza de León, La guerra de las Salinas. En el tomo LXVIII de la Colección de documentos inéditos para la Historia de España , pág. 266.

[p. 68][1] . Conquista de la Nueva Castilla, poema heroico publicado por la primera vez por D. J. A. Sprecher de Bernegg. París y León, Saint-Hilaire, Blanch y Cormon, editores, 1848, 8.º

[p. 68][2] . Biblioteca de El Escorial, D-i i j-25, rolio 221. Cuaderno en 4.º escrito en papel que forma parte de un tomo deVarios. Noticia que me comunicó el Sr. Espada, junto con las biografías relativas al autor y al protagonista.

[p. 71][1] . El ms. de El Marañón (8 hojas de preliminares y 317 de texto, dividido en tres libros y dedicado a D. Andrés Fernández de Córdoba, del Consejo Real), existe en Asturias en la librería que fué del señor Soto Posadas, y fué examinado en 1875 por el Sr. Jiménez de la Espada.

[p. 72][1] . En la Revista del Río de la Plata, núm. 6, pág. 171, el general don Bartolomé Mitre sostuvo que el primer libro publicado en Sud América por Antonio Ricardo fué otra Doctrina cristiana, más breve, que lleva la fecha de 1583, y que hoy se conserva en el Museo que legó a Buenos Aires aquel ilustre historiador y hombre de Estado argentino.

[p. 73][1] . Harrise. Introducción de la Imprenta en América, con una bibliografía de las obras impresas en aquel hemisferio desde 1540 a 1600, por el autor de la «Biblioteca Americana Vetustissima» (traducido y adicionado por M. Zarco del Valle). Madrid, Rivadeneyra, 1872.

Medina (J. T.) La Imprenta en Lima. Epítome (1584-1810). Santiago de Chile, impreso en casa del autor, 1890.

—La Imprenta en Lima (1584-1824). Santiago de Chile, impreso y grabado en casa del autor, 1904-1905. Cuatro tomos.

[p. 74][1] . Vid. Riva Agüero (D. José de la), La Historia en el Perú, tesis para el Doctorado de Letras, Lima, 1910.

[p. 75][1] . «Residiendo mi madre en el Cuzco, su patria, venían a visitarla casi cada semana los pocos parientes y parientas que de las crueldades de Atahualpa escaparon; en las cuales visitas siempre sus más ordinarias pláticas eran tratar del origen de sus reyes, de la majestad dellos, de la grandeza de su imperio, de sus conquistas y hazañas del gobierno que en paz y en guerra tenían, de las leyes que tan en provecho y en favor de sus vasallos ordenaban. En suma, no dejaban cosa de las prósperas que entre ellos hubiesen acaecido, que no la trajesen a cuenta. De las grandezas y prosperidades pasadas, venían a las cosas presentes: lloraban sus reyes muertos, enajenado su imperio y acabada su república. Estas y otras semejantes pláticas tenían los incas y pallas en sus visitas, y con la memoria del bien perdido, siempre acababan su conversación en lágrimas y llanto, diciendo: «trocósenos el reinar envasallaje». En estas pláticas yo, como muchacho, entraba y salía muchas veces donde ellos estaban, y me holgaba de las oir, como huelgan los tales de oir fábulas.» (Comentarios Reales, primera parte, lib. I, cap. XV.)

[p. 75][2] . Entre ellos el ya citado jesuíta peruano Blas Valera, de cuya obra manuscrita se extravió gran parte en el saqueo de Cádiz por los ingleses en 1596. Garcilaso cita textualmente los principales fragmentos que llegaron a sus manos.

[p. 75][3] . Esta credulidad tenía, sin embargo, sus límites. Garcilaso dudaba de muchas de las cosas que cuenta, pero muestra gran candidez aún en estas veleidades de escepticismo. «Después de haber dado muchas trazas y tomado muchos caminos para entrar a dar cuenta del origen y principio de los Incas, reyes naturales que fueron del Perú, me pareció que la mejor traza y el camino más fácil y llano era contar lo que en mis niñeces oí muchas veces a mi madre y a sus hermanos y tíos, y a otros sus mayores, acerca de este origen y principio .., y será mejor que se sepa por las propias palabras que los Incas lo cuentan, que no por las de otros autores extraños... Digo llanamente las fábulas historiales que en mis niñeces oí a los míos. Tómelas cada uno como quisiere y deles el alegoría que más les cuadrare. A semejanza de las fábulas que hemos dicho de los Incas, inventan las demás naciones del Perú otra infinidad dellas del origen y principio de sus primeros padres, diferenciándose unos de otros, como lo veremos en el discurso de la historia: que no se tiene por honrado al indio que no desciende de fuente, río o lago, aunque sea de la mar; y de animales fieros, como el oso, león o tigre, o de águila o del ave que llaman cuntur, o de otras aves de rapiña, o de sierras, montes, riscos o cavernas; cada uno como se le antoja, para su mayor loa y blasón Y para fábulas, baste lo que se ha dicho.» ( Comentarios Reales, primera parte, lib. I, caps. XV y XVIII.)

Estas singulares palabras nos revelan la verdadera vocación de Garcilaso, que a haber vivido en nuestros tiempos, no hubiera sido un historiador, sino un folklorista.

Lo mejor que sobre Garcilaso, y en general sobre la historiografía del Perú conocemos, es el erudito e ingenioso libro del ya citado Doctor Riva Agüero (págs. 33-214), y allí están cuantos argumentos pueden alegarse en pro de la veracidad del cronista de los Incas, a quien hoy es moda desestimar, así como antes se le concedía ilimitada confianza.

[p. 77][1] . De la Musa Caliope que habla en este canto.

[p. 79][1] . El de Lima.

[p. 79][2] . Pedro de Oña.

[p. 81][1] . Alúdese a D. Francisco Asenjo Barbieri que, con el anagrama de José Ibero Ribas y Canfranc, publicó en 1876 losÚltimos amores da Lope de Vega.

 

[p. 82][1] . Nueva biografía , pág. 19.

[p. 89][1] . Las dos epístolas de Amarilis a Belardo y de Belardo a Amarilis se hallan en el tomo I de las Obras sueltas de Lope de Vega, edición de Sancha, págs. 457 y 468, y fueron reimpresas en un cuadernito, Lima, 1834, imprenta de Félix Moreno. El editor, que fué D. Manuel Antonio Valdizán, natural de Huánuco, trata de probar, con débiles argumentos, que la incógnita dama tenía el apellido Figueroa, y era hermana de Doña Isabel (Belisa), que casó en primeras nupcias con el encomendero don Bartolomé Tarazona, y en segundas con el licenciado Diego Álvarez, que fué corregidor del Cuzco y de Potosí (tiene artículo en el Diccionario, de Mendiburu).

[p. 90][1] . En el prólogo a las Poesías de Doña Agripina Montes del Valle (Bogotá, 1883), pág. XLVIII.

[p. 90][2] . El concepto estético, como hoy diríamos, de la incógnita poetisa, era, no ya platónico, sino profundamente místico:

           El don de la poesía abraza y cierra, 
       Por privilegio dado de la altura, 
       Las ciencias y artes que hay acá en la tierra. 
           Ésta las comprehende en su clausura, 
       Las perfecciona, ilustra y enriquece 
       Con su melosa y grave compostura. 
           Y aquel que en todas ciencias no florece, 
       Y en todas artes no es ejercitado, 
       El nombre de poeta no merece. 
           Y por no poder ser que esté cifrado 
       Todo el saber en uno sumamente, 
       No puede haber poeta consumado... 
           Pues ya de la Poesía el nacimiento 
       Y su primer origen ¿fué en el suelo? 
       ¿O tiene aquí en la tierra el fundamento? 
           Oh Musa mía, para mi consuelo 
       Dime dónde nació, que estoy dudando. 
       Nació entre los espíritus del cielo... 
           De esta región empírea, santa y bella, 
       Se derivó en Adán, primeramente, 
       Como la hueste Délfica en la estrella. 
           ¿Quién duda que advirtiendo allá en la mente, 
       Las mercedes que Dios hecho le había 
       Porque le fuese grato y obediente, 
           No entonase la voz con melodía, 
       Y cantase a su Dios muchas canciones, 
       Y que Eva alguna vez le ayudaría? 
           Y viéndose después entre terrones, 
       Comiendo con sudor por el pecado, 
        Y sujeto a la muerte y sus pasiones, 
           Estando con la reja y el arado, 
       ¿Qué elegías compondría de tristeza, 
       Por verse de la gloria desterrado?

[p. 92][1] . He aquí la lista completa de los poetas que cita: El Dr. Figueroa, Duarte Fernández, Montesdoca, Sedeño, el licenciado Pedro de Oña, Miguel Cabello de Balboa, Juan de Salcedo Villandrando, los PP. Ojeda y Gálvez, Juan de la Portilla, Gaspar Villarroel, D. Diego de Ávalos, Luis Pérez Ángel, Antonio Falcón, Diego de Aguilar y Córdoba, Cristóbal de Arriaga y D. Pedro de Carvajal.

La epístola termina como empezó, con un bello elogio de la Poesía, donde se glosan felizmente algunos conceptos de Marco Tulio en la oración pro Archia poeta :

           Es la Poesía un piélago abundante 
       De provechos al hombre; y su importancia 
       No es sola para un tiempo ni un instante. 
           Es de provecho en nuestra tierna infancia, 
       Porque quita y arranca de cimiento, 
       Mediante sus estudios, la ignorancia. 
           En la virilidad es ornamento, 
       Y a fuerza de vigilias y sudores 
       Pare sus hijos nuestro entendimiento. 
           En la vejez alivia los dolores, 
       Entretiene la noche mal dormida, 
       O componiendo o revolviendo autores. 
           Da en lo poblado el gusto sin medida, 
       En el campo acompaña y da consuelo, 
       Y en el camino a meditar convida. 
           De ver un prado, un bosque, un arroyuelo, 
       De oír un pajarito, da motivo 
       Para que el alma se levante al cielo. 
           Anda siempre el poeta entretenido 
       Con su Dios, con la Virgen, con los Santos, 
       O ya se baja al centro denegrido. 
           De aquí proceden los heroicos cantos, 
       Las sentencias y ejemplos virtuosos, 
       Que han corregido y convertido a tantos. 
           Y si hay poetas torpes y viciosos, 
       El don de la Poesía es casto y bueno, 
       Y ellos los malos, sucios y asquerosos.

[p. 93][1] . Colección de Poesías Selectas Castellanas, tomo III (ed. de 1830), Pág. 429.

[p. 95][1] . Primera parte del Parnaso Antártico de obras amatcrias. Con las veintiuna Epístolas de Ovidio y el «In Ibim» en tercetos. Dirigidas â don Iuan de Villela, Oydor en la Chancillería de los Reyes. Por Diego Mexía, natural de la ciudad de Sevilla, i residente en la de los Reyes, en los riquíssimos Reinos del Perú . Año 1608. Con privilegio; en Sevilla. Por Alonso Rodríguez Gamarra, 4.º

Las Heroídas se reimprimieron en el tomo XIX de la Colección Fernández, y recientemente en la Biblioteca Clásica; pero en una y otra edición hubo el mal acuerdo de suprimir la mayor parte de los preciosos preliminares del libro, y con ellos la carta de la señora peruana. Tampoco está en las reimpresiones modernas la traducción del Ibis. De modo que el Parnaso Antártico solo puede ser conocido íntegramente consultándole en la primera edición. Exórnanla sonetos laudatorios del Licenciado Pedro de Oña, en nombre de la Antártica Academia de la ciudad de Lima en el Perú; del Dr. Pedro de Soto, catedrático de Filosofía en México, en nombre de su claustro, y de Luis Pérez Ángel, natural, o a lo menos vecino, de Arica, según se infiere del elogio de la incógnita poetisa:


           Con gran recelo a tu esplendor me llego, 
       Luis Pérez Ángel, norma de discretos, 
       Porque soy mariposa y temo el fuego. 
           Fabrican tus romances y sonetos, 
       Como los de Anfión un tiempo a Tebas, 
       Muros a Arica, a fuerza de concetos.

Una segunda parte inédita del Parnaso Antártico se conserva en la Biblioteca Nacional de París (núm. 599 del Catálogo de Morel-Fatio). El manuscrito perteneció al Virrey Príncipe de Esquilache, cuyas armas lleva, y a quien fué dedicado por el propio Diego Mexía de Fernangil, ministro del Santo Oficio de la Inquisición, en la visita y corrección de los libros de la ciudad de Sevilla. El autor residía entonces en la villa de Potosí, después de haber perdido la mayor parte de su fortuna, en la «deshecha tormenta que corrió por sus negocios». Todo induce a creer que era mercader o tratante. De sus quiebras se consolaba con el cultivo de las letras, «desenvolviendo muchos autores latinos y frecuentando los umbrales del sagrado templo de las Musas». «Conozco—añade—que en treinta y tres que ha salí de España, es ya otro el lenguaje, y otra la perfección y alteza de la poesía; pero con esta que entonces traje y acá se ha disminuido, quise hacer este servicio a aquel señor que estimó en más el cornadillo de la pobrecita que las magníficas ofrendas de los ricos y poderosos... Es esta mi poesía como los ídolos que Alcibíades consagraba al dios Sileno, que en lo exterior eran feos y mal compuestos, y dentro de sí encerraban joyas y piedras preciosas, y ninguna de más valor ni estima que las obras de Cristo N. S.»

Esta segunda parte, en efecto, es de carácter enteramente distinto de la primera, pues sólo contiene versos religiosos. Ocupan la mayor parte del tomo 200 sonetos sobre la vida de Cristo, escritos con idea de de que acompañaran a unas estampas del P. Jerónimo Natal, de la Compañía de Jesús. Después se encuentran una Epístola a la Serenísima Reina de los Ángeles, Santa María Virgen; La Perla de la vida de Santa Margarita, Virgen y Mártir, dirigida al licenciado Alonso Maldonado de Torres, presidente de la Real Audiencia de Charcas, y luego oidor en el Consejo de Indias; una Oración en alabanza de la Señora Santa Ana, Las Novísimas, una Égloga del Buen Pastor y otra del Dios Pan al Santísimo Sacramento.

[p. 98][1] . Prólogo de la Musa Épica (t. I, edic. de 1833), pág. 48.

[p. 99][1] . La Cristiada, del P. Maestro Fr. Diego de Hojeda, Regente de los estudios de los Predicadores de Lima; que trata de la vida y muerte de Cristo nuestro Salvador. Dedicada al Excmo. Sr. D. J. de Mendoza y Luna, Marqués de Montesclaros y Virrey del Perú... Impreso en Sevilla en la imprenta de Diego Pérez, en la calle de Catalanes, año de 1611, 4.º Las aprobaciones están fechadas es Lima. Hay versos laudatorios de Lope de Vega, Mira de Amescua, Gregorio Rico y el Licdo. D. Gabriel Gómez.

La primera reimpresión completa de este raro y precioso libro fué la contenida en el tomo I de los Poemas Épicos de la Biblioteca de Rivadeneyra, que coleccionó D. Cayetano Rosell. Entre las posteriores merece especial recuerdo la muy lujosa de Barcelona, hecha por la casa editorial de González y C.ª en 1896, con un prólogo de D. Francisco Miquel y Badía. (Fol. máximo, con muchas cromolitografías y dibujos intercalados.) Un peruano, D. J. Manuel de Berriozábal, publicó en 1841 en París una refundición, o más bien compendio, del poema, con el título de La Nueva Cristíada, y tengo idea de que esta refundición volvió a imprimirse en Barcelona.

Un joven dominico, de quien espera mucho la historia literaria de su Orden (a), [(a) Estas esperanzas se han convertido ya en realidades, que irán siendo mayores cada día. Alúdese aquí a Fr. Justo Cuervo, a quien debemos la primera edición fiel y correcta de las Obras de Fr. Luis de Granada, y de quien esperamos el mismo trabajo respecto de la Cristiada. ] presentó años hace a la Facultad de Letras de la Universidad de Madrid una tesis doctoral acerca del P. Ojeda, con datos biográficos que no hemos visto en ninguna otra parte.

[p. 100][1] . Impreso en el Ensayo, de Gallardo, t. II, págs. 62-69.

[p. 100][2] . Estaba ya en Lima el año 1605, según él propio advierte en el prólogo de la comedia Algunas hazañas... de D. García Hurtado do Mendoza.

[p. 102][1] . Nunca he visto esta segunda edición, ni hallo que ningún bibliógrafo la mencione. Es probable que no pasase de proyecto. Sobre la de México, que es rarísima, véase el tomo I de la presente Historia, página 65. [Ed. Nac pág. 59].

De los ingenios que en Lima conoció Belmonte, hace curiosa enumeración su panegirista Bermúdez, con noticias que probablemente le había comunicado el mismo poeta.

«El licenciado Pedro de Oña, hijo de la robusta Chile, bien muestra en su Arauco domado la luz que pudieran envidiar los mejores de Italia, si ya confiesa hoy, con la ventaja que se hace a sí mismo, que fué trabajo de sus primeros años, con sola la bizarría del natural gallardo: será (si pone los últimos pinceles al Poema del Padre Javier, apóstol de la India, y discípulo del Beato Ignacio), no el menor de los que blasonan en nuestro tiempo.

Fr. Juan de Galves y Fr. Diego de Ojeda, uno en su Historia de Cortes, y otro en su Cristiados...

El Dr. Figueroa, aunque hijo de España, tiene hoy con justa razón por patria aquella nobilísima ciudad, que le honra como a natural suyo; es también uno de los que pueden entrar a la parte en el laurel de Apolo, en igualdad de pocos.

El Dr. Rivadeneira Villarroel y el Secretario Obregón, claro manifestador de los conceptos de Italia, no menos tienen el lugar que sus elegantes versos merecen.»

El Dr. Figueroa, del cual se habla aquí, y a quien menciona también la poetisa anónima:

           Testigo me serás, sagrado Lima, 
       Que el doctor Figueroa es laureado 
       Por su grandiosa y elevada rima. 
           Tú, de ovas y espadañas coronado, 
       Sobre la urna transparente oíste 
       Su grave canto, y fué de ti aprobado...

no es el poeta complutense Francisco de Figueroa, ni el valisoletano Dr. Cristóbal Suárez, que nunca estuvieron en América, sino un Doctor Figueroa, profesor de Medicina en la Universidad peruana, de quien hay versos en los preliminares de algunos libros.

Aprovecharé esta nota para subsanar la omisión del curioso pasaje del licenciado Bermúdez, relativo a los poetas mexicanos contemporáneos de Belmonte.

 «De Indias salió (Luis de Belmonte) aficionado con razón a los divinos ingenios de México, que no es su lugar el que menos luce en los concilios de Apolo. Y puedo decir por algunos escritos que he visto suyos y dignos de la opinión que alcanzan, que comienzan por donde acaban muchos.

Es aventajado en tan loable ejercicio el licenciado Arias de Villalobos, y no menos excelente en la historia por su justa erudición, de que dará testimonio la que felicísimamente prosigue de la Casa de Austria.

Bernardo de Balbuena tiene no inferior asiento en el Museo.

El Dr. Martínez y Dr. Cano no menos se precian de poetas, que del asunto principal que profesan; que tal vez, vacando a sus ejercicios, muestran el esplendor de sus ingenios.

Mucho siento que he de ofender a muchos que les igualan en México: pero como es otro mi intento, habré de dejar quejosos tantos como florecen, por no ser este el lugar de sus alabanzas, si acaso han menester de mi pluma, entrando en su número el Dr. Airolo, el Dr. Sarmiento, Arrarte, Cristóbal Núñez, Medina y Barrientos, Cristóbal Porcel y Luis de Zárate, hijos de aquella ilustrísima ciudad; que por ser esta breve alabanza dellos, dejo los que de España han pasado a México el sagrado monte Febo; de quien, y de los clarísimos ingenios de Sevilla, no es justo que trate en discurso tan breve, que sería más ofenderlos que alabarlos.»

[p. 104][1] . Vid. Historia del descubrimiento de las regiones australes, hecho por el general Pedro Fernández de Quirós, publicada por D. Justo Zaragoza. Madrid, 1876, 3 vol.; y Boletín de la Academia de la Historia, tomo I (1878).

[p. 104][2] . En Madrid, por Diego Flamenco, año 1622. Reimpresa al fin de las Comedias de Alarcón, en la Biblioteca de Rivadeneyra. Los poetas colaboradores, amén de los citados, fueron el Conde del Basto (nieto de Leiva), D. Fernando de Ludeña, D. Jacinto de Herrera y D. Diego de Villegas. Puede conjeturarse, con el Sr. Fernández-Guerra (D. Juan Ruiz de Alarcón, pág. 359), que todos estos ingenios andaban por aquella fecha rostrituertos con Lope de Vega, puesto que se atreven a decir de sí mismos por boca de Belmonte que «son los que en España tienen mejor lugar, a despecho de la envidia». Como en desquite de esta comedia compuso Lope tres años después la suya de Arauco domado , cuyo fondo histórico está sacado del poema de Pedro de Oña.

[p. 105][1] . Primera parte de la Miscelánea Austral de D. Diego d'Avalos y Figueroa, en varios coloquios... Con la defensa de Damas. Dirigida al Excellentissimo señor Don Luvs de Velasco Cavallero de la Orden de Santiago, Visorey y Capitan General de los Reynos del Pirú, Chile y Tierra Firme. Con licencia de su excelencia. Impreso en Lima por Antonio Ricardo. Año 1602, 4.º El autor firma la dedicatoria en la ciudad de la Paz, en 6 de septiembre de 1601.

Lleva gran número de versos laudatorios del general D. Fernando de Córdoba y Figueroa, D. Diego de Carvajal, D. Lorenzo Fernández de Heredia, Dr D. Francisco de Sossa, Dr. Hormero, Dr. Francisco de Figueroa, Licenciado Bartolomé de Acuña, Ldo. Pedro de Oña, Licenciado Francisco Núñez de Bonilla, Ldo. Cristóbal García de Rivadeneyra, Ldo. Antonio Maldonado de Silva, Juan de Salcedo Villandrando, Leonardo Ramírez, Un religioso grave y Francisco Moreno de Almaraz. Al principio de la Defensa de Damas, nuevas composiciones laudatorias de Pedro de Oña, Ldo. Bartolomé de Acuña Olivera, D. Sancho de Marañón, Ldo. D. Francisco Fernández de Córdoba, capitán Gabriel d'Oria y Rui López de Frías Coello.

Esta Miscelánea Austral impresa, no ha de confundirse con la otra Miscelánea Antártica inédita (pues lo traducido al francés por Ternaux Compans es sólo una parte) de Miguel Cabello de Balboa, natural de Archidona, autor también de otras obras mencionadas por la poetisa anónima:


           La Volcánea horrífica terrible, 
       Y el Militar Elogio , y la famosa 
        Miscelánea que al Inga es apacible: 
           La entrada de los Moxos milagrosa, 
       La comedia de El Cuzco y Vasquirana, 
       Tanto verso elegante y tanta prosa 
           Nombre te dan y gloria soberana, 
       Miguel Cabello, y ésta redundando 
       Por Hesperia, Archidona queda ufana.

[p. 108][1] . Fiestas que celebró la ciudad de los Reyes del Pirú, al nacimiento del Sereníssimo Príncipe D. Baltasar Carlos de Austria nuestro señor. A D. Francisco Fausto Fernández de Cabrera y Bobadilla, niño de dos años y primogénito del Excmo. Sr. Conde de Chinchón, Virrey del Perú. Por el capitán D. Rodrigo de Carvajal y Robles, Corregidor y Justicia mayor de la provincia de Colesuyo, por Su Majestad. Impreso en Lima (a costa de la ciudad) por Gerónimo de Contreras, año de 1632 , 4.º

[p. 108][2] .  Discurso leído en la inauguración de la Academia Peruana, correspondiente de la Española, el 30 de agosto de 1887.

[p. 108][3] . Relación de las exequias que el Excmo. Sr. D. Juan de Mendoza y Lima, Marqués de Montes-Claros, Virrey del Pirú, hizo en la muerte de la Reina nuestra señora Doña Margarita... Por el Presentado Fr. Martín de Lima, de la Orden de San Agustín. En Lima, por Pedro de Merchán y Calderón, año 1613, en 4.º, con una grande estampa que contiene el diseño del túmulo real, dibujado en Lima por J. Martínez de Arrona, y grabado por el P. León. Versos laudatorios de Bernardo Montoya, Pedro de Oña, el almirante D. P. Orozco, Fr. Lucas de Mendoza, el Doctor Cristóbal de Rivadeneyra, Fr. Blas de Acosta, Fr. Diego Fernández de Córdoba, Fr. J. de Zárate.

Sin pretender apurar esta fastidiosa literatura de fiestas, pompas fúnebres y certámenes, mencionaremos la Relación de las fiestas a la Inmaculada Concepción de la Virgen, de Antonio Rodríguez de León (1618); la Relación de las fiestas al nuevo reynado de D. Felipe IV, de Fr. Fernando Valverde (1622); las Fiestas de Lima en la canonización de San Pedro Nolasco, de Fr. Bartolomé Vadillo (1632); la Pompa fúnebre en la muerte de Doña Isabel de Borbón, de Gonzalo Astete de Ulloa (1645); laPompa funeral y exequias a la muerte de D.ª  Ángela de Guzmán (1654); la Pompa fúnebre en la muerte del Conde de Salvatierra, de Gabriel Barreda Ceballos (1663); la Celebridad y fiestas con que Lima celebró la beatificación de Santa Rosa, de D. Diego de León Pinelo (1670); la Triunfal encomiástica aclamación del Conde del Castellar, de Andrés de Paredes y Solier (1674); el Acto glorioso: fiestas en la canonización de San Luis Beltrán (1674); el Parnaso del Real Colegio de San Marcos, postrado a los pies del Conde de la Monclova (1694); las Exequias de la reina Doña Mariana de Austria (1697); el Certamen panegyrico historial poético por la reedificación de la ciudad de los Reyes (1693).

Esta reedificación es la que siguió al espantable terremoto de 20 de octubre de 1687, de que hay relación en verso, muy rara y curiosa: Relación poética de la fatal ruina de la gran ciudad de los Reyes, Lima, con los espantosos temblores de tierra sucedidos a 20 de octubre de 1687. Va al fin un romance al nunca visto alboroto de la misma ciudad en la noche del lunes 1.º de diciembre del mismo año, ocasionado del rumor falso de la salida del mar, por un ingenio desta corte. Con licencia en Lima, año de 1687 .

[p. 110][1] . Tengo que rectificar esta especie y volver el crédito al Sr. Palma, que tomó sus noticias del Diccionario de Mendiburu (tomo II, pág. 59). «Como amante de las letras no era posible que Esquilache pasara sin fomentarlas y sin rodearse de los ingenios más distinguidos que ofrecía Lima en tan remota época; y así se reunían semanalmente, en Palacio, diferentes personajes a cuyos estudios se agregaba la ilustrada capacidad que enaltecía su mérito. El coronel D. Pedro de Yarpe y Montenegro, el oidor D. Baltasar de Laso y Rebolledo, D. Luis de la Puente, jurista de mucho nombre, el religioso Fr. Baldomero Illescas, de la orden de San Francisco, el poeta D. Baltasar Moreyra, y otros que no nombramos por falta de noticias, tenían con el Virrey discusiones sobre materias científicas, cultivando su saber literario con los ensanches que en sus debates académicos avivaban la más noble de las aspiraciones.»

Todo esto tiene trazas de ser verdad, pero mientras no pueda citarse más documento que el dicho de un escritor del siglo XIX, por docto y bien informado que sea, hay que dejar en duda la existencia de la academia o tertulia literaria de Esquilache.

[p. 111][1] . Horæ Succisivæ D. Didaci Benavidii Comitis S. Stephani, studiosa cura D. D. Francisci Marchionis Navarum et D. Emmanuelis Benavidii filiorum congestæ. Nova editio a mendis expurgata... Lugduni, sumptibus Joannis de Argaray bibliopolæ pampilonensis, 1664, 12.º

[p. 111][2] . Sobre el estado de la Universidad en el siglo XVII, debe consultarse especialmente el libro de D. Diego de León Pinelo: Hypomnema Apologeticum pro Regali Academia Limensi... Ad Limensem Regium Senatum... Limæ ex Officina Juliani de los Santos et Saldaña. Anno Domini 1648,

[p. 111][3] . Es sabido que las Cartas que en períodos bastante fijos y regulares, a modo de Gaceta, publicaba en Madrid Andrés de Almansa y Mendoza, desde 1621 a 1626, sobre novedades de esta corte y avisos recibidos de otras partes , se reimprimían en Lima en llegando, aunque de estas reimpresiones quedan pocas. (Vid. Colección de Libros Españoles raros y curiosos, t. XVII.) A fines del siglo había ya Gacetas especiales de Lima, v. gr.: Relación de todo lo sucedido en Europa hasta el lunes 21 de septiembre de 1671.—Novedades en continuación de la relación desde 25 de agosto de 1679.—Diario de las noticias de Lima, en que se hace saber de una tragedia lastimosa que sobrevino del cielo el año de 1687.—Noticias del Sur, continuadas desde 6 de noviembre de 1685.—Últimas noticias del Sur... 1688.

 

[p. 112][1] . Armas Antárticas, hechos de los famosos Capitanes españoles que se hallaron en la Conquista del Perú: su autor D. Juan de Miramontes y Zuazola, dedicadas al Excmo. Sr. D. Juan de Mendoza y Luna, Marqués de Montesclaros, Virrey del Perú. Ms . citado por D. Bartolamé José Gallardo, como existente en la biblioteca del infante D. Luis. Es un poema de veinte cantos, en octavas, y por lo que conocemos de él no parece de los peores de su clase, y es, por de contado, superior a laLima Fundada, de Peralta.

Empieza el poema de Miramontes:


       Las armas y proezas militares 
       De españoles católicos valientes, 
       Que por ignotos y soberbios mares 
       Fueron a dominar remotas gentes, 
       Poniendo al Verbo Eterno en los altares 
       Que otro tiempo con voces insolentes 
       De oráculos gentílicos, espanto 
       Eran del indio, ahora mudas, canto.

Termina:

       Huye, argentando el mar de espuma cana; 
       Lleva dolor y déjanos con pena; 
       Pues si estuviera surto otra mañana 
       No levantara el ferro de la arena, 
       Porque al puerto llegó Pedro de Arana 
       Al risueño apuntar de alba serena, 
       Y al punto por su rastro se derrota, 
       Mas no deja en el mar rastro de flota.

—El Angélico. Escríbelo con estilo de poeta lírico el Padre Fray Adriano de Alecio, del Orden de Predicadores, natural de Lima. Ofrecelo con afecto de obediente a nuestro Reverendísimo Padre Maestro Fray Tomás Turco, General del Orden de nuestro Padre Santo Domingo... Impreso en Murcia por Esteban Liberós. Año de 1645, 4.º

—El Santuario de Nuestra Señora de Copacavana, en diez y ocho silvas..., por el Rdo. P. Maestro Fr. Fernando de Valverde... Lima, por Luis de Lira, 1641, 4.º

El argumento de la comedia de Calderón La Aurora en Copacavana, puede estar tomado de este poema del P. Valverde o de laHistoria del célebre santuario de Nuestra Señora de Copacavana y sus milagros, e invención de la Cruz de Carabuco, escrita en prosa por otro agustino, Fr. Alonso Ramos Gavilán (Lima, 1621). Pero la fuente más probable es el libro I de la hoy rarísiam Parte segunda de la Crónica Moralizada del Orden de San Agustín en el Perú, del P. Calancha (Lima, 1653).

—Poema heroyco hispano-latino de la fundación y grandezas de la muy Noble y Leal ciudad de Lima. Obra póstuma del M. R. P. M. Rodrigo

  de Valdés, de la Compañía de Jesús, Cathedrático de Prima jubilado, y Prefecto Regente de Estudios en el Colegio Máximo de San Pablo. Sacale a luz el Doctor D. Francisco Garabito de Leon y Messía, Cura Rector de la Iglesia Metropolitana de Lima, Visitador y Examinador general en su Arzobispado, etc. Sobrino y primo hermano del autor... En Madrid, en la imprenta de Antonio Román, año 1687 . (En la Revista de Lima, t. III, 1860, publicó un estudio sobre este poema D. J. A. de Lavalle.)

—Lágrimas numerosas en la muerte de Doña María de Sanabria y Salas, lloradas por su padre y dirigidas a su esposo. Impreso en Lima por Bernardino de Guzmán, año 1633. Se encuentra en la Biblioteca Nacional, en el t. XXVIII de la gran colección de poesías varias, la mayor parte manuscritas, conocida con el título de Parnaso. «Es escritor castizo y elegante este Sanabria, aunque no de mucho brío» (dice Gallardo):

           Ya que tu muerte, oh cara prenda mía, 
       Mis ojos embaraza con el llanto 
       Y los hurta su oficio noche y día, 
           Permite que en alivio del quebranto 
       Que le ocasiona, suspirarle pueda 
       Quien en ti de su vida perdió tanto.

[p. 115][1] . Solemnidad Fúnebre y Exequias a la muerte del Catholico y Augustíssimo Rei Nuestro Señor D. Felipe IV el Grande, que celebró en la Iglesia Metropolitana la Real Audiencia de Lima, que oi (sic) gobierna en vacante y mandó suprimir el Real Acuerdo de Gobierno. Con licencia. En la Imprenta de Juan de Quevedo. Año de 1666 (portada grabada), 4.º

[p. 115][2] . Apologético en favor de D. Luis de Góngora, Príncipe de los Poetas Lyricos de España, contra Manuel de Faria y Sousa, Cavallero portugués, que dedica al Excmo. Sr. D. Luis Méndez de Haro, etc... Su autor el Dr. Juan de Espinosa Medrano, Colegial Real en el insigne Seminario de San Antonio el Magno, Catedrático de Artes y Sagrada Theología, en él: Cura Rector de la Santa Iglesia Cathedral de la ciudad del Cuzco, cabeza de los reinos del Perú en el Nuevo Mundo. Con licencia. En Lima , en la imprenta de Juan de Quevedo y Zárate. Año de 1694, 8.º Con versos laudatorios de D. Francisco de Valverde Maldonado y Xaraba, de don Diego de Loaysa y Zárate, del Lcdo. D. Bernabé Gascón Riquelme, del maestro Juan de Lyra y del maestro Francisco López Mexía.

[p. 117][1] . Es muy pobre el artículo biográfico de Espinosa Medrano en el Diccionario Histórico del Perú, del general Mendiburu, obra la más apreciable de su género que posee ninguna república de América, aunque más atiende a la parte política y militar que a la literaria, y adolece del defecto de no indicar con precisión sus fuentes bibliográficas. (Diccionario Histórico y biográfico del Perú, formado y redactado por Manuel de Mendiburu. Lima, 1874 y siguientes, 8 vols.)

[p. 118][1] . En el apéndice de uno de los curiosos libros publicados por la Biblioteca Nacional de Lima, bajo la dirección del Sr. Palma, Apuntes históricos del Perú y Noticias cronológicas del Cuzco (Lima, 1902), se ha impreso un poemita en silva de Espinosa Medrano, El Aprendiz de rico, cuyo argumento es la falsificación de moneda de que resultó reo un acaudalado minero de Potosí, apellidado Rocha, que por ello murió en el cadalso. Acompañan a esta composición algunas noticias biográficas del autor, escritas por D. Manuel Calderón, antiguo empleado de la Biblioteca de Lima.

[p. 118][2] . En el tomo V de la muy importante serie de Documentos literarios del Perú, colectados y arreglados por el coronel de Caballería Manuel de Odriozola (Lima, 1873, imp. del Estado). Precede a los versos de Caviedes un apunte crítico, firmado en Buenos Aires; 1870, por D. Juan María Gutiérrez, a quien tanto debe la historia de la literatura colonial de América.

El manuscrito que sirvió para la edición de Odriozola era muy incorrecto, lo cual movió a Palma a repetir la edición de los versos de Caviedes en 1899, al fin del libro titulado Flor de Academias, valiéndose de otro códice mejor que perteneció a la biblioteca de D. Félix C. Coronel Zegarra, adquirida en 1898 por la Nacional del Perú (págs. 333-474).

Bajo el nombre de Caviedes se agrupan dos colecciones poéticas: el Diente del Parnaso y las Poesías diversas. Todo lo que se contiene en la primera es indisputablemente suyo, y tiene la comunidad del tema, anunciada ya desde el título: Diente del Parnaso. Guerras físicas, proezas medicinales, hazañas de la ignorancia, sacadas a luz por D. Juan Caviedes, enfermo que milagrosamente escapó de los errores de los médicos por la protección del glorioso San Roque, abogado contra los médicos o contra la peste, que tanto monta. Dedícalo su autor a la Muerte, emperatriz de médicos, a cuyo augusto cetro le feudan vidas y tributan saludes en el tesoro de muertos y enfermos. Lleva fe de erratas, tasa, licencia y aprobaciones, todo en versos burlescos.

La segunda sección de poesías varias, serias y jocosas, me inspira muchas sospechas. El estilo de la mayor parte de ellas no es el de Caviedes, ni siquiera parece el de un sólo poeta, sino de varios, cuyas obras se mezclaron con las suyas en las colecciones manuscritas. Hay, entre ellas, primorosos romances amatorios, de la buena escuela del siglo XVII, por ejemplo, los que comienzan:


           En el regazo de un olmo, 
       Verde gigante del prado, 
       Estaba un triste pastor, 
       Pensativo y sollozando. 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
           En un laurel convertida 
       Vió Apolo a su Dafne amada: 
       ¿Quién pensara que en lo verde 
       Murieran sus esperanzas? 
       Abrazado con el tronco 
       Y cubierto con las ramas, 
       Pegó su boca a los nudos, 
       Y a la corteza la cara...

endechas y canciones del mismo gusto, que recuerdan a Solís y a Calderón, a veces con imitación directa, verbigracia:


           Nace el ave ligera 
       De rizado plumaje, y a la esfera 
       Irguiéndose veloz y enriquecida, 
       A Dios está rendida. 
       Y yo con libertad en tanta calma, 
       Nunca, Señor, os he ofrecido el alma. 
           Nace el bruto espantoso 
       De riza crín, de cerdas mar undoso, 
       Y al mirarse de todos respetado, 
       Siempre venera al Ser que lo ha creado, 
       Sólo yo con terrible desvarío, 
       Nunca os postré, Señor, el albedrío. 
           Nace la flor lucida, 
       Ya rubí, ya esmeralda engrandecida, 
       Y al ver su color roja, 
       Por dar a su autor gracias se deshoja, 
       Y yo con libertad en tanta calma, 
       Nunca, Señor, os he ofrecido el alma. 
           Nace el arroyo de cristal o plata, 
       Y apenas entre flores se desata, 
       Cuando en sonoro estilo guijas mueve 
       Y a Dios alaba con su voz de nieve. 
       Sólo yo con terrible desvarío. 
       Nunca os postré, Señor, el albedrío. 
           Nace el soberbio monte, 
       Cuya alteza registra el horizonte, 
       Y en su tosca belleza 
       Ensalza más a Dios con su rudeza. 
       Y yo con libertad en tanta calma, 
       Nunca, Señor, os he ofrecido el alma.

Mi sospecha no se limita sólo a las composiciones de asunto grave y a las puramente líricas, sino que se extiende también a algunas de las festivas y burlescas, que no tienen por blanco principal la medicina y los médicos. Hay, entre ellas, una larga sátira, en pareados de entremés, donde, con indisputable gracejo, se va pasando revista a las varias cartas de hipócritas, beatas, caballeros de la hampa, damas de embeleco, doctores de babilonia o de chafalonia. El poeta quiso hacerse pasar por Caviedes, puesto que nombra a dos de los médicos en quienes él había encarnizado más su pluma:

       A todos, por idiotas, los condeno, 
       Porque ninguno hay bueno, 
       Desde Bermejo, tieso y estirado, 
       Hasta Liseras, giba y agobiado...

Pero la llaneza del estilo, la ausencia de retruécanos, el sabor general de la composición , parecen del siglo XVIII más que del XVII. Los dos primeros capítulos, que versan sobre las hazañerías de los falsos devotos y mojigatos, recuerdan, en seguida, el donoso librillo de D. Fulgencio Afán de Ribera, Virtud al uso y mística a la moda, no escrito hasta 1729.

El hecho de encontrarse algunos de estos poemas en la Flor de Academias (1709), atribuídos a otros ingenios que los leyeron como propios en la tertulia del Marques de Castell-dos-Rius, prueban a mi ver, no un plagio, que seria inverosímil, tratándose de un poeta muerto hacía pocos años, y cuyos versos debían de ser muy populares en el estrecho círculo literario de Lima, sino la suerte o desgracia que a Caviedes, como a tantos otros autores de obras de burlas, cupo, de que se le atribuyesen poesías en que no pensó, lo cual se comprueba no sólo en el caso excepcional de Quevedo, bajo cuyo nombre se creó toda una literatura apócrifa, sino en versificadores de menos nombre, como el catalán Vicente García, rector de Vallfogona, y el valenciano Padre Mulet.

En ninguno de los numerosos certámenes poéticos de su tiempo figura el nombre de Caviedes, más que en el dedicado por la Universidad de San Marcos al virrey Conde de la Monclova, en 1689. El general Mendiburu no le menciona en su Diccionario.Pero los redactores del antiguo Mercurio Peruano le dedicaron un breve artículo, en 28 de abril de 1791.

[p. 123][1] . Este romance, tan sucio como ingenioso, comienza:

       Purgando estaba sus culpas 
       Anarda en el hospital; 
       Que estos pecados en vida 
       Y en muerte se han de purgar...

y es imitación, no empeorada, del famoso de Quevedo:

       Tomando estaba sudores 
       Marica en el hospital

[p. 123][2] . No tiene reparo en estampar con todas sus letras, los nombres y apellidos de estos doctores,

       Ignorantes majaderos, 
       Que matan con libertad 
       Más hombres en la ciudad 
       Que el obligado carneros...

Su encono contra los médicos rayaba en monomanía, pero le faltaba la vena cómica de Tirso de Molière. En el corto ámbito de sus romances casi improvisados y muy desiguales, tiene ocurrencias felices, por ejemplo, el chistoso «Memorial que presentó la Muerte al virrey Duque de la Palata cuando se trataba de enviar buques y gente de guerra contra los corsarios y se construían las murallas para resguardo de Lima», proponiendo como el mejor arbitrio enviar contra el enemigo una embarcación tripulada por médicos, boticarios, barberos y curanderos (los había de ambos sexos, según da a entender, y probablemente serían indias las que a esto se dedicasen). En el mismo género merecen citarse los versos a Machuca, por su nombramiento de médico de la Inquisición:

       Ya los autos de la fe, 
       Se han acabado sin duda, 
       Porque de la Inquisición, 
       Médico han hecho a Machuca. 
       Relajados en estatua 
       Saldrán judíos y brujas, 
       No en persona, que estarán 
       Ya relajados con purgas. 
       Tan hechiceras como antes 
       Serán las tristes lechuzas, 
       Porque en manos del doctor 
       Han de volar con unturas...

En sus rasguños picarescos aspira Caviedes a remedar la desgarrada bizarría de las jácaras de Quevedo, en cuya lectura estaba empapado. Véase, por ejemplo, esta sarta de apodos y denuestos contra el médico jorobado Liseras:

       Más doblado que un obispo 
       Cuando en su obispado espira, 
       Y más que capa de pobre 
       Cuando nueva algunos días: 
       Más que bracelete vueltas, 
       Más revueltas que una esquina, 
       Más gradas que cementerio, 
       Más rincones que cocina, 
       Más hinchado que un abad, 
       Más agachado que espina, 
       Y más embutido de hombros 
       Que ignorante que se admira, 
       Más tuerto que andar derecho 
       Entre corchetes y escribas, 
       Más torcido que una ley 
       Cuando no quieren que sirva. 
       Más escaso que banquete 
       De poeta que convida... 
       Más agobiado que un jaque, 
       Más gibado que bocina, 
       Y en fin, en la espalda y pecho, 
       Catafalco con ropilla.

Del cuadro de la taberna de Lepre parecen arrancadas las grotescas figuras de dos borrachos de Lima:

       El Portugués y Piojito 
       Viven piposos con alma, 
       Matusalenes de Pisco 
       Sino Adanes de la Nasca (a), 
       Y jamás han visto nieve, 
       Ni saben si es negra o blanca, 
       Ni en sus hígados se han puesto 
       Emplastos de verdolagas. 
       Los mostos son sus cordiales, 
       De aguardiente sus horchatas, 
       Los pámpanos su achicoria, 
       Y estas hojas sus borrajas, 
       Los lagares sus boticas, 
       Los azumbres son sus dracmas, 
       Su boticario el pulpero 
       Y su doctor la parranda...

De muchas de las composiciones de Caviedes pueden entresacarse versos felices, pero apenas hay ninguna que íntegramente satisfaga. Son varias las que afectan la forma de pleito o alegato judicial, que todavía estaba en boga por los tiempos de Bernat Baldoví y sus camaradas de La Risa, El Fandango y otros semanarios burlescos de mediados del siglo XIX, que rara vez hacen reír por lo mismo que se lo proponen siempre.

(a) De los valles de Pisco y Nasca procedían los mejores aguardientes del Perú.

[p. 126][1] . Hoy está en nuestra Biblioteca Nacional. Otra copia, procedente de la colección del Sr. Zegarra, posee la Biblioteca Nacional de Lima, y de ella se ha valido D. Ricardo Palma para publicar íntegra la Flor de Academias (edición oficial), Lima, oficina tipográfica de «El Tiempo», 1899.

El general Mendiburu (Diccionario histórico, tomo VI, pág.153) dice que «algunas de estas poesías se publicaron en Lima a fines del siglo XVIII, en el Diario erudito, cuyo editor consiguió el primer tomo de la colección y anunció existir otras dos que estaba solicitando. El Mercurio Peruano, números 16 y 17 del mes de febrero de 1791, insertó una relación histórica relativa a la academia del Marqués de Castell-dos-Rius. Su autor fué el capitán D. Diego Rodríguez de Guzmán, quien como custodio del archivo conservó muchos apreciables papeles, entre ellos una colección de actas con 370 hojas, que llegó a manos de los editores de dicho Mercurio... En aquel tiempo aparecieron en Lima otras reuniones de personas estudiosas e ilustradas: el Marqués de Villafuerte, fiscal de la Audiencia, fomentó en su casa una de estas apreciables asociaciones, y no lo fué menos la que cultivó en la suya la familia de Orrantia.»

[p. 127][1] . Historia Crítica de la Poesía Castellana en el siglo XVIII... Tercera edición, corregida y aumentada. Tomo I... Madrid, Rivadeneyra, 1893 (t. XCVII de la Colección de Escritores Castellanos) , págs. 83-91.

[p. 128][1] . Ampliando las noticias contenidas en su libro, nos facilitó nuestro ilustre compañero el Sr. de Cueto, las muy interesantes notas que publicamos a continuación y que creemos útiles aun después de la publicación del Sr. Palma:

—CASTELL-DOS-RIUS (D. Manuel de Oms y de Santa Pau, Marqués de). Natural de Cataluña; Grande de España; Virrey del reino de Mallorca; Embajador en Portugal y en Francia. Murió en Lima, a los sesenta años de edad, el día 24 de abril de 1710, siendo virrey, gobernador y capitán general de los reinos del Perú, Tierra Firme y Chile.

Flor de Academias, que contiene las que se celebraron en el Real Palacio de esta corte de Lima, en el gabinete del Excmo. Sr. D. Manuel de Oms y de Santa Pau, olim de Sentmanat y de Lanuza, Marqués de Castell-dos Rius... desde el lunes 23 de septiembre del año de 1709 hasta el 24 de abril de 1710.— Es un códice de 206 hojas, perteneciente a la preciosa colección de manuscritos del Sr. D. Pascual de Gayangos.

En este códice hay poesías de varios ingenios y algunas del Virrey. Todas conceptuosas, como de aquel tiempo. Para dar alguna idea de aquellas tertulias poéticas, copiaremos algunas palabras de la Noticia proemial de la Flor de Academias:

«Determinó (el Virrey) celebrar en su gabinete todos los lunes por la noche una academia, compuesta de aquellos caballeros sus más favorecidos y estimados, y que más inmediatamente y con mayor afecto le asistían... El orden que observó S. E. en las primeras academias, fué dar a todos los ingenios un mismo asunto, a que compusiesen de repente,

  señalándoles también el metro en que habían de escribir, y un breve espacio de tiempo para correr la pluma en su desempeño.

Precedía a la composición poética la dulce armonía. Música formada de diestras escogidas voces y varios sonoros instrumentos. Ostentaba el regio camarín, en el aparato magnífico de su opulencia, los preciosos adornos que entre el lucimiento y la curiosidad dilataban los ánimos en el gusto y la admiración...

A la ingeniosa tarea de las obras que se componían de repente, añadió su Excelencia la de que se hiciesen juntamente otras de pensado para traerlas el lunes siguiente...

Su Excelencia había cultivado la claridad de su entendimiento con el continuo estudio de todas las letras que ilustran el ánimo de un generoso príncipe, y con el político manejo de sus altos empleos. Ninguna lengua de las célebres le fué extranjera.

Lo que en todas las academias se escribió, es lo que contiene este libro. Pero era mucho más lo que se decía extemporáneamente a diferentes asuntos y argumentos que ofrecían la conversación, el acaso o la controversia de diferentes materias, facultades y noticias, con admirable piedad en la inteligencia de la filosofía y matemáticas, jurisprudencia, teología, historia, poética y razón de estado: usando en todo de rara novedad, sin que jamás se oyese composición ordinaria o común... S. E. y los demás ingenios habían hecho usuales los primores más difíciles... En algunas ocasiones se vió tejida entre S. E. y los demás concurrentes una representación cómica con todos los rigores y preceptos del arte...

Juzgo que en este libro ofrezco a la discreción una joya muy rica, compuesta de peregrinas preciosidades, reservando para otro tomo las demás obras poéticas de S. E., y para otro las que se escribieron en los festejos cómicos para la celebridad de todas las Reales fiestas, y años de Sus Majestades y nacimiento de nuestro Príncipe; y en ese tomo ofrezco todas las loas que escribieron alternadamente S. E. y el Dr. D. Pedro José Bermudez.»

A la muerte del Marqués de Castell-dos-Rius, llorada sinceramente en Lima, escribieron versos varios ingenios del Perú. En el manuscrito Flor de Academias, hay composiciones consagradas a su gloriosa memoria, de D. Pedro Bermúdez de la Torre, del Ldo. D. Miguel Cascante, del Marqués de Brenes, del Conde de la Granja, de D. Juan José Bermúdez, de D. Mateo Mariano Bermúdez, de D. Pedro de Peralta, de don Francisco Santos de la Paz, de D. Jerónimo de Monforte y del capitán D. Diego Rodríguez de Guzmán.

Como muestra de esta poesía ingeniosa, pero desigual, enredada y conceptuosa, pondremos aquí un soneto del Conde de la Granja:

A LA MUERTE DEL MARQUÉS DE CASTELL-DOS-RIUS, VIRREY DEL PERÚ

           Canto, bien que no sé si canto o lloro, 
       Aun en sombras, la muerte esclarecida 
       De un héroe que dió vida con su vida 
       A ciencias y artes, y al castalio coro. 
           Varón de un siglo en que volvió el de oro, 
       Pues gobernó con rienda tan medida, 
       Que en la razón a la justicia unida 
       Cifró del mando el principal decoro. 
           Discreto fué sin presunción de sabio 
       Supo hermanar con su saber su suerte, 
       Supo lo que en mortal junto no cupo. 
           Igualó al de Demóstenes su labio; 
       ¿Qué no supo él?... Él supo hasta en la muerte 
       Lo más que hay que saber, pues morir supo.

—ROJAS Y SOLÓRZANO (D. Juan Manuel de). Caballero de la Orden de Santiago, Secretario del Virrey del Perú.

Era este ingenio de los que tomaban mayor parte en las academias poéticas que se celebraban en Lima en el palacio del Marqués de Castell-dos-Rius (1709 Y 1710). En el códice Flor de Academias hay muchas poesías suyas. Tenía viva fantasía, y es tal vez uno de los poetas malogrados por el perverso gusto de la época. Creemos oportuno dar aquí una muestra de su estilo.

Era el 19 de diciembre de 1709. La academia había de ser aquella noche más solemne y espléndida que de ordinario. Estaba consagrada a celebrar los años del rey Felipe V. Dióse principio a la función con una oración académica de carácter fantástico, que fué recitada por don Juan de Rojas, al son de una música suave. Así empieza esta oración poética:

       ¡Ah de la sacra mansión! 
       ¡Ah del celeste pensil! 
                Mi acento escuchad, 
                Mi voz oíd, 
       Y al obsequio plausible concurra 
       De alados ingenios la turba sutil. 
                Mirad, advertid 
       Que hoy el voto y el culto promete 
       A osados alientos el premio feliz. 
       .......................................................... 
       Hoy la noche se goce triunfante, 
       Pues vagas sus sombras pudieron unir 
       En mejor firmamento los astros 
       Que en ella brillantes se miran lucir. 
       Del aplauso las voces sonoras 
       Escuche suspenso el celeste confín, 
       Y del tiempo sus ecos heroicos 
       En bronces eternos estampe el buril. 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
       .. .. .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Después pide el poeta a Apolo su favorable influjo en varias estrofas. He aquí algunas de ellas:

       ... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
           Ya que mi torpe diestra herir no sabe 
       Plectro armonioso, cítara elocuente, 
       Permítele pulsar hoy la cadente 
                Lira suave. 
       Haz que el monte en mi voz glorias blasone, 
       Triunfando del empeño victoriosa, 
       Y que mi tosca sien la desdeñosa 
                Dafne corone. 
       Haz que mi helado espíritu se influya 
       Del rayo que a tu espíritu merezca, 
       Y brille en él de suerte que parezca 
                Dádiva tuya. 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Después canta en octavas reales algunas aventuras de Apolo, y, al referir la fuga de Dafne, proclama la excelencia del amor del corazón en esta notable octava:

       ¡Oh vil pasión del apetito humano, 
       Grosera adulación de los sentidos, 
       Que igualas lo vulgar y soberano 
       Cuando formas dichosos de atrevidos! 
       Vuelve los ojos, y verás que ufano 
       Burla el desdén arrojos fementidos; 
       Que amor, si un alma en conquistar se esfuerza, 
       La vence por constancia, no por fuerza.

—BERMÚDEZ DE LA TORRE Y SOLIER (D. Pedro José). Doctor en ambos derechos; Alguacil Mayor de la Real Audiencia de Lima.

Uno de los poetas más abundantes e ingeniosos de aquellos que constituían la rertulia poética del Virrey del Perú en los años de 1709 y 1710. El códice Flor de Academias dice del Dr. D. Pedro Bermúdez estas palabras: «Sus obras, estimadas aún en distintos climas, excusan mi alabanza.»

Sus romances, especialmente aquel en que describe la tela de Penélope (págs. 89-91), son de lo mejor que hay en la Flor de Academias.

Nada impreso hemos visto de este poeta, a excepción de estas tres obras: Soneto destinado a ensalzar un mal poema de D. Francisco Santos de la Paz en elogio del Obispo de Quito, Virrey del Perú, D. Diego Ladrón de Guevara.

Aclamación afectuosa, en aplauso de la heroica acción que ejecutó el Serenísimo señor Príncipe de Asturias matando a un toro en un bosque poco distante de la ciudad de Sevilla en defensa de la Princesa nuestra señora, el año pasado 1729. Es un romance endecasílabo, impreso en Lima en 1730.

Un soneto al mismo asunto.

Escribió varias loas.

A estos opúsculos citados por el Sr. Cueto, deben añadirse otros varios, casi todos de circunstancias, que enumera el Sr. de la Riva Agüero (La Historia en el Perú, pág. 323).

Entre las mejores poesías contenidas en la Flor de Academias, deben contarse seis fábulas esópicas parafraseadas en variedad de metros por Cascante, el Marqués de Brenes, Rojas Solórzano, Bermúdez, Peralta Barnuevo y D. Jerónimo de Monforte (acta 6.ª, lunes, 28 de octubre de 1709).

[p. 133][1] . Poema sacro de la Passión de N. S. Jesuchristo, que en un romance castellano, dividido en siete Estaciones, escribía D. Luis Antonio de Oviedo Herrera y Rueda. Lima, Francisco Sobrino, 1717, 4.º

Consta de mil doscientas cuarenta y cuatro coplas, todas con el mismo asonante:

       ¿Qué armada tropa es aquella, 
       Que entre el horror de la noche 
       Envuelta, abultando sombras, 
       Da más cuerpo a sus horrores? 
           Hurtándose al paso, marcha, 
       Como que de sí se esconde 
       Tan quedo, que aun no despierta 
       A las soñolientas flores.

Vida de Santa Rosa de Santa María, natural de Lima y patrona del Perú, poema heroyco, por D. Luis Antonio de Oviedo y Herrera, Caballero del Orden de Santiago, Conde de la Granja... En Madrid, por Juan García Infanzón, año de 1711, 4.º El poema tiene doce cantos. Las aprobaciones del libro son extensas e interesantes. Los versos laudatorios, latinos y castellanos, pertenecen al P. José Francisco de la Reguera, prefecto de los Estudios Reales de Latinidad en el Colegio Imperial de Madrid; al Marqués de Miana, consejero de Indias; a los dos famosos poetas dramáticos Zamora y Cañizares, al Padre jesuíta José Rodríguez, a D. Pedro de Urquiza y a un hijo del autor llamado como su padre.

En la segunda edición de este poema, hecha en Lima en 1867 por el presbítero M. T. González La Rosa, se cometió el desacierto de suprimir las 82 páginas de preliminares.

Para hacerse cargo de la copiosa literatura antigua y moderna relativa a Santa Rosa de Lima, véase el esmerado Estudio Bibliográfico de D. Félix Cipriano C. Zegarra, publicado en 1886 con motivo del tercer centenario de la Santa. A 276 llegan las obras, de diversos países y lenguas, que directa o incidentalmente tratan de la patrona de Lima, con ser tan moderna.

[p. 134][1] . Véase una octava de esta descripción, como muestra del estilo del poeta:

       Densos vapores su crestada cumbre 
       Como penachos trémulos ondea; 
       Anéganse en su propia muchedumbre, 
       Representando asombros en la idea: 
       En pavesas envuelta oculta lumbre, 
       De sus entrañas, palpitante humea, 
       Y con la llama, que discurre vaga, 
       Todo se enciende: sólo el sol se apaga.

[p. 135][1] . Conocía, además, el griego, el inglés y el quechua. En francés dejó dos poemas manuscritos, El triunfo de AstreaLa gloria de Luis el Grande, en alabanza, respectivamente, de Felipe V y de Luis XIV. Del italiano tradujo varias obras, y del latín la oda XIV del libro 1.º de Horacio. (Vid. Monumentos literarios del Perú, por Guillermo del Río. Lima, 1812.)

[p. 136][1] . «Su verdadera vocación científica fué la de matemático y astrónomo. Las ciencias exactas constituyeron el principal objeto de sus tareas intelectuales; y las estudió, no tanto en la parte teórica, cuanto en las aplicaciones de la Astronomía, la Ingeniería Militar y Civil y la Metalurgia. En 1702 lo hallamos reconociendo el cometa visible en Lima, la noche del 26 de febrero. En 1709 lo nombró el virrey marqués de Castell-dos-Rius, en reemplazo del flamenco Koening, catedrático de Prima de Matemáticas en la Universidad. Esta cátedra comprendía en sus enseñanzas las de Náutica y Pilotaje, y llevaba anexos generalmente los cargos de Cosmógrafo Mayor e Ingeniero del Virreinato. En desempeño de estas obligaciones, Peralta publicaba todos los años el calendario oficial o Conocimiento de los tiempos, acompañado de pronósticos astronómicos y también astrológicos, porque rindió cuantioso tributo a la Astrología, del propio modo que su coetáneo D. Diego de Torres y Villarroel, muy desemejante de él en vida e índole, pero émulo suyo en variedad de aptitudes científicas y literarias... Suministró muchos datos cosmográficos al viajero francés Frazier. Fué socio correspondiente de la Academia de Ciencias de París. En materia de Arquitectura Militar, imprimió, ya muy anciano, en 1740, la disertación Lima inexpugnable, discurso hereotectórico,en que demuestra la incapacidad defensiva de las murallas por el duque de la Palata y propone la construcción de una ciudadela. Compuso, igualmente, en su calidad de Ingeniero mayor del Virreinato, un informe manuscrito sobre las fortificaciones de Buenos Aires; y en tiempos del marqués de Castell-Fuerte, ideó e hizo ejecutar en el Callao una gran empalizada, con el objeto de contener las aguas del mar, que batían y arruinaban los muros del puerto, escribiendo para ello dos Memorias detalladas, y formando el plano y el presupuesto de la obra.» (Vid. Agüero: La Historia en el Perú, págs. 301-302.)

[p. 137][1] . Costeó la edición de este volumen, que en España es bastante raro, el rico caballero montañés D. Ángel Ventura Calderón Ceballos y Bustamante (primer Marqués de Casa-Calderón). La impresión es de las más esmeradas de la tipografía limeña y lleva estampas que dibujó «un varón religioso, grande en la cátedra y en el púlpito, y mayor en la virtud, cuyo nombre se oculta».

[p. 138][1] . Lima, por Francisco Sobrino y Dados, 1732. Dos vols., 4.º Versos laudatorios de Ángel Ventura Calderón, Antonio Sancho Dávila Bermúdez de Castilla, Miguel Mudarra de la Serna Roldán, Francisco de Robles y Maldonado y José Bernal. Este poema ha sido reimpreso en el tomo I de la Colección de documentos literarios del Coronel Odriozola.

[p. 138][2] . Hay, sin embargo, de vez en cuando alguna octava no despreciable, por ejemplo, esta del canto 8.º:

       En su horizonte el sol todo es aurora, 
       Eterna el tiempo todo es Primavera, 
       Sólo es risa del cielo cada hora, 
       Cada mes sólo es cuenta de la Esfera. 
       Son cada aliento un hálito de Flora, 
       Cada arroyo una Musa lisonjera; 
       Y los vergeles, que el confín le debe, 
       Nubes fragantes con que el cielo llueve.

[p. 139][1] . Por el mismo tiempo, un desconocido poeta de Lima, llamado Villalta, terminó la comedia Amor es arte de amar, de la cual D. Antonio de Solís había dejado únicamente escrita, parte de la primera jornada. También poseía esta continuación inédita el Sr. Sancho Rayón.

[p. 140][1] . Sobre Peralta Barnuevo publicó un importante estudio en la Revista del Plata (tomos VIII, IX y X) D. Juan María Gutiérrez.

El Sr. de La Riva Agüero, en su libro ya citado, añade muchas noticias; e importantes, aunque quizá demasiado apologéticas, consideraciones.

[p. 141][1] . Parentación Real al Soberano nombre e inmortal memoria del católico Rey de las Españas y Emperador de las Indias... D. Carlos II, fúnebre solemnidad y suntuoso mausoleo que en sus reales exequias en la Iglesia Metropolitana de Lima consagró a sus piadosos manes el Excelentísimo Señor D. Melchor Portocarrero Laso de la Vega, Virrey, Gobernador y Capitán general de estos reinos y provincias del Perú, Tierra Firme y Chile. Escríbela de orden de su Excelencia el R. P. M. Fr. José de Buendía, de la Compañía de Jesús. En la imprenta Real del Santo Oficio y de la Santa Cruzada. Año de 1701. (Con una lámina que representa el túmulo.)

Hay versos de veintiocho o treinta poetas, todos oscurísimos, a excepción de Peralta Barnuevo.

—Aplauso reverente y afectuoso de la Universidad de San Marcos a D. Diego Ladrón de Guevara, 1711.

—El Sol en el Zodiaco. Certamen poético en el solemne, triunfal recibimiento de D. Carmine Nicolás Caracholo, Príncipe de Santo Buono, 1717.

—Cartel del certamen. El Theatro heroico. Certamen poético de la Universidad al recibimiento de D. Diego Morcillo Rubio de Auñón, 1720.

—Cartel del certamen. El Júpiter Olímpico. Para la festiva celebración poética de la Universidad a Morcillo Rubio de Auñón,1720.

—Elisio Peruano. Solemnidades heroicas y festivas demostraciones de júbilos que se han logrado en la muy Noble y muy Leal Ciudad de los Reyes, Lima, en la aclamación de D. Luis Primero, N. S. Las resume D. Gerónimo Fernández de Castro yBocángel. Lima, por Francisco Sobrino, 1725. Tuvieron estas fiestas la rara condición de ser póstumas, puesto que Luis Primero había fallecido en 31 de agosto de 1724, y todavía en el Callao le estaban festejando a principios de febrero de 1725. Se representaron con esta ocasión tres comedias: Los Juegos Olímpicos, de Salazar y Torres; El Poder de la Amistad, de Moreto;Para vencer amor querer vencerle, de Calderón. Para esta última compuso Peralta Barnuevo una loa, Monforte un sainete y Fernández de Castro una introducción, zarzuela, baile y fin de fiesta para el Sarao de los Planetas. Todo viene inserto en elElisio Peruano.

—Parentación Real, sentimiento público, luctuosa pompa, fúnebre solemnidad, en las reales exequias de... D. Luis I, Católico Rey de las Españas y Emperador de las Indias. Suntuoso mausoleo que a su augusto nombre e inmortal memoria erigió en la Iglesia de Lima el Excmo. Sr. D. José de Armendáriz, Marqués de Castel-Fuerte, Virrey etc. Escríbelo de orden de su Excelencia el R. P. Fr. Tomás de Torrejón, de la Comp. de Jesús... Lima, imp. de la calle de Palacio, por Ignacio de Luna y Bohórquez, 1725, 4.º

—Fúnebre, religiosa pompa de nuestro Santísimo Padre Benedicto XIII, por Fr. Alonso del Río, 1731.

—Magnífica parentación y fúnebre pompa, en la ocasión de trasladarse... la sepultura... del cuerpo... de D. Diego Morcillo Rubio de Auñón. Sácala a luz... el Dr. D. Alfonso Carrión y Morcillo. Lima, Antonio Gutiérrez de Ceballos. Año de 1744.

—Hercules Aclamado de Minerva. Certamen poético de la Universidad al recibimiento del Virrey Manso, 1745.

  —Parentación Real, luctuosa pompa y suntuoso cenotafio que al augusto nombre y real memoria de D. Felipe V, Rey de las Españas y Emperador de la Indias... mandó erigir el Excmo. Sr. D. José Manso de Velasco, Virrey, etc... Cuya relación escribe de orden de su Excelencia el señor don Miguel Sáinz de Valdivielso Torrejón, abogado de esta Real Audiencia. Año de 1747.(Con una gran lámina, que representa el catafalco.)

—El Día de Lima. Proclamación Real de Fernando VI, 1748. No tiene más versos que una loa de D. Félix de Alarcón.

—Plausibles fiestas que en la provincia de Guaylas consagró al Catholico Rey de las Españas, el Señor D. Fernando el Sexto, el amor y lealtad del general D. Bartolomé de Silva. Por D. Francisco Xavier de Villalta y Núñez. Lima, imprenta de la calle de Palacio, 1749.

—Relación de las exequias y fúnebre pompa que a la memoria del muy alto y poderoso Señor D. Juan V... Rey de Portugal y de los Algarbes mandó erigir en esta capital de los Reyes el día 8 de febrero de 1752 el Excelentísimo Sr. D. José Manso de Velasco..., Conde de Suparunda..., Virrey, etc. De cuya orden la escribe el R. P. M. Fr. José Bravo de Rivera, de la Comp. de Jesús... Año de 1752.

—Puntual descripción, fúnebre lamento y suntuoso túmulo de la regia, doliente pompa con que en la Iglesia Metropolitana de la ciudad de los Reyes, corte de la América Austral, mandó solemnizar las reales exequias de la Sma. Señora Doña Mariana Josefa de Austria, reyna fidelísima de Portugal y los Algarbes, el día 15 de marzo de 1756, el activo celo del... Conde de Superunda, Virrey, etc..., de cuyo superior mandato la escribe el R. P. Fr. Alejo de Alvites, del Orden Seráfico. Año de 1756.

—Relación fúnebre de las reales exequias que a la triste memoria de la Serenísima Majestad de la muy alta y muy poderosa Sra. Doña María Bárbara de Portugal, Católica Reina de las Españas... mandó celebrar... el Virrey D. José Manso de Velasco, Conde de Super-unda..., de cuya orden la escribió el R. P. dominico Fr. Mariano Luján... Año de 1760.

—Pompa funeral en las exequias del Católico Rey de España... Don Fernando VI, Nuestro Señor, que mandó hacer en esta Iglesia Metropolitana de Lima, a 29 de julio de 1760, el... Virrey... Conde de Super-unda. Descríbela por orden de Su Excelencia el P. Juan Antonio Rivera, de la Compañía de Jesús... Año de 1760.

—Lima Gozosa. Descripción de la proclamación de Carlos III, 1760. No habiéndola visto, ignoro si contiene versos.

—Parentación solemne que al nombre augusto y real memoria de la Católica Reina... Doña María Amalia de Sajonia... mandó hacer en esta Santa Iglesia Catedral de Lima... el día 27 de junio de 1716, el... Conde de Super-Unda, Virrey, etc. Y la escribe por orden de su Excelencia el P. Victoriano de Cuenca, de la Comp. de Jesús... Año de 1761.

 —El nuevo héroe de la fama. Certamen poético con que la Universidad de Lima celebró el recibimiento del virrey D. Manuel de Amat. Escribióle el Marqués de Casaconcha. Lima, imp. de los Niños Huérfanos, 1762.

—Fúnebre pompa a la memoria de D. Juan de Castañeda, por Isidro José Ortega y Pimentel, 1763. No la he visto, e ignoro, por tanto, si contiene versos.

—Romance en la fiesta con que los Ballones de Lima celebraron la imagen de Ntra. Sra. de Monserrat, 1766.

—Romance a la entrada y ejercicio de fuego que hizo la tropa que volvió de Quito, 1768.

—Relación de las reales exequias que a la memoria de la Reina Madre Doña Isabel Farnesio mandó hacer... el Excmo. Sr. D. Manuel de Amat y Junient..., Virrey, etc... De cuya orden la escribió D. José Antonio Borda y Orozco, Coronel del Regimiento de dragones de Carabayllo... Año de 1768. Esta relación, ya de mejor gusto que las anteriores, no contiene más que algunos dísticos latinos, que se pusieron en el túmulo.

—Lágrimas de Lima en las exequias de D. Pedro A. de Barroeta, por Joseph Potau, 1776.

—Cartel del Certamen. Templo del honor y la virtud. En el plausible triunfal recibimiento del Excmo. Sr. D. Agustín de Jáuregui y Aldecoa, en la Real Universidad de San Marcos de Lima, 1783.

—Reales exequias que por el fallecimiento del Señor Don Carlos III... mandó celebrar... el Excmo. Sr. D. Teodoro de la Croix, del Orden teutónico..., Virrey, etc... Descríbelas D. Juan Risco, Pbro. de la Congregación de San Felipe Neri. En la imprenta de Niños Expósitos. Año de 1789. No contiene poesías; pero el P. Risco asegura que pasaron de mil las que cubrían el túmulo, estatuas, pilares y muros de la iglesia. ¡Qué desastrosa fecundidad! Por las de Terralla, únicas que se imprimieron, podrá juzgarse lo que valdrían las restantes.

—Convite métrico general en la proclamación de Carlos IV, 1789.

—Descripción de las fiestas que celebró Lima a la exaltación de Carlos IV, 1790.

Hay otras sin fecha, pero baste con las referidas, y en la Bibliografía de Medina se encontrarán todas. De algunas de ellas se da noticia en un ameno artículo del Sr, Palma. (Tradiciones Peruanas, 2.ª serie, Lima, 1883), con el título de Los plañideros del siglo pasado.

 

[p. 145][1] . La edición que tengo a la vista es la siguiente: Lima por dentro y fuera. En consejos económicos, saludables, políticos y morales que da un amigo a otro con motivo de querer dexar la ciudad de México, por pasar a la de Lima. Obra jocosa y divertida. En que con salados conceptos se describen, además de otras cosas, las costumbres, usos y mañas de las madamitas de allí, de acá y de otras partes. La da a luz Simón Ayanque. Madrid, Villalpando, 1798, 12.º

Mucho más ameno e interesante es un libro en prosa, publicado clandestinamente en Lima (según la opinión más probable), con el título de El Lazarillo de ciegos caminantes desde Buenos Ayres hasta Lima, con sus itinerarios según la más puntual observación, con algunas noticias útiles a los nuevos Comerciantes que tratan en Mulas; y otras Históricas. Sacado de las Memorias que hizo Don Alonso Carrió de la Vandera en este dilatado viaje, y Comisión que tubo por la Corte para el arreglo de Correos; y Estafetas, Situación y ajuste de Postas desde Montevideo. Por Don Calixto Bustamante Carlos Inca, alias Concolorcorvo, natural del Cuzco, que acompañó al referido Comisionado en dicho viaje, y escribió sus Extractos. Con licencia. En Gijón, en la imprenta de la Rovada. Año de 1773.

La Junta de Historia y Numismática Americana, bajo cuyos auspicios se publica una colección de libros raros e inéditos sobre la región del Río de la Plata, ha hecho una esmerada reimpresión de este Lazarillo (Buenos Aires, 1908), con un prólogo de D. Martiniano Leguizamón.

Probablemente el apellido del autor es tan fingido como el pie de imprenta. Es dudoso que se llamase Bustamante, y él mismo dice que se puso el nombre de Concolorcorvo, por tener el color de ala de cuervo.

 Se da por indio natural del Cuzco, y «descendiente de sangre real por línea tan recta como la del arco iris». Pero todo ello, por el modo de decirlo, parece una desvergonzada broma: «Yo soy indio neto, salvo las trampas de mi madre, de que no salgo por fiador.» De todos modos, no se trata de un viaje imaginario, sino muy auténtico, que entre burlas y veras contiene curiosísimas descripciones y picantes noticias de costumbres, por lo cual el historiador no puede ni debe desdeñarle, a pesar de las bufonadas que de vez en cuando le salpican. Los capítulos relativos al estado social de los indios, tienen cosas muy dignas de atención. En suma, pocos libros hay de su género y de su tiempo que se lean con tanto agrado como éste instructivo viaje por una vasta región de la América del Sur, cuyos territorios se reparten ahora la República Argentina, Bolivia y el Perú.

[p. 146][1] . En el prólogo de El Espejo de mi tierra.

Hay un artículo biográfico de Terralla en la 3.ª serie de las Tradiciones Peruanas, de D. Ricardo Palma.

[p. 147][1] . Escandón publicó, además, un Poema en celebridad del virrey D. Manuel de Amat, y otros papeles en prosa y verso, que le acreditan de hombre de menguado caletre y estrafalario gusto.

[p. 147][2] . La enciclopédica cultura del Dr. Peralta Barnuevo se encuentra renovada con notables mejoras de juicio y gusto, en las numerosas obras de otro polígrafo limeño, D. José Eusebio de Llano Zapata, que fué como él matemático, astrónomo, naturalista, historiador, humanista y poeta de certamen, aunque es este último concepto muy bueno para olvidado. Pero sus escritos científicos son dignos de consideración, y están llenos del espíritu reformador del siglo XVIII, con la circunstancia notable de no haber pisado nunca las aulas de la Universidad limeña de San Marcos ni de otra alguna. No hizo más estudios que los de latinidad en el colegio de los Jesuítas, y en todo lo demás fué autodidacto. Desde su juventud se dedicó a la enseñanza privada de las humanidades, y fué el primero que dió lecciones de lengua griega en el Perú. Esta particular posición suya le hizo severísimo censor de los vicios de la ciencia oficial, y acérrimo enemigo de la Escolástica. «Todas son—decía en una de sus cartas—mentalidades, abstracciones y disputas bien inútiles; no se da un paso que no sea en esta parte con pérdida de tiempo, malogro de la juventud y ruina de los ingenios; tropiezos casi inevitables y que siempre han de salir de encuentro a todos los que se mezclan en cuestiones que ni en lo físico ni en lo moral traen algún provecho al espíritu de los hombres. Antes, si bien se contempla, vuelven inútiles todas las operaciones del entendimiento, haciendo caer en una insensatez, furor y manía, si no es ya en un pirronismo confirmado. Esto desearía yo que conociesen todos los maestros; desterraran entonces de sus escuelas tantas inutilidades, sofisterías e impertinencias en que hasta ahora los tienen envueltos las observaciones del Peripato. Todas ellas no son otra cosa que unos trampantojos de las aulas, con que por lo común se engañan bobos y descaminan los incautos.»

Llano Zapata, que hizo largos viajes por América y Europa, fijando por último su residencia en Cádiz desde 1756 hasta 1768 ó 1769, fecha probable de su muerte, no llegó a publicar sino muy pequeña parte de sus trabajos: en Lima, su Resolución físico-matemática sobre los cometas (1744) y varias cartas, diarios y observaciones metereológicas con ocasión de los temblores de tierra de 1746 y 1748; en Cádiz y Sevilla, algunas cartas críticas, eruditas y curiosas, al modo de las de Feijóo y Mayans. De estas cartas se formaron dos pequeñas colecciones en 1763 y 1764, pero quedaron inéditas o se imprimieron sueltas muchas más. La muerte frustró el propósito que el autor tenía de recogerlas todas en una serie, que hubiera constado de seis volúmenes. Pero el trabajo de más empeño que acometió Llano Zapata fué una Historia Natural de América, de la cual hoy sólo se conoce el primer tomo, que comprende el reino mineral. En el prospecto que presentó a Carlos III en 1761, anuncia el contenido de otros cuatro, que tratarían, respectivamente, del reino vegetal, del reino animal y de los grandes ríos Amazonas, Marañón, Paraquazú, Uriaparí y Magdalena, coronando toda la obra un volumen de suplementos y adiciones. El título general de la obra debía ser Memorias Físicas-Apologéticas de la América Meridional. El señor D. Ricardo Palma ha hecho el buen servicio de publicar la parte primera, única que ha llegado a nuestros días (Lima, 1904), añadiendo tres cartas curiosísimas que se imprimieron con el prospecto en 1759, En una de ellas se da noticia de varios escritores y poetisas peruanas, y en otra se propone la fundación de una biblioteca pública en Lima,

El tomo publicado de las Memorias no se contrae a la Mineralogía y sus aplicaciones, sino que contiene mucho de historia civil y de arqueología indígena.

[p. 149][1] . La mejor y más completa biografía que existe de Olavide es la del peruano D, J, A, de Lavalle (D, Pablo de Olavide: Apuntes sobre su vida y sus obras. Segunda edición, Lima, 1 885), [Ed. Nac. vol. V. pág. 242]. El capítulo que en 1881 le dediqué en mis Heterodoxos Españoles (tomo III) requiere ser adicionado con presencia de esta y otras publicaciones. Para entonces reservo la bibliografía del asunto.

[p. 150][1] . Catálogo de piezas dramáticas del siglo XVII, pág 329 del tomo de sus Obras, edición de Rivadeneyra.

[p. 150][2] . Lecciones de literatura del siglo XVIII... Madrid, Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipográfica, 1843, pág, 243. La traducción de Olavide se imprimió dos veces en Barcelona, la primera sin año, la segunda en 1782, por Garlos Gibert y Tudó. (Vid. Sempere y Guarinos, Escritores del reinado de Carlos III, art, de Huerta.) El Sr. D. Emilio Cotarelo, en Iriarte y su época, Madrid, 1897 (pág, 183), le atribuye, además, una traducción de la Fedra, de Racine, que se imprimió anónima, y añade que tradujo también El jugador, de Regnard; Casandro y Olimpia, de Voltaire. Lina, de Lemierre, y la Mérope, del italiano Maffei; todas las cuales se representaron en los teatros de los Reales Sitios antes de 1771, y algunas de ellas en los de la Cruz y el Príncipe de Madrid, Una copia de Olimpia, con fecha de 1782, se conserva entre los manuscritos dramáticos de la Biblioteca Nacional (núm. 2.445 del Catálogo del Sr. Paz y Melia). También se atribuyen a Olavide las traducciones de dos óperas cómicas, Nineta en la corte (de Favart) y El pintor enamorado de su modelo, de Anseaume, y es probable que haya otras entre el fárrago de versiones dramáticas del siglo XVIII.

[p. 151][1] .Véase un amplio extracto de este plan en la Reseña histórica de la Universidad de Sevilla, por D. Antonio Martín Villa (Sevilla, 1886, páginas 36 a 59),

[p. 155][1] . Tres distintas copias de esta sátira han llegado a nuestras manos.

[p. 156][1] .         Señor, misericordia. a tus pies llega 
                                  El mayor pecador, mas ya contrito, 
                                  Que a tu infinita paternal clemencia 
                                  Pide humilde perdón de sus delitos, 
                         .................................................................... 
                                      A mis oídos les darás entonces 
                                  Con tu perdón consuelo y regocijo, 
                                  Y mis huesos exánimes y yertos 
                                   Serán ya de tu cuerpo miembros vivos. 
                         ......................................................................... 
                                      Porque si tú quisieras otra ofrenda, 
                                  Ninguna te negara el amor mío, 
                                  Pero no quieres tú más holocausto 
                                  Que un puro amor y un ánimo sumiso, 
                         ............................................................................. 
                                      Señor, pues amas y deseas tanto 
                                  A tu siervo salvar, dispón benigno 
                                   Que en la inmortal Jerusalem del alma 
                                  Se labre de tu amor el edificio.

[p. 157][1] . Vid. en las obras de Diderot, ed. Assézat (1875), tomo VI, páginas 467-472: D. Pablo Olavides -sic), précis historique rédigé sur des mémoires fournis à M, Diderot par un ami.

 

[p. 158][1] . El Evangelio en Triumpho o Historia de un filósofo desengañado. Tercera edición... En Valencia, en la imprenta de Orga. Año1798. Tomo I,  página VIII.

[p. 163][1] . Salterio Español, o Versión parafrástica de los Salmos de David, de los Cánticos de Moisés, de otros cánticos, y algunas oraciones de la Iglesia, en verso castellano, a fín de que se puedan cantar. Para uso de los que no saben latín, Por el autor del Evangelio en Triunfo. En Madrid, en la imprenta de D. Joseph Doblado. Año 1800.

Esta versión ha sido muy popular, así en España como en América. En 1803 se reimprimió en Lima, Hay una reimpresión de ella, hecha en París, 1850 (librería de Rosa y Bouret); y de los salmos Miserere y De Profundis existe, además, una edición suelta:Versión parafrástica del salmo 50... y 129... por el autor del Evangelio en triunfo, reimpreso por un devoto. (V . Vera e Isla,Noticia de las versiones poéticas del salmo Miserere (Madrid, Fuentenebro, 1879, págs. 198 a 201).

—Poemas Christianos, en que se exponen con sencillez las verdades más importantes de la Religión, por el autor del Evangelio en triunfo. Publicados por un amigo del autor. Segunda edición, en Madrid, en la imprenta de Joseph Doblado.

[p. 163][2] . Autor de uno de los mejores libros de nuestra literatura científica de principios de la centuria pasada, escrito con tanto espíritu de observación como pulcritud de lenguaje: Observaciones sobre el clima de Lima, y sus influencias en los seres organizados, en especial el hombre. Por el Dr . D. Hipólito Unanue, Catedrático de Prima de Medicina en la Real Universidad de San Marcos. Protomédico del Perú. (Madrid, imprenta de Sancha, 1815, segunda edición. La primera es de Lima, 1806.

En el tomo VI de la colección de Documentos literarios, de Odriozola, pueden verse otros escritos del Dr. Unanue.

[p. 165][1] . Como muestra pondré un yaraví, de los que me parecen mejores:


           Vuelve, que ya no puedo 
       Vivir sin tus cariños: 
       Vuelve, mi palomita, 
       Vuelve a tu dulce nido. 
           
 Mira que hay cazadores 
       Que, con afán maligno, 
       Te pondrán en sus redes 
       Mortales atractivos; 
       Y cuando te hayan preso, 
       Te darán cruel martirio: 
       No sea que te cacen: 
       Huye tanto peligro. 
       Vuelve, mi palomita, 
       Vuelve a tu dulce nido. 
           Ninguno ha de quererte 
       Como yo te he querido. 
       Te engañas si pretendes 
       Hallar amor más fino. 
       Habrá otros nidos de oro, 
       Pero no como el mío: 
       Por ti vertió mi pecho 
       Sus primeros gemidos. 
       Vuelve, mi palomita... 
           Bien sabes que yo, siempre 
       En tu amor embebido, 
       Jamás toqué tus plumas 
       Ni ajé tu albor divino; 
       Si otro puede tocarlas 
       Y disipar su brillo, 
       Salva tu mejor prenda: 
       Ven al seguro asilo. 
       Vuelve, mi palomita... 
            No pienses que haya entrado 
       Aquí otro pajarillo: 
       No, palomita mía, 
       Nadie toca este sitio. 
       Tuyo es mi pecho entero, 
       Tuyo es este albedrío, 
       Y por ti sola clamo 
       Con amantes suspiros. 
        Vuelve, mi palomita... 
           No seas, pues, tirana; 
       Haz las paces conmigo; 
       Ya de llorar cansado 
       Me tiene tu capricho. 
       No vueles más, no sigas 
       Tus desviados giros; 
       Tus alitas doradas 
       Vuelve a mí, que ya expiro. 
            Vuelve, que ya no puedo 
        Vivir sin tus cariños; 
        Vuelve, mi palomita, 
        Vuelve a tu dulce nido.

A veces usa con buen efecto el verso pentasílabo, v. gr.:

       Mientras los astros 
       Van silenciosos 
       Al mar a hurndirse, 
       Yo revolviendo 
       Estoy las penas 
       Que el pecho oprimen...

[p. 166][1] . Poesías de D. Mariano Melgar. Publícalas D. Manuel Moscoso Melgar, dedicándolas a la Juventud Arequipeña.Nancy, 1878. Con un prólogo de D. F. García Calderón, y una noticia biográfica del autor, cuyas bellas condiciones personales, novelescos amores y trágica muerte interesan más que sus obras.

[p. 167][1] . Colección de las composiciones de Eloquencia y Poesía con que la Real Universidad de San Marcos de Lima celebró en los días 20 y 21 de noviembre de 1816 el recibimiento de su esclarecido Vice-patrono el Excelentísimo Sr . D. Joaquín de la Pezuela y Sánchez... Virrey, Gobernador y Capitán general del Reino del Perú... Lima, 1816, por D. Bernardino Ruiz.

[p. 167][2] . En Lima hubo que crear artificialmente la aversión a España, según confiesa el principal ministro del general San Martín, D. Bernardo Monteagudo, siniestra figura de terrorista cínico y desmoralizado. «El odio a los desoladores del Nuevo Mundo había sido en los demás países el agente principal de la revolución. Era preciso generalizar este sentimiento en el Perú y convertirlo en pasión popular. Empleé los medios que estaban a mi alcance para inflamar el odio contra los españoles, y siempre estuve pronto a apoyar las medidas de severidad que tenían por objeto disminuir su número. Este era en mi sistema, y no pasión... Cuando el ejército libertador llegó a las costas del Perú, existían en Lima más de diez mil españoles; poco antes de mi separación no llegaban a seiscientos. Esto era hacer revolución.» (Apud. Mitre, Historia de San Martín, III, 296.)

[p. 169][1] . En el tomo II de la Colección de documentos de Odriozola están las principales composiciones de Larriva.

[p. 169][2] . El Sr. Palma (Tradiciones peruanas, sexta serie), transcribe como del P. Chuecas, que se la comunicó autógrafa, la siguiente glosa de una redondilla muy popular en los libros de devoción:

           ¿Qué se hicieron de Sansón 
       Las fuerzas que en sí mantuvo, 
       Y la belleza que tuvo 
       Aquel soberbio Absalón? 
       ¿La ciencia de Salomón 
       No es de todos alabada? 
       ¿Dónde está depositada? 
       ¿Qué se hizo? ¡Ya no parece! 
       Luego nada permanece 
        En esta vida prestada. 
           De Aristóteles la ciencia, 
       Del gran Platón el saber, 
       ¿Qué es lo que han venido a ser? 
       ¡Pura apariencia! ¡Apariencia! 
       Sólo en Dios hay suficiencia; 
       Sólo Dios todo lo sabe; 
       Nadie en el mundo se alabe 
       Ignorante de su fin. 
       Así lo dice Agustín, 
       Que es de la ciencia la llave. 
           Todos los sabios quisieron 
       Ser grandes en el saber; 
       Que lo fueron no hay que hacer, 
       Según que ellos lo creyeron. 
       Quizá muchos se perdieron 
       Por no ir en segura nave; 
       Camino inseguro y grave, 
       Si en Dios no fundan su ciencia, 
       Pues me dice la experiencia: 
       Quien sabe salvarse, sabe. 
           Si no se apoya el saber 
        En la tranquila conciencia, 
       De nada sirve la ciencia 
       Condenada a perecer. 
       Sólo el que sabe obtener, 
       Por una vida arreglada, 
       Un asiento en la morada 
       De la celestial Sión, 
       Sabe más que Salomón, 
        Y el que no, no sabe nada.

 

[p. 170][1] . Tradiciones peruanas, primera serie.

[p. 170][2] . Salterio peruano o paráfrasis de los ciento cincuenta salmos de David y algunos cánticos sagrados, compuesta por el Dr. D. José Manuel Valdés, Lima, 1833 imp. de I. Masías.—2.ª edición, París, Rosa y Bouret, 1836, dos tomitos.

Además de los Salmos, tradujo Valdés los cánticos de Moisés, Ana, Isaías, Ezequías, Zacarías, Simeón, Habacuc y elMagníficat. Todos ellos están al fin del Salterio.

Publicó también un tomito de Poesías Espirituales (Lima, 1818; idem, 1836), que contiene tres romances sagrados (la Oración, la Comunión y la Castidad), un poemita, El alma , y algunas otras composiciones en el mismo estilo que la versión de losSalmos. Las poesías que hizo sobre asuntos profanos y de circunstancias, valen poco y no han sido coleccionadas. Sus escritos científicos están recogidos en un tomo de Memorias médicas (París, Rosa y Bouret, 1836). D. Juan Antonio Lavalle publicó en la Revista de Lima , y luego en tirada aparte (1886), adicionándola con nuevos datos, una biografía del doctor Valdés.

[p. 171][1] . Poesías que dedica a su patria, Cádiz, José Joaquín de Mora (Cádiz, 1836), pág. 187.— Poesías de Don José Joaquín de Mora (Madrid, 1853), página 12:

                Llevó ligera el aura 
       Del arpa de Sión los santos ecos 
       Por la extensión del mundo, y cual restaura 
       Los mustios valles y los prados secos 
                El otoñal rocío, 
       Tal renació en mi seno nuevo brío. 
                ¡Cuán armoniosas vibran 
       Las cuerdas de oro! Al escucharlas, rotas 
       Las cadenas del mal, presto se libran 
       Por las esferas puras y remotas 
                Mis leves pensamientos, 
       De inmarcesible bienestar sedientos. 
                Ora en piélago inmenso 
       De admiración estática me inunda, 
       Cual alba nube de oloroso incienso, 
       Y me muestra en la bóveda profunda, 
                Con luz cándida escrito, 
       Tu nombre santo ¡oh numen infinito! 
                Ora en el hondo centro 
       De mi ser deleznable me introduce, 
       Y mi flaqueza mísera, do encuentro 
       El móvil criminal que me conduce 
                Por la senda torcida, 
       Lejos de los raudales de la vida. 
                Ya contra los impíos 
        Fulmina maldición y en ira santa 
       Se enardece. Sus torpes desvaríos 
       Revela al universo, y los espanta 
                Con anatema, y gimen, 
       Cuando lo escuchan, los que al justo oprimen. 
                O ya en abatimiento, 
       Melancólico y flébil se reclina, 
       Regando con su lloro el pavimento, 
       Y cual serpiente pérfida y maligna, 
                Lo hiere despiadado 
       El recuerdo funesto del pecado. 
                ¡Con qué magnificencia 
       De la creación la maravillosa suma 
       Retrata esplendoroso, y la alta ciencia, 
       Que del mortal la pequeñez abruma, 
                Y lo deslumbra y ciega, 
       Y a vergonzosa confusión lo entrega! 
                Él nos muestra el gigante 
       Que se levanta a recorrer la vía, 
       Y yo enmudezco de terror... Pujante 
       Desátase la mar con rabia impía; 
                Y el mar lo mira y huye, 
       Trueno es su voz, que mata y que destruye. 
                Humean en su cima 
       Los montes si él los toca, y él derrama 
       Centella y hielo en los remotos climas. 
        Del cedro altivo la frondosa rama 
                Con blanda mano riega, 
       Y a su mandato el huracán la pliega. 
                De Tarsis los navíos 
       Rompe cual paja en su furor; suspende 
       En medio de los ámbitos vacíos 
       Del ser mortal la habitación, y enciende 
                Magníficas lumbreras 
       Que vierten alba luz en las esferas. 
                Mas ¿dónde me arrebata, 
       Valdés, el entusiasmo que me inspira 
       Tu canto armonioso? Cual retrata 
       Fiel el agua la imagen, tal la lira 
                De León, en tus manos, 
       De David nos revela los arcanos: 
                Sonora en la alabanza 
       De las obras de Dios; y plañidera 
       Cuando el profeta humilde su esperanza 
       Fija en Dios; y dogmática y severa 
                Cuando dicta al humano 
       La ley divina y el precepto sano. 
                No siga yo atrevido 
       Tu raudo vuelo. Con humilde tono 
       Preludiaré en silencio y en olvido 
       Rústica endecha; mientra al alto trono 
                 Do el Sempiterno luce, 
       El monarca inspirado te conduce.

[p. 173][1] . Son dignas de citarse, por su moderación ejemplar y suave ironía, las palabras con que Bello dió cuenta de este escandaloso plagio en El Araucano, de 29 de agosto de 1845:

«Comparando los Elementos de Derecho Internacional, de D. José M.ª Pando, con los Principios de Derecho de Gentes,publicados en esta ciudad de Santiago (de Chile) el año de 1832, Casi pudiéramos dar a la publicación española el título de una nueva edición de la obra chilena, aunque con interesantes interpolaciones e instructivas notas. D. José M.ª Pando no ha tenido reparo en copiarla casi toda al pie de la letra, o con ligeras modificaciones verbales, que muchas veces consisten sólo en intercalar un epíteto apasionado, o en trasponer las palabras. Es verdad que hace al autor de los Principios el honor de citarle a menudo, y de cuando en cuando con términos muy lisonjeros, «complaciéndose en confesar que le debe las mayores obligaciones». Pero el mayor elogio que ha podido hacerle es el frecuente y fiel traslado de sus ideas y frases, aun cuando se olvida de darle lugar entre sus numerosas referencias. Como quiera que sea, el autor de los Principios tiene menos motivo para sentirse quejoso que agradecido. Pando les ha dado ciertas galas de filosofía y erudición que no les vienen mal; y sacando partido de su vasta y variada lectura, en que tal vez no ha tenido igual entre cuantos escritores contemporáneos han enriquecido la lengua castellana, derrama curiosas y selectas noticias sobre la historia y la bibliografía del Derecho público.»Apud Amunátegui (D. Miguel Luis), Vida de D. Andrés Bello , pág. 360.

[p. 174][1] . La Epístola a Próspero se imprimió en Lima en 1826, y está reproducida en la América Poética, de Gutiérrez.

[p. 174][2] . Publicista fecundísimo, y algo estrambótico en sus ideas y estilo, que participan del cinismo sentimental de la escuela de Juan Jacobo Rousseau. Bajo este aspecto son muy curiosas sus Cartas americanas, políticas y morales (Filadelfia, 1825, dos volúmenes), miscelánea de confesiones eróticas, relatos de viajes y proyectos de reforma social. Es curioso también por el radicalismo de las ideas su Plan del Perú, escrito en Cádiz en 1810, y publicado en Filadelfia, 1823, amarga censura de los vicios de la administración colonial. Como jurisconsulto, redactó proyectos de Código civil, Código penal y Código eclesiástico,diciendo de sí propio que «pues había seguido a Olavide en sus errores, también quería ser su prosélito en el arrepentimiento». Pero el libro que escribió para combatirse a sí mismo (Vidaurre contra Vidaurre), fué impugnado en El Ecuador por el célebre franciscano Fr. Vicente Solano (controversista del género del P. Alvarado) y prohibido por la Curia eclesiástica de Lima, que encontró en él muchas proposiciones censurables. Vid. Condenación del libro titulado: Vidaurre contra Vidaurre, por el Ilmo. Sr. D. Francisco de Sales Arrieta, y censuras hechas por el presbítero D. José Mateo Aguilar y el P. M. Fr. José Seminario,Lima, 1840.— El penitente fingido, visto en su verdadero punto, o crítica sobra el folleto intitulado «Vidaurre contra Vidaurre».Por Fr. Vicente Solano. Cuenca (del Ecuador), 1841. Reimpreso en el tomo IV de las Obras de Fr. Vícente Solano, precedidas de la biografía del autor por Antonio Borrero. Barcelona, 1895. La impugnación del P. Solano versa sobre la infalibilidad y autoridad del Papa, sobre la autoridad de la Iglesia y sobre la disciplina eclesiástica.

[p. 175][1] . Se publicaron anónimos en Madrid en 1844, y son casi desconocidos, aunque tienen octavas muy notables.

[p. 175][2] . Poesías de D. José J. de Mora, Madrid, 1853, págs. 241 a 257.

[p. 175][3] . Sobre la estancia de Mora en diversas repúblicas americanas y la influencia política y literaria que allí ejerció, es libro capital el de D. Miguel Luis Amunátegui.—D. José Joaquín de Mora... Apuntes biográficos. Santiago de Chile, 1888; al cual debe añadirse, como apéndice, el estudio de D. Domingo Amunátegui Solar, Mora en Bolivia, publicado en los Anales de la Universidad de Chile, febrero de 1897. Uno y otro reproducen bastantes poesías de Mora desconocidas en España, entre ellas una epístola en verso suelto a Olmedo, inserta en el Mercurio Peruano (Lima, 4 de marzo de 1829), y otra en tercetos a persona desconocida, que apareció en El Telégrafo, periódico de la misma ciudad, en 10 de julio del mismo año. (Vid. Mora en Bolivia , págs. 5-14.)

[p. 177][1] . Entonces hizo también algún ensayo trágico, que no está incluído en la colección de sus obras. Queda memoria de una Clitemnestra, probablemente imitada o traducida de la de Soumet.

[p. 178][1] . No dedicamos más espacio al estudio de este recomendable escritor, por haber sido ya apreciado con recto criterio en el discurso que en sesión pública inagural de nuestra Academia leyó en 1870 el señor don patricio de la Escosura sobre Tres poetas contemporáneos: Pardo, Vega y Espronceda. Pardo valió mucho, pero resulta un poco achicado por la compañía; sin que el haber sido discípulo de Lista (lugar común de nuestras biografías literarias del siglo XIX) baste para justificarlo, porque todo maestro tiene discípulos buenos, medianos y malos. No fué, ciertamente, Pardo de estos últimos; pero comparado con los autores de El Hombre de Mundo y de El Estudiante de Salamanca , sin escrúpulo se le puede poner entre los segundos.

Don Felipe Pardo y Aliaga nació en Lima el 11 de junio de 1806. Su padre, regente de la Audiencia del Cuzco, se trasladó a la Península en 1821, y Pardo hizo sus estudios en el colegio de San Mateo, y luego privadamente en casa de D. Alberto Lista. Su maestro le conservó siempre extraordinario afecto, y todavía en 1838, a los sesenta y tres años de su edad, le dirigía aquellos elegantes versos que terminan con una reminiscencia virgiliana:

           No temas, mi Felipe, los furores 
       Del vulgo vil, alborotado y leve, 
       Si roto el freno, en trágicos horrores 
       La común patria a sepultar se atreve. 
           Ni su ignorante aplauso te envanezca 
       Cuando mimosa la falaz fortuna 
       Fácil a tus deseos aparezca 
       Y te eleve hasta el cerco de la luna. 
           Que el varón justo y grave, el ciudadano 
       Veraz, que tiene la virtud por guía, 
       Ni al dogal se amedrenta del tirano, 
       Ni al aura popular su pecho fía. 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
           Yo recuerdo ¡ay de mí! los bellos días 
       De tu primera juventud dichosa, 
       Cuando por mí adestrado le pedías 
       A Horacio y Newton su laurel y rosa. 
       . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
           Pero del mando hollar la instable senda 
       Al alumno de Erato no desdice: 
       El valor y virtud de ti se aprenda, 
       Y la fortuna de otro más felice...

Pardo regresó al Perú en 1828, y empezó por dedicarse al ejercicio de la abogacía; pero muy pronto tomó parte activa en las contiendas políticas, como redactor del Mercurio Peruano y de El Conciliador. En 1829 y 1833 dió a las tablas dos de sus comedias. El general Salaverry le confió en 1835 una misión diplomática para Chile, y después de la caída y muerte de aquel personaje, permaneció en esta república solicitando

 la intervención de los chilenos contra el general Santa Cruz, dictador del Perú y Bolivia. Para ello fundó un periódico, titulado El Intérprete. Sería largo y de poco interés para el lector europeo dar cuenta de los esfuerzos de Pardo y de la parte que tuvo en la caída del Protector Santa Cruz, y de cómo vino a ser proscrito por el mismo Gobierno que él había contribuído a fundar. Sólo en 1840 pudo volver a Lima, y se le nombró magistrado del Tribunal Supremo (llamado a la francesa Corte Superior). Nuevos trastornos políticos le obligaron a nuevas expatriaciones, y de resultas de tanta felicidad democrática como disfrutan aquellos bienaventurados países, su salud acabó por quebrantarse gravemente, quedándose paralítico y ciego en lo mejor de su vida. Antes había sido en dos ocasiones distintas Ministro de Relaciones Exteriores. Falleció en 24 de diciembre de 1868. Al año siguiente fueron coleccionadas sus obras en un lujoso volumen publicado en París, con el título de Poesías y Escritos en prosa de D. Felipe Pardo (París, A. Chaix y C.ª, 1869). Es, en conjunto, uno de los libros que más honran la literatura americana.

[p. 181][1] . Nació D. Manuel Ascensio Segura en Lima en 1805, y murió en 1871. Sirvió al principio en el ejército, llegando a sargento mayor, y luego fué comisario de Guerra y Marina, secretario de gobiernos civiles (que en el Perú llaman prefecturas),vista y administrador en varias aduanas, y en 1860 diputado a Cortes. Fundó en 1839 El Comercio de Lima, decano de la prensa peruana; en 1841 La Bolsa , y después El Cometa, del cual sólo aparecieron doce números, escritos enteramente por él, a imitación de las Capilladas, de Fr. Gerundio, que lograban entonces tanto aplauso.

En 1849 publicó en la ciudad de Piura otro periódico, El Moscón, todo de sátira personal y política, hoy muerta y casi ininteligible. En este género infeliz derrochó Segura mucho tiempo y mucho ingenio. Nadie lee hoy, y hasta ha sido excluído de la colección de sus obras, el poema satírico La Pelimuertada, en variedad de metros y en más de mil doscientos versos, distribuídos en veinticuatro cantos.

Su primera comedia fué El Sargento Canuto, representada en 1839. Las restantes piezas de su repertorio son La Moza Mala, La Saya y Manto, El Resignado, Ña Catita (ña es diminutivo peruano de doña), Un juguete, Lances de Amancaes, Nadie me la pega, La Espía, El Cacharparí, El Santo de Panchita (en colaboración con D. Ricardo Palma), Percances de un remitido, Las tres viudas. Estas dos son las únicas que faltan en la colección de Artículos, poesías y comedias de Manuel Ascensio Segura (Lima, por Carlos Prince, 1886).

[p. 182][1] . Vid. Riva Agüero, Carácter de la literatura del Perú independiente (Lima, 1905, págs. 71-73).

Ferreyros tradujo en prosa el Childe-Harold, de Byon (se halla en la segunda Revista de Lima, que comenzó a aparecer en 1873).

D. Ignacio Novoa publicó en la primera Revista de Lima (1860-1868) traducciones en verso de algunas poesías de Víctor Hugo y Béranger, y en prosa de algunos Pensamientos, de Joubert; algún capítulo de Montaigne y alguna escena de Shakespeare. Había leído bastante y no carecía de doctrina literaria, pero escribía muy mal en prosa y en verso.

[p. 182][2] . Vid., al frente de las Poesías de Ricardo Palma (1887); el estudio titulado La Bohemia limeña de 1848 a 1860: confidencias literarias.

[p. 182][3] . D. Sebastián Lorente, que murió en 1884 siendo Decano de la Facultad de Letras de la Universidad de Lima, publicó algunos libros de texto de Filosofía y Literatura, y varios tratados históricos bien escritos, pero demasiado compendiosos y con poca o ninguna novedad en la investigación: Historia antigua del Perú, Lima, 1860; Historia de la Conquista del Perú, 1861; Historia del Perú bajo la dinastía austríaca, dos tomos, el primero en Lima, 1863; el segundo en París, 1870; Historia del Perú bajo los Borbones, Lima, 1871; Historia del Perú desde la proclamación de la Independencia, Lima, 1876; La civilización peruana indígena, Lima, 1879.

Como expositor claro y ameno, cumplió bien con su vocación didáctica. En España nadie recuerda su nombre, pero su patria adoptiva no ha olvidado los servicios que prestó a la reforma universitaria, con sentido conciliador y armónico.

[p. 184][1] . Murió Velarde en Londres en 1881. La colección más completa que conozco de sus versos es la titulada Cánticos del Nuevo Mundo, impresa en Nueva York en 1860. Sé que en Londres publicó un nuevo tomo en 1871, pero no he llegado a verle. Serán probablemente de extrema decadencia, como los que en Torrelavega coleccionó después con el título de La Poesía de la Montaña.

[p. 184][2] . Hoy todos ellos han fallecido, a excepción de D. Ricardo Palma, que prosigue deleitando con los primores de su ingenio a los numerosos apasionados de sus amenos escritos.

Sobre la literatura más reciente puede consultarse el libro de don Ventura García Calderón, Del Romanticismo al Modernismo. Prosistas y poetas peruanos, París, Ollendorf, 1910.

[p. 185][1] . La colección de Castillo, dada a luz en 1869, lleva el título de Cantos Sud-Americanos .

[p. 186][1] . «Sigue direcciones en realidad diversas, por más que entonces se confundieran bajo el nombre general de clasicismo. Unas veces imita a Quintana, otras a los sonetistas italianos y españoles de los siglos XVI y XVII, otras a Fr. Luis de León, y otras, por fin, a los clásicos latinos; que en cuanto a los griegos, no parece haberse familiarizado con ellos.» (Riva Agüero, Carácter de la literatura del Perú independiente, pág. 98.)

El soneto al Petrarca me parece digno de citarse como feliz imitación del estilo del poeta toscano:

           ¡Bendita sea la feliz tibieza, 
       Con que, celosa de su pura fama, 
       Pagó tu amor la aviñonesa dama 
       Que igualó su virtud con su belleza! 
           ¡Benditos el rigor y la esquiveza 
       Que acrisolaron tu amorosa llama, 
       Y te valieron la gloriosa rama 
       Que hoy enguirnalda tu feliz cabeza! 
           Así Apolo, que a Dafne perseguía, 
       Cuando a abrazarla llega, sus congojas 
       Siente de un árbol la corteza toda. 
           Mas en sus venas la deidad doliente 
       Halla las verdes premiadoras hojas, 
       Digna corona de su altiva frente.

En los tercetos hay reminiscencia evidente del soneto de Arguijo: Apolo y Dafne:

           Alentó la carrera, y ya vencida, 
       Cuidó tener de Dafne la dureza; 
       Tanto se le acercó el amante ciego; 
           Mas del piadoso padre dolorida, 
       Trocando en árbol su mortal belleza, 
       Burló sus brazos y avivó su fuego.

[p. 187][1] . Algunas de las Poesías patrióticas impresas en París, 1862, no están reproducidas en el voluminoso tomo de susObras poéticas, impreso en Lima, 1892.

[p. 187][2] . A pesar de su extensión, reproducimos este canto, ya que no pudo entrar en nuestra Antología, por no haberle conocido a tiempo:

     ÚLTIMO CANTO DE SAFO 

           La excelsa roca pisa, 
       De amantes desamados visitada, 
       Con planta no indecisa, 
       La lesbiana divina poetisa, 
       Del ingrato Faón enamorada. 

           Escucha en lo hondo y mira, 
       Impávida, agitarse en son horrendo, 
       Del mar la.indócil ira; 
       Y por última vez pulsa la lira, 
       Al aire estos lamentos esparciendo: 

           «Adiós por siempre ¡oh vida! 
       Adiós ¡oh mundo! sin dolor ni llanto 
       Os doy mi despedida; 
       Que bien sé que en vosotros no se anida 
       Para Safo infeliz, sino quebranto. 

           Muerte anhelo, y cualquiera 
       La Pena sea que al mayor pecado 
       En el Averno espera, 
       Jamás las ansias igualar pudiera 
       De un furibundo amor menospreciado. 
           A los males sin cuento 
       Con que os abruma el que su eterna fiesta 
       Halla en vuestro tormento, 
       Es ¡oh mortales! único descuento, 
       Sola ventura que gozáis es esta: 

           Que si del hado impío 
       Fué decreto fatal el nacimiento, 
       Es rey vuestro albedrío 
       De acelerar, como acelero el mío, 
       De vuestras vidas el final momento. 

            Y que, si fué la entrada 
       A la prisión oscura de la vida 
       Forzosa e ignorada, 
       Dogal y salto, y tósigo y espada 
       Siempre libre encontraron la salida. 

           Tú que las crudas penas 
       Que lloro lloras, yo a romper te enseño 
       Tus odiosas cadenas; 
       A padecer tú mismo te condenas, 
       Sabiendo que eres de la muerte dueño. 

           Usa tu alto derecho, 
       Y, o da veneno a la callada boca, 
       O el cuello a lazo estrecho, 
       O con agudo acero abre tu pecho, 
       O ven conmigo a la Leucadia roca. 

           No más tu pena aguarde: 
       Mas si escoges vivir, lloro no viertas 
       Cesa, queja cobarde; 
       Culpa tuya será que se abran tarde, 
       Cautivo vil, de tu prisión las puertas. 

           Vive, vive, tolera 
       Tus fieros males, cada vez mayores, 
       Y la vejez postrera 
       Haga que apures tu desgracia entera, 
       Que mal ninguno de la vida ignores. 

           Morir, morir escojo, 
       Y rebelde al tirano omnipotente, 
       Me burlo de su enojo, 
       Y de la vida con desdén le arrojo 
       El falso funestísimo presente. 

           Y tú, mancebo ingrato, 
       A quien de amor desesperado adoro, 
        Tú, a quien con insensato 
       Furor, mil veces convidé a mi trato, 
       Pospuesto el casto femenil decoro: 

           Vive feliz, si pudo (a) 
       Consentirlo a mortal el negro encono 
       Del destino sañudo: 
       Tu eterno desamor, tu desdén mudo, 
       Y mis tormentos todos te perdono. 

           No fué amarme en tu mano; 
       Tuya no fué la culpa; el rigor lo hizo 
       De Júpiter tirano, 
       Que, con avara diestra, velo humano 
       Me dió, desnudo de beldad y hechizo. 

           El alma que era bella 
       No pudiste mirar: si la miraras, 
       Te enamoraras de ella,

(a) Cf. Leopardi, Último canto di Saffo:

           Ahí, di cotesta 
       Infinita beltà parte nessuna 
       Alla misera Saffo i numi e l' empia 
       Sorte non fenno ................................ 
       ....................... Alle sembianze il Padre, 
       Al'e amene sembianze eterno regno 
       Diè nelle genti, e per virile imprese, 
       Per dotta lira o canto, 
       Virtù non luce in disadorno ammanto. 
           Morremo. Il velo indegno a terra sparto, 
       Rifuggirà l'ignudo animo a Dite; 
       E il crudo fallo emenderà del cieco 
       Dispensator de' casi ............................. 
       ..................................... E tu cui lungo 
       Amore indarno, e lunga fede, e vano 
       D' implacato desio furor mi strinse, 
       Vivi felice, se felice in terra 
       Visse nato mortal ............................... 
       Menospreciando la beldad de aquella 
       Por quien a Safo triste desamparas. 

           Oh ponto, cuyo asalto 
       La excelsa roca agota, hirviente espuma 
       Arrojando a lo alto, 
       No del mortal irrevocable salto 
       Arredrarme tu cólera presuma. 

           Tu amenaza e insulto 
       Mirando estoy impávida; que calma 
       Es el ciego tumulto 
       De sus olas, al lado del que oculto 
       Amoroso huracán dentro del alma.» 

           Dice la triste amante 
       Y se arroja veloz; la mar hinchada 
        Se abre y cierra sonante; 
       Y de las ondas a merced errante 
       Aquí y allí la leve lira nada.

[p. 190][1] . Tiene el mismo asunto que la comedia de Moreto, A buen padre mejor hijo (rivalidad amorosa del rey Seleuco y su hijo Antíoco).

[p. 190][2] . Dice Ricardo Palma, hablando de García, que «Calderón, Arolas y Víctor Hugo, eran sus ideales en literatura». Realmente su estilo es una taracea de imitaciones de unos y otros, pero de Calderón no veo influencia directa. Lo que predomina es la poesía romántica, especialmente la de Zorrilla y las Orientales de Arolas. De Víctor Hugo ha dejado algunas traducciones buenas, especialmente Las dos islas.

El tomo de sus Composiciones poéticas publicado en El Havre, 1872, no contiene sino una parte exigua de sus versos. Otros muchos quedaron inéditos, o dispersos, en La Revista de Lima, El Correo del Perú y otros periódicos.

[p. 192][1] . Albores y Destellos (seguido de Diamantes y perlas y las Cartas a un ángel). El Havre, 1871.— Misterios de la tumba (poema filosófico). Lima, 1883.

[p. 192][2] . Compuso, además, Abel, El bello ideal, El pueblo y el tirano, El amor y el oro , y otras varias piezas, más de veinte.

[p. 193][1] . Las Composiciones de Carrasco fueron publicadas en colección, después de su muerte, por D. Eugenio Larrabure y Unanue (Trabajos poéticos de Constantino Carrasco. Lima,1878). Contiene este grueso volumen, además de los versos originales, algunas traducciones de Ossián, Catulo, Marcial, Florián, La Motte Houdard y el portugués Bocage. Palma dice que Carrasco era medianamente conocedor del latín, griego, hebreo y quechua. siéndole familiares el italiano, el francés y inglés. Su traducción en verso del controvertido Ollantay, está hecha en gran parte sobre una en prosa publicada en Lima, 1868, por el naturalista D. José S. Barranca. Pacheco Zegarra puso en francés el mismo drama: Ollantay, drame en vers quechuas , París, 1878, y de esta traducción procede otra castellana, Madrid,1885, en la Biblioteca Universal.

«Hay tres opiniones sobre el origen del Ollanta u Ollantay. Unos atribuyen la paternidad del drama a D. Antonio Valdés, cura de Sicuani, muerto el año de 1816, entre cuyos papeles se encontró por primero vez; pero existen manuscritos de época mucho más antigua que la de Valdés, como el del convento de Santo Domingo del Cuzco y el del cura Giustiniani La segunda opinión supone que el Ollantay fué compuesto antes de la Conquista, casi en la misma forma en que hoy lo leemos, salvo algunas interpolaciones debidas a los copistas y transcriptores. Pero si los indios no conocían la escritura (puesto que los jeroglíficos estaban olvidados en el tiempo a que se refiere el Ollanta ), ¿cómo pudieron componer y conservar semejante pieza dramática? Los quipus no bastaban para esto. Por lo que de ellos sabemos, resulta que no servían sino para llevar estadísticas rudimentarias, cronologías vagas y secas, y mensajes cortos... Lo más racional y sensato será, pues, adoptar la última de las opiniones expresadas: suponer (mientras no se descubran nuevos indicios) que se trata de una obra posterior a la conquista y que su autor fué algún misionero versado en el quechua, o algún indio o mestizo conocedor del teatro español. Este incógnito poeta recogió la tradición indígena de Ollanta (que tal vez pudo ser antes materia de alguna corta representación escénica o baile dialogado entre los indios), y sobre ella compuso su drama en el lenguaje cortesano de los Incas, evitó las alusiones al cristianismo y la colonia, e intercaló en la pieza ciertos cantos populares... No era raro que los religiosos españoles, principalmente los jesuítas, compusieran comedias en quechua y aimará, según lo declara Garcilaso en sus Comentarios reales,de cuyo testimonio no hay por qué dudar en este caso, pues no pudo engañarse ni mentir acerca de suceso tan conocido y próximo cuando él escribía.» (Riva Agüero, Carácter de la literatura del Perú, págs.118-119.)

En el mismo sentido, y aun más radicalmente, resolvió la cuestión el general D. Bartolomé Mitre en su Ollantay. Estudios crítico-históricos sobre el drama Quechua y la poesía pre-colombiana (Buenos Aires, 1881), que es lo mejor que conocemos en esta materia.

[p. 194][1] . En la Lira Americana, colección de poesías del Perú, Chile y Bolivia, recopiladas por D. Ricardo Palma (París, Rosa y Bouret, 1865), y en la América Poética, de Cortés, pueden encontrarse muestras de los poetas peruanos posteriores a 1848.

Peruano fué, aunque vivió y escribió casi siempre en Europa, don Juan Manuel Berriozábal, marqués de Casa- Jara, fecundo autor de libros de devoción en prosa y verso. En 1839 publicó un tomo de Poesías Escogidas, de Lamartine (El Crucifijo, El Hombre a Lord Byron, el Himno del Ángel después de la destrucción del Globo, etc.); en 1841, una refundición de La Cristiada,del P. Hojeda; en 1845, La Reina de los Cielos, colección de poesías a la Virgen, unas originales y otras traducidas de Silvio Pellico, Angelo Mazza y otros poetas italianos, con varias disertaciones en prosa; en 1850, Observaciones sobre las bellezas literarias, históricas, profético-poéticas y religiosas de la Sagrada Biblia; en 1851, Poesías Sagradas; en 1858, Poesías religiosas. Todos estos libros acreditan más su piedad que su literatura, pero los más antiguos alcanzaron la alta honra de ser elogiados por Balmes en un extenso artículo de su revista La Sociedad (1844).

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