Amigos: Les comparto la tremenda vivencia del filósofo Carlos Díaz en una cárcel correccional infantil de México. Un testimonio que nos anima a confiar a pesar de todos los pesares...
DOS HORAS RESTITUYENDO LA ESPERANZA
¡Si no os hacéis como niños…!
Todavía estoy bajo el shock de los niños de ayer. Eran sesenta de 12 a 21 años que estaban recluidos en el "correccional" (!!) hasta un año por problemas con las drogas, agresión, violencia e intentos de suicidio. Había niños tan tiernos y tan desvalidos como carentes de toda mínima referencia familiar y antropológica, que pese a todo me parecían vírgenes de Israel de vuelta de la enésima prostitución en el cuerpo y en el alma. Incluso estaba ante mí jugueteando un niño completamente subnormal, que ni hablar sabía, y que de vez en cuando me saludaba lleno de babas y chocando la palma de su mano y sus nudillos con los míos, un pobre inocente al que alguien había arrojado allá a paladas al camión de la basura, algo muy en coherencia con la concesión europea al todavía actual presidente de México Enrique Peña Nieto del premio Carlomagno de los Derechos Humanos. Por lo demás, el correccional no alcanza a ser apenas más que un piso pequeño de una sola planta si acaso con capacidad para un par de familias como máximo, donde están guardados con cerrojo y hacinados absolutamente, cual piojos en costura, sesenta niños y adolescentes, algunos ya de veintiún años. Desde luego si no lo veo no lo creo, pues no es lo mismo contemplar estos espectáculos en una película, por dura que sea, que verlo in situ.
Cuando salí de ese infierno apenas me podía creer que hubiéramos cabido todos, algunos de pie y el resto acuclillados en el suelo maloliente, pues la precariedad bate allí todos los records que uno pueda concebir. Te preguntarás ¿y quién los cuida? Pues no los cuida ningún adulto, ningún guardia, ningún psicólogo, ningún médico, nadie, no hay dinero para esos lujos en este país surrealista. Nadie, excepto tres jóvenes-adultos que antes estuvieron allí encerrados por lo mismo, por problemas de drogas, y que trabajan sin cobrar dinero porque no quieren salir hasta no estar completamente recuperados, auténticos milagros que siempre se dan a pesar de todo; ellos se han convertido en "terapeutas" de los demás (su terapia sobre los nuevos, por desgracia, es la de la humillación y la culpabilización, y eso es todo). Ni que decir tiene que tampoco existen aquí ni sombras de talleres de aprendizaje de ningún oficio (como ya he dicho, no hay apenas lugar para sentarse), así que los encarcelados "corregibles" se hacen la "comida" ellos mismos (el Gobierno les da la generosa cantidad de diez pesos por día -menos de medio euro- para todos sus gastos diarios, ellos pasan su hambre, y así están retenidos un máximo de un año hasta que les abran los cerrojos y sean vomitados de nuevo a la calle para volver a repetir el ciclo. La voluntaria que me invitó a visitarles (una persona muy especial, que recibe terapia de una amiga mía y que ya antes me había invitado también a visitar la cárcel de mujeres y a departir con las reclusas) es la que se encarga -sin cobrar nada ella misma- de llevar a quien pueda para que hablen allí, pongan alguna película, o cositas así muy de cuando en cuando. Lo inevitable es que en ese pórtico del infierno siempre de guardia, las 24 horas, el día entero, no puedan aprender nada bueno, ya que en ese inmundo cochinero la única cosa gratis es soñar con salir de nuevo, idealizar a sus madres (padres parece que no tienen), cuando ellas los aceptan, y cuando además les aman. Todo esto, aunque a duras penas pueda imaginarse, adquiere sin embargo sus reales dimensiones cuando se lo tiene ante la narices, aunque quizá ni siquiera pueda comprenderse estando allí dentro, pues la verdad repugna y traumatiza (yo creo que enloquece) hasta el límite.
Se me pidió que les hablara de la esperanza, y la verdad es que tengo que hace en estos casos de tripas corazón, pero después de mucho pensarlo se me ocurrió por fin leerles y explicarles durante dos horas el librito "Diez palabras clave para vivir con humanidad", algo que les gustó tanto que me pedían que no me fuera, que querían estar siempre conmigo, pero a las dos horas en aquel cuchitril maloliente y lleno de piojos, casi sin aire respirable, ya me había agotado yo, pobre burguesito. Aunque la mayoría de ellos no sabían leer ni escribir, absorbían con su alma cada parábola contenida en aquellas páginas, e incluso varios lloraban compulsivamente: "Quiero irme con mi mamá, me estoy volviendo loco". Aquellas palabras del maestro Figueredo, aquel testimonio del ciego que anima a su compañero, aquella narración del cantor con su guitarra en la cárcel, todo eso era respondido en cada momento con sollozos y solemne silencio. La angustia atenazaba mi garganta. Y al final me atrevía a decirles -porque así, de repente, me salió del alma: "Yo creo en Jesucristo, nunca nadie les va a querer a ustedes más, él es su esperanza, no le defrauden ni se defrauden a sí mismos". Y muchas de aquellas cabecitas agachadas asentían como si de repente sus rostros fueran iluminados por un fulgor desconocido para ellos. Y di también al mismo tiempo yo mismo gracias a Dios por haberme permitido conocerle a través de su Hijo. ¡Es tanto lo que puede hacer un creyente incluso cuando no puede nada y cuando no pasa de ser un burgués de mala muerte!
A la caída de la tarde, cuando abandoné el lugar, había vuelto a nacer, no al modo de la reencarnación orientalista tan de moda, sino con la simple encarnación de dos tacañas horas. No una sola vez, sino siempre y durante toda mi vida he comprobado lo que ahora trabajo como psicólogo: que da más fuerza sentirse amado que creerse fuerte, que sólo se posee lo que se regala, que hay en todo ser humano más cosas dignas de admiración que de desprecio si se le ama, que los pobres nos evangelizan, y que es verdad que Jesucristo ha resucitado en quienes se dejan resucitar.
A cuantos de vosotros me habéis enseñado esto os doy las gracias desde el corazón de este penal-correccional-gehenna en un lugar hediondo de Mazatlán, Sinaloa, México.