Les comparto esta bellísima reflexión para el domingo 17 de enero, fruto de la estancia de su autor, Monseñor José Ignacio Alemany, en Chota.
La mañana fresca de luz y verdor nos invita a hacer oración. ¿Quieres acompañarme?
Sobre las construcciones del seminario hay una pequeña capilla. Es como un vigía en el panorama.
Bajo este eucalipto verde de esperanza te invito a sentarte conmigo para hacer un rato de oración. Contemplemos en paz la obra de Dios. Cerros verdes, todos cuesta arriba como ansiando tocar ya el cielo:
“Levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la tierra”.
Un chorro de agua viva se despeña desde la altura:
“Ríos de agua viva brotarán de las entrañas de quien crea en mí”.
Abajo el río serpea en el valle profundo, ofreciendo a todos el frescor de su fecundidad.
Cerca de nosotros pasa un hombre, con la palana al hombro, para preparar con su trabajo el pan que de frágil caña llegará a ser morena espiga, pesada de granos, que su esposa amasará para que el sacerdote lo convierta en pan de eucaristía:
“El que come de este pan vivirá eternamente”.
Más allá, pequeños caminos que buscan la carretera para llegar a Ciudad de Dios y pienso que son muchos los caminos pero uno solo pudo decir:
“Yo soy el camino”.
Junto a los salones del seminario las camionetas de los buenos sacerdotes, que están haciendo el retiro, parecen entorpecer el paisaje. Sin embargo, me recuerdan que por el camino (que es Cristo) se va más rápido en los brazos de Santa María la “bendita entre todas las mujeres”.
Los muchos árboles, fruto de la reforestación que se hizo hace pocos años, se convierten en nido y acogida entre los verdes cerros.
Metidas entre el verde de sus ramas, se alzan unas casas, con capilla incluida, que, empujadas por cipreses y pinos, se ven desde todas partes de día y en la noche sus luces de pequeño nacimiento invitan al encuentro de los hombres con Dios en las alturas:
“No puede ocultarse la ciudad colocada sobre un monte”.
Recuerdo que el primer día fue de un sol suave como entre cortinas, que alumbra sin dañar los ojos ni el alma.
Los días centrales fueron de lluvia continua y serena que hace fecunda a la madre tierra.
El verde nuevo de este último día de retiro da vida al rezo de laudes. Isaías promete:
“Yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva: de lo pasado no habrá recuerdo… sino que habrá gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear”.
El mismo oficio divino hace eco al Apocalipsis:
“Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”… en Chota.
Un sencillo gorrión trina como vigía del amanecer y sus compañeros le responden entre las ramas.
Todo parece invitar a repetir con el salmo: “Aves del cielo ¡bendecid al Señor!” y hasta las flores simples del campo me gritan gozosas: “Ni Salomón se vistió como una de nosotras”.
La oración de la mañana se hizo oración a lo largo del día y al atardecer. Seguimos meditando mientras las horas del día nos acompañan.
Es interesante darse cuenta de que las piedras que hacen difícil el caminar sin lluvia, cuando llueve son de gran ayuda para no resbalar.
Recuerdo que en Ayabaca a un paso difícil y sin piedras, lo llamaban “sal si puedes” y es que en todas partes y siempre “el Señor es mi fuerza, mi roca y salvación”. Sin Él nada.
Por su parte los santos, esas pequeñas ayudas que nos permiten llegar hasta la Roca, vienen a ser también puntos de apoyo en medio de las dificultades.
Un pequeño cardenal (pajarito negro y rojo) salta feliz del piso a la cresta de un pequeño abeto.
Se luce y desciende muchas veces invitando a vísperas del atardecer: “A la sombra de tus alas canto con júbilo”.
Junto al corral la gallina cacarea a lo lejos por el “gozo de su fecundidad” y me hace recordar a Jesús contemplando no a Chota sino a Jerusalén:
“Cuántas veces he querido cobijarte como la gallina cobija a sus polluelos y tú no has querido”.
Por la tarde, mis sacerdotes que estaban de retiro, subieron al cerro de pinos cantando el vía crucis. Sus voces juveniles y potentes repetían “A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo”.
El cielo azul serrano, vivo de colorido en el día y con la luna de plata en la noche, envuelta en su manto de estrellas, me invita a repetir: “Señor, Dios nuestro… cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has creado…” qué pequeño y qué grande me veo.
Las casitas lejanas de adobe y calamina, cada tarde entre humo de eucalipto y yuca y mote caliente y pan y calor de hogar son la recompensa al trabajo del día.
Entre casa y casa unos postes rudimentarios, con los brazos extendidos de sus cables, pasan luz y entretenimiento a los hogares aparentemente abandonados a su suerte.
Se me hace de noche y termino mi oración cantando “Criaturas todas del Señor, ¡bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por los siglos!”