miércoles, 13 de septiembre de 2017

LOS POBRES SERÁN LOS PRIMEROS. Jornada Mundial instituida por el Papa Francisco, 19 noviembre de 2017

En mi casa, desde que tengo uso de razón, recibíamos un precioso
boletín "El pan de los pobres" de San Antonio de Padua, hoy veo con
sumo gozo este providencial mensaje del Papa Francisco para la nueva
Jornada Mundial, la de los pobres, "que –como muy bien nos dice-
aporta un elemento delicadamente evangélico y que completa a todas en
su conjunto, es decir, la predilección de Jesús por los pobres" (n.6).
Firmado precisamente en la fiesta de San Antonio, 13 de junio, y
difundido hoy.
¡Qué gusto da comprobar que la inspiración del Papa en el momento del
cónclave "no te olvides de los pobres", se está convirtiendo en un
estilo, una actitud, la misma que vivía ya como obispo en Buenos
Aires! El año de la misericordia, sus gestos permanentes, el presente
mensaje escrito con entrañas de misericordia, la propuesta de dedicar
esta Jornada es un referente, un auténtico signo.
Leamos, reflexionemos, vivamos este bello mensaje.
https://w2.vatican.va/content/francesco/es/messages/poveri.index.html#messages


MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
I JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES
Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario19 de noviembre de 2017
No amemos de palabra sino con obras
1. «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con
obras» (1 Jn 3,18). Estas palabras del apóstol Juan expresan un
imperativo que ningún cristiano puede ignorar. La seriedad con la que
el «discípulo amado» ha transmitido hasta nuestros días el mandamiento
de Jesús se hace más intensa debido al contraste que percibe entre las
palabras vacías presentes a menudo en nuestros labios y los hechos
concretos con los que tenemos que enfrentarnos. El amor no admite
excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su
ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres. Por otro
lado, el modo de amar del Hijo de Dios lo conocemos bien, y Juan lo
recuerda con claridad. Se basa en dos pilares: Dios nos amó primero
(cf. 1 Jn 4,10.19); y nos amó dando todo, incluso su propia vida (cf.
1 Jn 3,16).
Un amor así no puede quedar sin respuesta. Aunque se dio de manera
unilateral, es decir, sin pedir nada a cambio, sin embargo inflama de
tal manera el corazón que cualquier persona se siente impulsada a
corresponder, a pesar de sus limitaciones y pecados. Y esto es posible
en la medida en que acogemos en nuestro corazón la gracia de Dios, su
caridad misericordiosa, de tal manera que mueva nuestra voluntad e
incluso nuestros afectos a amar a Dios mismo y al prójimo. Así, la
misericordia que, por así decirlo, brota del corazón de la Trinidad
puede llegar a mover nuestras vidas y generar compasión y obras de
misericordia en favor de nuestros hermanos y hermanas que se
encuentran necesitados.
2. «Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha» (Sal 34,7). La
Iglesia desde siempre ha comprendido la importancia de esa invocación.
Está muy atestiguada ya desde las primeras páginas de los Hechos de
los Apóstoles, donde Pedro pide que se elijan a siete hombres «llenos
de espíritu y de sabiduría» (6,3) para que se encarguen de la
asistencia a los pobres. Este es sin duda uno de los primeros signos
con los que la comunidad cristiana se presentó en la escena del mundo:
el servicio a los más pobres. Esto fue posible porque comprendió que
la vida de los discípulos de Jesús se tenía que manifestar en una
fraternidad y solidaridad que correspondiese a la enseñanza principal
del Maestro, que proclamó a los pobres como bienaventurados y
herederos del Reino de los cielos (cf. Mt 5,3).
«Vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la
necesidad de cada uno» (Hch 2,45). Estas palabras muestran claramente
la profunda preocupación de los primeros cristianos. El evangelista
Lucas, el autor sagrado que más espacio ha dedicado a la misericordia,
describe sin retórica la comunión de bienes en la primera comunidad.
Con ello desea dirigirse a los creyentes de cualquier generación, y
por lo tanto también a nosotros, para sostenernos en el testimonio y
animarnos a actuar en favor de los más necesitados. El apóstol
Santiago manifiesta esta misma enseñanza en su carta con igual
convicción, utilizando palabras fuertes e incisivas: «Queridos
hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo
para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los
que le aman? Vosotros, en cambio, habéis afrentado al pobre. Y sin
embargo, ¿no son los ricos los que os tratan con despotismo y los que
os arrastran a los tribunales? [...] ¿De qué le sirve a uno, hermanos
míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá
salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y
faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: "Dios os
ampare; abrigaos y llenaos el estómago", y no les dais lo necesario
para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras,
por sí sola está muerta» (2,5-6.14-17).
3. Ha habido ocasiones, sin embargo, en que los cristianos no han
escuchado completamente este llamamiento, dejándose contaminar por la
mentalidad mundana. Pero el Espíritu Santo no ha dejado de exhortarlos
a fijar la mirada en lo esencial. Ha suscitado, en efecto, hombres y
mujeres que de muchas maneras han dado su vida en servicio de los
pobres. Cuántas páginas de la historia, en estos dos mil años, han
sido escritas por cristianos que con toda sencillez y humildad, y con
el generoso ingenio de la caridad, han servido a sus hermanos más
pobres.
Entre ellos destaca el ejemplo de Francisco de Asís, al que han
seguido muchos santos a lo largo de los siglos. Él no se conformó con
abrazar y dar limosna a los leprosos, sino que decidió ir a Gubbio
para estar con ellos. Él mismo vio en ese encuentro el punto de
inflexión de su conversión: «Cuando vivía en el pecado me parecía algo
muy amargo ver a los leprosos, y el mismo Señor me condujo entre
ellos, y los traté con misericordia. Y alejándome de ellos, lo que me
parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo» (Test
1-3; FF 110). Este testimonio muestra el poder transformador de la
caridad y el estilo de vida de los cristianos.
No pensemos sólo en los pobres como los destinatarios de una buena
obra de voluntariado para hacer una vez a la semana, y menos aún de
gestos improvisados de buena voluntad para tranquilizar la conciencia.
Estas experiencias, aunque son válidas y útiles para sensibilizarnos
acerca de las necesidades de muchos hermanos y de las injusticias que
a menudo las provocan, deberían introducirnos a un verdadero encuentro
con los pobres y dar lugar a un compartir que se convierta en un
estilo de vida. En efecto, la oración, el camino del discipulado y la
conversión encuentran en la caridad, que se transforma en compartir,
la prueba de su autenticidad evangélica. Y esta forma de vida produce
alegría y serenidad espiritual, porque se toca con la mano la carne de
Cristo. Si realmente queremos encontrar a Cristo, es necesario que
toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres, como
confirmación de la comunión sacramental recibida en la Eucaristía. El
Cuerpo de Cristo, partido en la sagrada liturgia, se deja encontrar
por la caridad compartida en los rostros y en las personas de los
hermanos y hermanas más débiles. Son siempre actuales las palabras del
santo Obispo Crisóstomo: «Si queréis honrar el cuerpo de Cristo, no lo
despreciéis cuando está desnudo; no honréis al Cristo eucarístico con
ornamentos de seda, mientras que fuera del templo descuidáis a ese
otro Cristo que sufre por frío y desnudez» (Hom. in Matthaeum, 50,3:
PG 58).
Estamos llamados, por lo tanto, a tender la mano a los pobres, a
encontrarlos, a mirarlos a los ojos, a abrazarlos, para hacerles
sentir el calor del amor que rompe el círculo de soledad. Su mano
extendida hacia nosotros es también una llamada a salir de nuestras
certezas y comodidades, y a reconocer el valor que tiene la pobreza en
sí misma.
4. No olvidemos que para los discípulos de Cristo, la pobreza es ante
todo vocación para seguir a Jesús pobre. Es un caminar detrás de él y
con él, un camino que lleva a la felicidad del reino de los cielos
(cf. Mt 5,3; Lc 6,20). La pobreza significa un corazón humilde que
sabe aceptar la propia condición de criatura limitada y pecadora para
superar la tentación de omnipotencia, que nos engaña haciendo que nos
creamos inmortales. La pobreza es una actitud del corazón que nos
impide considerar el dinero, la carrera, el lujo como objetivo de vida
y condición para la felicidad. Es la pobreza, más bien, la que crea
las condiciones para que nos hagamos cargo libremente de nuestras
responsabilidades personales y sociales, a pesar de nuestras
limitaciones, confiando en la cercanía de Dios y sostenidos por su
gracia. La pobreza, así entendida, es la medida que permite valorar el
uso adecuado de los bienes materiales, y también vivir los vínculos y
los afectos de modo generoso y desprendido (cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, nn. 25-45).
Sigamos, pues, el ejemplo de san Francisco, testigo de la auténtica
pobreza. Él, precisamente porque mantuvo los ojos fijos en Cristo, fue
capaz de reconocerlo y servirlo en los pobres. Si deseamos ofrecer
nuestra aportación efectiva al cambio de la historia, generando un
desarrollo real, es necesario que escuchemos el grito de los pobres y
nos comprometamos a sacarlos de su situación de marginación. Al mismo
tiempo, a los pobres que viven en nuestras ciudades y en nuestras
comunidades les recuerdo que no pierdan el sentido de la pobreza
evangélica que llevan impresa en su vida.
5. Conocemos la gran dificultad que surge en el mundo contemporáneo
para identificar de forma clara la pobreza. Sin embargo, nos desafía
todos los días con sus muchas caras marcadas por el dolor, la
marginación, la opresión, la violencia, la tortura y el
encarcelamiento, la guerra, la privación de la libertad y de la
dignidad, por la ignorancia y el analfabetismo, por la emergencia
sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de personas y la
esclavitud, el exilio y la miseria, y por la migración forzada. La
pobreza tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por
viles intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y el
dinero. Qué lista inacabable y cruel nos resulta cuando consideramos
la pobreza como fruto de la injusticia social, la miseria moral, la
codicia de unos pocos y la indiferencia generalizada.
Hoy en día, desafortunadamente, mientras emerge cada vez más la
riqueza descarada que se acumula en las manos de unos pocos
privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la
explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la propagación
de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera. Ante este
escenario, no se puede permanecer inactivos, ni tampoco resignados. A
la pobreza que inhibe el espíritu de iniciativa de muchos jóvenes,
impidiéndoles encontrar un trabajo; a la pobreza que adormece el
sentido de responsabilidad e induce a preferir la delegación y la
búsqueda de favoritismos; a la pobreza que envenena las fuentes de la
participación y reduce los espacios de la profesionalidad, humillando
de este modo el mérito de quien trabaja y produce; a todo esto se debe
responder con una nueva visión de la vida y de la sociedad.
Todos estos pobres —como solía decir el beato Pablo VI— pertenecen a
la Iglesia por «derecho evangélico» (Discurso en la apertura de la
segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 29 septiembre 1963)
y obligan a la opción fundamental por ellos. Benditas las manos que se
abren para acoger a los pobres y ayudarlos: son manos que traen
esperanza. Benditas las manos que vencen las barreras de la cultura,
la religión y la nacionalidad derramando el aceite del consuelo en las
llagas de la humanidad. Benditas las manos que se abren sin pedir nada
a cambio, sin «peros» ni «condiciones»: son manos que hacen descender
sobre los hermanos la bendición de Dios.
6. Al final del Jubileo de la Misericordia quise ofrecer a la Iglesia
la Jornada Mundial de los Pobres, para que en todo el mundo las
comunidades cristianas se conviertan cada vez más y mejor en signo
concreto del amor de Cristo por los últimos y los más necesitados.
Quisiera que, a las demás Jornadas mundiales establecidas por mis
predecesores, que son ya una tradición en la vida de nuestras
comunidades, se añada ésta, que aporta un elemento delicadamente
evangélico y que completa a todas en su conjunto, es decir, la
predilección de Jesús por los pobres.
Invito a toda la Iglesia y a los hombres y mujeres de buena voluntad a
mantener, en esta jornada, la mirada fija en quienes tienden sus manos
clamando ayuda y pidiendo nuestra solidaridad. Son nuestros hermanos y
hermanas, creados y amados por el Padre celestial. Esta Jornada tiene
como objetivo, en primer lugar, estimular a los creyentes para que
reaccionen ante la cultura del descarte y del derroche, haciendo suya
la cultura del encuentro. Al mismo tiempo, la invitación está dirigida
a todos, independientemente de su confesión religiosa, para que se
dispongan a compartir con los pobres a través de cualquier acción de
solidaridad, como signo concreto de fraternidad. Dios creó el cielo y
la tierra para todos; son los hombres, por desgracia, quienes han
levantado fronteras, muros y vallas, traicionando el don original
destinado a la humanidad sin exclusión alguna.
7. Es mi deseo que las comunidades cristianas, en la semana anterior a
la Jornada Mundial de los Pobres, que este año será el 19 de
noviembre, Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, se comprometan a
organizar diversos momentos de encuentro y de amistad, de solidaridad
y de ayuda concreta. Podrán invitar a los pobres y a los voluntarios a
participar juntos en la Eucaristía de ese domingo, de tal modo que se
manifieste con más autenticidad la celebración de la Solemnidad de
Cristo Rey del universo, el domingo siguiente. De hecho, la realeza de
Cristo emerge con todo su significado más genuino en el Gólgota,
cuando el Inocente clavado en la cruz, pobre, desnudo y privado de
todo, encarna y revela la plenitud del amor de Dios. Su completo
abandono al Padre expresa su pobreza total, a la vez que hace evidente
el poder de este Amor, que lo resucita a nueva vida el día de Pascua.
En ese domingo, si en nuestro vecindario viven pobres que solicitan
protección y ayuda, acerquémonos a ellos: será el momento propicio
para encontrar al Dios que buscamos. De acuerdo con la enseñanza de la
Escritura (cf. Gn 18, 3-5; Hb 13,2), sentémoslos a nuestra mesa como
invitados de honor; podrán ser maestros que nos ayuden a vivir la fe
de manera más coherente. Con su confianza y disposición a dejarse
ayudar, nos muestran de modo sobrio, y con frecuencia alegre, lo
importante que es vivir con lo esencial y abandonarse a la providencia
del Padre.
8. El fundamento de las diversas iniciativas concretas que se llevarán
a cabo durante esta Jornada será siempre la oración. No hay que
olvidar que el Padre nuestro es la oración de los pobres. La petición
del pan expresa la confianza en Dios sobre las necesidades básicas de
nuestra vida. Todo lo que Jesús nos enseñó con esta oración manifiesta
y recoge el grito de quien sufre a causa de la precariedad de la
existencia y de la falta de lo necesario. A los discípulos que pedían
a Jesús que les enseñara a orar, él les respondió con las palabras de
los pobres que recurren al único Padre en el que todos se reconocen
como hermanos. El Padre nuestro es una oración que se dice en plural:
el pan que se pide es «nuestro», y esto implica comunión, preocupación
y responsabilidad común. En esta oración todos reconocemos la
necesidad de superar cualquier forma de egoísmo para entrar en la
alegría de la mutua aceptación.
9. Pido a los hermanos obispos, a los sacerdotes, a los diáconos —que
tienen por vocación la misión de ayudar a los pobres—, a las personas
consagradas, a las asociaciones, a los movimientos y al amplio mundo
del voluntariado que se comprometan para que con esta Jornada Mundial
de los Pobres se establezca una tradición que sea una contribución
concreta a la evangelización en el mundo contemporáneo.
Que esta nueva Jornada Mundial se convierta para nuestra conciencia
creyente en un fuerte llamamiento, de modo que estemos cada vez más
convencidos de que compartir con los pobres nos permite entender el
Evangelio en su verdad más profunda. Los pobres no son un problema,
sino un recurso al cual acudir para acoger y vivir la esencia del
Evangelio.
Vaticano, 13 de junio de 2017
Memoria de San Antonio de Padua
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